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Authors: Catherine Shaw

La incógnita Newton (3 page)

BOOK: La incógnita Newton
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En cierto modo, cuando lees por primera vez la historia, no queda claro dónde está el problema. Me pregunté qué pensa­rían de él las muchachas y dejé abierta la puerta de la salita para poder oír sus discusiones. Al principio reinó el silencio, mien­tras cada una pensaba en el problema por separado.

—No entiendo nada —oí que se quejaba Rose, con su voz adorable.

Aunque sólo se llevan un par de años, Rose parece mucho más joven que Emily; todavía es una niña con hoyuelos en las mejillas y una larga cabellera de color miel sujeta con una an­cha cinta rosa para que no le caiga en la cara.

—¿Y qué significa esto? —prosiguió, un tanto enojada—. ¿Qué significa yantar? ¿Qué quiere decir colijo?

—Yantar significa comida, tonta —dijo la siempre razona­ble Emily—. Y colijo significa... Bueno, en realidad no impor­ta. No te fijes en eso.

—Pero es que no comprendo qué debemos hacer —prosi­guió Rose.

—¿De veras? Los dos hombres caminan desde las tres hasta las nueve, y queremos saber qué distancia han recorri­do y cuándo han pasado por la cima de la montaña —dijo su amiga.

—Pero ¿qué hacen, una vez llegan a la cima de la montaña? —la voz de Rose sonaba cada vez más quejosa.

—Pues bajan y regresan otra vez.

—¡Qué estupidez! ¿ Y para qué lo hacen ?

—¡Por Dios, Rose, para dar un paseo! Ahora, hemos de ave­riguar cuánto han caminado, teniendo en cuenta que lo hicie­ron a tres millas por hora mientras subían, a cuatro millas por hora en el terreno llano y a seis millas por hora cuesta abajo.

Se produjo un momento de silencio.

—¡Oh, bueno! —dijo Rose—. Si caminaron durante una hora antes de comenzar el ascenso, caminaron dos horas hasta la cima y una hora cuesta abajo, entonces... No, no tiene sen­tido.

—Sí tiene sentido —la ayudó Emily—. Si caminaron por terreno llano durante una hora y lo hicieron de vuelta duran­te otra hora, entonces... Fíjate, tuvieron cuatro horas para subir y bajar y les llevó el doble de tiempo la subida que la bajada. Eso significa que tuvieron que emplear dos terceras partes del tiempo subiendo y una tercera parte bajando. Dos tercios de cuatro horas son... son dos tercios de doscientos cuarenta minutos. ¡Oh, qué lata! Detesto hacer esto; un ter­cio son ochenta, es decir, una hora y veinte minutos. ¡Oh, ayúdame, Rose, por favor! Dos tercios son ciento sesenta, que equivale a dos horas y cuarenta minutos. Así, tardaron dos horas y cuarenta minutos para subir, y una hora y veinte mi­nutos para bajar. Eso significa que llegaron a la cima a las seis cuarenta.

—Muy bien —dijo Rose, complacida—. Entonces, ya he­mos terminado. Pero es un problema muy estúpido. ¿Por qué dice «con un margen de media hora»?

—¡Oh, eres boba! ¿No recuerdas que hemos comenzado suponiendo que habían caminado una hora por terreno llano? Pero no sabemos si..., no sabemos cuánto... ¡Oh! ¡Ya veo! No creo que eso importe mucho. La respuesta debe de ser ésta. Su­pongamos que la subida empieza justo a la puerta de la posada. Vamos, dime cuánto tiempo emplearon para subir y cuánto pa­ra bajar.

—Esto es fácil: subieron durante cuatro horas y caminaron cuesta abajo otras dos —dijo Rose—. Por lo tanto, llegaron a la cima a las siete.

—¿Y si hicieron lo contrario? —Emily estudió de nuevo el problema—. ¿Y si caminaron todo el tiempo por terreno llano?

—¿Y qué hay de la montaña?

—Tal vez fuese una montaña muy pequeña. Tanto, que lle­garon a la cumbre en un segundo.

—Eso es una tontería —dijo Rose—. De ser así, no habla­rían entre jadeos.

—Quizás eran de los que se cansan enseguida —replicó Emily—. Bien, en ese caso llegarían a la cima a las seis, natu­ralmente; por lo tanto, en cualquier caso, tuvieron que llegar a lo más alto entre las seis y las siete. ¡La respuesta es, pues, las seis y media!

—Creo que no lo he comprendido —empezó a decir Rose, en tono dubitativo, pisándose el gran delantal que siempre lle­va, mientras Emily la agarraba por el brazo y tiraba de ella has­ta el aula con aire triunfal. Una vez allí, se detuvo delante de mí con su rostro de cuadro prerrafaelista enmarcado en la en­voltura de cabellos castaños que se desparrama sobre sus hom­bros, ajena a su belleza y muy seria, y me contó con orgullo la solución al problema.

Este triunfo de la enseñanza ha tenido una sorprendente consecuencia. Hoy, a las cinco de la tarde, mientras las muchachas se ponían el abrigo y miraban por la ventana para ver quién acudía a buscarlas, he visto, para mi asombro, que la ma­dre de Emily acompañaba a la gobernanta. Sólo la había visto una vez, en septiembre, cuando la señora Squires se marchó y la madre de Emily, la señora Burge-Jones, vino a decirme que a su hija le agradaba mucho la escuela diurna y que quería continuar conmigo. Me trató con mucha amabilidad. Y hoy me ha dicho, risueña, que Emily había dejado pasmado a su tío, el señor Morrison, hermano de la señora Burge-Jones, en la mesa, mientras cenaban, planteándole el problema y dán­dole luego la solución. Y resulta que el hermano de la señora Burge-Jones es un matemático que conoce personalmente al señor Lewis Carroll, autor de los rompecabezas (el cual, como profesor de Oxford que es, al parecer, utiliza otro nombre en la vida real). Y —para consternación de la señora Burge-Jones, diría yo por su tono de voz—, le ha expuesto a su hermana que Emily ha heredado su afición por las matemáticas y que tendría que considerar, si dicha afición se mantiene, la conve­niencia de continuar sus estudios todo el tiempo que le ape­tezca, incluso en la universidad. Sí; la señora Burge-Jones me ha informado de que hay un
college
para damas precisamen­te aquí, en la Universidad de Cambridge. ¡Dos, en realidad! No se permite que las mujeres se gradúen, es cierto, pero pueden estudiar y tener tutores y asistir a las clases e incluso presentarse a los exámenes. ¡Cielo santo! Emily se ha puesto a dar saltos de alegría ante tal perspectiva, mientras su ma­dre, con aire dubitativo, decía:

—Por fortuna, sólo tiene trece años. Hay tiempo de sobras para pensar en ello.

En cualquier caso, y esto es lo más emocionante de todo, la señora Burge-Jones me ha invitado el próximo sábado a una ce­na en su casa, a la que asistirán diez invitados. Es la primera vez que recibo una invitación de este tipo desde mi llegada a Cam­bridge, aunque sí he tomado el té en ocasiones con las gober­nantas de algunas de las chicas. El famoso hermano estará pre­sente, ya que ha expresado el deseo de conocer a la profesora que da unas lecciones tan hermosas a su sobrina, así como otros amigos y colegas de la familia. Todavía no sé nada acerca del señor Burge-Jones pero el sábado, seguramente, averiguaré más cosas. Lo que sí he sabido es que Emily tiene un hermano de once años, y que los dos niños cenarán en sus aposentos aunque se les permitirá entrar en el comedor y saludar a los invitados. A continuación, te escribiré contándote todos los detalles.

Buenas noches, mi queridísima gemela,

Vanesa

5

Cambridge, domingo, 4 de marzo de 1888

Queridísima Dora:

¡Anoche tuvo lugar el gran acontecimiento! Nunca había imaginado que me encontraría en medio de un grupo tan ani­mado... ¡Y casi todos eran matemáticos! En total, había seis de estos eruditos, cuatro caballeros solteros y dos casados con sus esposas. Y lo más sorprendente de todo fue que uno de ellos no era otro que mi vecino de arriba, el señor Weatherburn. Debo decir que él también se asombró mucho al encon­trarme allí.

Pero permíteme que te lo cuente todo por orden.

Llegué puntual a la puerta de la hermosa casa de la señora Burge-lones. Las ventanas estaban todas iluminadas y la man­sión se veía muy atractiva; la luz se derramaba hasta el paseo y el aire era tan fresco y estaba tan limpio que podías ver tu aliento formando volutas en él. Algunas personas ya habían llegado. Me detuve ante la verja, presa de tal timidez que no me atreví a llamar, y entonces llegó un carruaje del que se apeó una pareja entrada en años. El chófer bajó a abrirles la porte­zuela y los guió por el paseo hasta donde la simpática doncella de la señora Burge-Jones esperaba con la puerta abierta. Yo me limité a seguirlos humildemente, toda nerviosa, pero la mujer me saludó con la misma cordialidad que a la pareja y nos llevó al salón donde anunció: «El profesor Cayley y su esposa y la señorita Duncan».

Ahora sé que el caballero es el profesor Arthur Cayley, un veterano y muy respetado profesor de la universidad, titular de una cátedra cuyo nombre ahora se me escapa. Los demás lo trataron casi como si fuera un rey. Ya dentro del salón, sabía que iba a sentirme un tanto paralizada porque no conocía a na­die, pero la señora Burge-Jones se hizo cargo de mí enseguida y me presentó a una muchacha, de mi edad o algo más joven pero que estaba mucho más tranquila que yo, llamada señori­ta Chisholm, y a otros dos caballeros, el señor Wentworth y el señor Morrison.

Después de mi llegada, apareció otro soltero, el señor Young, y luego un matrimonio, el señor y la señora Beddoes, y el últi­mo en llegar fue el señor Weatherburn. Saludó cordialmente a los presentes, por lo que vi que los conocía bien a todos, y lue­go la anfitriona lo trajo hacia mí y me lo presentó. Noté que, cuando lo acosa la timidez, tartamudea un poco.

—¡Válgame Dios! ¡Pe... pero si ya nos co... conocemos! —exclamó, atónito, mirándome con la misma intensidad en sus ojos castaños que ya había visto en ellos el otro día, en el vestíbulo.

—¿En serio? —dijo la señora Burge-Jones, asombrada.

—Pues sí, me alojo en la misma casa que la señorita Duncan —explicó y añadió que sabía que yo daba clases allí por las tardes, pero que no tenía ni idea de que «la sobrina de Morri­son» fuese una de las afortunadas alumnas.

La señora Burge-Jones estuvo amabilísima.

—La señorita Duncan hace maravillas —dijo, efusiva—. A Emily le encantan sus clases, sobre todo las de matemáticas.

Y ello dio lugar a una conversación con el señor Weather­burn acerca de mis métodos e intereses, durante la cual demos­tré, ay de mí, que soy una completa ignorante y agradecí haber oído hablar del señor Lewis Carroll, porque fue la única cosa que el señor Weatherburn mencionó con la que yo estaba algo familiarizada.

Seguí hablando con torpeza, querida Dora, ruborizándo­me en grado sumo, y me sentí de lo más aliviada cuando el señor Weatherburn dejó de lado las matemáticas y pasó a otras cuestiones. Pronto, los invitados se reunieron en un par de grupos más grandes y la conversación, de una manera que me pareció absolutamente natural, giró en torno a la muerte de su pobre colega, el señor Akers. Como insinuaba el recorte de periódico que te envié, el difunto no caía bien a nadie. Intentaron hablar de él con el respeto que más o menos me­recen los muertos pero, aun así, noté cierta dosis de sarcasmo tras algunos de los comentarios. El señor Beddoes, en particular, cuando habló de la obra de su colega, lo hizo con aparente ad­miración, aunque parecía insinuarse cierto tono despectivo detrás de ésta. Sus comentarios, sin embargo, sólo provocaron sonrisas de complicidad en sus colegas, quienes conversaron con toda libertad del carácter del pobre caballero fallecido. Se­gún la opinión general, «era bastante insufrible» y la señori­ta Chisholm llegó a decir que «uno de sus avíos permanentes era su sarcástica sonrisa». Mientras los demás intercambiaban comentarios y observaciones, el señor Weatherburn no dijo nada en absoluto y, durante un rato, se evitó con toda cortesía la naturaleza de la muerte del matemático; sin embargo, de re­pente, alguien no pudo resistir más y formuló la pregunta que estaba corroyendo a todos desde el principio, si he de juzgar por cómo yo me sentía.

—Bien, Weatherburn, usted cenó con él la noche fatal. ¿De qué hablaron?

—Sí, hum... Sí, cené con él —dijo el señor Weatherburn, cuya manera de hablar es pausada y cauta, debido tal vez a la tartamudez—. Me pareció que quería contarme una idea ex­traordinaria que se le había ocurrido en los últimos tiempos. Estaba de lo más nervioso.

—¿Una idea extraordinaria? ¿Qué clase de idea? —pre­guntaron a coro las voces excitadas de todos los matemáticos presentes.

—Al parecer, había trabajado en el problema de los
n
cuer­pos, pero no quiso entrar en detalles. Lo máximo que conseguí fue que sacara un papel del bolsillo del chaleco y garabatease en él unas fórmulas y me lo enseñara, diciendo que aportaba una solución completa e increíblemente original a las ecuacio­nes diferenciales del problema de los
n
cuerpos. Sin embargo, volvió a guardarse el papel antes de que yo pudiera examinar­lo de cerca. Me dijo que había ya escrito un esbozo de su demostración de la convergencia de las series. De hecho, yo creo que me pidió que cenáramos juntos por la necesidad que tenía de desfogar sus incontenibles sentimientos de triunfo. Parecía un tanto preocupado por la posible reacción del profesor Cra... Crawford.

—¡Oh, sí, no me sorprende! Creo que Crawford lleva tra­bajando en secreto en el problema de los
n
cuerpos desde hace unos cuantos meses, desde que fue declarado problema princi­pal del Concurso del Aniversario que organiza el rey Óscar de Suecia, aunque no quiere admitirlo —comentó el señor Wentworth.

—¡Salvo cuando alude a ello elípticamente después de ha­ber bebido unas cuantas copas! —añadió el señor Morrison.

—Bien, la verdad es que Crawford últimamente ha trabaja­do mucho —intervino el señor Young—. Hace una semana que casi no se le ve el pelo, encerrado en sus habitaciones de la mañana a la noche. Y no se perdería una velada en casa de la se­ñora Burge-Jones por nada del mundo.

—¿Crawford ha dicho que está trabajando en el problema de los
n
cuerpos? ¿De veras? —preguntó el señor Beddoes, atónito—. ¡Pero eso es imposible! ¡Del todo imposible! ¡Ja! —Hubo un momento de pausa y entonces añadió en un tono más agresivo—: Es un problema demasiado difícil para un matemático como Crawford. ¡Ese hombre tiene ideas, pero ca­rece de rigor! ¿Cómo puede pretender compararse con un ge­nio como el joven francés Poincaré?

—¿Y alguien sabe qué ha sido del papel que el señor Akers llevaba en el bolsillo del chaleco, el que enseñó al señor Weatherburn mientras cenaban? —preguntó de repente la señori­ta Chisholm.

Ésa era precisamente la pregunta que yo había deseado ha­cer, pero no quería intervenir en una conversación sobre la que lo ignoraba absolutamente todo. Debo decir que su franqueza me inspiró simpatía.

Yo ya había notado que, cada vez que hablaba, el señor Wentworth, el señor Morrison y el señor Young acogían sus palabras favorablemente.

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