La incógnita Newton (19 page)

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Authors: Catherine Shaw

BOOK: La incógnita Newton
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Señor Haversham: Profesor Cayley, ha dicho usted que se reú­ne una vez por semana con los alumnos cuya tesis doctoral dirige.

Profesor Cayley: Eso he dicho, sí.

Señor Haversham: Por lo tanto, dedica a cada uno la misma cantidad de tiempo. Sin embargo, ¿diría que también de­dica la misma cantidad de orientación matemática a cada uno?

Profesor Cayley: No, por supuesto que no.

Señor Haversham: ¿Hay alumnos que exhiben más indepen­dencia que otros?

Profesor Cayley: Sí, desde luego.

Señor Haversham: ¿Era el inculpado uno de los estudiantes con una mente más autónoma, o de los que poseen una mente menos independiente?

Profesor Cayley: Arthur Weatherburn era uno de los estudian­tes de mente más independiente que nunca haya tenido.

Señor Haversham: Y, sin embargo, le brindó su ayuda.

Profesor Cayley: Muy poca ayuda, en realidad, salvo sugerir­le un problema apropiado para él.

Señor Haversham: Entonces, ¿qué ocurría en sus encuentros semanales?

Profesor Cayley: Weatherburn me contaba en qué había traba­jado la semana anterior y yo escuchaba y hacía comentarios.

Señor Haversham: ¿Diría usted que puede considerarse al se­ñor Weatherburn un matemático muy creativo?

Profesor Cayley: Sin lugar a dudas.

Señor Haversham: Ahora, por lo que se refiere a la publica­ción del artículo inspirado en la investigación realizada co­mo parte de una tesis doctoral que usted dirigía, ¿diría us­ted que éste es el procedimiento normal?

Profesor Cayley: Ciertamente.

Señor Haversham: ¿Todos los estudiantes lo hacen?

Profesor Cayley: Todos los que consiguen escribir una tesis doctoral que contenga material lo bastante original para justificar su publicación.

Señor Haversham: Entonces, ¿este argumento no puede utili­zarse para llegar a la conclusión de que el señor Weather­burn no es un matemático independiente, o de que hace un uso abusivo de los consejos de otros para avanzar profesionalmente?

Profesor Cayley: En absoluto.

Señor Haversham: Muchas gracias, profesor Cayley. No ten­go más preguntas.

El juez indicó al profesor Cayley que abandonara el estra­do, con unas floridas expresiones de respeto, y apareció el al­guacil para acompañarlo con toda cortesía a la salida. No se le pidió que perdiera ni un segundo más de su precioso tiempo del que había sido preciso para tomarle declaración.

Considero que el testimonio del profesor Cayley ha sido de lo más positivo para Arthur, pero los rostros impasibles e imperturbables de los miembros del jurado no parecían reflejar ese sentir. Tal vez deba considerar que las cosas están en tablas.

Después del señor Cayley, fue llamado a declarar el señor Morrison.

Interrogatorio directo del señor Morrison,
a cargo del señor Bexheath

El testigo jura ante el alguacil.

Señor Bexheath: Por favor, señor, declare su nombre, su edad y ocupación al jurado.

Señor Morrison; Soy Charles Morrison, tengo veintisiete años y soy becario superior de Matemática Pura en la Uni­versidad de Cambridge.

Señor Bexheath: ¿Cuándo, dónde y bajo qué dirección redac­tó su tesis doctoral ?

Señor Morrison: La completé aquí, en Cambridge, hace tres años, bajo la dirección del profesor Arthur Cayley.

Señor Bexheath: ¿Cuántos artículos ha publicado desde en­tonces en revistas profesionales?

Señor Morrison: Seis, algunos firmados sólo por mí, otros en colaboración.

Señor Bexheath: ¿Cuántos de esos artículos ha escrito en co­laboración con el inculpado?

Señor Morrison: Uno.

Señor Bexheath: ¿Cuántos artículos ha publicado el inculpado?

Señor Morrison: Dos, pero eso no significa nada.

Señor Bexheath: Señor Morrison, por favor, limítese a res­ponder estrictamente a mis preguntas. Aquí no le pedimos sus opiniones. Ahora, pasemos al artículo que usted publi­có conjuntamente con el inculpado. Me gustaría formular­le alguna pregunta sobre las contribuciones de usted a ese artículo, comparadas con las del inculpado. Me gustaría ha­blar del procedimiento de escribir un artículo de manera conjunta. ¿Es posible que una idea matemática germine en más de una mente?

Señor Morrison: Bueno, lo que ocurre normalmente es que la conversación con otra persona, quizá más experta que uno mismo en algún aspecto del material a estudiar, esti­mula dicha idea.

Señor Bexheath: Una respuesta muy interesante, la suya. Así pues, antes de escribir ese artículo en colaboración, ¿usted y el inculpado mantuvieron discusiones matemáticas?

Señor Morrison: Oh, sí.

Señor Bexheath: ¿Con frecuencia?

Señor Morrison: Oh, sí, con bastante frecuencia.

Señor Bexheath: Y, un día, esas conversaciones propiciaron que germinara una idea.

Señor Morrison: Sí.

Señor Bexheath: Señor Morrison, ¿cómo diría que germina­ron las ideas contenidas en esos artículos que usted publicó en solitario?

Señor Morrison: Bueno, uno piensa en algo, lo mira desde todos los ángulos para saber cómo es y cómo funciona y, de repente, ve la luz.

Señor Bexheath: Asi, ¿las ideas matemáticas pueden verse es­timuladas por la conversación o por una profunda y tenaz reflexión personal?

Señor Morrison: Sí.

Señor Bexheath: Vamos a fijarnos en la situación que ha des­crito; dos matemáticos hablan de un problema y, de repente, el comentario que hace uno de ellos, al que podemos imagi­nar como un matemático bien formado que acaba de comple­tar unos brillantes estudios, provoca que el otro, al que pode­mos suponer un matemático creativo, con una mente fértil y con varios títulos publicados en su haber, de repente «vea la luz», como ha dicho usted; que perciba, por así decirlo, una solución al problema. ¿Cuál sería el procedimiento de publi­cación en un caso así? ¿Publicarían los dos matemáticos con­juntamente o sólo lo haría el que ha dado con la solución?

Señor Morrison: Eso depende de lo importante e imprescin­dible que haya sido la ayuda del otro y del tipo de relación que mantengan entre ellos.

Señor Bexheath: Si son amigos íntimos y compañeros, por ejemplo.

Señor Morrison: Bueno, no hay reglas fijas.

Señor Bexheath: Pero ¿es probable que publiquen un artícu­lo conjunto?

Señor Morrison: Sí, puede suceder, pero mi colaboración con Arthur Weatherburn no fue de ese tipo.

Señor Bexheath: ¡Señor Morrison, limítese a responder a las preguntas!

Señor Morrison: ¡Toda esa historia del móvil que ha inventado usted no es más que una completa idiotez, señor Bexheath!

Señor Bexheath: ¡Señor Morrison!

Juez Penrose: Señor Morrison, por favor, deje de hacer esos comentarios ajenos a la pregunta. Este último no constará en acta.

Señor Morrison: Pues que no conste, pero eso no significa que sea menos cierto. ¡Arthur es un matemático de prime­ra clase!

Juez Penrose: ¡Señor Morrison! ¡Desista de esa actitud inme­diatamente! Este último comentario tampoco constará en acta.

Señor Morrison: ¡Todo esto es un grave error!

Señor Bexheath: Mi interrogatorio de este testigo ingoberna­ble ha terminado.

Señor Morrison: Todavía me quedan muchas cosas que decir.

Juez Penrose: ¡Señor Morrison! ¡Usted no está aquí para ex­presar sus opiniones personales! Cállese de una vez, por fa­vor. Ahora será sometido al contrainterrogatorio de la de­fensa y le ruego que se limite a responder las preguntas del letrado; de otro modo, será sancionado por desacato al tri­bunal.

Contrainterrogatorio del señor Morrison
a cargo del señor Haversham

Señor Haversham: Señor Morrison, me gustaría preguntarle por el artículo que escribió conjuntamente con el detenido.

Señor Morrison: Sí, y yo estaré encantado de responderle.

Juez Penrose: ¡Señor Morrison!

Señor Haversham: ¿Diría usted que ese artículo contiene una idea matemática valiosa?

Señor Morrison: Francamente, contiene algo que para mí es más que una idea. Es el origen de una nueva y fascinante

Señor Haversham: En un artículo conjunto, debe de ser siempre sumamente difícil, por no decir inútil, intentar descubrir qué autor es el responsable de cada concepto. ¿Diría usted que es éste el caso en el artículo al que nos re­ferimos?

Señor Morrison: En realidad, no.

Señor Haversham: ¿No?

Señor Morrison: No. En el caso de este artículo, está perfec­tamente claro.

Señor Haversham: ¿Le sería posible ofrecernos una descrip­ción de la naturaleza de su colaboración con el inculpado y de sus contribuciones respectivas al artículo conjunto?

Señor Morrison: Sí. Arthur tiene una mente teórica que aborda conceptos muy vastos, mientras que a mí me gusta resolver problemas utilizando técnicas que son a menudo adaptaciones de las desarrolladas por el profesor Cayley. En esta ocasión, yo le exponía a Arthur cómo había resuelto cierto problema técnico, escribiendo en la pizarra, y él escu­chaba. Entonces, de repente, me dijo algo así: «Lo que estás haciendo sólo es la punta del iceberg». Se percató de lo que yo no había advertido: que sólo estaba trabajando en un ca­so especial de una gran teoría que podía aplicarse para re­solver muchos problemas matemáticos distintos, mediante una expresión más general y coherente de mi técnica. Yo consideré fantástica tal idea.

Señor Haversham: Entonces, ¿no está de acuerdo con la eva­luación realizada por mi ilustre colega sobre el proceso de colaboración entre ustedes dos?

Señor Morrison: ¡Lo que ha dicho el fiscal es absolutamente ridículo! Arthur se pasa la vida hablando de matemáticas con la gente porque todo el mundo quiere hablar con él, pues ven que es una persona que sabe muchísimo de casi todos los temas. Por lo que se refiere a intentar medir la creatividad matemática de uno en función de los artículos que haya publicado, eso es una estupidez. Un artículo en profundidad puede valer más que un montón de pequeñas contribuciones.

Juez Penrose: Señor Morrison, deje de utilizar términos in­sultantes. Esto es un tribunal de justicia. ¡Compórtese co­mo es debido!

Señor Morrison (apurado): Sí, señoría. Permítame que me exprese mejor. Los argumentos planteados por el represen­tante de la Corona, tendentes a indicar que el valor de la profundidad, la originalidad y la fuerza creativa matemáti­ca se puede medir con una vara tan burda como el número entero positivo que denota la cantidad de artículos publica­dos, constituyen un punto de vista erróneo, el cual entraña el peligro de confundir a los miembros del jurado que no estén familiarizados con la naturaleza de la investigación matemática y llevarlos a desafortunados errores de juicio.

Señor Haversham (apresuradamente): He terminado mi in­terrogatorio, señoría.

Juez Penrose: En este caso, que este fastidioso testigo abando­ne el estrado inmediatamente. Se aplaza la sesión.

Oh, Dora, hasta los miembros del jurado sonrieron duran­te esta declaración. Cuando el señor Morrison regresó al banco de los testigos, le habría dado un beso. Por primera vez sen­tí en mi interior que lo perdonaba por el hecho de que al prin­cipio se hubiera convencido de la culpabilidad de Arthur. Si las cosas siguen por este camino, los horribles argumentos del señor Bexheath se desmoronarán. ¡Oh, ojalá esto sea lo que ocurra!

Siempre tuya y hasta cierto punto optimista,

Vanesa

23

Cambridge, sábado, 19 de mayo de 1888

Mi queridísima Dora:

Hace unos días, me encontré a la pobrecita señora Beddoes en una tienda y se detuvo a hablar conmigo. Pareció alegrarse de verme, si es que puede decirse tal cosa de alguien que está absolutamente distanciado del mundo exterior por una impla­cable barrera de dolor interno. Hablamos unos momentos, me preguntó por Emily y Rose y me invitó a que las llevara a su casa a tomar el té. Me dijo que el silencio de su hogar estaba colmado de dolor y comprendí que quisiera ahuyentarlo con voces infantiles, aunque sólo fuese durante un rato.

Hoy no tenía clase y no me apetecía quedarme sola. No sé muy bien qué sentimientos me llevaron a pensar en ella pero, como se halla tan en el centro de mis problemas, sentí tal nece­sidad de hablarle que esta mañana he ido a verla y me ha reci­bido con alegría. No, la palabra tampoco vale, aunque aseguró que le complacería mucho invitar a Emily y a Rose a tomar el té y sentirse acompañada por sus adorables mejillas sonrosadas y su jovialidad. A continuación, visité a las madres de las mu­chachas para pedirles permiso y esta tarde, a las cuatro, las tres cruzábamos la verja abierta del jardín y seguíamos el hermoso camino, casi sofocado por las plantas y las flores, donde murió el pobre señor Beddoes hace unas dos semanas.

Cuando la señora Beddoes nos vio llegar, su rostro triste y cansado se iluminó con una cálida sonrisa. Había preparado (quizá lo había hecho la cocinera) unos deliciosos bollos, empa­redados y tartas, y comimos de todo con una inquietante falta de moderación. Las muchachitas salieron a jugar al jardín de la parte posterior de la casa, una larga franja verde y fértil que se extiende junto a la valla trasera. Pronto descubrieron la peque­ña caseta de madera que el señor Beddoes había construido en un extremo del jardín para sus gatos, ya que la señora Bed­does no soporta tenerlos en casa. Emily y Rose corrían de un lado a otro persiguiendo a los animales y jugando con ellos —conté al menos seis— y la señora Beddoes las miraba, son­riente, desde la cristalera.

—Los gatitos han crecido y ahora tienen muchas ganas de jugar —comentó—. Teníamos intención de regalarlos y mi esposo ya había confeccionado una lista con su descripción. —Me mostró un papel pulcramente escrito en el que se iden­tificaba cada gatito con un imaginativo nombre, junto con su color y características—. Ahora, en cambio, creo que debo quedarme con ellos. Tal vez fueron los únicos que dieron ale­gría a mi esposo en sus últimos días. La verdad es que no so­porto su cercanía pero, por otro lado, no necesitan ningún cuidado. Me limito a sacarles la comida. Cuando apenas eran unas cositas peludas que no salían de los cestos, mi marido los visitaba varias veces al día.

La viuda tenía muchas ganas de hablar del señor Beddoes y yo no deseaba otra cosa, aferrándome a la esperanza de ente­rarme de algo, por mínimo que fuera, que estimulase mi men­te y la llevase a desarrollar una nueva visión de lo sucedido. La casa se veía muy bonita y cuidada, el jardín estaba lleno de flo­res y ella se mostraba muy amable y cordial... Sin embargo, capté unos ecos pálidos de otras imágenes: una noche oscura, una persona escondida al acecho, un hombre tendido en el ca­mino, muerto, y una viuda llorando, sola y desconsolada.

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