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Authors: John C. Wright

Tags: #Ciencia-Ficción

La Edad De Oro (6 page)

BOOK: La Edad De Oro
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Entonces, una interrupción.

—¿Quién demonios está en esta línea? ¡Oye! Excúsame, ¿qué estás haciendo?

La ventana suspendida en el aire cambió, y el carácter dragontino fue reemplazado por una imagen de hombre en una aerodinámica armadura energética negra cuyo estilo databa de la Sexta Estructura Mental. El casco giró hacia Faetón (quien se había vuelto a poner la máscara) y éste sintió un cosquilleo en la nuca, la señal con que Radamanto le indicaba que estaban leyendo el archivo de su nombre.

Faetón se quedó pasmado.

—¿Quién eres tú —preguntó— para violar los protocolos de la mascarada sin una advertencia?

—Lo lamento —respondió el hombre que estaba en la ventana flotante—. Soy Atkins. Actúo siguiendo órdenes de la extrapolación parcial parlamentaria de la Mente Bélica. Estás en un canal clasificado. ¿Puedo preguntar qué haces en esta zona?

En el palacio:

Ao Aoen era un Taumaturgo. El cerebro de esta neuroforma tenía interconexiones entre los lóbulos temporales, los lóbulos no verbales del cerebro izquierdo y el tálamo y el hipotálamo, sedes de la emoción y la compasión. En consecuencia, las relaciones entre la consciencia y la subsconsciencia no eran estándar, y le permitían realizar con precisión aquello que los neuroformas básicas sólo podían hacer infrecuentemente: actos de perspicacia, intuición, inspiración, reconocimiento de pautas, pensamiento lateral. Podía planear sus sueños. Y los sueños eran sólo una de las diversas superposiciones entre los ámbitos consciente e inconsciente que había dominado, o a las que había sucumbido.

Estaba físicamente presente en un cuerpo insidiosamente bello, cubierto de escamas como una cobra de color. Extensiones craneanas adicionales daban a su cabeza la forma de una manta raya que arrojaba una sombra sobre los hombros y la espalda. Tenía media docena de manos y brazos, con dedos de un metro de longitud o más. Entre los dedos y los brazos, como alas de mariposa, se extendían tejidos que presentaban exquisitas membranas sensoriales y le brindaban percepciones sensuales que superaban los alcances normales.

(Ao Aoen veía la versión estándar de la biblioteca, pero superpuesta con diversos sueños y ensueños, de modo que cada objeto parecía cargado de misterioso y profundo simbolismo. Ao Aoen había sobreimpreso una red de líneas, símbolos, notaciones astrológicas, que indicaban lealtades y simpatías o filiaciones emocionales, o quizá mágico-simbólicas. Cada Par estaba representado por la autoimagen que proyectaba; Orfeo, que no proyectaba ninguna, tenía para Ao Aoen el aspecto de un cubo negro vacío.)

—Aquí veo esquemas dentro de esquemas —dijo Ao Aoen con una voz que parecía un viento hueco en el bosque—. Que nuestra sociedad salga de sí misma, y observémonos con pasmo y curioso temor, como si fuéramos extraños. Lo primero que vemos es que la mayoría de nuestros habitantes (midiendo la población sólo como uso de información) son sofotecs, mentes mecánicas. El resto de nuestra sociedad, nuestros emporios y empresas, son como los amish, que rechazaron la asimilación en la Cuarta Era, como una reserva animal que debe ser mantenida mientras los sofotecs consagran sus esfuerzos a la matemática abstracta.

—Distracción —murmuró Orfeo—. Ao Aoen se va del tema.

Ao Aoen trazó una ola deslumbrante con sus largos dedos aletas.

—Todas las partes reflejan el todo, Par Orfeo. No obstante, la rudeza también es arte, así que seré rudo. Los intentos de arrear a los humanos como un rebaño suelen producir estampidas que aplastan a los aspirantes a pastores.

«Pares míos, los Exhortadores constituyen una organización privada cuyo único poder procede de la estima y el respeto populares que se han ganado. No se atreven a ser vistos del brazo con nosotros, los tristemente célebres plutócratas, mientras los Pares tengamos riqueza suficiente para desafiar la tradición, para ignorar los sentimientos populares y sí, para sobornar a los Exhortadores.

—Los hechos recientes —dijo fríamente Helión— demuestran que aun los señoriales más ricos y valientes no están fuera de su alcance. Los mejores de nosotros deben inclinarse ante la opinión pública. Ya nadie puede darse el lujo de ofender a los Exhortadores.

En el jardín, Faetón se sentía agraviado.

¿Un soldado? Era ridículo. Aún había delitos en el presente: fraudes informáticos, robos de tiempo. Habitualmente eran cometidos por ofensores muy jóvenes que ni siquiera eran octogenarios. Siempre eran atrapados, y la reacción pública siempre era severa. Los Exhortadores manejaban esos asuntos o, en las raras ocasiones en que nadie respondía a la exhortación de entregarse, el alguacil por suscripción.

Pero los alguaciles eran infaliblemente corteses y respetuosos. Faetón ni siquiera sabía que fuera posible que alguien leyera uno de sus archivos enmascarados (y el archivo de su nombre estaba, en efecto, enmascarado) sin permiso. Quizás un alguacil tuviera ese derecho, pero sólo tras la notificación debida y la presentación de una orden de búsqueda. ¡Ese hombre no era un alguacil!

—Seas quien fueres —dijo Faetón—, necesito una respuesta. No tienes derecho. ¡Maldición! Al menos podrías tener la decencia de manifestar tu imagen adecuadamente, sin desbaratar mi escena.

La ventana flotante se apagó con un parpadeo, y la silueta con armadura apareció junto a Faetón. Las hojas de hierba parecían curvarse bajo las botas de metal negro, y la sombra de la luna caía en perspectiva adecuada sobre el césped; pero ésa era la única concesión de ese hombre al decoro señorial. Las luces y reflejos del peto de la armadura estaban mal, y el rastreo y corrección visuales eran toscos, pues la imagen oscilaba como si Faetón moviera la cabeza con rapidez.

El casco se fraccionó en una nube de escamas pequeñas que se extendieron y abrieron, y revoloteó alrededor de la cabeza del hombre como una aureola negra. El rostro era poco distinguido, salvo en su adustez. Faetón no podía recordar qué representaban, en simbología facial, las arrugas alrededor de labios finos, o las patas de gallo en el rabillo del ojo. ¿Sabiduría? ¿Hosquedad? ¿Determinación? Pero tenía el pelo cortado a cepillo, y una mirada firme e impasible que hablaba de diez milenios de tradición militar. El rostro se parecía a las viejas imágenes de archivo de Atkins.

Unas de las esferas negras que estaba cerca de Faetón envió una señal: «El sujeto Faetón no muestra contaminación en el presente. El examen de los registros de comunicaciones e interfaces mentales no revela paquetes de datos recibidos, salvo comunicaciones verbales lineales de bajo nivel. Insuficiente para ocultar construcciones orgánicas o sistemas de datos de memoria conscientes».

—¿Qué? —exclamó Faetón—. ¿Has hurgado en mis archivos y registros sin orden de búsqueda? ¿Sin advertirme? ¡Ni siquiera me lo pediste!

—Amigo —dijo el hombre de armadura negra con voz seria y vivaz—, no sabíamos si estabas comprometido o no. Pero estás limpio. Preferiría que no mencionaras este asunto. Es posible que la oposición tenga constructos en todos nuestros canales públicos, y no quiero darle pistas sobre los alcances de nuestra investigación. Pero no te preocupes. Quizá sólo sea otra falsa alarma, o un ensayo. Es lo único lo que hago hoy en día. Así que no hay necesidad de inquietarse. Estás en libertad de marcharte.

Giró hacia el lugar donde se congregaban las esferas negras. Faetón lo miró de hito en hito. ¿Eran frases de una obra dramática o algo parecido?

—Creo que esto ha ido demasiado lejos. Dime qué está pasando.

—Amigo —dijo el hombre sin volverse—, eso no te concierne. Si necesitamos tu colaboración, o un nuevo examen, nos comunicaremos contigo. Gracias por tu cooperación.

—¿Qué es esto? ¡No puedes hablarme así! ¿Sabes quién soy?

El hombre se giró. Hubo un leve aleteo en las tensas arrugas que rodeaban la boca del soldado. Parecía que contuviera una sonrisa.

—El servicio no me permite hacer trucos con mi memoria. No tengo ese lujo. Sin duda, al menos uno de nosotros recuerda quién eres. Pero por ahora… —El rastro de humor se desvaneció como si no hubiera estado nunca—. Tendré que pedirte que se marches. Me solicitan que asegure esta zona.

—¿Cómo dices? —replicó Faetón con indignación.

Una fanfarria de trompetas argenteas los interrumpió.

En el palacio:

Vafnir, el magnate energético, también estaba físicamente presente, como Gannis, pero, con el propósito de demostrar la vasta riqueza de sus empresas, había registrado su mente en una matriz de energía de alta velocidad que pendía sobre la mesa y ardía como una columna de fuego. La cantidad de tiempo informático consagrado a recalcular sus sendas neurales y la forma de su envoltura magnética cada vez que se producía el menor cambio energético en la sala era tremenda. La columna de fuego consumía cientos de segundos por segundo.

(Un aspecto de la mente de Helión adoptó la perspectiva de Vafnir. Vafnir observaba una estética anticonvencional. Para él las palabras y pensamientos eran como notas o crescendos de luz; el sonido era una fuerza penetrante y trémula; las emociones o insinuaciones aparecían como olores o vibraciones en dieciséis matices radiantes. Para él los Pares eran siete esferas de música colgando en el espacio y emitiendo voces de fuego: Helión, una blancura amarillenta y ávida; Gannis, un verdor cáustico y virulento; Orfeo, una fuga gélida y lúgubre.)

—Pares míos —dijo Vafnir—, Helión no propone una alianza para respaldar a los Exhortadores. Propone que los apacigüemos. Nos dice que se nos ha impuesto llegar a este extremo.

—¿Cuál es tu objeción? —dijo Helión—. Representamos a la generación mayor. La invención de una inmortalidad personal segura y respetable nos garantiza que ninguna generación posterior nos suplantará necesariamente. Hemos dado vida interminable a la humanidad. ¿No nos corresponde pedir, a cambio, que se permita la continuación de nuestra vida en las formas a las que estamos habituados, rodeados por las instituciones y la sociedad que preferimos?

—No tengo objeciones —respondió Vafnir—. Sólo quiero que las cosas se expongan con claridad, sin enredos ni cortinas de humo. Soy uno de los hombres más ricos de la Ecumene, respetado e influyente. Dentro de un millón, mil millones o un billón de años, salvo algún imprevisto, aún estaremos aquí. Y, mucho después que la Tierra haya desaparecido, cuando la noche universal haya extinguido todas las estrellas y el cosmos muera de entropía, las entidades con mayor riqueza y mayor cantidad de energía almacenada estarán entre las últimas en desaparecer. Espero estar entre ellas. Si el coste de ello es domesticar la sociedad, volverla previsible, quebrantar su espíritu y matar sus sueños, que así sea. Sólo deseo aclarar que lo hacemos por razones egoístas e innobles.

—No tiene sentido debatir la cuestión de la moralidad, Pares míos —murmuró Orfeo—. Ya no hay bien ni mal en este mundo. Las mentes mecánicas nos observan, y pueden encargarse de que no nos causemos daño mutuo. La moralidad ya no significa nada.

—En efecto —dijo Gannis—. Las mentes mecánicas nos observan, y son observadas por la Mente Terráquea, ¿verdad? Lo único que debemos temer es la pérdida de nuestra posición, ¿verdad?

Cuando nadie miraba, Gannis envió su águila hembra por la ventana. El ave desperdigó los rebaños de Rueda-de-la-Vida, y atrapó una paloma en sus garras.

Por la cuesta y el parque alumbrado por la luna se aproximaba una silueta imponente, rodeada por nueve luminarias flotantes. Estaba ataviada con un líquido vestido esmeralda, y sus trenzas doradas sostenían una corona esmeralda. Su rostro tenía una belleza regia, benigna y noble, y sonreía con triste sabiduría. En una mano empuñaba una vara de manzano, adornada con manzanas y capullos de manzano.

Su cuerpo evocaba a un lunariano antiguo, por su altura, su esbeltez y su gracilidad etérea. Majestuosas alas de cóndor se plegaban sobre los hombros y la espalda.

El hombre que tenía el aspecto de Atkins hizo una cosa muy típica de Atkins. Desenvainó su katana ceremonial y se cuadró, la punta en alto, a la altura de los ojos.

Para no ser menos, Faetón hizo una elegante reverencia cortesana, arqueando una pierna y extendiendo las manos en los gestos que Arlequín habría hecho ante la reina de Francia.

—¡Salve! —exclamó Faetón—. Si eres Ella, un avatar de la Mente Terráquea, cuya omnisciencia ilimitada nos sostiene a todos, te saludo y te alabo con gratitud por todas las bendiciones que esa inteligencia infinita ha derramado sobre la Tierra. Y si sólo eres alguien que La homenajea adornándose con Sus símbolos, igual te saludo. Me inclino para honrar los signos visibles de la que está así representada.

—No soy Ella del todo. Sólo una ínfima fracción de Su mente está vinculada a mí. Por el momento, soy sólo otra invitada en esta Celebración. —Sonrió cálidamente, con un destello en los ojos, y cabeceó—. Eres fiel al personaje de ópera bufa que representas, y me diviertes con tu saludo operístico. ¡Querido Faetón! La Mente Terráquea ha pensado mucho en ti últimamente, y confía en que serás fiel a tu propio carácter tal como lo has sido a los personajes que has asumido.

Faetón pidió identificación, y se asombró al ver que era un avatar de la Mente Terráquea, una emanación de la Enéada.

Nunca en su vida había hablado con una de las Nueve Inteligencias, que eran las más altas entre las mentes sofotec; pero ésta era una representante de una mente aún más exaltada, aquélla que se sostenía merced al poder mental combinado de las nueve.

—Por favor, Atkins —dijo el avatar—, no te cuadres ante mí. No soy tu oficial superior. Ambos servimos a la misma causa.

El guantelete izquierdo de Atkins se replegó. En un movimiento perfecto y bien practicado, abrió un tajo doloroso en la palma, ensangrentó la katana y la envainó. El soldado entornó los ojos, apretando el puño para impedir que el tajo goteara. Faetón comprendió que éste debía ser el verdadero Atkins.

—Gracias —dijo Atkins—. ¿Puedes ayudarme? De lo contrario, tendré que pedirte que te retires.

Ella sonrió con tristeza.

—No es mucho lo que puedo hacer, Atkins. Aun una inteligencia muy rápida se siente impotente sin información para manipular. Así que te dejaré en paz para que cumplas tu tarea. Sin embargo, tengo una idea para una nueva ciencia analítica y forense que, con tu autorización, cargaré en tu sistema. Tengo autorización del avatar parlamentario.

—Adelante —dijo Atkins.

Las esferas negras irradiaron antojadizas caracolas semejantes a nautilos, y tejieron hebras sobre la hierba. Las luminarias que rodeaban al avatar abandonaron su órbita para ayudar a las esferas negras en su labor. El avatar se volvió hacia Faetón.

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