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Authors: Catherine Shaw

La incógnita Newton (12 page)

BOOK: La incógnita Newton
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En aquel momento apareció el señor Beddoes, con un plato y una taza en la mano, y se unió al grupo.

—¡Oh, aquí está Beddoes! —gritó el señor Crawford con una voz tan estentórea que todas las cabezas se volvieron hacia él y se acercaron unas cuantas personas más—. ¡Caramba, Beddoes! ¿Cómo está? Hacía una semana que no lo veía.

—Bastante bien, bastante bien —respondió el señor Bed­does, que parecía sorprendido, casi desconcertado, de ser abor­dado con aquella cordialidad casi violenta.

—Pues aquí estamos debatiendo sobre Euclides. Y usted es un miembro de la vieja escuela, por supuesto —intervino el se­ñor Withers con una cierta mordacidad.

—Bien, sí. Soy partidario de enseñar a Euclides —replicó el señor Beddoes.

—Mientras los responsables de los programas de estudio sean personas como éstas, veo imposible que se den avances en nuestras universidades —dijo el señor Withers, volviéndose hacia el señor Crawford—. Me gustaría saber más sobre esa asociación antieuclidiana que enfurece tanto a Cayley. ¡Me ha­ría miembro de ella!

Aunque sus opiniones coincidían con las del señor Craw­ford, éste no recibió estos comentarios con especial satisfac­ción. Miró al señor Withers con cierto desdén y replicó:

—Antes de criticar los métodos pedagógicos de hombres más preparados que usted, mejor sería que dominara los cono­cimientos matemáticos que tratan de comunicar.

El señor Withers respondió a aquel comentario provocador con una débil carcajada. Las palabras, sin embargo, atrajeron la atención del señor Wentworth, que había estado escuchando en silencio.

—¡Un momento! —gritó—. ¿Qué quiere decir?

—Lo único que quiero decir es esto: sería mejor que quie­nes tomaran decisiones y discutieran el valor de los distintos métodos de enseñanza de las matemáticas fuesen los que do­minan la materia porque, de otro modo, toda la estructura uni­versitaria podría derrumbarse —respondió el señor Crawford en tono beligerante.

—Y en su opinión, ¿cuántas personas podrían pertenecer a ese grupo selecto?

—¡Poquísimas y muy valiosas!

Aunque respondía al señor Wentworth, el señor Crawford continuaba dirigiéndose al señor Withers, que se puso algo amarillo por la incomodidad y se apresuró a marcharse en di­rección a la mesa del refrigerio.

—Bien —intervino de inmediato el señor MacFarlane en tono conciliador—, tal vez sean muy pocas, pero supongo que al menos estará de acuerdo en que nuestros profesores más ilustres pertenecen a ese grupo, ¿no?

—¡El estancamiento, el estancamiento, ése es el proble­ma...! —replicó el señor Crawford en tono resentido—. No voy a negar, por supuesto, el talento fantástico de un hombre como Cayley. ¡Pero eso no basta! Hay que tener la maestría y la originalidad, pero también algo más, algo que tal vez sea más importante que esas dos cualidades: hay que tener una mente abierta a las nuevas ideas y al progreso. Y en nuestra universi­dad carecemos de eso. Las mentes originales se ven coartadas, nadie las reconoce y los poderes establecidos las asfixian.

Estas palabras fueron recibidas con gritos de desacuerdo entre los que componían el grupo, lo cual derivó en un debate de amplio alcance y muy enérgico. Había tanto ruido que empe­cé a preguntarme dónde estaba exactamente la línea que sepa­raba un debate de una pelea, y si frases como «sus preferencias propias de un imbécil» o «ese tipo de opinión incompetente» no podían constituir un serio motivo de ofensa.

La señora Beddoes notó mi sorpresa y me susurró:

—Siempre están igual, querida. Son así, no les preste aten­ción. Los matemáticos se vuelcan a fondo en lo que hacen, so­bre todo el señor Crawford, que ya ha sacado su tema favorito. Supongo que hay que ser una mujer y observarlos a todos des­de fuera para darse cuenta de que el señor Crawford siempre habla, en términos velados, de sí mismo y de su resentimiento porque, entre esta comunidad, no se siente lo bastante adulado y admirado.

A continuación, la señora Beddoes se apartó un poco del grupo y se puso a hablar con Emily y Rose, haciéndoles pre­guntas, y pronto entablaron una conversación en la que las ni­ñas le contaron todos los detalles de su vida.

—¡Qué muchachas tan encantadoras! —dijo con una pizca de tristeza mientras se volvía hacia mí—. De joven, siempre quise tener unas hijas como ellas, pero hace mucho que pasó el momento. ¿Creéis que vuestras madres os permitirían venir a tomar el té a mi casa, queridas? Para mí sería un placer y a vo­sotras también os gustaría, pequeñas, porque mi marido tiene tres gatas y una de ellas acaba de tener gatitos. A mí los gatos no me agradan demasiado y no puedo tenerlos en casa, ya que los ojos me lloran. Me cuesta acercarme a ellos, pero mi espo­so los adora.

—¡Oh, sí, sí, por favor! —exclamaron a coro—. Se lo pedi­remos a nuestras madres y le prometemos que vendremos pronto.

—Ha llegado el momento de entrar en una nueva era —se­guía gritando el señor Crawford mientras tanto—. No más geometría, no más álgebra. ¡La física matemática es la nueva fuerza de Cambridge! Hemos tenido a Maxwell, a Airy, a Stokes, ¿qué ocurre con el álgebra y la geometría? ¡Cuaterniones! ¡Números imaginarios! ¡Bah! ¡Denme verdad, denme realidad, denme el sistema solar!

—Tranquilo, tranquilo, Crawford —se apresuró a decir el señor Beddoes—. No hay ninguna necesidad de apelar al siste­ma solar. Estábamos hablando de Euclides.

-—¡Ja! Sí, supongo que tiene razón. Bien, entonces, me mar­charé —dijo el señor Crawford con un repentino cambio en el tono de voz. Empezó a alejarse como si de repente aquel asun­to le pareciera una estupidez pero, de pronto, se volvió y aña­dió—: Necesito verlo, Beddoes. ¿Qué le parece si cenamos jun­tos un día de éstos? Ya me pondré en contacto con usted.

—Sí, por supuesto —respondió el señor Beddoes, algo sor­prendido por aquella cordial invitación, expresada en un tono severo y casi a gritos.

El señor Crawford se marchó y yo aproveché para hacer lo propio. Tras despedirme del grupo, fui a buscar a mis dos pupi­las, que hacían cabriolas en el césped, entre ocasionales incur­siones a la mesa del refrigerio.

—Me parece que ha llegado la hora de que os lleve a casa —les dije. Las niñas escaparon por piernas y se negaron a obe­decerme, ya que estaban disfrutando en grado sumo, pero cuando vieron que los asistentes empezaban a dispersarse y que los sirvientes ya recogían las mesas, se me acercaron todas sonrojadas y risueñas.

—Bien, pues volvamos a casa —dijo Emily—. ¿Podemos acompañar primero a Rose a la suya, señorita Duncan? Usted nunca ha visto su casa, es preciosa de veras. Rose tiene una ha­bitación para ella sola y muchas cosas divertidas. Quizá podría interpretar algo para usted, ¿no, Rose? Por favor.

—¡Uf! —dijo Rose, alzando su diminuta nariz—. Hoy no me apetece. He comido demasiado. En otra ocasión, tal vez, to­caré algo de Bach, de Haydn o del señor Johannes Brahms. ¡Acabamos de recibir su nueva sonata! Do-faaa-la-soool-re-dooo-si-soool...

Y como un pequeño duende, insistió en que la dejáramos a la puerta de su casa.

—Rose toca el violonchelo, señorita Duncan —le contó Emi­ly mientras seguíamos caminando hacia su casa—. ¿No le pa­rece extraño? No conozco a ninguna muchacha que toque otro instrumento que no sea el piano. El violonchelo es un instru­mento muy grande, por eso Rose siempre lleva esas faldas tan grandes y hermosas, para poder abarcarlo.

—Oh, eso explica su estilo —sonreí—. Recuerdo que mi hermana y yo siempre le pedíamos a nuestra madre que nos hiciera faldas de ese tipo, pero no por la música sino porque corríamos por el jardín y montábamos en los ponies de un salto y cabalgábamos por la campiña.

—¿Cabalgaban? ¿Pero no lo hacían en silla de amazona? —preguntó, asombrada, aquella niña de buena familia.

—No teníamos sillas de ninguna clase, querida —la desen­gañé, riendo—. He montado muchísimo, pero tengo muy poca experiencia con las sillas de amazona que mencionas. ¡Quizá me caería!

—¡Oh, señorita Duncan! Vayamos a montar algún día, cuando haga más calor —me invitó, anhelante, mientras yo la dejaba a la puerta de casa.

Es una idea tentadora. Me encantará cabalgar a medio galo­pe entre los setos y arrancar flores de los árboles al pasar como hacíamos cuando éramos niñas; pero, oh, querida, espero no dar un espectáculo entre las otras damas, que, a diferencia de mí, seguramente son expertas en el arte de avanzar con la mi­tad inferior del cuerpo colgado de costado. Las personas civili­zadas tienen unos hábitos un tanto extraños, ¿no crees?

Tu Vanesa

14

Cambridge, martes, 1 de mayo de 1888

Oh, Dora! Ha ocurrido la cosa más horrible del mundo. Apenas sé cómo contártelo. Y sin embargo, no puedo pensar en nada más y, aunque me resulte doloroso y repugnante es­cribir acerca de tales horrores, me sería aún más difícil divagar sobre los hechos de la vida cotidiana como si no hubiese suce­dido nada.

En resumen: ha sido asesinado otro matemático. Sucedió ayer y la víctima ha sido el pobre señor Beddoes, de quien te he hablado varias veces en mis misivas. Lo mataron del mis­mo modo que al señor Akers, de un violento golpe en la cabe­za, sólo que esta vez ocurrió en el jardín, justo delante de su casa. Lo descubrió su pobre esposa que, al ver que tardaba en regresar, abrió la puerta delantera, se asomó a la calle y en­contró su cuerpo tendido en la oscuridad, junto a la verja del jardín.

Pero esto no es lo peor. Lo peor es tan terrible que tengo que obligarme a recordarlo y contenerme para no correr a la cama y esconder la cabeza debajo de la almohada con la espe­ranza de que todo sea una pesadilla.

Parece ser que, cuando el señor Beddoes fue golpeado, re­gresaba a casa después de haber cenado con, una vez más, mi pobre amigo, el señor Weatherburn.

¡Oh, Dora, no es posible! No puede ser que esté secreta­mente loco y que haya adquirido la costumbre de asesinar a sus compañeros de cena. No, eso suena divertido, y me siento cualquier cosa menos alegre. Pero ¿cómo puede haber tenido tan mala suerte? La señora Beddoes llamó a la policía, los agen­tes se presentaron en casa y, aunque era muy tarde y todo el mundo se había retirado ya a descansar, llamaron ruidosamen­te a la puerta y la señora Fitzwilliam se vio obligada a levantar­se y abrir.

Yo también entreabrí mi puerta y vi que la señora Fitz­william estaba muy enojada, pero la policía hizo caso omiso de ella y le ordenó que subiera al primer piso a buscar al señor Weatherburn. Éste no se había acostado todavía y bajó de in­mediato, tras lo cual le dijeron con toda firmeza: «Está usted detenido por el asesinato de Philip Beddoes, profesor de la Uni­versidad de Cambridge».

Nunca había visto a un hombre tan asombrado. Debió de ser una gran sorpresa para él, si acababa de dejar al señor Beddoes vivo y probablemente animado y bien alimentado. El señor Weatherburn palideció y retrocedió, tartamudeando incoherencias.

—Pe... pe... pero eso es imposible. Pe... pe... pero si acabo de dejarlo y se encontraba perfectamente bien de salud.

—La salud no tiene nada que ver con esto, caballero —dijo el agente—. El señor Beddoes ha sido asesinado. ¿Sería tan amable de acompañarnos, por favor?

Pese a que mi aspecto era un tanto indecente, pues llevaba la camisa de dormir y el cabello suelto cayéndome por la espal­da, irrumpí en el vestíbulo.

La policía no me prestó atención y la señora Fitzwilliam me obligó a volver a mi cuarto a empellones. No obstante, mien­tras los agentes se lo llevaban con toda firmeza, Arthur se vol­vió a mirarme y nuestros ojos se encontraron durante un ben­dito instante. Arthur sabe que no creo una palabra de lo que ha dicho la policía.

Volví a la cama pero no pude dormir ni un instante. Sentí como si la felicidad y la tranquilidad me hubieran abandona­do para siempre. Hoy, durante todo el día, me he torturado pensando en alguna posible acción que pueda emprender, algo que me impida hundirme en este estado de pasividad y deses­peración.

Si pudiera hacer algo positivo... ¿Me atreveré a visitar a Arthur en la prisión? ¿En qué consiste el procedimiento de vi­sitar a un prisionero? Mañana por la mañana, no perderé un segundo en averiguarlo. A Arthur tal vez no le guste, lo com­prendo perfectamente, pero no puedo vivir en este doloroso es­tado de postración y ansiedad.

Tu amantísima pero desesperada hermana,

Vanesa

15

Cambridge, miércoles, 2 de mayo de 1888

Queridísima Dora:

Lo he hecho. Ha sido muy extraño... Nunca en mi vida me había encontrado en una posición tan difícil. Por primera vez he visitado a un detenido.

Sin embargo, no puedo creer todavía que Arthur sea en realidad un preso o que vaya a serlo de verdad. Él opina que se trata de un error estúpido que será subsanado dentro de un par o tres de días como mucho. No obstante, la experiencia de esta mañana es tan ajena a todo lo que he vivido hasta ahora que, sin lugar a dudas, quedará grabada en mi mente para el resto de mis días.

Permíteme que te lo cuente desde el principio. Me he le­vantado temprano, he preparado té, aunque no he sido capaz de probar bocado, me he puesto mi mejor sombrero y me he en­caminado hacia Saint Andrew's Street; sabía, por haber compra­do allí a menudo, que en el número 44 está situada una gran comisaría de policía. Antes de llegar, he pasado por delante de la tienda donde, en un momento más feliz, compré dicho som­brero. Me he detenido con frecuencia a contemplar los hermo­sos escaparates de la tienda de Robert Sayle y, en esta ocasión, tampoco he podido resistirme a echarles un vistazo. Sayle, fa­moso por sus viajes a Oriente, expone sedas chinas dignas del más romántico de los sueños. Durante unos instantes, he deja­do que mi mente se impregnara de una visión de gran belleza, en la que se mezclaban atardeceres, jardines y seda en rama de incontables tonalidades distintas. Entonces, una horrible ima­gen de barrotes y cadenas se ha entrometido en mi cerebro. He seguido caminado deprisa y he entrado en la comisaría de po­licía, un enorme edificio cuadrangular e impresionante, pero de una concepción excesivamente opresiva. Me he sentido algo estúpida e insignificante en un sitio como aquél, pero me he dirigido al agente de guardia con firmeza, como si no me suce­diera nada.

—Me gustaría preguntarle cómo puedo visitar a un prisio­nero que fue arrestado anoche —dije.

El hombre no parecía encontrar nada raro en mi petición y se ha limitado a preguntarme, impasible, el nombre de dicho prisionero, tras lo cual me ha informado de que había pasado la noche detenido en las celdas policiales de aquel mismo edificio y que todavía se hallaba allí, esperando el vehículo que lo trans­portaría a la cárcel de Castle Hill.

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