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Authors: Catherine Shaw

La incógnita Newton (6 page)

BOOK: La incógnita Newton
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Las memorias presentadas a concurso deben ir acompaña­das de un epígrafe y con el nombre y la dirección del autor en un sobre lacrado dirigido al editor en jefe de las Acta Mathematica antes del 1 de junio de 1888.

La memoria a la que SU MAJESTAD conceda el premio, así como aquel o aquellos otros artículos que la comisión conside­re merecedores de mención honorífica, serán publicados en Acta Mathematica, y ninguno de ellos podrá ser publicado previamente.

Las memorias pueden estar redactadas en la lengua que desee el autor, pero como los miembros de la comisión perte­necen a tres países distintos, el autor habrá de facilitar una traducción al francés junto con el manuscrito original si la memoria no está escrita en francés. Si no se adjunta dicha tra­ducción, el autor deberá aceptar que la comisión encargue una para su propio uso.

El editor en jefe

—¡Vaya, el 1 de junio! Pero si sólo quedan dos meses —co­mentó Emily—. ¿Vas a presentar una memoria a este concur­so, tío Charles?

—¿Yo? No, en absoluto —respondió él—. Prácticamente no sé nada de los temas que se proponen. No hay muchas per­sonas ahora mismo en Inglaterra que sean capaces de resolver­los. Aunque, si hubiese alguna, estaría aquí, en Cambridge.

—-¿De veras? ¿Y tú las conoces? —preguntó.

—En realidad, nadie ha dicho en público que vaya a presen­tarse al concurso —dijo en tono meditabundo—, pero eso no demuestra mucho, ¿sabes? Al fin y al cabo, no cuesta imaginar que uno prefiera mantener en secreto todo el asunto, para evi­tar la vergüenza en caso de fracaso, pero envíe su manuscrito, de todos modos.

—Y si alguien lo estuviera haciendo en secreto, ¿quién sería?

—No me extrañaría en absoluto que fuera eso lo que Akers se llevaba entre manos —respondió de repente—. ¿No fue mi amigo Weatherburn quien nos dijo que, la noche antes de mo­rir, Akers le había contado que había dado con una solución? Pobre tipo, qué suerte tan negra la suya. Quizá se encontraba por fin a un paso de la fama y el reconocimiento con los que siempre había soñado.

—¿De veras que soñaba con eso? ¿Y por qué no lo había obtenido?

—Oh, Akers era un buen matemático, con un cerebro rápi­do y perspicaz, pero carecía de algo que lo habría convertido en un genio. No poseía el don de la visión de conjunto de las co­sas. Era, Emily, como si lo pusieras ante un rompecabezas, y él cogiese dos piezas y tratase de unirlas, y si no encajaban, pro­baría con otra y luego otra, muy deprisa y con una vista muy aguda, de modo que al final juntase unas cuantas y, sin embar­go, no tuviese ni idea de la imagen que el rompecabezas le es­taba mostrando. Es difícil de explicar.

—Pero, de todos modos, ¿crees que habría encontrado una solución al primer problema?

—¿Y por qué no? Tal vez la solución estaba ahí para quien quisiera verla, y lo único que necesitaba era una repentina y cegadora visión que diera con ella. Tal vez la encontró a base de «profundizar y perseverar en el trabajo», o incluso haciendo ese tipo de «cálculos largos y complicados» que, al parecer, no necesitaba. A menos que haya escrito algo, nunca lo sabremos. Es tan terrible como lo que le ocurrió a Dirichlet.

—Pero Akers escribió algo —apunté—. Tenía un papel con una fórmula en el bolsillo del chaleco y hasta le dijo al señor Weatherburn que había escrito un borrador del manuscrito.

—¡Oh! —exclamó Emíly—. ¿Y alguien ha revisado los pa­peles que dejó en sus habitaciones? —Emily se puso a dar saltitos de impaciencia.

—Por supuesto. Sus papeles y notas han sido minuciosa­mente leídos, revisados y clasificados por la policía y también por los matemáticos, me figuro. Nadie ha encontrado manus­crito alguno que contenga la solución completa al problema de los
n
cuerpos. De haber sido así, a estas alturas ya lo sabríamos.

—¿Y si ya lo había enviado al concurso?

—Si la noche antes de morir le dijo a Weatherburn que se trataba sólo de un borrador, es poco probable que lo hiciera. Hasta el 1 de junio tenía tiempo de sobras para mejorarlo.

—Ojalá tuviéramos el papel que llevaba en el bolsillo y que le enseñó al señor Weatherburn —suspiré—. Seguro que ayu­daría.

—Ciertamente, tiene usted razón, señorita Duncan —dijo, pensativo—. Imagínese... Lo que está diciendo puede llegar a ser muy importante. Es probable que los efectos personales que llevaba consigo cuando murió aún estén en la comisaría de policía, ya que su muerte todavía está siendo investigada. Me pregunto si habrán encontrado el papel; me pregunto si al­guien ha ido a preguntar por ese detalle. Mañana iré a la comi­saría y haré averiguaciones.

—¡Oh, qué emocionante! —gritó Emily—. Imagina que lo encuentras... Entonces, podrías resolver el problema, ganar el premio y darle la medalla a la señorita Duncan como regalo.

—¡Emily! —El señor Morrison estaba atónito—. No hay que robar las ideas de otros.

—¿En serio? ¿Las ideas pueden robarse? —preguntó la muchacha, sorprendida.

—Pues claro. Para un matemático, las ideas son más valio­sas que las propiedades. Un matemático preferiría perder su di­nero o sus pertenencias antes que perder las ideas.

—Sí, pero en este caso se trataría de las ideas de alguien que está muerto.

—Es posible robarle la memoria a un hombre, Emily —re­plicó él. Su expresión era muy seria e intensa y me impresionó en grado sumo. Tardaré en olvidar la manera en que habló.

Para los hombres como él, las ideas son más grandes, más reales, más apetecibles y están más llenas de significado que todos los tesoros que han hecho soñar a los hombres desde el principio de los tiempos. Es algo que conmueve de veras.

Os envío muchos y grandes besos a todos.

Vuestra que os ama,

Vanesa

7

Cambridge, lunes, 12 de marzo de 1888

Queridísima hermana:

Desde la cena a la que asistí en su casa, me he hecho muy amiga de Emily. Le agradaría encontrar un nudo nuevo por re­solver cada día, pero le limito los problemas a uno por semana, ya que cada vez son más complicados y requieren una mayor reflexión. Me ha prometido por su honor que no pedirá ayuda a su tío. Dice que, a partir de ahora, quiere que vaya a tomar el té a su casa una vez a la semana. Debo confesar que estas sali­das me resultan de lo más placentero, un buen cambio con res­pecto a mis habitaciones, y Emily es una muchacha deliciosa, en absoluto infantil y dotada de una mente indagadora y pers­picaz.

Hoy ha sido nuestro primer té juntas. Lo hemos tomado en la salita de los niños, con la señorita Forsyth, cuyo nombre de pila es Annabel, aunque yo no debo usarlo para que Emily no se acostumbre a hacerlo. Nos hemos turnado para contarle a la niña nuestras respetivas infancias y luego le hemos formula­do muchas preguntas sobre la suya, puesto que la señorita Forsyth sólo lleva seis años en la casa. Antes de ésta, Emily tu­vo una institutriz francesa que se ocupaba de ella y de su her­mano, y nos contó lo feliz que era la familia, extendiéndose mucho acerca de su padre. Hablaba de él de una manera dulce y extraña, como si no supiera, o no creyera, que está muerto, sino que más bien lo imaginara en un lugar lejano, desde el cual piensa en la muchacha y se ocupa de ella, esperando verla de nuevo algún día.

Le preguntamos qué había ocurrido para que se marchara la institutriz y nos respondió de una manera muy peculiar, di­ciendo que no sabía qué había sido de ella con un curioso e in­definible tono de voz. Me pareció que nos ocultaba un secreto o que tal vez había oído decir cosas que no había entendido y las guardaba en su corazoncito esperando que el futuro hiciera luz sobre ellas. Nos dijo que en aquella época se tomó la deci­sión de buscar un internado para su hermano y que el chico lloró desconsoladamente y suplicó que no lo enviaran lejos de casa. Aunque a la sazón la pobre Emily sólo tenía siete años, comprendió que después de los cambios que se habían produ­cido de manera tan inesperada en el seno de la familia, el pe­queño Edmund no soportaría un cambio todavía mayor, aun­que la madre opinaba que un hogar sin padre le resultaría intolerable. Los niños tuvieron que obedecer, pero la carita re­belde de Emily indicaba que aún creía que la razón estaba de su parte. Después de lo que pareció un gran esfuerzo por mante­ner la discreción y los modales propios de una dama, bajo la suave presión de mis preguntas, de súbito estalló y contó apa­sionadamente que su hermano detestaba la escuela, que los otros muchachos lo vejaban y lo torturaban y que todos ellos eran maltratados por los maestros.

—Oh, Edmund dice que le pegan terriblemente —explicó entre desconsolados sollozos—, dice que tienen que ir a la ofi­cina del jefe de estudios, todos pálidos y temblorosos, y los que aguardan fuera oyen los gritos más horripilantes. Edmund di­ce que es casi peor cuando se trata de otro que cuando es uno mismo el que recibe los castigos. ¡Me alegro tanto de no tener que ir a un internado! ¡ Ojalá él pudiera vivir en casa con noso­tros y asistir a su escuela, señorita Duncan!

¿Pueden ser ciertos unos hechos tan horrendos, querida Dora? Yo siempre he envidiado la suerte de los muchachos. Tienen libertad para viajar, marcharse de casa, estudiar y más tarde, explorar el mundo. Tal vez, sin embargo, al no haber te­nido hermanos, no he comprendido nada de la realidad mascu­lina y me he hecho una imagen ideal de ella. ¡Pobre Edmund! Me encantaría incluir a ese muchachito de piel pálida en mi gru­po de niñas lozanas, si eso estuviera permitido, pero algo así re­sulta impensable. Intenté animar a Emily de todas las maneras posibles y la distraje tanto con historias ridículas que, al cabo de unos momentos, reía a carcajadas en vez de estar al borde de las lágrimas.

¡Y quién fue a presentarse en el cuarto de los niños, en el preciso momento en que terminábamos el té? Pues ni más ni menos que el señor Morrison, que se sentó en un taburete ba­jo, estiró las piernas y comentó que le parecía que nos lo está­bamos pasando mejor que los adultos que tomaban el té con toda solemnidad en la planta baja y que sería tonto si no prefi­riera tomarlo con nosotras. Emily hizo payasadas y lo provocó con todo tipo de comentarios, diciendo que no le creía hasta que él la instó a que se apostase algo con él. El señor Morrison no sólo corroboró que acudiría la próxima vez que Emily diera un té, sino que añadió que traería a sus colegas. ¡Válgame el cielo! Espero que lo haya dicho en broma.

—Si pudiera contarme algo más —intervine— sobre el Concurso del Aniversario del que se habló la otra noche en la cena, le estaría muy agradecida. Es la celebración del cumplea­ños de un rey, verdad? ¿Qué rey decide celebrar su aniversario con un concurso matemático?

—Por supuesto que se lo voy a contar —replicó con vehe­mencia—. Nuestro benefactor es el rey Óscar II de Suecia, de la familia Bernadotte. Estudió matemáticas en profundidad mientras cursaba estudios en la Universidad de Upsala, y le interesa mucho esta disciplina. Es, además, amigo íntimo del principal matemático sueco, Gosta Mittag-Leffler. El Concur­so del Aniversario fue idea suya y creo que, más que utilizar las matemáticas para celebrar su cumpleaños, alberga la espe­ranza de que esa fecha ilustre, que a buen seguro irá acompa­ñada de fastos y festividades de todo tipo, pueda conferir cierta gloria al menos a uno de entre la horda de desconocidos y en­tregados investigadores esparcidos por toda Europa y dar pres­tigio a la única revista de matemáticas que se publica en Suecia. Además, como el tema del concurso es un problema concreto, espera motivar bastante a los matemáticos para que den con la solución.

—¿Y podría decirme cuál es el tema del concurso?

—Desde luego. Tengo un par de volúmenes de las
Acta Mathematica
abajo, en mi habitación, y ahora mismo iré a buscarlos —dijo—. La convocatoria del concurso apareció en ellos hace un par o tres de años. Creo que todavía la conservo. —Se puso en pie y, haciendo caso omiso de mis protestas y de mis aseveraciones de que no quería importunarlo, salió a bus­carlo y enseguida regresó con un volumen en la mano para mostrarme una página tan ininteligible que no merecía la pe­na que se hubiese tomado tantas molestias. Para empezar, no sólo la convocatoria del concurso sino todo el libro estaba es­crito en francés y en alemán, sin una sola palabra de inglés en sus páginas. El volumen comienza con la convocatoria, escrita en columnas, la de la izquierda en alemán y la de la derecha en francés, y parece como si el francés fuera una lengua más bre­ve que el alemán, pues entre los párrafos franceses hay más es­pacio en blanco para hacer que comiencen al mismo nivel que sus correspondientes en alemán. No entendí casi nada, aunque algunas palabras francesas como
anniversaire
y
mathématiques
ciertamente suenan familiares. El señor Morrison se sen­tó ante la mesa de estudio de Emily y, cogiendo la pluma y un trozo de papel, empezó a traducírmelo. Su mirada iba de la pá­gina del libro a su escrito y de allí a mi rostro, al tiempo que salpicaba la traducción con toda suerte de indicaciones y co­mentarios interesantes, por lo que no me aburrí ni un segundo aunque el texto no sólo es largo, sino también imposible de comprender sin la ayuda de unas amables explicaciones.

SU MAJESTAD Óscar II, deseoso de dar una nueva prueba del gran interés que ELLA...
no, quiero decir ÉL, pero en fran­cés es siempre «ella», ya que «majestad» en francés es feme­nino, y en francés el posesivo establece concordancia con el objeto y no con el sujeto, me explica el señor Morrison, (¡oh, querida!),
siente en el progreso de las ciencias matemáticas, un interés que ELLA...
quiero decir Él (estas letras mayúsculas le dan un aire bíblico, pero aparecen así en el original)
ya ha expresado en otras ocasiones promoviendo la publicación de las Acta Mathematica, que se realiza bajo SU augusta protec­ción, ha decidido conceder, el 21 de enero de 1889, sexagésimo aniversario de SU nacimiento, un premio para un importante descubrimiento en el ámbito de la matemática analítica supe­rior. El premio consistirá en una Medalla de Oro con la ima­gen de SU MAJESTAD, de un valor de mil francos, así como la suma de dos mil quinientas coronas de oro (una corona = un franco y cuarenta céntimos).

—Entonces, ¿todos los matemáticos han de estar familiari­zados con el francés y el alemán? —pregunté. Emily se había acercado y escuchaba con interés lo que su tío traducía.

—¡Oh! —exclamó él con un leve sonrojo—. Sí y no. Sólo necesitamos saber leer esas lenguas y, aun así, entender sólo las matemáticas que hay en ellas. Es mucho más fácil que in­tentar leer una novela. En el peor de los casos, lo único que hay que hacer es ir hasta la siguiente fórmula, que está escrita en una especie de lengua universal que todo el mundo entiende.

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