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Authors: John C. Wright

Tags: #Ciencia-Ficción

La Edad De Oro (7 page)

BOOK: La Edad De Oro
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—Querido muchacho, como cortesía para Atkins, te pediré que también te marches. No tienes la obligación legal de no mencionar lo que has visto, pero hay una obligación moral aún más profunda y constrictiva. Nuestras leyes e instituciones se han habituado a siglos de paz y placer, y nuestra civilización puede sostenerse en el peligro sólo mediante la devoción voluntaria de sus ciudadanos.

—¡Amo la Ecumene Dorada —exclamó Faetón— y nunca haría nada para dañarla!

Atkins lo miró con escepticismo, resopló y miró hacia otro lado.

—No seas infiel a tus principios, Faetón —dijo el avatar—, pues podrías perjudicar a tu mundo y a ti mismo.

—¿Perjudicar? Por favor, dime de qué se trata.

—Tus viejos recuerdos están almacenados, no destruidos. Si decides sobrellevar esa carga una vez más, no puedo aconsejarte. Seré sabia, pero no soy Faetón.

El avatar dio un paso adelante, apoyó las suaves manos en los hombros de Faetón, se encorvó (Faetón no había advertido la altura de esa silueta selénica hasta que ella se le acercó) y le besó la frente.

—¿Aceptarás este regalo mío? Te concedo el vuelo. Es un honor destinado a demostrarte que las inteligencias mecánicas no te tienen inquina, Faetón. Quizá también te recuerde viejos sueños que has abandonado.

—Señora, este maniquí en el cual estoy es demasiado pesado para volar. Necesitaría otro…

De pronto sintió el cosquilleo de una sensación flotante que comenzaba en la cabeza, donde el avatar lo había besado, y se expandía como vino tibio en el torso y las extremidades. El asombrado Faetón pestañeó y alzó un pie. Sin peso, se alejó de la hierba.

Gritó atemorizado, pero luego sonrió, y trató de fingir que gritaba de alegría. Poco después una ráfaga caprichosa lo invirtió como un globo. Faetón cogió una rama de árbol y quedó enredado en las hojas plateadas, riendo.

—¡Extraordinario! —jadeó—. Excúsame, señora, pero hay importantes preguntas sobre lo que sucedió esta noche que yo…

Pero cuando miró por encima del hombro hacia el suelo, el avatar se había ido. Sólo quedaba Atkins, el rostro hosco, rígido en su armadura, caminando por la hierba con sus máquinas negras.

Allí no había nada para él. Atkins no respondería a sus preguntas. Y se había burlado de la expresión de lealtad de Faetón hacia la Ecumene Dorada; fuera cual fuese el delito olvidado de Faetón, bastaba para que los hombres honestos lo considerasen un traidor.

Faetón soltó la rama y se elevó en el cielo nocturno. Los árboles plateados titilaron como espejos y desaparecieron, un bosquecillo más entre los umbríos tapices del parque.

Kes Sennec el Lógico habló con voz pareja e impasible.

—El comentario que acaba de hacer Vafnir, calificando nuestros actos de «innobles» y «egoístas», contiene inexactitudes y lagunas semánticas. Presumiendo que no interpreto mal su intención presente, expreso mi disenso presente, alegando que la declaración es simplista, estereotipada e inexacta.

Kes Sennec también estaba presente en la realidad, un hombre calvo de cabeza grande con traje gris. Una hilera de puntos de control recorría el cierre izquierdo de su túnica; no usaba otros adornos. Su
tez
era gris, y estaba adaptada a los niveles de radiación lumínica locales, al igual que sus ojos. La forma de su cuerpo era sumamente convencional, con órganos especiales y adaptaciones para un ambiente de gravedad cero, y su sistema nervioso estaba muy modificado con monitores, correctivos y comandos glandulares que aseguraban estabilidad emocional y cordura.

—Si una cantidad crítica de los integrantes de una sociedad coopera en actos que conducen, deliberadamente o como efecto lateral, a condiciones que, para una cantidad efectiva de individuos, parecen favorecer el uso de la agresión y el engaño (en vez de estrategias pacíficas de cooperación social) para la obtención de aquello que en ese momento perciben como sus metas, entonces cada condición necesaria y suficiente para el colapso del orden social está presente, y la presión que favorece el colapso crece en proporción con el crecimiento de la cantidad efectiva de individuos. Por colapso me refiero tanto al uso de la violencia por parte de los individuos como a su convicción de que deben usarla por temor a que otros individuos lo hagan.

«Lógicamente, para evitarlo, debe prevalecer una uniformidad suficiente de costumbres y valores para las decisiones operativas, por encima de un nivel mínimo de participantes; estos valores deben incluir, cuando menos, una prioridad en la preservación de la resolución pacífica de conflictos percibidos y reales. El término conformidad no es necesariamente inadecuado para describir esta estructura de decisiones uniformes.

Kes Sennec pertenecía a la neuroforma de los Invariantes, un sistema nervioso unicameral altamente integrado. Su cerebro tenía subrutinas, hábitos y reflejos accesibles, pero ningún subconsciente digno de ese nombre. La neuroforma Invariante era la segunda en impopularidad en la Ecumene Dorada, pues todas las personas con cerebro tan uniforme solían pensar y actuar con asombrosa uniformidad. Los Invariantes no tenían dificultades emocionales ni conflictos internos.

(Kes Sennec veía la sala con crudeza y realismo, sin filtros ni modificaciones. Veía el cuerpo de Helión como un maniquí humanoide; veía los diminutos y opacos enchufes y antenas del cuello de Gannis, que conectaban con la Sobremente de Gannis; veía la actividad electrónica que rodeaba los animales y pseudoplantas de Rueda-de-la-Vida. Veía los cables y nódulos que rodeaban la columna de fuego de Vafnir, y el mecanismo que producía efectos de campo donde estaba almacenada la consciencia de Vafnir. Para Kes Sennec, Orfeo era sólo un esquelético remoto con soportes, equipado con manos artificiales, lentes y altavoces. Todo era insulso, llano, incoloro. El ruido externo, la música distante, los aullidos y los aromas que entraban por la ventana también llamaban la atención de Kes Sennec, que lo captaba todo. Una vez más, Helión no pudo tolerar la escena del otro. Su estructura cerebral le exigía clasificar las impresiones sensoriales por prioridad, e ignorar las sensaciones de importancia menor. El cerebro Invariante de Kes Sennec veía todo, prestaba atención a todo, juzgaba todo con una precisión inhumana exenta de emociones.)

—Los que actúan para impedir la guerra y la violencia —concluyó Kes Sennec— no se pueden definir como «egoístas» e «innobles», aunque actúen de una manera que beneficia sus intereses personales.

—Como de costumbre —intervino Ao Aoen—, los comentarios del Par Kes Sennec me deslumbran con su precisión, y no puedo seguirlos. ¿No hay egoísmo? ¿Por qué ninguno de nosotros mencionó en voz alta las motivaciones secretas de la propuesta del Par Helión? ¿Intentamos matar un sueño, quizás el mayor sueño que ha existido? ¿Qué es este sueño? ¿Alguien puede explicármelo? ¿Alguien aún lo recuerda fuera de esta sala?

Nadie le respondió. Se hizo silencio.

Faetón cabalgaba en el viento nocturno.

Durante varios minutos permaneció suspendido, yendo hacia donde lo impulsaba el viento. Luego flotó de espaldas, mirando las estrellas. Activó un regulador interno para aminorar su percepción temporal, hasta que pudo percibir los movimientos de los astros como visibles, siguiendo sus majestuosas trayectorias en el firmamento. Más lento todavía, y la estrella polar quedó aureolada de halos concéntricos mientras las horas, comprimidas en un par de instantes, colgaban ante él. En un santiamén pasó la mayor parte de la noche.

—¿Y si realmente hice algo que es espantoso, inconcebible, que puso en peligro la Ecumene Dorada? ¿De veras quiero saberlo? La curiosidad me carcome, me atormenta. Sin embargo, me he hecho esto a mí mismo: me he impuesto la ignorancia. Quizá la alternativa sea peor. ¿Acaso la ignorancia es tan difícil de sobrellevar? Hay tantas cosas que ignoramos en la vida…

Escudriñando el cielo nocturno, Faetón abrió su audición para incluir las señales radiales terrestres y satelitales. La información de mil, cien mil fuentes, fluyó en su cerebro. Un sinfín de señales y comunicaciones se irradiaban desde la Tierra, desde la ciudad anillo satélite, desde las casas de la Luna y el verde Venus en su órbita nueva y menos tórrida, que ya fulguraba con el ruido radial de la civilización. La masa de asteroides que formaba el planeta Deméter tenía ciudades más escasas pero más brillantes, pues sus comunidades científicas y sus modos de vida experimentales consumían más energía que la sobria vieja Tierra. Las lunas jovianas, un sistema solar en miniatura, eran un faro de inconmensurable energía, vida, movimiento y ruido; algunos lo consideraban el auténtico centro de la Ecumene Dorada. Y en los puntos troyanos de conducción y rastreo, un millón de metrópolis espaciales de los Invariantes palpitaban con ritmo calmo y sereno. En el linde de la noche, las redes energéticas y sistemas de comunicaciones neptunianos se extendían hasta los cinturones de Oort y Kuiper. Más allá, el parpadeo de algunas estaciones remotas; a 500 UA, un faro del Observatorio Porfirógeno, última chispa en la oscuridad.

Y luego, nada. El rugido de las estrellas, el susurro de las radiaciones de fondo, era nimio, como el jadeo de una tormenta en el mar. No había señales inteligentes en ninguna parte. No había otras colonias, otros puestos de avanzada. Quizá la Ecumene Silente aún existiera cerca de Cygnus X-l; pero en tal caso, era una civilización sin luz, energía ni transmisiones.

No había nada en la noche, sólo un ruido vacío y un abismo vacío.

Faetón reactivó su percepción temporal y las estrellas quedaron petrificadas en su sitio.

—No —se dijo—, no seré falso.

Recordó que el neptuniano había dicho que la Ecumene Dorada era un mundo de ilusiones. Quizá lo fuera.

—Pero no me dejaré engañar. Lo juro. Si algo puede oírme, allá en las estrellas, me habéis oído. He prestado un juramento.

Las estrellas eran pálidas, y una franja de luz roja rozaba el este. Se había elevado más de lo que creía y a esa altitud casi rompía el alba. Giró para enderezarse y, como un buzo que se sumerge en una profundidad azul, inició el descenso. Los vientos rugieron en sus oídos como la algarabía de muchas voces.

En el palacio:

—Si podemos matar este sueño, Pares míos, deberíamos matarlo —dijo o cantó Ao Aoen, y su imagen irradió varias voces e imágenes de luz—. Nuestra supervivencia, y el afán de proteger la amada Ecumene Dorada del horror de la guerra, un horror que sólo nosotros tenemos edad para recordar, ambos nos urgen al enfrentamiento con este arcángel de fuego a quien tememos tanto que no osamos decir su nombre. Nuestra causa es justa. ¿Está nuestra fuerza a la altura de nuestra tarea?

«Convencedme, oh Pares, de que los Exhortadores nos ayudarán en vez de oponerse a nuestros esfuerzos para sofocar el fuego del alma del hombre, y mis inconstantes convicciones pueden cambiar de nuevo. Mi imperio de sueños puede llegar al pensamiento y la sonrisa de millones; convénceme de que es posible, oh Helión, de que puedes combatir contra este fuego espiritual tal como una vez combatiste los fuegos del sol. ¡Con un desenlace más feliz, por cierto, del que tuvo ese acontecimiento!

Faetón hizo una llamada a su mansión.

—¡Radamanto! ¡Radamanto! Sé que el protocolo Gris Plata no te permite manifestarte de una manera que no armonice con el escenario, pero es una emergencia. Algo extraño me sucedió esta noche. Necesito tu ayuda para hallar las respuestas.

Su sensorio envió una señal para admitir un nuevo objeto. Poco después, una silueta negra y menuda bajó aleteando desde las altas nubes que había a sus espaldas, rodeada por el rugido de un motor. Giró en un tonel hasta ponerse paralela al descenso de Faetón.

Era un pingüino con pajarita, antiparras de aviador y una larga bufanda blanca. Extendía las alas regordetas, echaba hacia atrás la cabeza ahusada, el pico cortaba el aire. Un penacho de vapor salía de sus patas palmeadas.

—¡Por favor, Radamanto! ¿Esto armoniza?

—Es un ave, joven amo —dijo el pingüino, ladeando la cabeza.

—¡Usa imágenes realistas, o no uses ninguna! Es el lema de nuestra casa señorial. ¡Los pingüinos no vuelan!

—Detesto decirlo, joven amo, pero los hombres tampoco.

—Pero, ¿una estela?

—Amo, puedes revisar mis cálculos si gustas, pero un objeto con forma de pingüino viajando a esta velocidad por esta atmósfera…

—¡Sé realista! —interrumpió Faetón.

—Si el joven amo mira a sus espaldas, creo que verá que tiene una estela de condensación semejante a la mía…

—¡Santo cielo! —Faetón revisó una vez más su filtro sensorial. El pingüino y su estela eran ilusiones que sólo existían en la Mentalidad. Pero la estela de Faetón era un objeto real—. ¿Cómo hago esto? ¿Volar sin traje?

Echó otro vistazo al menú de propiedades de su filtro sensorial. Era real.

—Si el amo mirase hacia arriba, en la gama de las frecuencias extremadamente altas…

—Veo una retícula de líneas de energía en el cielo, de un horizonte al otro… ¿Un dispositivo de levitación? Pero la escala es imponente. Tiene cientos de kilómetros de extensión. ¿Todo esto se construyó desde anoche?

—Se construyó en órbita y luego fue bajado a su sitio, joven amo. ¡Una sorpresa para los invitados! —El pingüino señaló con una rechoncha ala negra y continuó—: El cable es flotante, hecho de un material recién desarrollado, de gran fuerza tensora y alta conductividad. El domo se extiende sobre todo el ámbito de la Celebración, desde el paralelo cuarenta y cinco hasta el cincuenta. Si se permitiera que el domo adquiriese su forma hemisférica natural, el ápice estaría en la estratosfera. No es la estructura artificial más grande de la Tierra, pues el Jardín de Invierno Antartico es mucho mayor, pero reduce el gasto y el inconveniente del transporte aéreo. Deduzco que el avatar de la Mente Terráquea introdujo ensambladores microscópicos en la estructura de tu maniquí (veo huellas que van desde tu frente hasta el centro de tu cuerpo) y los usó para construir puntos de anclaje magnéticos y generadores de inducción. Un hombre presente podría hacer lo mismo con una chaqueta pesada de material especial.

—Estoy impresionado. Pero tu voz es un poco nasal, Radamanto, aun para un pingüino.

—Me entristece ver la extinción de un modo de vida que me agrada, aunque yo mismo no estoy vivo. La facilidad del nuevo transporte aéreo puede reducir las ventajas de la telepresentación, y en los próximos cuatro siglos reducirá el prestigio de los diversos modos de vida señoriales y crípticos, incluidas las mansiones como yo. Irónico, ¿verdad?

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