La era del estreñimiento (7 page)

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Authors: Óscar Terol,Susana Terol,Iñaki Terol

Tags: #Humor

BOOK: La era del estreñimiento
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Ya conocemos la teoría para solucionarlo: «Manuel, se te ha quedado un moco en el moflete», pero nos parece muy brusco cortar la conversación con esa frase. Además, cada segundo que pasa sin advertirle va en nuestra contra; nunca le podremos explicar por qué no hemos actuado nada más verlo. La culpa empieza a jugar sus bazas en la partida y ya estamos perdidos. Sabemos que hay otra opción menos drástica, que con sólo tres palabras y un gesto nos liberaría del problema: «Manuel + hazte + así (y le hacemos el gesto)», pero ya es tarde: el moco nos ha ganado la batalla. Ahora sólo nos queda rezar para que se caiga solo antes de que aparezca alguien y lo primero que diga al llegar sea: «Joder, Manuel, menudo moco que tienes ahí». Esto sería muy humillante, el clásico
tierra, trágame
. La tensión que hemos acumulado es tan grande que, si al final el moco decide caerse, no es extraño que con lágrimas en los ojos le digamos a nuestro amigo: «Manuel, tú sabes que yo, en el fondo, te aprecio mucho».

N
O CORTAR A TIEMPO UNA ENCUESTA TELEFÓNICA

Otro de los comportamientos típicos del estreñido es aguantar forzado al teléfono una encuesta por no saber decir no. Aquí serían cuatro palabras las necesarias: «No me interesa, gracias», seguidas de un gesto contundente: colgar el teléfono (esto libera mucho). Si no se corta desde el principio, la tensión irá en aumento progresivo ya que durante varios minutos se verá obligado a contestar preguntas en un argot que está muy lejos del que utiliza en su vocabulario: «poco satisfecho», «medianamente satisfecho», «notablemente satisfecho» o «con poca asiduidad», «con gran asiduidad», etcétera. Después de unas cuantas preguntas absurdas la energía ya flaquea, el encuestado empieza a tirar la toalla y contesta omitiendo las respuestas, diciendo eso de: «la tercera», «la cuarta», «la segunda», etcétera.

Al final de la encuesta ya no quedan energías y es la propia encuestadora la que empieza a responder por ti a modo de preguntas: «¿Medianamente satisfecho, me dices?». Y tú respondes: «Sí, sí, a todo que sí». Claro, no te das cuenta de que en ese estado de rendición intelectual eres capaz de dar los veinte dígitos de carrerilla y, sin comerlo ni beberlo, te han colado la última edición de la
Enciclopedia británica
, o el DVD de la Biblia contada para niños, por Bertín Osborne y Juan y Medio. O incluso peor, has cambiado de compañía de teléfono, de entidad bancaria, de colegio a los niños y has abierto un plan de pensiones al hámster.

N
O DECIR QUE YA TE SABES UN CHISTE QUE TE ESTÁN CONTANDO

Todos hemos vivido esta situación alguna vez con el amigo que nos cuenta un chiste o una anécdota graciosa. El amigo cómico empieza la narración: «Esto es un lepero que se va a Nueva York…». Tú ya te lo sabes, pero te impresiona tanto el pundonor con el que se ha levantado de la silla para imitar a Chiquito que decides hacerte el virgen. Estás vendido, y la diferencia con el moco de Manuel es que aquí juegas con la ilusión y el trabajo de otra persona. Es entonces cuando ordenas a tu cerebro que active el piloto automático y coloque una sonrisa convincente en tu cara. Como conoces todos los detalles del chiste, te ríes a destiempo y lo haces con onomatopeyas de lo más patético: «Je, je», «Ja, ja». A pesar de tus esfuerzos por fingir diversión tu rostro transmite un sufrimiento sin igual que es captado de una forma inteligente por el cómico. Éste, consciente de que está echando margaritas a los cerdos, y con razonable chulería, se recrea en el chiste y lo alarga unos cuantos minutos más. Los dos sabemos lo que está pasando, pero el mango de la sartén lo tiene el cuentachistes, que va a tener al lepero danzando por las calles de Nueva York hasta que se aburra. Al final, y válganos la redundancia, llega el final: los dos escenificamos una risa hipócrita e intentamos cambiar de tema rápidamente. Hay ocasiones en las que el amigo comediante decide echar sal en la herida y pregunta: «¿Te ha gustado?». Tú, que por un momento crees que ha colado la mentira, respondes siempre de la misma manera: «¡Muy bueno!». Si es hábil, te dejará unos segundos de gloria y acto seguido te meterá la puntilla: «Pero si te lo conté la semana pasada, cabrón».

La herencia, la última cagada

Gracias a las innumerables series de investigación policial y cosas por el estilo, todos sabemos que cuando estiramos la pata los esfínteres se relajan y nos lo hacemos encima. Una relajación merecida, por otra parte. Esta deposición involuntaria, aparte de ser la única que no olemos, encierra otro dato curioso: es la penúltima cagada. Sí, la herencia es la postrera, y de ésta sí conocemos el aroma porque la hemos cocinado nosotros.

Si buscamos las causas de las desavenencias en las familias que conocemos, veremos que en todas hay una herencia de por medio.
Heredar
no es un verbo que conjuguemos todos de la misma manera; hay quien lo vive en pretérito
¡perfecto!
: «Yo he heredado…», y quien sólo puede hacerlo en pretérito
¡imperfecto!
de subjuntivo: «Si yo hubiera heredado la casa de la abuela…». Ciertamente,
desheredado
es una de las peores categorías a las que puedes acceder en la vida, junto con
miserable, mentiroso
o
cornudo reincidente
. Con la diferencia que en estas últimas, por lo menos, puedes protestar contra alguien; en el caso de ser un desheredado, generalmente no. Incluso puede darse la cruel circunstancia de que el miembro que heredó todas las taras físicas de un linaje (las orejas de soplillo, la cara de lelo, los papos caídos, etcétera) se quede fuera del testamento. Hay que ponerse en la piel de esa nuera que se casó con el cuasimodo del clan, esperó toda una vida a que estirara la pata la abuela para cobrarse los sinsabores acumulados y el día de la lectura del testamento el notario sólo le da los buenos días. Como para no empezar una guerra. Es comprensible. Lo más justo sería repartir la herencia en vida y beneficiando siempre al más perjudicado por tu herencia genética: «A ti, Pedro, que heredaste mis ojos azules y el don de gentes y la salud de tu madre, te dejo la colección de sobres de azúcar para que la tires a la basura si quieres. Y nada, a seguir follando como un conejo. A ti, Juan, que heredaste mi asma crónico, mis pies planos, mi calvicie, mi tendencia a la obesidad y mi carácter depresivo, te dejo la casa del pueblo y te pido perdón».

Esta sería una herencia justa, esa familia nunca discutiría en una cena de Nochebuena. Pero, con mayor frecuencia, nos encontramos con el caso contrario: «A ti, Pedro, que heredaste mis ojos azules y el don de gentes y la salud de tu madre, te dejo la casa del pueblo para que puedas seguir follando como un conejo sin que te moleste nadie, que es lo que me hubiera gustado hacer a mí. A ti, Juan, que heredaste mi asma, mis pies planos, mi calvicie, mi tendencia a la obesidad y mi carácter depresivo, te dejo a cargo de mi colección de sobres de azúcar para que la continúes, que tú tienes tiempo, porque con esa cara de obispo vas a follar lo que yo te diga».

De todas formas, tan injusto es dejar una herencia indiscriminada y desproporcionada como morirte dejando un bien sin propietario, o lo que es peor, con muchos herederos potenciales, como la típica casa de veraneo.

La casa del pueblo

En todas las familias hay una
casa del pueblo
. Es esa casa donde nació tu padre o tu madre, que conserva el sabor y los recuerdos de tu familia, y que nos acoge en vacaciones hasta que tenemos dinero para comprarnos una. Tener una casa familiar en un pueblo es igual que tener una bomba con un temporizador programado por el diablo; acaba estallando tarde o temprano si no se desactiva.

La mejor opción es venderla nada más morir el pariente que la habitaba y donar el dinero a una ONG al azar, o para la rehabilitación de la ermita del pueblo. Porque cualquier arreglo, acuerdo o régimen de uso que se intente llevar a cabo después será el principio del cisma. Es lógico, el árbol genealógico de la familia crece, en ocasiones se convierte en un bosque con sus zarzas y la casa sigue siendo del mismo tamaño y cada vez más vieja y devaluada. Nunca falta ese romántico valiente que quiere comprarla e intenta la hazaña de ponerse de acuerdo con los ochenta parientes vivos con derecho a llave. Una odisea que le quitará más salud que inhalar polvo de amianto y que resultará imposible debido al estreñimiento mental de los de su clan.

Que no nos extrañe si los pueblos se están quedando deshabitados, es normal; hay pueblos de cuatro casas que pertenecen a cuatrocientas personas que mañana serán ochocientas y sus cuñados, o sea, que no son de nadie.

Breve inciso: ¡qué buenas están las primas de uno cuando eres niño! Es lo mejor de (os vocaciones en el pueblo. Luego crecen y siguen estando buenas, pero ya te da respeto el tema.

Dime cómo cagas y te diré el tamaño de tu trastero

(Pone «trastero», no «trasero», que la mente juega malas pasadas).

Le pedimos disculpas si el ejemplo que viene a continuación coincide con su vida real, no se hizo con esa intención. En ese caso, vaya por delante nuestro pésame.

Llevamos unas cuantas páginas sin realizar un test y algunos lectores ya lo están echando de menos. En nuestra próxima propuesta usted será uno de los herederos de una virtual tía Enriqueta que vivía sola y a la que por cierto llevaba varios años sin visitar.

L
A PRUEBA DE LA CÓMODA

Su tía Enriqueta ha fallecido y usted y sus familiares se encuentran en su piso sacando los enseres que hay en él.

Frente a la entrada, una cómoda enorme de roble, con carcoma, de principios del siglo
XX
, tallada a mano con motivos del
Quijote
y que pesa un quintal lo está mirando como diciendo: «Llévame». A unos metros, una mesita de aglomerado muy práctica para colocar cualquier cosa. Sea sincero, ¿qué es lo que se le pasa por la cabeza en el primer segundo?

a)
Me llevo la cómoda y ya veré dónde la pongo.

b)
No me voy a llevar nada. Total, para qué.

c)
A tomar por culo, arramplo con la mesa y la cómoda.

Si usted no está estreñido, o es una persona que vive una situación transitoria de fluidez en su vida (ha ido al váter), elegirá la opción
b)
. Tiene la lucidez necesaria para pensar y no necesita acumular elementos de otras personas. Sobre todo, porque tiene su piso puesto al detalle, estilo moderno oriental, y no le pega nada una cómoda con la cara de Sancho Panza en su feng shui particular. Ni siquiera va a ir a escudriñar en los cajones del dormitorio para ver si encuentra un medallón de oro sin que los demás familiares se enteren. Simplemente ha ido a desatascar el piso. Es usted el «familiar desatascador».

Si usted es un estreñido moderado, o sufre un atasco medio, que es lo normal, inmediatamente se habrá identificado con la opción
a)
. Al mirar la cómoda ha visto una oportunidad de seguir acumulando; puede que incluso le hayan hecho los ojos chirivitas o los haya movido en círculo como Marujita. La impronta de ver esa antigüedad abandonada lo abduce, lo anula como persona en ese primer segundo, no puede pensar. Le ha salido el espíritu de la araña que se regodea acumulando sus presas en los bordes de su tela, envolviéndolas para disfrutarlas más adelante. Ese mueble es el mosquito que acaba de picar. Ya puede justificarse diciéndose: «Con lo que le gustaba este mueble a la tía, cómo se lo vamos a dar a los traperos». Usted es el trapero más grande del mundo, no se engañe. Gracias al «familiar araña» y su versión amplificada que viene a continuación, podemos tener a una cómoda carcomida haciendo de tabla de planchar en casa. Y todo por no tirarla.

Si usted es un estreñido radical, una persona atascada en grado alto (acumulador crónico), se habrá identificado con la opción
c)
, y a buen seguro va a arramplar con todo lo que se pueda desmontar y cargar a la espalda. Nos encontramos ante el «familiar-caracol», porque es capaz de llevar una casa entera a cuestas. Y esto le ha ocurrido a la entrada del piso de la malograda tía Enriqueta. En el momento que atraviese el zaguán, como para dejar huérfanas las zapatillas bordadas de la bisabuela que cuelgan de la pared. Le recomendamos que se siente un momento y tome aire, porque en medio de ese frenesí acumulaticio puede terminar llevándose hasta el orinal de su tía con el último pipí dentro.

Ahora que se ha visto reflejado en alguno de los supuestos, trasládelo a otros campos de su vida y vea si concuerda. Cuando se ha enfadado con un familiar, ¿es usted de los que traga y traga, o va sacando las cosas según se producen? Cuando sale de una relación sentimental, ¿tira el número de teléfono de esa persona, junto con sus objetos personales o monta un altar en su cuarto al estilo torero? ¿Echa de menos las reposiciones veraniegas de
Verano azul
o prefiere las series de médicos y policías?

C
ONSECUENCIAS DE UN ATASCO O EL PERIPLO DE UNA CÓMODA

Cuando este familiar, estreñido radical, arrampla con los enseres de la tía Enriqueta, no es consciente de que va a provocar una reacción en cadena de consecuencias insospechadas. Aunque el estreñido es un ser obcecado, hay momentos en los que la evidencia externa lo obliga a reaccionar. Ése es el instante en que llega a casa y ve, una de dos, o que los muebles no le pegan nada con la decoración o que si los mete en su casa parecerá la feria del brocante. Pero tampoco puede tirarlos, ya que a estas alturas ya sabemos que el acumule lleva implícito un sentimiento de apego por las cosas. Puede intentar hacerles un hueco en el trastero, pero para ello tendrá que sacar otros en su lugar, con lo que el problema sigue siendo el mismo.

L
OS ATASCOS EN CADENA

La solución es intentar acceder al trastero de algún amigo o familiar. En general cualquiera te los va a guardar con gusto, ya que todo el que tiene un trastero entiende de las acumulaciones de otros. Empezamos a cambiar las cosas de sitio, que ya dijimos que es el origen del estreñimiento, y en este caso estamos esparciendo el atasco. Hay familias que tienen sus pertenencias desperdigadas por trasteros de varias comunidades autónomas.

El inconveniente surge cuando tu primo de Huelva se va a mudar de casa y tienes que sacarle de allá, con carácter de urgencia, una tele con dos metros de culo, el tresillo de tu abuela y unos esquís de la Edad del Hielo. Hay trasteros que parecen la cueva de Alí Babá.

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