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Authors: Catherine Shaw

La incógnita Newton (9 page)

BOOK: La incógnita Newton
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—Oh, no, de usted no. Ni del señor Weatherburn, tampoco —me apresuré a replicar, y aunque estas últimas palabras eran del todo ciertas, unos minutos antes no lo habían sido y sentí que un intenso rubor coloreaba todas las partes visibles de mi cuerpo.

—Bueno, bueno —dijo enseguida—, no se preocupe. La po­licía resolverá el misterio. Sus investigadores son muy compe­tentes, ¿sabe?

—¿Usted cree? —repliqué, asombrada—. Pero si ni siquiera han considerado importante ese papel que el fallecido llevaba en el bolsillo, puesto que lo han enviado a la hermana... Eso, suponiendo que realmente lo hayan encontrado. Y además, no tienen ninguna otra pista, ¿verdad?

—La policía me mostró una lista de lo que el hombre lleva­ba encima al morir; parecían un tanto molestos por tener que volver a hacerlo y me dijeron que un «aficionado» había pasa­do por allí pidiendo que se la enseñaran. En la lista ponía que le encontraron monedas, llaves, su diario de bolsillo y pedazos de papel de todo tipo —explicó, encogiéndose de hombros al tiem­po que se pasaba las manos por sus propios bolsillos—. Exac­tamente lo mismo que llevo yo. Bueno, casi —añadió, sacan­do dos canicas, un reclamo para pájaros y un pedazo de cuarzo rosa.

—¡Hay que encontrar al asesino, señor Morrison! —dije con vehemencia—. Imagine... En este mismo momento, el hombre que mató al pobre señor Akers camina por las calles con una sonrisa en los labios.

La fuerza de mis palabras me sorprendió mientras las de­cía. De repente, comprendí que era cierto, que era verdad. Ya lo sabía, desde luego, pero noté que una parte de mí cerebro se había negado a reconocerlo: había intuido que había alguien, pero lo concebía sólo como una sombra sin identificar e irre­conocible, no como una persona auténtica. Es un estado que tranquiliza de una extraña manera, aunque sea al estilo de los avestruces, y era claramente el del señor Morrison.

—¿Con una sonrisa en los labios? —preguntó medio en broma—. Yo diría que andará más bien con el ceño fruncido, si de veras se ha hecho con ese papel e intenta descifrar los gara­batos del señor Akers. En realidad, si usted estuviera en lo cier­to, lo único que deberíamos hacer es esperar a ver quién envía una memoria al Concurso del Aniversario, ¿no es así, señorita Duncan? Oh, lo siento, no debería bromear con esto. Perdóne­me, por favor. Sí, comprendo que esté tan preocupada, tiene to­da la razón, y yo soy un estúpido. Será mejor que no me haga caso. Venga, déjeme que le sirva una taza de té.

Sus palabras sonaron amables y confortantes y me dejé distraer pues, por más que cavile y me obsesione con este ase­sinato, no arreglaré nada. No quiero aficionarme a las cosas morbosas. Intenté apartar el asunto de mi mente y el resto del té transcurrió con alegría. Nos entretuvimos con unos cuantos juegos de salón, sobre todo acertijos. Primero, el señor Morrison nos deleitó con una hermosa charada del señor Lewis Carroll, a quien conoce personalmente, como ya te dije.

No la adivinamos enseguida, como es natural, pero con las indicaciones y sugerencias del señor Morrison terminamos por entender las pistas ocultas en los versos. Esto nos inspiró a com­poner otras charadas de nuestra propia creación. Para simplifi­car, decidimos utilizar sólo los nombres de las personas presen­tes. Escribimos nuestros cinco nombres en trozos de papel, los metimos en un sombrero, los mezclamos y cada cual sacó uno. Después intentamos componer charadas con el nombre que ha­bíamos elegido. Resultó terriblemente difícil y los resultados no fueron tan espléndidos como los del señor Carroll pero, pese a todo, los leímos y no siempre fue fácil dar con la respuesta. Aquí te los envío. A ver si encuentras la solución.

Ésta es la charada del señor Morrison:

La primera son pájaros en tejados que no levantan el vuelo
para que sepamos de donde viene el viento.
La siguiente describe la varonil majestad de un rey
que contradice su peculiar feminidad.

La tercera es un color hermoso, suave y bruno,
ideal para prendas de piel y abrigo,
el tono más bonito para cuello, estola y manguitos.
Mi cuarta es otra palabra para indicar capacidad.

Juntas, la tengo sentada ante mí, ocupada en escribir.
¿Qué poema teje alrededor de un nombre?
Tal vez sea el mío propio el que está citando.
Su verso liviano será, sin duda, mucho mejor que el mío.

Dios mío, estoy segura de que yo era la única persona que sabía a qué se refería con la «majestad de un rey». Y he aquí la charada de Emily:

Mi primera es imprevisible y obstinada
por su culpa nos ponemos abrigos y sombrero. 
La segunda puede ser terriblemente dolorosa
es lo que Ulises hizo con sus naves.

La suma es alguien de esta habitación
Seguro que adivinaréis fácilmente a quién.

—Quién, querida, no a quién —murmuró la señorita Forsyth.

Y aquí te envío mi humilde esfuerzo. Según la opinión ge­neral, es una charada muy poco precisa pero fui incapaz de ha­cer algo mejor.

Mi primera es un tratamiento de respeto,
el cual, dicen, vale más que un imperio.
La segunda, con «ti», forma una frase de gran alegría
para el niño que recibe un juguete bellamente envuelto.
Mi tercera es un apero que se usa para cortar el heno,
y la suma es una persona dulce, juvenil y alegre.

La señorita Forsyth aseguró que no podía de ninguna for­ma dividir el nombre que le había correspondido en sílabas que significaran algo en inglés, por lo que había recurrido al fran­cés, lo cual nos llenó a todos de consternación, incluso a los dos caballeros, y mira que son cultos...

He aquí la charada de la señorita Forsyth, que copié de su papel.

Id présent s'avance un gentilhomme
Tiré par sa passion des lontains altiers,
Tel Phoebus, juché sur mon premier,
Il trébuche sur la comique grammaire,
Qui lui conté aussitót avec son charme austére,
Que mon innocent second bel et bien s'appelle
Dans son bizarre jargon : article définie pluriel!

Ses coursiers trop fougueux jetes dans la carriére
De mon troisíéme avalent la derniere lettre.
Auraient-ils done lienni, ou bien serait-ce leur maître
Oublieux de ses profondes reveries
Qui de mon quatrieme goüte la douce folie?

La journée termínée, le cavalier descend
Ef s'attable devant un copieux diner.
Ses chevaux se mettent á table également,
Des sacs de mon cinquiéme a leurs museaux accrochés.

¡Qué lástima! Con un poesía tan hermosa y un acento tan encantador, y ninguno de nosotros fue capaz de comprender­la y, en vez de tratar de adivinarla, le rogamos que nos la tra­dujera.

—Habla y escribe un francés muy bonito —le dijo el señor Morrison—. Es usted muy afortunada.

—De joven, pasé seis años en Francia. En un convento —ex­plicó, ruborizándose un ápice.

»Siento mucho que la charada sea tan difícil. Haré cuanto pueda para explicarla. Hay un caballero al que le atraen las ci­mas distantes, es un matemático. Como Febo, monta encima de mi primera sílaba. Es un carro romano,
char
.

—Es Charles Morrison —gritó todo el mundo.

—Pues claro —replicó Annabel, risueña—. Se tropieza con la gramática cómica, que inmediatamente le dice, con su en­canto austero, que a mi segunda sílaba se la conoce, en su pe­culiar jerga, como al artículo determinado plural,
les
.

«Sus caballos tan anhelantes galopan que se tragan la últi­ma letra de mi tercera; es
mors
, la embocadura, menos la ese fi­nal. Decimos que los caballos que galopan muy deprisa "se tra­gan la embocadura".

»"¿Relinchan, o es su amo quien, olvidando sus profundas ensoñaciones, saborea la dulce locura de mi cuarta?" La solu­ción es "rió",
ri
. Al final del día, el jinete desciende y se sienta ante una copiosa cena. Sus caballos también comen, cada uno con una bolsa de mi quinta sílaba ante el hocico. Es salvado,
son
.

Todos advertimos que nuestros esfuerzos palidecían en comparación con la dificultad del suyo.

El señor Weatherburn fue el último. Dijo que le resultaba muy complicado escribir una charada y a cambio nos ofreció el siguiente doble acrónimo, en el que no sólo ha de poder leerse en vertical la primera letra de cada línea sino también la pri­mera letra de la última palabra de la línea.

Oda a un momento perfecto

E
ste precioso momento de seriedad o
J
uego
M
ezcla las centelleantes luces con
O
palescente
I
ntensidad en sus ojos oscuros; muy pronto, este encantador
N
ido
L
ánguidamente se diluirá como todo lo demás,
E
vanescente,
Y
a que los momentos preciosos poco
S
ubsisten.

B
reve es el instante y pronto, con mesurado
A
fán,
U
n futuro desconocido se adueñará de esta
H
ora.
R
eal se hará entonces la esperanza o el
O
lvido.
G
rande es el dolor del soñador que debe despertar,
R
esuelto,
E
sta vez, cada vez, hoy es
A
yer.

La escribió para Emily y, sin embargo, mientras le leía, me miró mucho a mí.

Después de una tarde tan llena de acontecimientos y de una carta tan larga, me siento mucho más cansada de lo habitual, por lo que apagaré las velas y me retiraré a la cama.

Buenas noches, mi queridísima gemela. Con cariño,

Vanesa

10

Cambridge, miércoles, 4 de abril de 1888

Mi queridísima hermana:

¡Cómo me habría gustado pasar el domingo de Pascua con­tigo, en casa! El lunes y el martes no impartí clases y he dedi­cado estas breves vacaciones a vagar sin rumbo fijo entre los campos, siguiendo los cauces de los ríos. Los narcisos trompo­nes de las riberas han florecido hace ya tiempo, y ahora des­puntan las prímulas y toda suerte de flores silvestres. Los cam­pos son de color esmeralda y los parterres están cubiertos de una fina pelusa que pronto será una masa de pequeños capu­llos. El tiempo es frío y húmedo y, sin embargo, el aire contie­ne una lozanía que hace que una no pueda resistirse a la llama­da de la primavera.

Ayer, mientras recorría el largo camino de la campiña que lleva al pueblo de Grantchester, adonde me dirigía para tomar el té al aire libre, me encontré con el señor Weatherburn, que iba a hacer la misma diligencia, si es que así puede llamársele. Con sus casitas de techumbre de bálago, Grantchester es tan hermo­so y exquisito que una se siente lejos de cualquier ciudad y casi imagino que pronto me encontraré delante de nuestro querido hogar. Caminamos juntos y hablamos sin parar de libros, de obras de teatro y de poesía, sobre todo. El señor Weatherburn conoce a fondo la poesía y hablamos de Shakespeare, de Keats y de Tennyson. No bien hubimos llegado a Grantchester, nos sen­tamos en una mesita en el jardín del salón de té y pedimos una tetera y unos bollos. Nos los trajeron deliciosamente acompa­ñados de nata y mermelada y, aparte de la amable dama que nos los sirvió, no vimos a nadie más; estuvimos todo el rato solos ya que el tiempo es aún demasiado frío y la gente prefiere tomar el té en el interior. El resto de la tarde pasó en una bruma de pla­cer y espero de veras que no haya nada de impropio en ello. Si lo hubiese, la señora Fitzwilliam enseguida lo sabría y me rega­ñaría. He descubierto que el nombre de pila del señor Weatherburn es Arthur. Me invitó a que lo llamara así y a que prescin­diera de las formalidades, pero yo me sentí muy tímida y no lo hice aunque, cuando pienso en él, lo hago de ese modo.

Conversamos durante mucho rato acerca de toda suerte de cosas. Me hizo abundantes preguntas acerca de mi infancia y me temo que le he contado todo sobre nuestra familia, y los campos y las flores, y sobre cómo montábamos los ponies mien­tras pacían y cabalgábamos juntas en ellos, gritando, y sobre nuestra casa y el castaño y sobre cómo aprendíamos a leer en una cartilla en vez de hacerlo mediante lecciones. Él se mostró muy interesado en cada uno de los detalles, por lo que terminé contándole muchas cosas que nunca hasta ahora había mencio­nado a un desconocido.

Luego quise saber dónde se crío él, cómo y de qué manera se desarrolló su infancia, y me dijo que se había quedado huér­fano a la edad de nueve años, tras lo cual fue enviado a una es­cuela con una beca. No tiene familia pero ha recibido un subsi­dio hasta que cumplió veintiún años.

Y, de inmediato, pensé en el pobre Edmund, que se había quedado huérfano de padre.

—¿Sufrió mucho en la escuela? —le pregunté.

La cuestión pareció sorprenderlo un tanto, como si nunca se hubiera preguntado si había sufrido o no.

—No lo sé —respondió despacio—. No lo re... recuerdo bien. Creo que he excluido de mi vida esas memorias y las evo­caciones de las tragedias griegas o la Revolución Francesa se­gún Carlyle tienen en mi mente mucha más entidad que los recuerdos de mi vida de estudiante. Me parece que sólo he re­tenido una especie de conciencia general de los juegos en el ba­rro, el alboroto, la comida preparada en grandes cantidades con que me llenaban el plato y una sensación de griterío constante del que escapaba siempre que podía, refugiándome en el silen­cio de los libros.

—En su escuela, ¿los maestros pegaban a los niños? —qui­se saber—. La pequeña Emily, la sobrina de Charles Morrison, me dice que su hermano se queja amargamente del tratamien­to que reciben sus compañeros y también él. Casi no puede so­portarlo.

—Bueno, a mí no me pegaron —respondió con expresión pensativa—. Tal vez se debió a que era huérfano o a que nunca me porté mal. Probablemente sea por esta última razón; no fui un niño imaginativo o travieso. A otros sí que los pegaban, pe­ro debo reconocer que la realidad de esos hechos nunca llegó a penetrar en mi mente consciente. Todo el tiempo que pasé en la escuela, hasta llegar a la universidad, viví en una especie de universo paralelo.

—¿Cuándo ingresó en la universidad? —inquirí con inte­rés, preguntándome en secreto cuántos años tendría.

—Eso fue hace seis años. Después de graduarme, obtuve esta beca. Como ve, no me he movido mucho más que usted en esta vida.

—-Bueno, tal vez no —convine—, pero piense en lo afortu­nado que es por haber recibido tal educación. Yo la echo mu­chísimo de menos.

—Creo que posee usted un tesoro mucho más valioso que cualquier educación —replicó, observándome muy serio antes de apartar de repente la mirada.

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