Las gracias que recibían las tías solteras después de su desinteresada devoción podían ser la herencia de una casa, el cariño de algún sobrino o un bonito regalo el día de su cumpleaños. Poca mención se ha hecho a su sorda labor en el seno de la sociedad. La literatura recogió tímidamente tías varias, como:
La tía Tula
,
La tía fingida
,
Mi tía y sus cosas
.
En un último homenaje a este personaje Almodóvar mostraba a esa Chus Lampreave como la tía del pueblo, pero son vanos intentos de recuperar la solera de una figura que cambia con los tiempos. En esta era en que vivimos a nuestros mayores los cuidan los inmigrantes y las tías solteras pueden viajar por el mundo, tostándose al sol sin preocupaciones. Las familias airean sus trapos sucios en cualquier programa de televisión y los sobrinos buscan referente en otros lugares. Aquella tía no va a volver, Pedro, y menos con la frente marchita. Y si vuelve, puede que lo haga con un mulato de rompe y rasga para dar que hablar, por una vez, a la familia querida de su alma y su corazón.
La figura del padrino o la madrina está desapareciendo en favor de otra: el avalista. A la generación de progenitores modernos les da igual que el
tito
Luis surta de caramelos a sus niños o los lance al aire en volandas, lo que quieren es que apechugue con el hipotecón si ellos no pueden. El vástago que han de cuidar es ahora una mole de ladrillos de cien metros cuadrados que no necesita cariño. Antes te hacía ilusión que un familiar o amigo te eligiera como padrino de sus hijos, de tutor en caso de desaparición de ellos: era señal de que te consideraban una persona cercana, familiar, íntegra.
Hoy en día te da miedo que cualquiera pueda pensar en d como
padrino
de su segunda vivienda. Los padres y los suegros avalan la primera casa, así que para las siguientes los compradores tiran de hermanos y amigos, los que tradicionalmente han hecho de padrinos, acogiéndose a la famosa máxima «Quien tiene un amigo tiene un tesoro». No es de extrañar, por otra parte, que la figura del padrino o la madrina desaparezca, ya que las palabras terminadas en
-ino
son poco serias, no tienen fuerza ni garra, molestan o repiten: pepino, estornino, leonino, bombardino, inquilino, tanino, padrino o vecino. Y si son nombres propios, nunca te los imaginas en el papel de galán de película o matando un tigre a puñetazos: Severino, Aquilino, Ceferino, Faustino.
Miga que habitabas en la hogaza, en la barra ancha, en el pan de antes, ¿dónde estás? Esponjosos cúmulos blancos con los que rebañábamos salsas de albóndigas y caracoles, de ternascos en guiso de fuego lento y de pescados en día grande. Nunca dejabas huérfana a la nuez ni a la avellana, aliada del queso, alma de torrijas, leches fritas y picatostes. Te mostrabas inmensa y esponjosa en el café con sopas, a la vez que certera y contundente al penetrar la yema del huevo. Decisiva para el arrastre de la espina en el gaznate. Dabas sentido a la rebanada amplia, posibilitabas la tostada, merecías el sudor de la frente y por ti sola das nombre a platos regionales, logro nunca conseguido por tu hermanastra la corteza. ¿Adónde has ido a parar, milagro de harina y aire?
Ahora yaces presa en paredes estrechas de baguetes, ro-manitas y panes anoréxicos, siempre recién horneados pero sin sustancia. El panadero vendió su alma al diablo de las dietas restrictivas y se ha deshecho de ti, amiga miga. El filete de chopped light descansa en una vaguada desgarradora de pura corteza. El sushi y las ensaladas no os dan cuartelillo, la verdura al vapor os ignora y al pobre Pulgarcito no lo encuentra ya nadie. El cuento os ha relegado a bocadillo de patio de colegio, a alimento de paloma coja de ciudad, a rebañado casual. Los cuerpos no quieren que os hagáis lorza, cadera ancha, barriguita. Allá donde tú te esparcías feliz, en el fondo del pan, hay un hueco difícil de llenar. ¡Migazas, migotones, miguitas!, descansad en paz.
La ceremonia de la Confirmación está en desuso. Las razones son claras: en este acto de fe no hay ni banquete, ni regalos, ni fotos. El bautizo, las bodas y las comuniones tienen el correspondiente reportaje fotográfico, pero nunca se ha visto el álbum de fotos de una Confirmación. Es lógico, en esa edad en que a uno le está creciendo la nariz, el bigote y los fémures son como los de un reno canadiense, a ver quién es el listo que se saca un primer plano con el jersey de pico y una cruz descomunal de madera colgando del cuello. Un confirmado vestido de marinerito como en la comunión parecería el camarero de un ferry. En el recordatorio se podría poner tranquilamente «Manuel Gómez, el día de su primer aperitivo en cubierta». Y al lado la fecha. En el caso de las chicas, llevar un vestido blanco largo a esa edad sería igual que vestirlas para una boda de penalti. Además, un chaval que ya mide más que su padre y empieza a tener criterio propio no se va a conformar con un regalo compuesto por una caja con un compás, una pluma estilográfica y el reloj de cuarzo a juego. Le intentará sacar a la familia una motoquad o un ordenador con escáner e impresora. Por otro lado, las confirmaciones no tienen el consiguiente banquete, como los bautizos, las bodas, las comuniones y los funerales.
La realidad es que Dios es importante en los primeros años de la vida mientras creemos en los Reyes Magos, y en los últimos, porque vemos asomar sus barbas. En la mitad de nuestra existencia adquiere la personalidad de padres, jefes, ídolos, dinero, héroes. Que alguien le pida a un crío de 18, que no tiene la fe necesaria para pasar la segunda pantalla de su videojuego, que siga creyendo en Dios y que haga la segunda parte de la comunión. En fin, que no se sostiene este sacramento.
Breve inciso:
¿para qué sirve un compás hoy en día?
Otro objeto que se ha ido perdiendo en el tiempo es la pecera redonda de toda la vida, esa esfera de cristal que comprábamos cuando nos tocaba un pez naranja en la tómbola de las ferias. Las peceras redondas hacían una gran labor social, tranquilizaban nuestra conciencia ecológica porque daban más dignidad al pez que la cazuela o la palangana de rigor. Su diseño era muy inteligente, imposibilitaban la colocación de filtros para el agua, así que tenías asegurado que el pez no duraría mucho. Poco a poco el agua se iba tornando marrón hasta que un día dejabas de ver actividad acuática. Entonces vaciabas el contenido por la taza del váter sin mirar hacia abajo.
Había familias que se tomaban la molestia de cambiar el agua, pero con esa acción tampoco conseguían la eternidad del pez, ya que la ausencia de tapa y ese orificio superior tan generoso eran una constante invitación al suicidio del animal. Siempre había algún ilustre que intentaba decorarla con piedrecitas y alguna planta de plástico, complicando los paseos circulares del pescado y la limpieza de la misma. Tarde o temprano, el pececillo estiraba la aleta y dependiendo del cariño que le hubiéramos cogido, o de la existencia de niños en el hogar, comprábamos otro pez similar. Después del segundo sepelio la pecera pasaba a la reserva; así que se podía convertir perfectamente en tiesto de cactus o bombo ocasional para el bingo de las comidas familiares. No hay constancia de un tercer pez naranja en ningún currículo.
La simpática pecera redonda ha sido sustituida por el despiadado acuario moderno. Los peces de hoy en día han conocido el bienestar, es normal que no quieran morirse; es más, incluso crían y, como tienen tapa, no saltan a la alfombra del salón. Tienen muchos entretenimientos: cuando no es un buzo que los saluda, es un cofrecillo del tesoro que desprende burbujas. Pueden perderse por laberintos de rocas o esconderse detrás de un bosque de plantas naturales. Hemos creado auténticos ecosistemas que te pueden durar años, complicando considerablemente cualquier intento de mudanza. Descanse en paz la pecera redonda.
Hasta el nombre tiene gracioso esta criatura que habitaba hasta hace poco en los cuartos de baño. Ha estado durante décadas acompañando a la bañera, el lavabo y la taza, ha sido el D'Artagnan de los sanitarios.
En sí mismo era como un compendio de los otros tres. Echábamos mano de él para todo: lo mismo lo utilizábamos para remojar los pies que para asear la zona genital; servía para aclarar el bañador de la playa, para guardar al pez hasta que se comprara la pecera o para poner la ropa en lejía. Ni un robot de cocina daba tanto juego. Hay quien nunca ha sabido cuál era el cometido exacto del bidé. A pesar de su dispersión funcional hay que reconocer que tenía personalidad y apariencia: era bajo, pero fuerte como un Bulldog, chato, duro, amarrado al suelo, insolente, desafiando a la taza en prestaciones. ¿Cómo se entiende que encerrando tanta virtud desapareciera de nuestros baños este sanitario comodín?
Al bidé lo traicionó su imprecisión a la hora de enfrentarnos a la higiene íntima. Si se abría su grifo tan sólo un poco, el agua caía al desagüe directamente, lo que obligaba al usuario a deslizarse a horcajadas, a muslo descubierto, sentándose en los mismísimos morrillos de la bestia, cual toro mecánico de feria. Las partes pudendas no encontraban el tan ansiado consuelo. En ese punto se agarraban los grifos como riendas en un rodeo para intentar dominar al animal blanco. La trampa del hilillo de agua invitaba a abrir los grifos a tope, pero el chorro salía hacia abajo como un misil, rascando la loza en lugar de subir grácil y etéreo como las fuentes de los jardines. Cualquiera ponía su tesoro enfrente de ese torrente de agua que podía cortar un diamante en dos. Las zonas expuestas se sentían demasiado expuestas. No ayudaba el pintoresco bidé a los íntimos menesteres, así que el usuario optaba por taponar el desagüe, llenarlo de agua tibia y utilizarlo al más puro estilo palangana. Sometiéndote a su poder, y rozando la fría loza con el culo tieso, acababas esparciéndote tímidamente el agua con la mano. Si a esto añadimos que las casas son cada vez más pequeñas, entenderemos por qué los tres mosqueteros han perdido a su compañero fiel.
Mientras en los salones las teles de plasma aumentan su tamaño e imponen su ley, detrás de los azulejos del baño el
pesebre blanco
, la
cacerola esmaltada
, la
bañerita
dice adiós. Y no es lo mismo aclarar el bañador en el jacuzzi con un pez naranja dando brincos.
La almohada larga de toda la vida, esa que atraviesa las camas de lado a lado, esa que viajaba en la baca del coche, está en peligro de extinción. Se ha acortado y se ha hecho individual, a Dios gracias. El éxito de las fundas nórdicas con su par de almohaditas ha sido en parte responsable de este viraje hacia el descanso personalizado. Con la aparición de los edredones también han caído las sábanas encimeras y el embozo. Ahora hacer una cama no tiene ningún misterio: con pegar un estirón al invento, solucionado.
Si bien vestía más una cama, la almohada larga tenía demasiados inconvenientes: no cabía en la lavadora; y tampoco ha sido el país muy de lavanderías, así que hay almohadas cuya antigüedad se puede adivinar por los cercos que contienen, como ocurre con los árboles. Otra pega es que la almohada de metro y medio en las camas de matrimonio permitía a uno de los cónyuges invadir el otro lado del somier. Si a ello se añadía un colchón con caída central, el cónyuge rodante terminaba abrazado a su pareja como una cría de mono. Se compartía demasiado en ese formato de almohada: secretos, confesiones, risas, enfados y el aliento humano. Pero no había respeto y las babas campaban sin dueño por la vasta superficie. Ahora cada cual habla con su propia almohada y no tiene por qué intercambiar más de lo necesario con nadie. El almohadón es más manejable, ésa es la realidad. En el fondo hemos matado a la almohada larga, a esas morsas de espuma, porque, sinceramente, era más difícil cambiar una funda de almohada que destripar a una boa. Descanse en paz la más grande.
En todos los pueblos había una, en algunos barrios con casta también, han sido la banda sonora de fiestas, festejos, celebraciones y romerías durante todo el siglo
XX
. La charanga ha aportado a la música el carácter festivo, alegre y combativo; las charangas han aupado el ánimo de las cuadrillas de mozos resacosos a la hora del vermú para seguir bebiendo con soltura. Han dignificado las corridas de toros en plazas de tercera y hasta han quitado hierro a algún que otro lanzamiento de cabra o similar.
Pero, amigos, la charanga, esa orquestilla de pulmones campeadores capaz de tocar y bailar al mismo tiempo, va desapareciendo de nuestras fechas rojas del calendario. La tendencia a la comodidad y la intelectualidad propias de nuestra era son incompatibles con esta formación musical revolucionaria a todos los niveles.
Para pertenecer a una charanga sólo había que tener ganas de soplar, ni siquiera un instrumento en propiedad, el saxofón abollado de tu cuñado Leandro servía para empezar. El solfeo no era requisito indispensable; con que supiera uno en toda la charanga, suficiente; los demás, de oído, que es como se han pasado los pasodobles de generación en generación —las partituras son para los cobardes—. Tú solo tenías que estar atento al «un, dos, tres y…» que marcaba el comienzo. Las canciones populares se llevan dentro y, si tienes algo de alma, poco a poco van saliendo solas.
Los primeros años sólo tocabas las canciones fáciles:
El carrito del helado, El submarino amarillo
y las de tres notas. Tocar
El submarino amarillo
hacía ilusión, porque era de los Beatles, y podías sacar pecho. Cuando llegaban las que sonaban a música de verdad, te refugiabas en los veteranos y sólo movías los dedos, ellos lo sabían y tocaban más fuerte para protegerte. Al cabo de un tiempo, el día menos pensado, en las vaquillas de la tarde, te atrevías con el solo de
Paquito, el Chocolatero
, y salvo dos o tres trinos imposibles te lo marcabas de una respirada, lo que provocaba más oles que un torero valiente. Ese día eras aceptado como uno más, adquirías algunos derechos como el de dar el primer trago al porrón y el de decidir el orden del repertorio.
La charanga te acogía como una familia, incluso si resultabas ser un negado para la música; en ese caso te colocaban una turuta al final de la trompeta y te hacían sentir uno más, demostrando más sensibilidad musical que las orquestas sinfónicas, que exigen virtuosismo a todos los miembros. O te ponían a tocar las chapas, los platillos; tenías que hacerlos sonar cuando le pegaba un codazo el del bombo, que es el que decidía cuándo empezaban y terminaban las canciones.