—¿Qué es irónico?
—Que la Mente Terráquea te diera esa tecnología a ti. No me refiero, por cierto, al dispositivo de levitación, sólo al sistema de anclas y antenas que te permite volar.
—¿Que me diera? ¿Eso has dicho?
—Sí. He examinado los canales legales. El soporte físico no tiene patente v el soporte digital no es propiedad registrada. Me he tomado la libertad de presentar una solicitud de propiedad a tu nombre, amo, dándote la propiedad intelectual.
—¿Crees que Ella me pone a prueba para ver si elimino esta tecnología?
—Amo, la mente humana no puede aprehender fácilmente la diferencia entre un millón y un billón, pero si tengo el honor de poder calcular y correlacionar un millón de veces más rápidamente que un cerebro humano, y si la Mente Terráquea calcula un billón de veces más rápido que vosotros, honestamente, amo, Ella me resulta tan incomprensible como yo debo serlo para ti, por momentos. No tengo la menor idea de por qué Ella hace algo.
El único Par que no había hablado era un emisario de la subrutina de planificación de comunicaciones y finanzas de la Composición Caritativa. Esta composición era una mente grupal con miles de miembros, fundada durante las turbulencias de la Quinta Estructura Mental, con cadenas y registros de memoria que se remontaban a ochenta mil años atrás. La Composición Caritativa era una de las primeras en incluir pueblos con sistemas nerviosos de diferente estructura en una combinación. En el pasado remoto él-ellos habían sido una poderosa fuerza política, uno de los arquitectos fundadores de la Sexta Estructura Mental y la era de las mentes mecánicas. Ahora, perdido todo poder político, la Composición Caritativa ganaba su fortuna con la interpretación, la traducción y el arbitraje entre distintos grupos y tendencias de la Ecumene Dorada.
El emisario tenía el cuerpo y la indumentaria de una figura de la mitopoesía de los Caritativos, una quimera alada con cuerpo de león y tres cabezas, una de mono, una de halcón y una de serpiente, cada cual con su propio cerebro, las cuales representaban las tres neuroformas que componían la mente grupal Caritativa: Básica, Invariante y Taumatúrga. (Helión vio que el emisario, como Helión, veía la sala desde la perspectiva de los otros Pares pero, a diferencia de él, él-ellos no tenían un punto de vista privado y propio. Y, a diferencia de él, los sistemas nerviosos de él-ellos podían entender las perspectivas de Kes Sennec y Rueda-de-la-Vida.)
—Quien desee estar al servicio del bien —dijo el emisario— debe tener en cuenta no sólo el corto plazo sino el largo plazo. En menos de cien mil millones de años, el Sol pasará a otras fases de decadencia estelar, y dejará de ser útil. La previsión requiere que tomemos medidas de evacuación, pero sin someter la civilización a disturbios ni perturbaciones. Se deberían desarrollar tecnologías que faciliten el movimiento de todos los mundos y los hábitats a otras partes, adaptar las instituciones sociales para preservar la paz y el orden, con filosofías que brinden una justificación ideológica. El caos, la violencia y el terror se deben evitar a toda costa. Sólo así se puede mantener el servicio para todos. Humildemente, cabe preguntar si, en la visión presentada por el Par Helión, la sociedad tendrá suficiente genio, previsión y resolución, cuando se requiera la colonización estelar, para franquear el abismo interestelar. Las sociedades estables no son famosas por estas virtudes.
—¿Veis? —intervino Ao Aoen—. La gran Composición Caritativa desea oponerse a una sociedad conformista, y él-ellos son la esencia misma de la unión y la abnegación. ¿Qué somos pues nosotros, los que impulsamos este plan?
—Quizás haya un error de interpretación —respondió el emisario, mirando a Ao Aoen con sus tres cabezas—. El propósito era decir que la cuestión de la colonización estelar se debería plantear mucho después que los esfuerzos de Helión para extender la vida útil del Sol hayan culminado. Si se plantea antes, puede haber conflicto y caos. La ocupación de sistemas estelares cercanos por parte de los colonos puede obstaculizar la evacuación pacífica cuando perezca el Sol. La paz es suprema; sólo así se puede mantener el servicio para todos. Un día el cambio será necesario y bienvenido, cuando el tiempo se haya agotado, y la energía del Sol se haya consumido. Pero antes de ese tiempo, ¿qué necesidad hay de que los innovadores y aventureros atenten contra la paz y la satisfacción?
En el aire, con estrellas arriba y nubes debajo, Faetón evocó su encuentro con la Mente Terráquea.
—Quizás Ella intente enseñarme algo, no ponerme a prueba…
—Yo no osaría especular, joven amo.
—Bien, al menos no fallaré en esta prueba. Irradia la información por los canales públicos. El intento de ocultar la verdad no puede traer nada bueno.
—Es lo que siempre has dicho, amo. Pero hay algo más, ¿verdad?
—Radamanto… —Faetón recobró la compostura—. ¿Eran reales las cosas que vi esta noche? ¿Esto no forma parte de algún juego de la mascarada? ¿No estoy dentro de una obra de pseudomnesia?
—¿Puedo realizar una lectura noética para experimentar lo sucedido desde tu punto de vista?
—No te guardo secretos, Radamanto. No es necesario que pidas permiso para leer mi mente.
—Es necesario, joven amo. Así lo establece el protocolo. Y lo que creías real era, en efecto, muy real.
—La Ecumene Dorada sufre un ataque. Y yo soy un delincuente, o un cómplice, al igual que mi amigo neptuniano, que contribuye a destruir nuestro paraíso —dijo Faetón, con un gusto bilioso en la garganta.
—Con todo respeto, amo, esa conclusión no está avalada por las pruebas que has visto hasta ahora.
Faetón extendió los brazos y frenó su descenso. Miró coléricamente al pingüino.
—¡Por favor, no soy estúpido! Tenemos una sociedad de inmortales. Nuestra tecnología neural nos da perfecta memoria eidética, si lo deseamos. Toda fechoría pasada, por pequeña que sea, se puede evocar muchos milenios después. Y no hay lugar donde ocultarse de quienes hemos ofendido o de quienes nos ofenden. Para impedir la posibilidad del delito, los señoriales no tenemos intimidad, ni siquiera en el pensamiento, excepto la que nos otorgamos unos a otros por cortesía. ¿Y qué otra cosa se puede hacer? Yo hice algo que avergonzó y ofendió a mis iguales. No sé qué es, y con franqueza no me importa por ahora. Pero todos hemos convenido en olvidarlo. En fingir que no sucedió.
El pingüino se detuvo en el aire, con la bufanda ondeando en la brisa, y miró a Faetón con sus antiparras grandes y redondas. Se frotó la barriga blanca con un ala rechoncha.
—¿Me haces una pregunta, joven amo? Me diste órdenes específicas de no mencionar esa laguna de tu memoria. Tampoco puedo revelarte qué olvidaste.
—¿Yo mismo lo hice? ¿No fui obligado?
—Fue voluntario. De lo contrario, los sofotecs habríamos intervenido para impedirlo.
—¿Y si contradigo la orden?
—Tus viejos recuerdos están en mis archivos de Mansión Radamanto, en la cámara de memoria, en el tercer nivel de la Mentalidad, el paisaje onírico no realista de capa profunda.
—¿Y debería hacerlo?
Ni siquiera Radamanto pudo responder de inmediato. Hubo una pausa mientras la mente mecánica examinaba cada consecuencia futura previsible de cada posible combinación de acciones y reacciones para todos los individuos de la Ecumene Dorada. (Radamanto tenía espacio mental suficiente para conocerlos a todos íntimamente.) Esta complejidad fue comparada con la estructura de eterno diálogo filosófico que mantenían los sofotecs.
—Sería más noble y valiente por tu parte conocer la verdad, joven amo —respondió Radamanto—. Pero te advierto que habrá un precio. Un precio que tú mismo, anteriormente, no deseabas pagar.
—¿Precio? ¿Qué precio?
—Mira hacia abajo, amo, y cuéntame qué ves.
Faetón miró.
Por doquier había esplendor. Al norte había valles abiertos, lagos frescos y recónditos, setos fragantes, bosques amurallados, caminos arbolados, montañas, grietas, arroyos murmurantes que se precipitaban a un mar azul. Al este había florestas profundas y oscuras, investidas con bioformulaciones menos tradicionales: exóticas estructuras coralinas, formas energéticas de cuento de hadas, burbujas luminosas, vastas marañas de lianas relucientes; al sur había palacios, museos, catedrales del pensamiento, vivipiscinas y matrices de amnesia. Al oeste estaba el mar, donde, a la luz del sol naciente, Faetón vio siluetas de invitados en cuerpos recién alterados como el suyo, gritando de deleite, remontándose y zambulléndose y bailando en el cielo, o precipitándose desde las alturas hacia las olas para elevarse nuevamente en una espuma chispeante.
—¡Allá hay gente que vuela como yo!
—Las noticias viajan deprisa. Me pediste que difundiera esa información. ¿Qué más ves?
Faetón miró no sólo con los ojos.
En el nivel superficial del espacio onírico había un millón de canales abiertos a la conversación, la música, el despliegue de emociones y el estímulo neural; interfaces profundas llamaban desde más allá, sinoetismos, sinergias informáticas, organigmas y transintelectualismos que ningún cerebro no realzado podía comprender.
Debajo de ellos, en el centro del ámbito de la Celebración (y también en el «centro» del espacio mental) estaba la Mansión Aureliano, como una flor dorada, con torres y cúpulas que brillaban en la luz del alba, con cien sendas de pensamiento (en la Mentalidad) y cuatro grandes bulevares (en la realidad) que se unían en la ciudad de Aureliano.
—Veo la casa de Aureliano. ¿Adonde quieres llegar, Radamanto?
—El precio. Te estoy mostrando lo que perderías. Si abrieras esos viejos recuerdos, serías expulsado…
—¿Expulsado de la Celebración? —exclamó Faetón, horrorizado.
Pensó en todo el trabajo y las esperanzas, los largos años de preparación que él y muchos otros habían consagrado al éxito de la Celebración. El anfitrión, la Mente Aureliano, se había creado para esta ocasión (así como Argentorio se había creado mil años atrás para el último Baile Milenario).
Aureliano nació de las nupcias entre el grupo Mente Oeste, famoso por su audacia, y el Archivista, cuya naturaleza era más saturnina. La combinación de estas cualidades había resultado inspiradora.
Uno de los mejores efectos de Aureliano —audaz al extremo de la crueldad— había consistido en invitar tanto al pasado como al futuro. Faetón había visto reconstrucciones paleopsicólogicas que despertaban a la vida y la consciencia para contemplar pasmadas las obras de sus descendientes. Con ellos había personalidades construidas a partir de los modelos de Aureliano de muchos futuros posibles, habitantes de mundos ficticios situados a un millón o mil millones de años, paseando con divertidas sonrisas en lo que para ellos era el pasado.
Aureliano, a velocidades de pensamiento de alta compresión, había estudiado cada combinación posible de invitados (y la lista era extensa: había convocado a todos los habitantes de la Tierra) y todas sus posibles interacciones durante 112 años antes que comenzara la Fiesta de enero.
¿Aureliano había previsto que uno de sus invitados recobraría accidentalmente un recuerdo sepultado, armando un escándalo, ofendiendo a su querida esposa, arruinando las celebraciones y los planes de toda la escuela Gris Plata? ¿La tragedia de Faetón se había preparado para la edificación de los demás invitados, quizás una admonición para no examinar demasiado lo que era mejor ignorar?
Si Faetón se iba, se perdería la Trascendencia Final de diciembre. La experiencia de esa Trascendencia determinaría el rumbo del arte y la literatura, la industria y el esfuerzo mental de los próximos mil años. Él no aportaría nada; nada de lo que había hecho en los últimos mil años formaría parte de esa experiencia. Al culminar la Trascendencia, casi todas las conversaciones, reuniones y acontecimientos destacados se realizarían a la sombra de ese recuerdo común. Un recuerdo que Faetón no poseería. Algo que todos compartirían menos él. Faetón pensó en todas las bromas que no entendería, todas las alusiones que no detectaría. Por no mencionar los dones e incrementos de percepción que perdería.
En definitiva, ¿por qué armar un escándalo? ¿No podía esperar a que la fiesta hubiera terminado para exhumar recuerdos desagradables? ¿No sería más práctico, no tendría más sentido?
Faetón se detuvo en el aire, mirando hacia abajo. Como un segundo sol, un sol más pequeño, el punto brillante de lo que antaño había sido Júpiter se elevó en el este, arrojando dobles sombras sobre el palacio Aureliano.
La fanfarria de la alborada joviana resonó dichosamente de una torre a otra. Pájaros de plumaje blanco, cantando gloriosamente, echaron a volar en bandadas desde jaulas y bosquecillos, un trueno de alas. Las palomas llevaban frutos, bocadillos o jarras de vino, y buscaban a los invitados que tenían hambre o sed.
Un ave blanca se elevó y aterrizó en su hombro, arrullando. Era una especie nueva, diseñada para la ocasión. Faetón aceptó una copa de vino inteligente. El sabor era transmitido perfectamente por sensores de su maniquí a las glándulas gustativas y centros de placer del cuerpo y el cerebro reales de Faetón, dondequiera estuvieran almacenados, durmiendo profundamente, a resguardo de todo peligro.
El sabor era como el sol estival, y el bouquet cambiaba de un instante al otro cuando pequeños ensambladores del líquido combinaban y recombinaban los elementos químicos mientras él alzaba la copa. Bebió con puro deleite, y ningún sorbo era igual al otro; cada cual era individual e irrepetible. Pero ahuyentó al ave, abrió la mano y arrojó la bebida sin terminarla. Se obligó a no arrepentirse de este acto.
Modificó el disfraz, de Arlequín a Hamlet. Ahora usaba colores lúgubres, huraños, sobrios.
—Si el precio es ser excluido de esta celebración —dijo—, puedo tolerarlo. De algún modo lo toleraré. A fin de cuentas, es sólo una fiesta. Puedo pagar ese precio. Es mejor que sepa la verdad.
—Perdóname, joven amo, pero no has entendido bien. No serás excluido de la celebración. Serás exilado de tu hogar. Esos recuerdos te expulsarán del paraíso.
Por unos instantes los Pares debatieron con serenidad la evolución y la decadencia del Sol y otros acontecimientos que sucederían millones de años en el futuro.
Helión (que era un devoto anticuario) sabía que sus antepasados lejanos habrían quedado pasmados al oír que personas sensatas hablaban de eventualidades tan remotas, y que antepasados aún más lejanos, los primitivos cazadores-recolectores de la era de la Primera Estructura Mental, que vivían de cacería en cacería y con los alimentos al día, habrían quedado igualmente perplejos al oír que los agricultores que los reemplazarían hablaban con displicencia de cosechas y estaciones que estaban a meses y años de distancia.