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Authors: Catherine Shaw

La incógnita Newton (8 page)

BOOK: La incógnita Newton
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Las memorias pueden estar redactadas en la lengua que desee el autor, pero como los miembros de la comisión perte­necen a tres países distintos, el autor habrá de facilitar una traducción al francés junto con el manuscrito original si la memoria no está escrita en francés. Si no se adjunta dicha tra­ducción, el autor deberá aceptar que la comisión encargue una para su propio uso.

El editor en jefe

—¡Vaya, el 1 de junio! Pero si sólo quedan dos meses —co­mentó Emily—. ¿Vas a presentar una memoria a este concur­so, tío Charles?

—¿Yo? No, en absoluto —respondió él—. Prácticamente no sé nada de los temas que se proponen. No hay muchas per­sonas ahora mismo en Inglaterra que sean capaces de resolver­los. Aunque, si hubiese alguna, estaría aquí, en Cambridge.

—-¿De veras? ¿Y tú las conoces? —preguntó.

—En realidad, nadie ha dicho en público que vaya a presen­tarse al concurso —dijo en tono meditabundo—, pero eso no demuestra mucho, ¿sabes? Al fin y al cabo, no cuesta imaginar que uno prefiera mantener en secreto todo el asunto, para evi­tar la vergüenza en caso de fracaso, pero envíe su manuscrito, de todos modos.

—Y si alguien lo estuviera haciendo en secreto, ¿quién sería?

—No me extrañaría en absoluto que fuera eso lo que Akers se llevaba entre manos —respondió de repente—. ¿No fue mi amigo Weatherburn quien nos dijo que, la noche antes de mo­rir, Akers le había contado que había dado con una solución? Pobre tipo, qué suerte tan negra la suya. Quizá se encontraba por fin a un paso de la fama y el reconocimiento con los que siempre había soñado.

—¿De veras que soñaba con eso? ¿Y por qué no lo había obtenido?

—Oh, Akers era un buen matemático, con un cerebro rápi­do y perspicaz, pero carecía de algo que lo habría convertido en un genio. No poseía el don de la visión de conjunto de las co­sas. Era, Emily, como si lo pusieras ante un rompecabezas, y él cogiese dos piezas y tratase de unirlas, y si no encajaban, pro­baría con otra y luego otra, muy deprisa y con una vista muy aguda, de modo que al final juntase unas cuantas y, sin embar­go, no tuviese ni idea de la imagen que el rompecabezas le es­taba mostrando. Es difícil de explicar.

—Pero, de todos modos, ¿crees que habría encontrado una solución al primer problema?

—¿Y por qué no? Tal vez la solución estaba ahí para quien quisiera verla, y lo único que necesitaba era una repentina y cegadora visión que diera con ella. Tal vez la encontró a base de «profundizar y perseverar en el trabajo», o incluso haciendo ese tipo de «cálculos largos y complicados» que, al parecer, no necesitaba. A menos que haya escrito algo, nunca lo sabremos. Es tan terrible como lo que le ocurrió a Dirichlet.

—Pero Akers escribió algo —apunté—. Tenía un papel con una fórmula en el bolsillo del chaleco y hasta le dijo al señor Weatherburn que había escrito un borrador del manuscrito.

—¡Oh! —exclamó Emíly—. ¿Y alguien ha revisado los pa­peles que dejó en sus habitaciones? —Emily se puso a dar saltitos de impaciencia.

—Por supuesto. Sus papeles y notas han sido minuciosa­mente leídos, revisados y clasificados por la policía y también por los matemáticos, me figuro. Nadie ha encontrado manus­crito alguno que contenga la solución completa al problema de los
n
cuerpos. De haber sido así, a estas alturas ya lo sabríamos.

—¿Y si ya lo había enviado al concurso?

—Si la noche antes de morir le dijo a Weatherburn que se trataba sólo de un borrador, es poco probable que lo hiciera. Hasta el 1 de junio tenía tiempo de sobras para mejorarlo.

—Ojalá tuviéramos el papel que llevaba en el bolsillo y que le enseñó al señor Weatherburn —suspiré—. Seguro que ayu­daría.

—Ciertamente, tiene usted razón, señorita Duncan —dijo, pensativo—. Imagínese... Lo que está diciendo puede llegar a ser muy importante. Es probable que los efectos personales que llevaba consigo cuando murió aún estén en la comisaría de policía, ya que su muerte todavía está siendo investigada. Me pregunto si habrán encontrado el papel; me pregunto si al­guien ha ido a preguntar por ese detalle. Mañana iré a la comi­saría y haré averiguaciones.

—¡Oh, qué emocionante! —gritó Emily—. Imagina que lo encuentras... Entonces, podrías resolver el problema, ganar el premio y darle la medalla a la señorita Duncan como regalo.

—¡Emily! —El señor Morrison estaba atónito—. No hay que robar las ideas de otros.

—¿En serio? ¿Las ideas pueden robarse? —preguntó la muchacha, sorprendida.

—Pues claro. Para un matemático, las ideas son más valio­sas que las propiedades. Un matemático preferiría perder su di­nero o sus pertenencias antes que perder las ideas.

—Sí, pero en este caso se trataría de las ideas de alguien que está muerto.

—Es posible robarle la memoria a un hombre, Emily —re­plicó él. Su expresión era muy seria e intensa y me impresionó en grado sumo. Tardaré en olvidar la manera en que habló.

Para los hombres como él, las ideas son más grandes, más reales, más apetecibles y están más llenas de significado que todos los tesoros que han hecho soñar a los hombres desde el principio de los tiempos. Es algo que conmueve de veras.

Os envío muchos y grandes besos a todos.

Vuestra que os ama,

Vanesa

8

Cambridge, martes, 20 de marzo de 1888

Querida Dora:

El placer de recibir, por fin, una larga carta tuya, compensó mis sentimientos ante las tristes noticias que me das. ¡Conque el señor Edwards se marcha a la India...! No es de extrañar que cuando se enteró, dudara y tardase tanto en ir a verte. Le habrá resultado muy difícil afrontar la necesidad de darte unas noti­cias que sabía que te dolerían. Y así, él se marcha a desgana y está decepcionado por no haber tenido un éxito más brillante en sus estudios y porque marcharse es la única opción que le queda... Oh, Dora, muchas damas se casan con funcionarios destinados a la India y se van a vivir con ellos. Es de lo más fre­cuente, por lo que no debes pensar que todo ha terminado. Com­prendo, sin embargo, que ahora ni siquiera puedas considerar la cuestión, pues todavía lo conoces muy poco. Necesitarías un noviazgo largo, como todo el mundo, y ahora, en cambio, sólo recibirás cartas. Pronto serás la persona del país que más cartas recibe. Y esperarás que regrese de permiso. Deseo de veras que descubras que saber lo que ocurre, por triste que sea, es mejor que no saberlo y que la primavera te haga recuperar el gusto por la vida.

Debo confesar que yo esperaba tener noticias emocionantes que darte para continuar mi relato matemático y aguardé con impaciencia los resultados de la visita del señor Morrison a la policía. Sin embargo, Emily me ha dicho que ha vuelto con las manos vacías, qué lástima. Según parece, todos los efectos perso­nales del señor Akers han sido enviados a su allegado más pró­ximo, que es una mujer que vive desde hace tiempo en el continente. La policía le mostró una lista al señor Morrison y, al pa­recer, no sólo había un papel en sus bolsillos sino también mu­chos otros fragmentos de papeles, todos llenos de fórmulas ma­temáticas, además del surtido habitual de monedas, llaves, una agenda, etcétera. En cualquier caso, todo eso ya no está aquí.

Emily también me ha mostrado un recorte de periódico de hace unos días que le ha dado su tío. Yo no lo había visto.

La muerte del matemático sigue siendo un misterio

El asesinato del doctor Geoffrey Akers, becario superior de Matemática Pura del Saint John's Collage, todavía no se ha re­suelto. La policía sólo tiene una pista y ésta es, al parecer, inexpli­cable. Al preguntarse los inspectores si el asesino podía ser un la­drón, revisaron sus habitaciones para ver si se habían llevado algo. La investigación no ha resultado concluyente. Las habita­ciones presentaban signos de haber sido revueltas; todo estaba muy desordenado y había cajones abiertos, pero no ha desapare­cido nada de valor. «Probablemente, todo ese desorden es cosa del señor Akers», dijo la señora Wiggins, que limpiaba las estan­cias. «No he visto una habitación más desaseada que la suya. No había más que papeles sucios y colillas de cigarro. En cualquier caso, el señor Akers no guardaba nada de valor en sus habitacio­nes, como no quisieran robarle la ropa vieja...» Podría ser que el asesinato lo hubiese cometido un ladrón decepcionado que espe­rase encontrar algo mejor.

¡Esto tal vez explique la ausencia de un manuscrito con la solución al problema de los
n
cuerpos! Por lo que se refiere al famoso trozo de papel, o se lo han enviado a sus allegados, o al­guien lo ha tirado a la basura o... Hay un pensamiento horri­pilante que no puedo evitar: tal vez la misma persona que le asestó el terrible golpe mortal metió después la mano en el bolsillo del muerto y...

¡Oh, Dora! ¿ Qué estoy diciendo? ¿Que en vez de tratarse de un mero caco, el asesino podría ser un matemático que mata pa­ra robar una idea? ¿Esa misma idea de la que el señor Morrison dijo que era más valiosa que el dinero o las pertenencias?

¡Qué pensamiento tan terrible! Y, sin embargo, cuanto más reflexiono en ello, más creo que debió de ser así. Lo mataron en sus habitaciones de la universidad. ¿Por qué iba a entrar ahí un extraño? Oh, querida. Ojalá pudiera hablar de esto con al­guien. El jueves próximo iré a tomar el té con Emily. Acaso el señor Morrison suba al cuarto de los niños. ¿Me atreveré a preguntarle lo que piensa del asunto? ¿Y si ha sido él? No, es­to es ridículo. ¡Debo parar!

Nerviosa, te dejo por hoy,

Vanessa

9

Cambridge, miércoles, 28 de marzo de 1

Queridísima Dora:

En mi mente sigue reinando la confusión con respecto a los matemáticos y a los asesinos. Durante varios días había conse­guido contener esos pensamientos, concentrándome en el tra­bajo y distrayéndome con unos largos paseos después de las lecciones, ahora que el sol se pone más tarde. Me resulta muy difícil describir lo hermosa que se ve la ciudad cuando la noche empieza a caer sobre ella. Sin borrar ninguna de las bellezas de los
colleges
medievales, la oscuridad difumina esas pequeñas cosas que realzan los detalles de la vida moderna; los letreros de las tiendas se vuelven ilegibles en el crepúsculo y las distin­tas modas se ven todas iguales. Del conjunto de
colleges
majes­tuosos, el que al atardecer me parece más sublime es el King's. Los edificios centrales quedan ocultos detrás de un muro de tracería, cuyo borde superior de color negro se recorta ante un cielo cada vez más oscuro. A través de los arcos decorados de las puertas puede verse el jardín; el muro es, en realidad, inne­cesario, una delicada extravagancia. El lunes, al terminar las clases de la tarde, volví a casa de la señora Burge-Jones con Emily y la señorita Forsyth. Nos internamos en el recinto y yo casi imaginé que albergaba princesas y caballeros de brillante armadura, en lugar de las hordas de estudiantes de togas ne­gras ocupados en ecuaciones y fechas...

Por fin, llegamos a la casa y, no bien nos hubimos acomo­dado ante una estupenda taza de té, ¿quién dirías que apareció? Pues ni más ni menos que el señor Morrison. Y no se presentó solo, sino que lo hizo acompañado del señor Weatherburn. Los latidos del corazón me retumbaron en los oídos y la sangre afluyó a mi rostro ya que había advertido, con inconfundible claridad, que el terrible pensamiento que tanto me había esfor­zado en contener era precisamente éste: que él era el asesino. Oh, Dora, el papel, la fórmula matemática,.. ¡No lo sabía na­die salvo el señor Weatherburn!

Y en el preciso instante en que esos pensamientos se agol­paron en mi mente, me tranquilicé por completo. Del mismo modo que te ocurrió a ti con el señor Edwards, pensar resultó ser más saludable que rehuir aquellas ideas. Recordé que había sido el propio señor Weatherburn el que, delante de todo un grupo de invitados, había hablado del papel y del descubrimien­to del señor Akers. ¿Por qué habría hecho una cosa así, en caso de ser él quien lo hubiese robado? Al contrario, habría callado ese detalle para siempre. Me sentí mejor y fui capaz de mirarlo a los ojos con franqueza. Su expresión amable y serena me ali­vió en grado sumo y mi confusión momentánea, que debió de ser visible a todo el mundo y que podía atribuirse fácilmente a toda suerte de motivos ridículos, me pareció una estupidez.

—Tu madre está tomando el té con unas damas, querida —le dijo el señor Morrison a su sobrina—, y estoy seguro de que sólo las molestaríamos, por lo que, si no te importa, el señor Weatherburn y yo estaríamos encantados de poder tomar el té aquí contigo.

—¡Oh, sí, sí, por favor, tío Charles! —gritó Emily, dando saltos encantada, al tiempo que añadía más tazas y platos a la mesa.

Nunca había disfrutado tanto de una reunión para tomar el té como ayer. Los caballeros fueron tan amables, Emily estuvo tan contenta y Annabel me trató con tanta cordialidad que ol­vidé que era una invitada y me sentí de la familia. Tanto fue así que me atreví a hacer un aparte con el señor Morrison, mien­tras los demás se entretenían con un juego absurdo, para pre­guntarle si se había producido algún avance en la investigación del caso. Tal vez fue un error.

—-¡Cielo santo! —exclamó, atónito—. ¿Todavía piensa en esa triste historia, señorita Duncan?

—Oh, lo siento mucho, de veras —susurré, consternada—. Era sólo porque... Oh, no sé cómo decirlo... He pensado que... ¡Oh, Dios mío!

—¡Adelante, dígalo!

—Se trata de ese papel, señor Morrison, el papel en el que escribió el señor Akers y que luego guardó en el bolsillo. Me parece que es importante saber si se ha recuperado o no.

—Bueno —dijo con un tono de incertidumbre—, ahora ape­nas podemos averiguar nada al respecto. Todas sus pertenen­cias personales han sido enviadas a la única familiar que le ha sobrevivido, su hermana, que se trasladó a Bélgica hace diez años. ¿De veras cree que ese papel podía contener un descubrimien­to importante, señorita Duncan? Al fin y al cabo, había dicho que estaba redactando un manuscrito y en sus habitaciones no se ha encontrado nada parecido.

Noté que el señor Morrison todavía consideraba que la im­portancia del papel residía en su contenido mientras que yo lo que deseaba saber era si el asesino se lo había llevado o no, ya que eso revelaría si el autor del hecho era o no un matemático. Al ver que no me había captado, se lo sugerí con delicadeza.

—¡Caramba! —exclamó—. ¡Por todos los cielos! ¡No me diga que piensa que alguien golpeó al pobre Akers en la cabeza sólo para robarle ese trozo de papel! ¿De veras cree que pudo haberlo matado alguno de sus colegas, para robarle su idea? Pero ¿cómo se le ha ocurrido? A este paso, dentro de nada em­pezará a sospechar de mí.

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