¿Por qué este año y no otro? ¿No sería más efectivo, es decir, no azuzaría más nuestra conciencia, hablar de 2015, que está a la vuelta de la esquina? Por supuesto que sí, y por eso no se hace, y se preguntará por qué. Sitúese usted, estimado lector, en el año 2050. ¿Cuántos años tendrá? Demasiados para bailar a lo suelto, ¿verdad? O sea que realmente nos están asustando de broma, corno la bruja del tren con la escoba. Podemos seguir viviendo como lo venimos haciendo hasta la fecha, porque no peligra nuestro próximo fin de semana. Es como si el médico nos dijera: «Si sigue usted comiendo y bebiendo de esa manera, en el año 2050 tendrá el colesterol por las nubes, casi a punto de causar un problema serio». ¿Se imaginan? Darías un beso en los morros al doctor y saldrías de la consulta dando botes de alegría. El año 2050 suena lo suficientemente cercano como para inquietar un poco y lo necesariamente lejano como para tranquilizar: es perfecto. Es casi como una manera de decirnos que sigamos tirando la casa por la ventana.
Lo mismo que para enjuagarte bien la boca después de lavarte los dientes hacen falta tres enjuagues, para cambiar los hábitos y las costumbres es necesario que transcurran tres generaciones. Hablamos de los hijos de nuestros nietos, o sea, de 2050 aproximadamente. Es la fecha laxante, lo dice la numerología: 2050 suma siete, que rima con retrete.
La puerta del váter es una frontera que separa el bien y el mal, lo maldito y lo divino, la fantasía y la triste realidad, y por eso seguimos dando palos de ciego en algunos aspectos relativos a su estructura y su decoración. En el fondo del problema hay una legión de diseñadores, decoradores y arquitectos estreñidos que no quieren asumir su realidad y no hacen más que generar despropósitos en torno a esta sagrada estancia. Enumeraremos algunos de los más significativos.
Gracias a Dios y al buen gusto que están desapareciendo de Occidente estas virguerías que ocuparían un lugar privilegiado en un museo dedicado a los despropósitos del siglo
XX
. Nos referimos, claro está, a ese juego de alfombrilla y cubretapa, que se podía encontrar uno en muchos hogares hasta hace bien poco tiempo; es más, nos consta que todavía quedan algunos juegos en activo. Esa alfombrilla, con flecos en el peor de los casos, que tenía la forma concretamente dispuesta para rodear el pie del inodoro y que recogía todos los pelillos y las salpicaduras que una familia generaba por el uso. Ese cubretapa a juego, que se sujetaba a la tapa mediante un dobladillo con gomas que se apoyaban directamente en la tapa donde se posa el muslamen, y que sirve para secar a diario los errores de puntería de los varones de la casa.
Puede ser que su fin fuera noble, dar un aspecto cálido al imperio de la baldosa que es el váter, pero no fue un acierto, a la vista está que ya no se incluyen tan desafortunadas piezas en los ajuares.
Una de las aportaciones más absurdas del mundo del diseño gráfico a la humanidad es la de explayarse sin medida en el mundo del retrete. Más concretamente, nos referimos a esos cartelitos indescifrables que cuelgan en las puertas de los váteres de los bares, cafeterías, restaurantes y demás establecimientos públicos, y cuya misión es señalar a qué sexo pertenece el excusado. ¿De qué me sirve a mí saber si soy melón o sandía, tomate o lechuga, pipa o pintalabios, cuando lo que quiero es mear? Porque, claro, mi tía Leandra fuma en pipa y no usa pintalabios. ¿En cuál entra, listo? Se han llegado a ver personas inmóviles, llorando delante de la entrada a los baños después de haberse orinado en los pantalones por no haber conectado con la idea creativa del diseñador. Esto es un crimen, porque generalmente te enfrentas al retrete en estado de urgencia y todo tu intelecto está concentrado en animar a una vejiga que lleva horas pidiendo ser vaciada. En esa circunstancia lo que menos te apetece es resolver un jeroglífico o apreciar por medio de metáforas los matices masculinos y femeninos que existen en los objetos que nos rodean.
Otro de los despropósitos que frecuentemente encontramos en los váteres de lugares abiertos al público suele ser la curiosa manera de entender la gestión de los recursos luminosos. ¿Por qué la industria eléctrica ha inventado un tipo de interruptores que son exclusivamente para colocar en los baños? Sí, esos que tienen incorporado un temporizador que nada más apretarlo comienza su cuenta atrás hasta que en cuestión de segundos te dejan a oscuras y te obligan a
hacerlo
en tiempo récord. No se comprende que un negocio que tiene miles de vatios en bombillas y aparatos eléctricos pretenda ahorrar energía en la bombilla del baño. No cabe duda de que esto es un resquicio de la presión del orinal (véanse páginas 33 y 34). En honor a la verdad hay que decir que los ingenieros del sector ya han reparado en el desatino del temporizador y al pretender arreglarlo han dado un paso más en la carrera del despropósito al crear los sensores de movimiento. Estos artilugios se encargan de darte la bienvenida cuando entras al váter y te encienden la luz muy educadamente sin necesidad de apretar ningún botón. Pero, por el mismo sistema, también se encargan de apagártela cuando estás obligadamente inmóvil atendiendo los requerimientos del trono, que muchas veces se encuentra fuera del alcance de sus dominios. Es entonces cuando empezamos a hacer esas coreografías tan ridículas moviendo los brazos a diestro y siniestro como si tuviéramos una nube de mosquitos volando alrededor, para que el dispositivo siga sintiendo que no está solo.
La ecología mal entendida es la mayor amenaza para la propia ecología. En el váter tenemos un ejemplo de esta afirmación tan contundente como desesperanzadora.
El timo de la media carga. Consiste en dotar a la cisterna de un botón pulsador dividido en dos con el objetivo de poder vaciar sólo medio depósito; de esa manera se favorece el ahorro del líquido elemento. Siendo buena la intención, esta propuesta hace aguas se mire por donde se mire.
El primer obstáculo, el tamaño de los pulsadores, es pequeño. Dile tú a un agricultor de Falencia, por ejemplo, con dedos como porras, que utilice sólo media carga. ¿Cómo lo hace? Es como pedir a un boxeador que mande un mensaje de móvil sin quitarse los guantes de boxeo. Eso, por un lado, y luego está el problema del arrastre, ya nos entendemos. Todos tenemos conciencia ecológica y pulsamos el botón de la media carga, pero hay días gloriosos en todos los currículos en los que la media carga es insuficiente, no empuja. ¿Y qué haces? Le das a la otra media, que tampoco tiene fuerza para mover aquello, porque lo que se necesita es caudal. Te empiezas a preocupar, porque hay gente esperando al otro lado de la puerta y no quieres dejar tan suculento rastro. Al final, y aunque tengas el carné de Greenpeace en la cartera, recurres a la carga completa y la vacías dos veces por el susto que llevas en el cuerpo. Efectivamente, ha hecho bien la cuenta: con la broma de la media carga hemos necesitado tres cisternas completas; así están los pantanos sin agua por las buenas ideas.
Vivimos en una sociedad y una cultura que basan su atractivo en la seguridad. Por eso estamos sujetos a innumerables revisiones y controles con el fin de detectar los problemas antes de que se produzcan. ¿Por qué no aplicar esa filosofía a los pestillos de los baños? Se supone que la vida de un pestillo en condiciones normales y desde su correcta instalación es de treinta años más o menos. Si es cierto, no entendemos por qué la mayoría de los pestillos de los baños bailan. No hay cosa más angustiosa que estar sentado en la taza del váter esperando y mirar con agonía ese pestillo descalabrado, al que le faltan dos tornillos y que te consta que no ha gozado de un mantenimiento digno en su vida.
Comprendes en ese momento muchas cosas; por ejemplo, que Alfred Hitchcock seguramente era estreñido e inventó el suspense en el váter de algún motel, observando al pestillo desafiante. Con lo fácil y saludable que sería volver a la tranca de toda la vida, una barra de hierro que atraviesa la puerta de lado a lado, y nos olvidamos de los tornillitos, las cadenitas y hasta de
Psicosis
si hiciera falta.
Sabemos que más de uno estará todo este párrafo asintiendo con la cabeza y al finalizar dirá: «Qué razón tienen los cabrones». No es mucho mérito el nuestro, amigo; es que clama al cielo, sin más, y alguien lo tenía que decir.
Hay culos de todos los tamaños, desde ese culillo de muñeca que cabe en una mano hasta los panderos de tamaño descomunal, los hay como cazuelas de batallón. Hay piernas tan pequeñas que se confunde el menisco con el tobillo, y zancarrones que lucen un fémur de cuatro palmos. O sea, podríamos decir que la variedad de formas y medidas que encontramos de cintura para abajo es casi infinita. La industria textil ya se ha adaptado a está anarquía cárnica y podemos asegurar que a día de hoy cualquiera puede comprarse unos pantalones vaqueros, sea actor del «Bombero torero» o jugador de la ACB, tenga culo de gato o de hipopótamo.
La misma capacidad de adaptación ha demostrado la industria del mueble: tenemos camas de dos metros de largo por tres de ancho, y no la dictadura del uno treinta y cinco por uno ochenta de toda la vida. Y aquí llega nuestro gran despropósito: ¿por qué la talla del inodoro es la misma para todos? Yo me imagino que hay gente que tiene que pasar las de Caín a la hora de cagar, y que nunca se van a constituir en asociación para defender sus derechos. En esto del inodoro el diseño tiene una laguna tremenda que habría que remediar cuanto antes.
Breve inciso: para ser más explícitos, ¿han oído hablar de ese chino que mide dos metros cuarenta? ¿Se lo imaginan cagando en el váter de su casa, plegado como una araña churruscada? Inhumano.
No podía faltar un comentario acerca de esas muñequitas de ganchillo que esconden bajo sus faldas el rollo de papel higiénico que estás buscando; sería injusto.
Muchas son las teorías o comentarios que se pueden aplicar a este fenómeno que está a caballo entre lo hortera prescindible y lo entrañable pudoroso. Llama la atención la necesidad de ocultar el papel que te da permiso de ciudadanía, que no es otro que el higiénico. Con la tranquilidad que da entrar a un baño y ver la pila de rollos que te mira como diciendo: «Tú, tranquilo, que si se te complica la cosa estamos aquí para ayudarte». Nadie oculta las hojas de la impresora con figuras de ganchillo; resultaría incomprensible, ya que a todos nos gusta ver que tenemos existencias.
Sin embargo, no llevamos bien la relación con el papel higiénico, y es extraño, porque si hay un papel que está para hacer que nuestra vida sea mejor es el del váter. Y no podemos pasar por alto el tema de tener que meter la mano debajo del refajo de una dama —de ganchillo, pero una dama a fin de cuentas— para obtener el premio. Hombre, entendemos que desde un punto de vista decorativo es más agradable que te vea cagar una señora que no un fraile con sotana.
Y para finalizar, hay que recomendar a los aficionados a este simpático ornamento que no lo laven con almidón, esa sustancia que mantiene la consistencia del tejido y que puede hacer que una muñequita mantenga la posición erguida sin el relleno de celulosa. Porque podría darse el caso de tener que echar mano de la misma para solventar el problema higiénico, y no es agradable enfrentarse a ese momento, lo podemos asegurar.
Tercer día sin ir
Dentro de la cultura del estreñimiento tenemos que destacar dos grandes tendencias: «el que no puede» y «el que le cuesta». La suma de las dos resulta ser «el que no puede y encima le cuesta», que sería una vanguardia del primer grupo. Atendiendo a factores como infrecuencia y duración del acto podemos establecer categorías dentro del estreñimiento. Si, además, tenemos en cuenta la actitud del individuo paciente con respecto al hecho de ser un
atasco con patas
, podemos enumerar unos cuantos tipos de estreñidos. Resulta impactante observar cómo una acción tan aparentemente vulgar como cagar puede condicionar tu vida hasta el punto de influir en tus relaciones, en la elección del trabajo o en la manera en la que pasarás a la historia.