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Authors: John C. Wright

Tags: #Ciencia-Ficción

La Edad De Oro (2 page)

BOOK: La Edad De Oro
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—¡Aja! No eres un hijo de esta era, pues, ya que procuras mirar bajo la belleza superficial de las cosas.

Faetón no supo cómo tomar este comentario. O bien era un reproche contra la sociedad en que vivía, o bien contra él mismo.

—¿Sospechas que soy un simulacro? Te aseguro que soy real.

—Eso deben de creer los simulacros, si alguien les pregunta —dijo el hombre de barba blanca, encogiéndose de hombros. Se sentó en una roca musgosa con un gruñido—. Pero dejemos de lado la cuestión de tu identidad, pues a fin de cuentas estamos en una mascarada y no es momento oportuno para ello. Estudiemos en cambio las instrucciones de estos árboles. No sé si detectas la red de energía que bulle entre las capas de la corteza, pero una rutina calcula la cantidad de luz que brillaría, y el ángulo de su descenso, si el planeta Saturno se encendiera como un tercer Sol. Luego, fiel a estos cálculos, la red de energía activa la fotosíntesis en las hojas y las flores y, naturalmente, favorece el lado y los ángulos desde los cuales vendría la luz. ¿Entiendes?

—Por eso florecen de noche —murmuró Faetón, impresionado por la minuciosa labor.

—De noche o de día —dijo el hombre de barba blanca—, siempre que Saturno esté encima del horizonte.

Faetón consideró irónico que el hombre de cabello blanco hubiera elegido Saturno como posición para su ficticio nuevo sol. Faetón sabía que Saturno no se podía mejorar, y que los volátiles de su enorme atmósfera no se podían explotar. Había encabezado dos proyectos para reformar Saturno y transformar ese yermo en algo más útil para las necesidades humanas, o para eliminar los numerosos riesgos que el espacio circundante presentaba para la navegación. En ambos casos las protestas públicas habían frenado sus planes y le habían quitado respaldo económico. Demasiadas personas estaban enamoradas de ese majestuoso (e inservible) sistema de anillos.

—Sí —continuó el hombre de cabello blanco—, siguen el ascenso y descenso de Saturno. Y he aquí la parte curiosa: a través de las generaciones, las flores han desarrollado reacciones complejas que les permiten girar para seguir ese planeta errante a través del ciclo y el epiciclo, la oposición, la tríada y la conjunción. Así florecen. No les incomoda que el sol que siguen con tanto esfuerzo sea falso. Faetón echó una ojeada al extenso bosquecillo. El aroma de los turbadores capullos espejados impregnaba la fresca brisa nocturna.

Quizá porque el hombre tenía un aspecto tan viejo, con su barba blanca, sus arrugas y su bastón, tal como el personaje de una novela o reproducción antiguas, Faetón habló sin pensar.

—Bien, el artista no usó cuchillos de pedernal para dividir los genes, ni realizó sus cálculos con números romanos en un ábaco, ¿verdad? Demasiado esfuerzo para una broma gratuita.

—¿Gratuita? —replicó el hombre de barba blanca.

Faetón comprendió su error. Quizás el hombre fuera real. Quizás él fuera el artista que había creado ese lugar.

—Ah, disculpa. Admito que gratuita puede ser una palabra demasiado fuerte.

—¿Sí? ¿Y cuál es la palabra correcta? —preguntó el hombre de mal humor.

—Bien… Este bosquecillo está destinado a criticar los artificios de nuestra sociedad, ¿verdad?

—¿Criticar? Está destinado a extraer sangre. ¡Es arte! ¡Arte!

Faetón hizo un gesto leve.

—Sin duda hablamos de una sutileza que yo no comprendo. Me temo que no entiendo qué significa criticar los artificios de la civilización. La civilización, por definición, debe ser artificial, pues es obra humana. ¿Acaso «civilización» no es el nombre que damos a la suma de las cosas creadas por el hombre?

—Eres obtuso, amigo —exclamó ese extraño hombre, golpeando el suelo musgoso con el bastón—. Se trata, precisamente, de que nuestra civilización debería ser más sencilla.

Aquel hombre debía pertenecer a una de esas escuelas primitivistas que todos parecían reverenciar pero nadie quería seguir. Se negaban a sufrir modificaciones cerebrales, incluidas las ayudas para la memoria o los programas para equilibrar las emociones. Se negaban a usar teléfonos, televección o transporte motorizado.

Y se decía que algunos programaban las nanomáquinas que flotaban en los núcleos celulares para producir, con el transcurso de los años, la piel arrugada, los defectos capilares, la osteoartritis y la decadencia física general que ocupaban un lugar tan destacado en la literatura, los poemas y los interactivos de la antigüedad. Faetón se preguntó horrorizado qué podía inducir a un hombre a someterse a esa lenta y deliberada automutilación.

—¡Eres ciego a lo que está ante tus ojos! —exclamó el hombre—. Mira la capa de tejido espejado que crece sobre estas hojas. Es para impedir que estas plantas conozcan el sol verdadero. Seguir un sol que sólo sale y se pone es más fácil que anticipar un movimiento retrógrado, te lo aseguro. Los hábitos complejos, dolorosamente aprendidos a través de generaciones, se dejarían de lado al instante en una explosión de auténtica luz solar. Y en consecuencia estas floréenlas tienen un mecanismo para mantener a raya esa verdad. Es extraño que yo haya dado apariencia espejada al tejido bloqueador; puedes ver en él tu propio rostro… si miras.

Este comentario rayaba en el insulto.

—¡O quizás ese tejido sólo las proteja de los factores irritantes, buen amigo! —respondió Faetón acaloradamente.

—¡El cachorro tiene colmillos, a pesar de todo! ¿Conque te he irritado? ¡Eso también es arte!

—Si el arte es una irritación, como la arenilla, dedica tu genio a alabar a una sociedad que es tan cosmopolita como para tolerarlo. ¿Cómo crees que las sociedades sencillas mantienen su sencillez? Mediante la intolerancia. Los hombres cazan; las mujeres recolectan; las vírgenes custodian la llama sagrada. Cualquiera que se aparte de estos rígidos papeles sociales es aplastado.

—Vaya, joven señorial… pues perteneces a una mansión, ¿verdad? Tus palabras son típicas de alguien que fue educado por máquinas. Lo que no sabes, joven señorial, es que las sociedades cosmopolitas a veces son implacables con los disconformes. Mira cuan infeliz hicieron a ese joven precipitado… ¿Cómo se llamaba? Faetón. Y te aseguro que le aguardan cosas peores.

—¿Cómo has dicho?

Extraño. Faetón tuvo la sensación de pisar una escalera inexistente, o de que un suelo aparentemente sólido cediera bajo sus pasos. Se preguntó si habría entrado inadvertidamente en una simulación o una obra pseudomnésica.

—Pero yo soy Faetón. Yo soy él. ¿A qué te refieres?

Se quitó la máscara.

—No, no. Me refiero al auténtico Faetón. Aunque eres muy atrevido al presentarte así en una mascarada, vestido con su rostro.

—¡Pero yo soy él! —exclamó Faetón con desconcierto.

—Conque eres Faetón, ¿eh? No, no lo creo. Él no es bien recibido en las fiestas.

¿Él no era bien recibido? La Casa Radamanto era la mansión Gris Plata más antigua, y la Escuela Gris Plata era, a su vez, la tercera en antigüedad en todo el movimiento señorial. Radamanto contaba con más de 7.600 miembros en la comunión de la élite, aparte de decenas de miles de colaterales, parciales y secundarios. ¿Él no era bienvenido? ¡Su progenitor y plantilla genética era Helión, fundador de la Escuela Gris Plata y arconte de Radamanto! ¡Faetón era bien recibido en todas partes!

—No puedes ser Faetón —continuó el extraño anciano—. Él usa adusto y melancólico negro y orgulloso oro, no esos volados.

(Por un instante Faetón no pudo recordar cómo vestía habitualmente. Pero sin duda no tenía motivos para usar colores adustos, ¿verdad? Él no era adusto… ¿o sí?)

—¿Qué he hecho, según tú, para no ser bienvenido en las celebraciones? —preguntó, tratando de conservar la calma.

—¿Qué has hecho? ¡Ja! —El anciano de cabello blanco se arqueó como eludiendo un olor desagradable—. Tu broma no me causa gracia. Como habrás adivinado, soy un purista antiamarantino, y no llevo un ordenador en el oído diciéndome cada matiz de tus protocolos señoriales, ni qué tenedor usar, ni cuándo contener la lengua. ¡Quizá sea impertinente al decir que el verdadero Faetón estaría avergonzado de participar en un festival como éste! ¡Avergonzado! Ésta es una celebración de quienes aman esta civilización, o de quienes, como yo, sienten el impulso de mejorarla mediante la crítica constructiva. ¡Pero tú!

—¿Avergonzado? ¡No he hecho nada!

—No digas más. ¡No hables! Quizá deba conseguirme un filtro cerebral como vuestras mascotas mecánicas, para eliminar manchas como tú de mi vista y mi memoria. Eso sería irónico, ¿verdad? Yo, envuelto en un tejido plateado propio. Pero quizá la ironía sea más adecuada para una edad de hierro que para una edad de oro.

—Debo insistir en que me digas qué…

—¿Qué? ¿Todavía aquí, intruso? Si quieres tener el aspecto de Faetón, quizá debería tratarte como a él, y expulsarte de mi bosquecillo.

—¡Dime la verdad!

Faetón avanzó hacia el hombre.

—Afortunadamente, este bosquecillo y el espacio onírico circundante me pertenecen, y no forman parte del terreno de la fiesta. Así que puedo expulsarte, ¿verdad? —graznó, blandiendo su bastón.

El hombre y el bosquecillo desaparecieron. Faetón se encontró bajo la luz del sol en una loma verde que se elevaba sobre los radiantes palacios y jardines de la celebración. Una tenue obertura musical llegaba desde las torres distantes.

Era una escena del primer día de la celebración, uno de los ámbitos de entrada. El viejo había borrado su escena boscosa del sensorio de Faetón, arrojándolo de vuelta a su sintonía anterior. Una grosería inconcebible, aunque quizá permitida por el tolerante protocolo de la época del festival.

Faetón sintió una furia glacial. Le sorprendía la vehemencia de su propia emoción. Normalmente no era irascible, ¿o sí?

Quizá fuera prudente olvidar el asunto. Las celebraciones ya ofrecían suficientes entretenimientos y deleites.

Pero, a diferencia de todo lo que había visto, esto era real. Alguien había despertado su curiosidad, y quizás herido su orgullo. Descubriría las respuestas. Se llevó los dedos a los ojos e hizo el gesto de reinicio. Estaba de vuelta en la escena nocturna, en el bosquecillo plateado, pero a solas. El hombre se había ido o se ocultaba tras el filtro sensorial de Faetón.

Con otro gesto, Faetón bajó su filtro sensorial y abrió el cerebro a todas las sensaciones de la zona, para examinar la «realidad» sin ninguna interfaz interpretativa.

El ruido, la música y los anuncios chillones lo sobresaltaron.

Imponentes paneles y estandartes de material liviano colgaban o flotaban en el aire. Cada cual relampagueaba en colores más brillantes y chillones que los demás; cada imagen era más vertiginosa, cautivadora e hipnótica que la anterior. Algunos anuncios tenían proyectores capaces de dirigir el estímulo hacia cualquier cerebro equipado para recibirlo.

Cuando notaron que Faetón los miraba (quizá tuvieran registros para seguir sus movimientos oculares y la dilatación de sus pupilas; a fin de cuentas, esa información era de dominio público), se plegaron y descendieron, clamoreando, presionando, graznando, invitándolo a aprovechar la oferta gratuita de estimulantes y adicciones, recuerdos falsos, compuestos y esquemas de pensamiento. Revoloteaban como gaviotas furiosas, o niños hambrientos en un drama histórico.

La música, en todo caso, era peor. En una ladera distante, un grupo de la Escuela Señorial Roja emitía una combinación analógica del alarido y la bacanal con la sinfonía composicional. En la otra ladera, parciales emancipados de la Composición Psicoasimétrica Insulae se enzarzaban en un duelo de ruidos. Su escala musical experimental de 36 y 10-8 tonos, subsónica e hipersónica, raspó los dientes de Faetón. No hacían esfuerzos para mitigar el ruido por consideración a quienes no compartían sus extensas modificaciones del oído y del lóbulo auditivo, sus peculiares alteraciones de la escala temporal subjetiva, sus peculiares teorías estéticas. ¿Por qué iban a nacerlo? Toda persona civilizada tenía acceso a un filtro sensorial que permitía bloquear o tolerar el ruido.

Y no había rastro del hombre de cabello blanco.

Quizá fuera una proyección, una ficción, parte del planteamiento artístico del bosquecillo.

El deslumbrante destello de los anuncios transparentes no le bloqueaba la vista. Los árboles estaban espaciados, y no había matorrales. A menos que el hombre se hubiera escondido detrás de esa especie de témpano ambulante que acechaba sobre los parrales cercanos, no había lugar donde acuitarse.

Faetón se puso las manos delante del rostro y reactivó el filtro sensorial.

La paz y el silencio lo rodearon de nuevo. Quizá no viera la absoluta verdad, pero el bosquecillo estaba en silencio, y la luz de las estrellas y la luna caía oblicuamente a través de las extrañas hojas espejadas y la lluvia de capullos. Una rutina calculaba qué aspecto tendría la escena (y el sónico, el tacto y el olor) si los objetos perturbadores no estuvieran presentes, la representación se aproximaba a la realidad. «Sueño Superficial», lo llamaban. Las inteligencias mecánicas que generaban la ilusión, capaces de pensar mil millones de veces más deprisa que el hombre, podían explicar astuta y simétricamente todas las incoherencias y cubrir todos los errores indeseados.

Los ecos aún resonaban en sus oídos; las formas flotantes, los colores invertidos, aún deslumbraban sus ojos. Pudo haber esperado a que sus oídos dejaran de vibrar naturalmente, o pestañeado para despejarse la vista. Pero estaba impaciente; sin duda, el hombre que buscaba estaba escapando. Gesticuló para que sus ojos volvieran a la perfecta adaptación nocturna, para que sus oídos se restaurasen. Faetón comenzó a trotar hacia los parrales donde… La cosa que parecía un témpano se había ido. Faetón no veía nada.

¿Témpano? Su memoria mejorada podía recrear una imagen exacta de lo que había visto. Esa masa gigantesca se desplazaba sobre miríadas de patas elefantinas y semilíquidas que se solidificaban y se licuaban a medida que la criatura avanzaba. Asimismo, tenía una docena de fluidos brazos o tentáculos de hielo que se congelaban alrededor de los objetos de la zona, con cuidado de no perturbar los árboles. Examinaba los objetos (¿con ojos, con sensores remotos?) que había cerca de las plantas, como para estudiarlos desde cada ángulo. Era un miembro de la Escuela de Composición de Neuroforma Tritónica, un neptuniano. La tecnología de la superficie de sus neuronas les permitía velocidades de pensamiento que se aproximaban a las de un sofotec lento; pero los cristales de la superficie de las células exhibían sus peculiares características electrosuperconductivas y micropolimorfas sólo bajo temperaturas cercanas al cero absoluto y las presiones formadoras de metaliquidrógeno propias de la atmósfera neptuniana. El cuerpo helado que Faetón había visto era una armadura, un blindaje viviente que cambiaba de forma, un triunfo de la tecnología molecular y submolecular. Ese blindaje permitía que las sustancias cerebrales del neptuniano resistieran el calor insoportable y las condiciones de cuasivacío (en relación con Neptuno) de la atmósfera terrícola.

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