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Authors: Catherine Shaw

La incógnita Newton (10 page)

BOOK: La incógnita Newton
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—¡Tonterías! ¿A qué se refiere?

—Al don de la vida —dijo al tiempo que se ruborizaba—. Es usted como el agua de un manantial. Ningún tipo de educa­ción puede enseñar tal secreto, más bien al contrario. Si acaso, es probable que la educación deslustre ese don. Es mucho más natural que lo aporte una formación que consista básicamente en correr por el bosque de Arden, cogiendo flores y montando en ponies que pacen, se lo aseguro.

Así, nuestra vida, aislada del trato social,
encuentra lenguas en los árboles, libros en los arroyos,
sermones en las piedras y el bien en todas las cosas.
No la cambiaría.

Hum. Se me antoja que el señor Weatherburn tiene bien aprendido a Shakespeare.

Estos últimos cuatro días, estas cortas vacaciones, he deci­dido dedicarlos en serio a la lectura. Debo mejorar la mente y estudiar de veras para mantener siempre vivas mis ense­ñanzas, sobre todo con las alumnas mayores, que no cesan de avanzar muy deprisa en sus estudios. Los intereses de Emily, en concreto, maduran con cada día que pasa, y necesita leer obras merecedoras de dichos intereses. He releído casi toda la obra de Shakespeare y, hace poco, me he agenciado una novela de un escritor muy moderno, muy criticado y algo escandalo­so, en realidad, un tal señor Thomas Hardy. Se llama
El alcal­de de Casterbridge
, y en las primeras diez páginas, un desagra­dable caballero subasta a su mujer en una reunión pública y encuentra a alguien dispuesto a pagar cinco guineas por ella. La pobrecita esposa tiene muchas ganas de ser vendida pues no puede imaginar que exista alguien más detestable que su ma­rido. Y sin embargo, resulta de lo más chocante. En el momen­to en que se cierra el trato, tira el anillo de boda a la cara del marido y se marcha para siempre con el caballero que la acaba de comprar, llevándose a su bebé en los brazos. Esta insólita su­basta tiene lugar en una carpa de feria a la que la gente acude a comer frangollo, un tazón de cereales descascarillados hervidos en leche, azúcar y especias. Ha de estar delicioso. En el caso del horrible caballero, se lo aderezan con un generoso chorro de ron pero yo, si alguna vez me lo preparo en casa, no añadiré di­cho ingrediente.

Tu feliz hermana,

Vanesa

11

Cambridge, miércoles, 11 de abril de 1888

Mi queridísima Dora:

Hace varios días que no te escribo porque me he visto im­plicada, si bien de manera secundaria, en unos hechos que han sacudido a la familia de Emily hasta la médula. El destino ha asestado un terrible golpe a la pobre señora Burge-Jones.

Todo comenzó el viernes, después de mí té con el señor Wea­therburn. A última hora de la mañana, mientras me hallaba sentada ante mi escritorio preparando las lecciones de la tarde, alguien llamó suavemente a mi puerta. Que ocurra tal cosa es bastante insólito, ya que la única que lo hace, muy de vez en vez, es la señora Fitzwilliam cuando quiere quejarse de algo. Imagina, pues, mi sorpresa al abrir la puerta y encontrarme con el señor Weatherburn al otro lado del umbral.

Sin atreverse a entrar, me miró tímidamente y, tartamu­deando como es habitual en él, me tendió una revista.

—Me... me pregunto si conoce esta nueva revista literaria que acaba de aparecer hace poco. Yo la des... descubrí en un viaje a Londres y la compré para traérsela, pensando que podía interesarle.

La tomé, miré la portada y hojeé las páginas. Se llama
Mundo de mujeres
y la dirige un tal señor Oscar Wilde.

—Hace poco que se ha hecho cargo de la dirección de la re­vista —me explicó el señor Weatherburn—. Le ha dado un aire más literario ya que, previamente, sólo contenía artículos sobre moda. La relación de Oscar Wilde con el bello sexo parece ser de franca amistad y simpatía, como sólo puede de­sarrollarla un hombre muy especial. Las colaboradoras son exclusivamente femeninas. He disfrutado mucho leyéndola en el tren y le recomiendo, sobre todo, el relato firmado por Amy Levy.

Su amabilidad y su consideración me conmovieron e inten­té, sin conseguirlo, expresar con palabras mi gratitud, mientras continuaba hojeando el ejemplar y él seguía hablando.

—He pen... pensado que tal vez podríamos organizar un viaje en grupo a Londres para ir al teatro, a ver una obra de Shakespeare, con Morrison y su hermana, y Emily, y usted, si le apetece acompañarnos.

¡Londres! ¡A ver una obra de Shakespeare!

—¡Oh, me encantaría! —exclamé—. ¡Nunca he estado en Londres!

—¿De veras? Entonces tiene que resarcirse del tiempo per­dido, no debemos esperar más —replicó, y una cálida y jovial sonrisa iluminó repentinamente su rostro—. ¿Por qué no va­mos mañana, que es sábado? Creo que están representando
El mercader de Venecia
. Tendré que ver si los otros están de acuerdo y, de ser así, encargar un palco. Será maravilloso.

Mi querida Dora, de la emoción no pude pegar ojo en toda la noche. Se me antojaba un cuento de hadas. Londres, el tea­tro..., cosas sobre las que una sólo ha leído...

Y al día siguiente, el cuento de hadas comenzó a hacerse realidad. Sí, y aunque amaneció gris y lluvioso y el ómnibus se quedó atascado en el barro y llegó con mucho retraso y se nos mojaron los bajos de los vestidos camino del teatro, con los za­patos absolutamente empapados, yo me sentía embargada por una oleada de regocijo que no sólo se debía a la impaciencia por ver la obra, sino también a la calidad de los momentos que es­taba viviendo. Pese a lo desapacible del tiempo, no paramos de reírnos. Emily saltaba de charco en charco, negándose a refu­giarse debajo del paraguas, al tiempo que afirmaba que el agua­cero nos lo enviaban expresamente para que aprendiéramos a valorar «la apacible lluvia celestial».

Llegar al teatro sí que fue algo celestial. Los lujosos palcos, los elegantes asientos, el dorado de la decoración, el terciopelo de los cortinajes y del telón... Era una visión fascinante. Y la obra resultó mágica, gracias al gran esfuerzo realizado para recrear Venecia, una ciudad llena de ensoñación y que cobra vida en el escenario. Me incliné hacia delante para que no se me es­capara ni una palabra y esperé, anhelante, los fragmentos más conocidos, intentando adivinar cómo los declamarían. Todo el mundo estaba de un humor excelente y la representación trans­currió perfectamente hasta el descanso.

Lo que sucedió a continuación, de tan inesperado, se me an­tojó increíble. Acabábamos de ponernos en pie y alisábamos nuestros vestidos como prolegómeno a una corta visita guiada del teatro cuando alguien llamó a la puerta del palco, la abrió y en el umbral apareció un caballero de mirada grave y expre­sión abatida

—Perdonen la molestia, damas y caballeros —dijo—. Busco a la señora Burge-Jones para darle un mensaje muy urgente.

—Yo soy la señora Burge-Jones —dijo ésta, acercándose al hombre al tiempo que su tez palidecía—. ¿Qué ocurre? ¿Se trata de mi hijo Edmund?

—No, señora, no se trata de su hijo —respondió—. Venga por aquí, he de hablar con usted a solas.

Se marcharon y nuestro grupo, consternado, esperó sumi­do en el silencio. Al cabo de unos minutos, el señor Morrison salió del palco diciendo:

—Voy a ver si hay algún problema.

No transcurrieron ni cinco minutos antes de que volviera. Abrió la puerta y en su rostro capté una extraña expresión de dureza. Se volvió hacia Emily y le dio la noticia.

—Me temo que se trata de tu padre, Emily —dijo casi con severidad—. Ha muerto. Murió ayer, tuvo un accidente en una barca, junto con... con
mademoiselle
Martin.

—¡Muerto! ¡Papá ha muerto! ¡Oh, no he vuelto a verlo y he esperado tanto tiempo! —gimió, desconsolada. Entonces, miró a su alrededor con expresión de pánico y gritó de repen­te—: ¡Tengo que ver a madre! —Y salió corriendo del palco, seguida de su tío, que la tomó con firmeza del brazo para acom­pañarla.

Yo me quedé sola con el señor Weatherburn.

—¡Qué terrible! —dije—. Yo creía que el padre llevaba tiempo muerto.

—No —replicó en voz baja—. Se marchó hace unos años... Creo que... Bueno, sé que se marchó con la joven francesa que era a la sazón la institutriz de Emily. Poco tiempo después, tu­vieron una criatura y se fueron a vivir a Francia, ya que les re­sultaba casi imposible permanecer juntos en Inglaterra.

—Empiezo a comprender —asentí, recordando cosas que se habían dicho o a las que se había aludido en casa de Emily y a las que yo entonces no había prestado atención—. Qué difícil debe de haber sido para la señora Burge-Jones.

—Imagino que fue difícil y desesperante —dijo—, aunque yo en aquella época todavía no conocía a la familia. Sé que la se­ñora Burge-Jones le pidió a Morrison que dejara las habitacio­nes de la universidad y se fuera a vivir a su casa y, en resumidas cuentas, creo que a él le complació el arreglo. Es un hombre de familia y le encantan los niños.

Las luces se oscurecieron pues la obra estaba a punto de rea­nudarse. El señor Weatherburn se puso en pie y me ofreció su brazo.

—No creo que debamos quedarnos a la segunda parte, des­pués de lo que ha ocurrido —dijo—. Es una situación incómo­da. No quiero que la familia considere que me inmiscuyo, pero tampoco soy capaz de abandonarla en este trance.

El público ya había ocupado de nuevo su asiento y el ves­tíbulo se había quedado prácticamente vacío, por lo que ense­guida localizamos al pequeño grupo formado por el señor Morrison, su hermana y su sobrina, acompañados del porta­dor de la mala noticia. Parecían conversar con cierto apremio. Nos acercamos un poco y me sentí muy incómoda con aque­lla intromisión, aunque la calmada presencia del señor Wea­therburn y el hecho de que él se hallase en la misma situación que yo me tranquilizaron un tanto. Sin embargo, cuando la señora Burge-Jones reparó en nosotros, nos llamó con una seña.

—Debemos regresar a Cambridge ahora mismo —dijo, pálida como la cera y con cierta dureza en la expresión, igual que su hermano—. Ustedes tal vez prefieran quedarse y vol­ver por su cuenta.

Eso era algo impensable, desde luego. Intenté imaginar la cara de la señora Fitzwilliam si me veía regresar de Londres so­la con el señor Weatherburn a altas horas de la noche. Además, creo que, después de lo ocurrido, ninguno de los dos estaba de humor para la obra.

Regresamos a Cambridge en la oscuridad y sumidos en un silencio casi completo. Al llegar, diluviaba, por lo que to­mamos un cabriolé que se dirigió primero a casa de la señora Fitzwilliam. El señor Weatherburn se despidió de la señora Burge-Jones con dulces palabras, bajó del coche y esperó a que me apeara con la intención de ayudarme pero, antes de que pudiera hacerlo, la señora Burge-Jones tomó mi mano entre las suyas.

—Mañana viajaré a Francia —dijo—. Mi hermano me acompañará y Emily también insiste en venir, aunque no estoy segura de que sea lo más conveniente. Excúsela, por favor, si el lunes y el martes no asiste a clase. Volveremos tan pronto ha­yamos resuelto este asunto y...

Hablaba con dignidad, pero Emily la interrumpió de mane­ra incontrolable.

—¡Oh, madre! ¿Cómo puedes llamarlo «este asunto»? Se­ñorita Duncan, mi padre deja un niño, en Francia. ¡Un niño que se ha quedado huérfano y no tiene adonde ir!

—¡Emily! —la reconvino su madre, quizá con más severi­dad de la que era su intención—. Ahora tenemos que volver a casa y hacer los preparativos del viaje. Buenas noches, señorita Duncan. Por favor, acepte mis disculpas por el triste final de nuestra velada juntos.

—Ni se lo ocurra pensar en eso, por favor —imploré—. Y si puedo ayudarla en algo, no dude en pedírmelo. Para mí se­rá un gran honor.

—Gracias —dijo un poco más calmada. Me apeé y el ca­briolé se alejó. En aquellos momentos, llovía a cántaros y el se­ñor Weatherburn seguía esperándome pacientemente, ajeno al diluvio que lo empapaba y que le goteaba en la cara desde el ala del sombrero.

Entramos en el vestíbulo y yo abrí mi puerta y me volví para despedirme de él. Y en vez de hacerlo, me descubrí diciéndole:

—¡Va tan mojado y su aspecto es tan lamentable! Tal vez debería invitarlo a una taza de té.

—¡Oh! Aceptaría encantado —replicó en un tono de tími­da audacia que coincidía por completo con mis sentimientos. Como sospechamos que la señora Fitzwilliam lo desaprobaría enérgicamente, nos colamos en silencio, nos quitamos la ropa mojada y yo encendí un fuego, puse agua a calentar y prendí las velas. El té estuvo listo enseguida y nos sentamos, uno a ca­da lado del hogar, evitando de mutuo acuerdo hablar sobre los perturbadores acontecimientos de los que habíamos sido testi­gos. Extrañamente iluminada por la luz inestable de las llamas, mi acogedora salita parecía envuelta en un halo de magia se­creta.

Bebimos té unos instantes, con la vista clavada en el fuego, y yo intenté encontrar palabras para expresarle mi agradeci­miento por aquella velada y decirle lo hermoso que me había parecido todo, pese a lo que había ocurrido.

—Para mí, ha sido maravilloso haber podido asistir a la mitad de la obra —dije por fin—. Era la primera vez que iba al teatro.

—Pues me encantará llevarla a ver la otra mitad —dijo en un tono algo melancólico—. En la escena de después del inter­medio, Basanio elige el cofre adecuado para ganarse a su ama­da, ¿Recuerda ? —Posó en mí su intensa mirada y, con voz dul­ce y ardiente, recitó:

Aquí me veis, noble Basanio, como soy.
Y, no siendo más ambiciosa en el deseo
de ser más de lo que soy, por vos quisiera ser
tres veces veinte lo que soy, mil veces
más bella, diez mil veces más rica;
y ojalá, por crecer en vuestra estima,
pudiera rebasar estimaciones
de virtud y belleza, de bienes y amigos.

Me sentí terriblemente confundida y me levanté a toda prisa para coger mi libro de obras de Shakespeare y buscar la escena del cofre. Al cabo de un instante, había encontrado el fragmento que él estaba citando. Se trataba de Porcia, dirigiéndose a Basanio. Mis ojos siguieron los versos y, cuando él hizo una pausa, continué yo, aunque me costó un extraño es­fuerzo.

Más la suma total de mi persona
asciende a algo, que viene a ser
una joven sin escuela, experiencia o instrucción;
dichosa por no ser muy mayor
para aprender; más dichosa por no ser
tan torpe que no pueda aprender.

Las palabras eran infinitamente más poderosas que cual­quiera de las que nosotros pudiéramos pronunciar. Parecía im­posible añadir algo más y permanecimos en silencio, con los ojos clavados en el fuego, un largo rato que, sin embargo, se me hizo demasiado corto. De repente, sin previo aviso, se puso en pie de un salto.

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