A pesar de sus capacidades, indiscutibles, los consideramos sentimentalmente fríos y calculadores, eso nos tranquiliza, porque podrán tocar muy bien el violín, pero siempre les faltará el
duende
. Durante muchos años han sido los
malos
de las películas americanas, y eso nos influye; todavía los vemos como espías que esconden un microchip. De hecho, hemos acuñado un término que pone en evidencia nuestro recelo hacia el Este: «Mafia del Este». Es el único punto cardinal que da categoría a una mafia, no existen las mafias del sur, ni del norte, y mucho menos del oeste.
Si hay un país del Este que se esté llevando los azotes últimamente es Rumania; todas las noticias que tienen un rumano por protagonista son de robos o cosas peores. No en vano, si oímos una noticia que empiece por «Un rumano…», ya sabemos que no va a hablarnos de una vacuna contra el cáncer, estará más cerca del asalto a un chalé que otra cosa. Y esta asociación de ideas tiene sus consecuencias: nos costaría más contratar a un rumano para conducir un furgón de transporte de dinero que a un alemán, por ejemplo; es evidente. No es fácil liberarse de prejuicios. Para ello es necesario contrarrestarlos con contrarios, equilibrar la balanza. En el caso de Rumania no es fácil, porque las otras referencias que tenemos son Drácula y Ceaucescu, un vampiro y un dictador, pero, bueno, hay que intentarlo.
Son más morenos que los del este y más pequeños también, por eso nos caen bien; si midieran dos metros como los alemanes, nos darían miedo —¿se imaginan Latín Kings del tamaño de Gasol?—. Tenemos una relación familiar con ellos. Por eso les dejamos hacer de taca-taca de nuestros abuelos, misión para la que nunca contrataríamos a un africano. Esta familiaridad tiene su origen en el cristo que montó Colón por no tener GPS, claro que no sabemos si ellos nos ven como sus primos de Europa. Eso nos inquieta, porque nunca nos dicen si para ellos somos realmente la madre patria o la madrastra que se lio con el padre para conseguir la herencia. Les gusta vestir con colores llamativos —a veces incluso hay que mirarlos con gafas de sol— y practican Reaggeton, un baile en el que el culo gira en órbita alrededor del cuerpo, impensable para algunos de nosotros.
En este epígrafe incluimos a los sudamericanos que no cuidan de nuestros hijos o abuelos, como los brasileños o los argentinos. En el pensamiento popular son algo así como menos inmigrantes que los anteriores, quizá porque hay muchos brasileños o argentinos millonarios en el país, sobre todo jugadores de fútbol, y el término «inmigración» tiene connotaciones de escasez económica.
A los brasileños no los imaginamos tirando del carro de un abuelo o cargando ladrillos en una obra. Son más de academias de baile y hostelería. El brasileño necesita calor humano, no le hables de abuelos ni hormigoneras. Pueden parecer un poco vagos, pero, si se lo proponen, movilizan una ciudad entera para participar en un desfile multitudinario de batucada. Está claro que Carlinhos Brown de encofrador no se ganaría la vida, poro es capaz de sacar a miles de personas a la calle a hacer el ridículo. Nunca perdonaremos a este músico brasileño el hecho de haber presenciado la imagen de tu santa madre desatada a ritmo de tambor y cantando eso de «bien, bien bien…», con tu padre al lado haciéndole los coros. Otra cosa que nos jode bastante de los brasileños es que todavía tienen culo.
Breve inciso: ¿por qué nos parece que Pelé es el brasileño más viejo que existe?
Los argentinos tuvieron su época de gloria en las décadas de 1980 y de 1990, nos conquistaron con su verbigracia. Mucha culpa la tuvo Valdano, que fue el único futbolista que en las ruedas de prensa era capaz de hacer una frase subordinada. Con los argentinos ocurre lo mismo que con la Santísima Trinidad: hablas con uno y en realidad es corno si hablaras con tres: él, su representante y su portavoz. Es el único pueblo del mundo que tiene un Dios que tuvo que hacer cura de desintoxicación y adelgazamiento.
Breve inciso: ¿por qué hay argentinos que llevan viviendo aquí veinte años y tienen más acento que cuando llegaron?
Al contrario de lo que nos pasa con los sudamericanos, con los musulmanes no sentimos ninguna familiaridad, son como nuestro polo opuesto. Y eso nos pasa porque las dos culturas tienen un único Dios, y encima es distinto. Tenemos miedo de los musulmanes fanáticos. Aquí convertimos en santos a los religiosos fanáticos. No comen cerdo y nosotros prácticamente no hacemos otra cosa; son capaces de entregar la vida por sus creencias, nosotros entregamos las creencias para tener más vidilla; sólo coincidimos en una cosa: ellos dicen que no beben alcohol y nosotros también lo negamos.
Breve inciso: aquí no esperen caricatura por motivos obvios. Se pasa de puntillas con zapatilla de bailarina y para cumplir expediente.
Los chinos ya pueden venir sin papeles o vivir setenta en un piso, nunca serán inmigrantes porque vienen ya con el negocio montado. No ocupan nuestros puestos de trabajo, ocupan los suyos, porque nadie más puede hacerlo. Un español puede abrir un restaurante mexicano, italiano o argentino sin ningún problema, y con un buen bigote hasta un kebab, pero nunca podrá abrir un restaurante chino ni un bazar chino; eso sólo les corresponde a ellos. De chinos solamente pueden hacer los chinos. Es como si vivieran en un planeta paralelo: están pero no se mezclan. Saben cuándo va a salir el premio gordo en las máquinas tragaperras y no se les riza el pelo ni en Galicia con lo que llueve. Nunca sabemos si están tristes o no y jamás nos los cruzaremos por la escalera subiéndonos el butano al hombro. No se conoce el chino que haya levantado más de un kilo de una vez. Lo que es evidente es que dominan el mundo del plástico. Da la impresión de que conocieran este material desde siempre; vamos, que el día que inventaron la pólvora hace miles de años debieron de meterla en un tupperware de plástico. Siempre van erguidos y nos da la impresión que nacen sabiendo judo y kárate.
Breve inciso: es difícil imaginar a un chino prehistórico, encorvado, con el cuerpo lleno de pelo y comiendo pata de mamut a dentellada limpia, sin palillos ni salsa agridulce.
Estos nos tienen bastante despistados. Es como un gran saco donde metemos a todos los inmigrantes con bigote que no sabemos catalogar. Cuando aparecieron los primeros kebabs, dábamos por hecho que todos los trabajadores eran turcos; ahora ya tenemos claro que un local de éstos viene a ser como una reunión de Erasmus asiáticos veteranos. Detrás de ese pedazo de carne que da vueltas te puedes encontrar con iraníes, afganos, paquistaníes o incluso toledanos con bigote, como hemos comentado antes. El peligro del toledano es que, si le dejaran trinchar a él, podría dar raciones de asador, lo que dejaría al compostado de carne temblando en dos giros.
Breve inciso: ¿hasta cuándo se puede estirar la sobremesa en un kebab?
Hay países que no dan para párrafo ni para meterlos en el kebab con el amigo de Toledo. Simplemente nos sugieren una idea, una impronta, una imagen, una pregunta, sin más. Aquí van en borbotón. A los egipcios, desde que dejaron que los extraterrestres les hicieran unas pirámides, los creemos capaces de hacer cosas muy difíciles. Por ejemplo, no nos extrañaría oír que un médico egipcio ha separado a dos siamesas de Cuenca. En Dubái sabemos que no tenemos nada que hacer con el carné de alberguista ni con el Interrail. Austria suena a casa bonita con fondo nevado y música de Mozart. Hay países como Cabo Verde o Trinidad y Tobago que, si te dicen que tienen bomba atómica, no te lo crees. No sabemos si Alaska es la capital de Canadá o viceversa. Que en Islandia no se suda está claro. En Groenlandia no se intuye el tábano gordo de piscina de pueblo. Madagascar tiene pinta de no tener ni tres semáforos. En la isla de Pascua, aparte del interés de las cabezotas de piedra, ¿qué se puede comer a media mañana? Las islas del Índico parecen las pecas de un pelirrojo: son imposibles de contar y abulta más el nombre en el mapa que el punto. Japón da la sensación de que cada vez que llega alguien nuevo por el otro lado se cae uno al mar de lo pegados que están. Rodesia: se acaba de enterar usted de que existe. Está en África. Australia es el típico sitio a donde todo el mundo quiere ir y luego no va nadie. Terranova suena a pescado; Mongolia, a caballo pequeño; Botsuana, a Tarzán; Persia, a alfombra, y España, a tierra de nadie.
Quinto día sin ir
¿Qué podemos esperar de una generación que ha pasado la infancia jugando a especular y a construir? ¿Recuerdan el Monopoly? Era un juego educativo en el que tenías que comprar calles para ser alguien en la partida, luego ponías casas y hoteles y los demás tenían que pagar dinero cada vez que pasaban por tus dominios. Tu poder se basaba en el dinero y las propiedades que tuvieras, y ganaba el despiadado que lograba arruinar a todos los demás. Curiosamente, cuando no podías pagar, hipotecabas tus bienes y la banca te daba crédito. ¿Le suena esto? La incitación a la corrupción, al todo vale por dinero, a la conducta mafiosa eran evidentes en aquel simpático juego de mesa; sin embargo, nadie hablaba de la violencia del Monopoly, como ahora se hace con los videojuegos.
En la actualidad nos preocupa ver a los jóvenes matar alienígenas con cierta soltura y nos olvidamos de que las partidas del Cluedo, otro de nuestros juegos educativos, empezaban escondiendo un cadáver en la casa. Sí, nos educaron en valores, pero en valores de bolsa: el que tenía la caja más grande del Exin Castillos era el rey del barrio.
Es inquietante comprobar cómo nos hemos pasado la infancia planificando, diseñando, construyendo, levantando muros con ladrillos, de plástico, pero ladrillos a fin de cuentas. Mención especial se merecen también Tente, Mecano o Lego, juegos con los que alimentábamos a ese arquitecto modernista que todos llevamos dentro. Por no hablar de las muñecas, muñequitas, clics, airgamboys y demás protagonistas de nuestras fantasías. No eras un niño feliz hasta que no conseguías meterlos en sus casas, poblados, fuertes o edificaciones particulares. Esas que costaban más de cinco mil pesetas y tenían que indicarlo en los anuncios de la tele.
Ningún padre en su sano juicio imaginaba que regalando aquellos juegos inocentes con billetes de mentira o aquellas cajas «para que el niño monte sus casitas» estaba despertando algún personaje del tipo Pocero, Florentino, Koplowitz, Roca y magnates varios. Siempre estaba la opción del diávolo y la cuerda de saltar, pero hubiéramos acabado todos en El Circo del Sol dando brincos, y no es plan.
Así que no nos extrañemos de estar viviendo la cultura del ladrillo, donde eres alguien dependiendo de las llaves que puedas colgar en tu llavero.
Breve inciso: no podemos asegurar que lo de Fernando Alonso sea por el Scalextric; que cada uno saque sus conclusiones.
El chalé ha sido durante décadas la ladrillada por excelencia, la cementada que ha marcado las diferencias sociales y culturales. Tener una casa unifamiliar rodeada de jardín cuidado por los cuatro costados, que permite aislarte del mundo y crear tu propia versión del edén, es todavía hoy el sueño de millones de personas. El nuestro también, por supuesto. Después de conseguirlo ya sólo nos quedará el yate, casarnos con una pareja treinta años menor, que nos mencionen en un capítulo de los Simpson y hacer turismo espacial. Soñar, de momento, está libre de impuestos; por lo tanto, es conveniente apuntar alto, que luego la vida ya se encarga de ponerte en tu sitio. Y si vamos a imaginar que poseemos un chalé, será como Dios manda, que en este tema hay más trampas que en las escopetas de las ferias.
Para saber si el chalé es merecedor de protagonizar nuestros sueños o, por el contrario, sería el decorado de una pesadilla le vamos a dar una serie de consejos. Bien es cierto que estas edificaciones suelen estar ocultas detrás de un muro y no suele ser fácil observarlos. Pero precisamente es ese muro el que nos estará dando todos los datos necesarios: el muro de un chalé engaña menos que el algodón. Nosotros lo llamamos
la prueba del muro
.
Si lo que aísla la edificación del exterior es esa
tela de junquillo
que venden por rollos en las grandes superficies o esa otra de
rama de pino artificial
, seguramente los dueños no suelan ir invitados a la fiesta de la Rosa de Mónaco o al yate de Valentino. Estarán más atentos a la semana de la Vieira chilena en el Lidl que a otra cosa. Efectivamente, son gente como usted y como yo.
Detrás de ese muro de broma hay una casita de ladrillo rojo o cal blanquecina, rodeada de mobiliario de jardín parecido al de la granja de Pin y Pon, todo de plástico. Puede tener una barbacoa portátil, de una sola altura, y algún ser humano con pantalones cortos asando embutidos en ella. Ese ser humano, que en su domicilio permanente no sabe lo que es una escoba, suele ser el que pasa el cortacésped siete veces al día. La mayor fiesta que se puede organizar en este lugar de recreo es la que se monta cuando «el señor del cortacésped» tira un euro al fondo de la piscina para ver quién lo coge o cuando uno de los familiares encuentra un trébol de cuatro hojas entre el hierbín. No es frecuente que en la inauguración de la propiedad se brinde con un Moët Chandon o un Dom Perignon; más bien se invertirán los excesos en plantar tres o cuatro gnomos y farolillos solares en el jardín. La ostentación de los dueños se satisface invitando a los amigos a salchichas quemadas en una barbacoa nocturna. Si algún invitado tiene que pernoctar, lo hará en el sofá o en una cama hinchable, ya que la dimensión de la hacienda no permite camas extras para invitados. Si hubiera piscina, sería de las que no dan para una brazada entera al estilo mariposa con voltereta sumergida de pared. Y si al padre le da por tirarse de cabeza —a por el euro que él mismo ha tirado—, se abrirá la crisma, ya que donde más cubre sólo te llega el agua a la pechera. A veces la piscina se reduce a un grifo donde uno de los moradores baña a manguerazos al resto si el calor aprieta. El que mejor se lo pasa en estos casos es el perro. Estos chalés te proporcionan solamente dos días de felicidad: el día en que lo compras y el día en que lo vendes.