La incógnita Newton (27 page)

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Authors: Catherine Shaw

BOOK: La incógnita Newton
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—¿Qué opina de ellos? —le pregunté.

Los estudió uno por uno, en orden, deteniéndose aquí y allá, leyendo atentamente, estudiando con calma las pequeñas notas al margen, y empezó a dar muestras de gran agitación.

—No soy experto en el famoso problema de los
n
cuerpos —me dijo al fin—, pero estoy bastante familiarizado con los fundamentos, como todo el mundo, de escuchar comunicacio­nes de los interesados en la cuestión. Estos papeles hacen re­ferencia al problema. Mira, aquí dice «supongamos
n = 3
». Sí, claro, reconozco estas ecuaciones diferenciales como las que expresan el problema de los tres cuerpos. ¿De quién es el ma­nuscrito, señorita Duncan? ¿De dónde procede?

—Lo escribió el señor Beddoes —respondí— y lo encon­traron Emily y Rose en un lugar donde alguien lo había ocul­tado muy a conciencia.

—¡Emily y Rose! —exclamó él, y su rostro se encendió cuando observó con gran detenimiento la hoja que tenía de­lante—. Mi sobrina empieza su carrera de matemática muy joven, realmente, si ya ha encontrado la solución tan buscada al famoso problema... Pues, vea, ¡este manuscrito pretende contener una solución! ¿Ve esa fórmula subrayada con tanta fuerza, ahí? Es el argumento central del escrito, yo diría. Y lo que sigue parece un esbozo de demostración de que ésta es la codiciada solución a las misteriosas ecuaciones diferenciales. Le aseguro que esto resulta emocionante. ¿Cómo Beddoes, precisamente él, puede ser quien estuviera en posesión de una solución, desde el principio, cuando todo el mundo pensaba que debían de ser Akers o Crawford quienes andaban tras ella?

—¿Y no cabe pensar que estuvieran trabajando juntos? —apunté.

—En realidad, no lo sé. Supongo que es posible.

—¿Qué significan estas anotaciones al margen? —le pre­gunté.

v les y los movió uno a uno, descifrando las minúsculas letras.

—Son extrañas —comentó—. Muy raras, realmente. Qué mentalidad tan extraña tenía Beddoes. Debía de detestar las ta­chaduras. ¡Fíjese en esto! En la página dice (A) => (B), es decir, A implica B, y en el margen hay un signo de interrogación. Escribiría A implica B y más tarde, al releerlo, debió de cues­tionarse la implicación.

—¿Y no podría ser que tomara nota de lo que le explicaba otra persona? —inquirí—. Tal vez más tarde, al repasarlo, no conseguía entenderlo.

—Sí, supongo que no es imposible —reconoció, después de reflexionar—. Aunque la caligrafía es tan extraordinariamen­te pulcra que casi no parece la de alguien que toma notas, ¿ver­dad? Más bien parece una copia en limpio.

—Bien, supongo que podría haberlas pasado a limpio, sí.

—Suena extraño, pero tal vez... —El tío de Emily me mi­ró fijamente, con un brillo de interés en los ojos—. Sí, supon­go que puedo imaginarlo. Los tres hombres se reúnen en se­creto a trabajar para alcanzar el gran premio. Uno de ellos, Akers o Crawford, se acerca a la pizarra y empieza a explicar su idea. Beddoes lo anota todo. Después se va a casa y, como es un hombre meticuloso, revisa las notas otra vez y las pasa a lim­pio, tratando de asegurarse de que entiende los pasos lógicos que encierra cada una de las líneas. Quien exponía la idea de­bió de descuidar un poco la explicación de los detalles, pues Beddoes marcó tres o cuatro puntos que no entendía.

Me vino a la cabeza algo que había apuntado Arthur duran­te su declaración.

—¿Recuerda que Arthur dijo ante el juez que en la cena con el señor Beddoes, éste escribió una duda sobre ciertas ecuaciones diferenciales que no entendía, y que Arthur intentó ayudarlo?

—¡Sí! —respondió el señor Morrison con entusiasmo—. ¡Tiene razón! Esto significa, sin duda, que Beddoes estaba tra­bajando entonces en este manuscrito, tratando de entender ca­da fragmento. Pero no, espere... ¿Por qué no había de pedirle ayuda a Crawford, sencillamente?

—Tal vez estos papeles contienen notas de trabajo del se­ñor Akers, ¡y éste ya estaba muerto! —exclamé—. Pero, de ser así, resultaría aún más lógico que hablara con el señor Crawford, puesto que estaban trabajando juntos. ¡Oh, no...! Ahora me acuerdo: ¡se habían peleado! Es cierto que el señor Crawford había expresado su deseo de cenar con el señor Bed­does, pero tal vez éste esperaba la invitación para hablar del asunto con él. Sí, claro. Tenía previsto cenar con Crawford aquella misma noche pero, como éste no se presentó, decidió hacer sus preguntas a Arthur. Beddoes debía de tener la fór­mula en la cabeza, pues está claro que no le enseñó estos pa­peles. Debían de constituir un gran secreto, si los tenía escon­didos con tanto sigilo.

—Bueno, no cabe duda de ello, si contienen realmente una solución al famoso problema —respondió el señor Morrison—. Pero parece que no tuvieron tiempo de redactarla y presentar­la al premio puesto que, pocos días después de que Beddoes hi­ciera esas consultas a Arthur, los dos habían muerto.

—No sé —murmuré en voz baja, con la mirada fija en el fuego. Las llamas danzaban confusas ante mis ojos y parecían convertirse en un torbellino de imágenes. El señor Akers, ano­tando una fórmula y guardando el papel en el bolsillo. El señor Beddoes, con una copa de vino en la mano, discutiendo con el señor Crawford acerca de un manuscrito extendido sobre la mesa, entre ellos. Un golpe con un atizador; un golpe con una piedra de buen tamaño. Una mano enguantada vertiendo, con cuidado y discreción, un chorrito de digitalina en una botella de whisky y el señor Crawford apurando copa tras copa en ce­lebración de su triunfo. Un asesino en busca de un manuscrito, encontrándolo incluso, tal vez... Pero ¿quién?

El miedo me atenazó de nuevo al imaginar al desconocido enguantado. En su rostro sin rasgos se dibujaron en vertigino­sa sucesión las facciones de todos los matemáticos que conocía: Withers, Wentworth, Young, incluso el propio señor Morri­son, y me noté desfallecer de inquietud, imaginándome rodea­da de asesinos. Por fin, las llamas volvieron a tener aspecto de tales y me llegó de nuevo la voz del señor Morrison, que decía:

—No tiene usted muy buen aspecto. ¿Se encuentra bien, señorita ?

—¡Oh! Sí, sí —respondí, aún confusa—. Le agradezco mu­cho su ayuda. Ahora, debo volver a casa.

—La acompañaré —se apresuró a decir él, al tiempo que se ponía en pie.

—¡No, no! Muchas gracias, pero... —me resistí, desalenta­da por la fugaz visión que acababa de asaltarme.

El señor Morrison me miró resueltamente.

—Quizá sea un poco peligroso para usted andar sola por las calles, ¿no le parece?

—¡Necesito estar sola! —exclamé y, con un breve apretón de manos, tomé la escalera y salí por la puerta.

¡Nadie, Dora, ha hecho nunca un camino de vuelta a casa más largo que el mío esta noche! Como medida de protección, decidí que no me alejaría en ningún momento a más de unos pocos pasos de la persona más próxima, sobre todo si era de se­xo masculino. Sin embargo, cada vez que me pegaba a alguien y adecuaba escrupulosamente mi paso al suyo, su camino me desviaba de la ruta, de modo que sólo después de trazar un nú­mero considerable de cuadrados y rectángulos conseguí llegar. Y ni tan sólo en casa me sentí tranquila. Atranqué puertas y ventanas, pero me asaltó el miedo y ni siquiera el intento de escribirte me trajo el habitual sentimiento de calma. Me acos­té pero, cuando llevaba diez minutos en la cama, tensa y pen­diente de cada ruido, no pude resistirlo más.

Me levanté, encendí una vela y, tomando ésta y la carta que había empezado a escribir, me encaminé a la puerta de la habi­tación dispuesta a no romper el silencio que reinaba en la casa. Abrí y salí al pasillo, cerrando sigilosamente la puerta a mi es­palda. Con la misma cautela, subí la escalera hasta la habita­ción de Arthur. Tal vez la puerta no estuviera cerrada, pues la señora Fitzwilliam entraba y salía a menudo para limpiar el polvo y también, en diversas ocasiones, a regañadientes y con­tra su voluntad, para sacar de ella algún artículo que él había pedido y que yo le llevaba entonces a la prisión. Probé el tira­dor, se abrió y me colé en la estancia... y aquí me encuentro ahora.

No había estado nunca en los aposentos de Arthur; ni si­quiera los había visto. A la luz de la vela, eché una ojeada a mi alrededor. Están armoniosamente desnudos, como si viviera en un pequeño monasterio. En una hornacina hay una pequeña urna, sobre el escritorio tiene esparcidos unos papeles de mate­máticas, y en la mesa, un gastado volumen de Shakespeare. Si la señora Fitzwilliam me encontrara aquí, se enfadaría muchí­simo. Tengo que levantarme muy temprano y bajar discreta­mente, pero ahora mismo... La cama de Arthur me llama y voy a terminar la carta, que te escribo con su pluma y envuel­ta en su edredón. A pesar de todo, me siento arropada por una oleada insensata de calor y seguridad y por ello voy a despedir­me. Buenas noches.

Tuya, que te quiere,

Vanesa

31

Cambridge, lunes, 28 de mayo de 1888

Querida Dora:

Anoche dormí profunda y relajadamente y desperté un po­co más tarde de lo que me había propuesto. Me deslicé escale­ras abajo con una trepidación tremenda (¡a decir verdad, no entiendo cómo hace la señora Fitzwilliam para provocar tanto temor!) y, sin que me viera nadie, alcancé mi puerta con una sensación de gran alivio.

Allí, descubrí que ya me había colado por debajo de la puer­ta el correo del día y que tu carta me esperaba sobre la moque­ta. La abrí con impaciencia.

La leí y releí, sorprendida sobre todo por esta frase extraor­dinaria:

Me parece apreciar un extraño paralelismo entre el famoso problema de los tres cuerpos y el que tú tratas tan desesperada­mente de resolver. Veo dos satélites, el señor Akers y el señor Beddoes, orbítando en torno a la figura imponente del señor Crawford, luchando contra las leyes de la gravedad que los atan a él inexorablemente y deseando, por así decirlo, «escapar, enlo­quecidos» al «infinito» de la gloria independiente.

Oh, Dora, ¿qué quieres decir con eso? ¿Es posible que te refieras a lo que yo creo? La idea descabellada e inconcebible que ha inundado mi mente al leer y releer estas palabras tu­yas..., ¿pueden ser ciertas? ¿Es eso lo que pretendes decirme? ¡Tú, mi hermana gemela, que a veces conoce cómo pienso me­jor que yo misma!

Cuantas más vueltas le doy, más me convenzo. Pero, ¿es posible? Los pensamientos e imágenes que se arremolina­ban en mi cabeza anoche parecen encajar ahora y formar una nueva imagen. Una imagen que nunca se me había ocu­rrido...

He anotado una lista de los hechos y detalles principales, según recuerdo que se han contado, para estudiar si lo que aho­ra intuyo (lo que tú insinúas, ¿no es así, Dora?) tiene funda­mento.

Mediados de febrero:
Tres personas se reúnen y beben whisky en las habitaciones del señor Crawford (según la seño­ra Wiggins).

14 de febrero:
El señor Akers cenó con Arthur y hablaron del problema de los
n
cuerpos. Le enseñó una fórmula y mencionó un manuscrito. Hizo un uso extraño de su medici­na: empezó a verterla, se detuvo después de echar un par de gotas (la dosis normal era de diez) y volvió a guardar el fras­co en el bolsillo. Lo mató a su regreso a casa alguien que lo esperaba en sus aposentos. No le encontraron el frasco de digitalina. Es posible que el intruso registrara las habitaciones y que se llevara el manuscrito; en cualquier caso, no se ha encontrado. Aquella noche, el señor Crawford la pasó en Londres.

Mediados de abril:
Alguien visitó al señor Crawford en sus aposentos y tomaron un vaso de vino (según la señora Wig­gins). También por entonces (¿o tal vez en esta ocasión, preci­samente?) el señor Crawford y el señor Beddoes discutieron (según la señora Beddoes).

23 de abril:
El señor Crawford se dirigió al señor Beddoes, durante el té en el jardín, para pedirle que cenaran juntos en una fecha próxima. El señor Beddoes pareció sorprendido ante aquel gesto de reconciliación (es bastante lógico), pero no se le vio disgustado.

30 de abril:
El señor Crawford organizó una cena con Ar­thur y el señor Beddoes, pero se excusó en el último mo­mento, alegando que no se encontraba bien. Así pues, el se­ñor Beddoes cenó con Arthur. Le enseñó una fórmula e intentó pedirle ayuda para entenderla. Arthur pensó que te­nía que ver con el problema de los
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cuerpos, aunque el se­ñor Beddoes no lo mencionó. El señor Beddoes fue asesinado cuando regresaba a su casa por alguien que lo esperaba en el jardín (y que, por lo tanto, sabía que regresaría a aquellas horas).

3 de mayo:
El señor Crawford muere después de ingerir whisky que contenía digitalina, que se pudo añadir a la bebida en cualquier momento de las semanas anteriores.

19 de mayo:
Emily y Rose encontraron un extraño manus­crito con la caligrafía del señor Beddoes, con interrogantes y anotaciones al margen, que pretendía ser la solución del pro­blema de los tres cuerpos. La relación con el manuscrito perdi­do del señor Akers...

¡Todo encaja, Dora! Todavía no estoy segura de qué ha su­cedido exactamente, ni de cómo se produjo, pero en cualquier caso estoy convencida de que tienes razón en lo que dices.

¿Qué voy a hacer? ¿Qué puedo hacer?

¿Debo correr al Palacio de Justicia, a ese terrible tribunal, y llamar la atención del señor Haversham, o pedir audiencia al magistrado e informarlo de todo lo que se me ha ocurrido? Pero ya me lo imagino, mirándome con una sonrisa de sufi­ciencia y diciéndome: «No trae ni un asomo de prueba de lo que dice, mi querida señorita, mientras que ya estamos todos al corriente de que usted tiene muchos motivos para inventar es­ta historia». Y, además, ¿cómo voy a contarle qué ha sucedido, si ni yo misma lo sé a ciencia cierta?

¡Pruebas, pruebas! ¿Es que todo se hundirá por falta de pruebas? Debo encontrarlas. ¿Con qué cuento? Con nada, casi nada... Sólo el manuscrito y lo que contiene. Un manuscrito que, desde el primer momento, consideré el gozne fundamental en torno al cual giraba todo el misterio y cuyo significado, sin embargo, no he comprendido hasta este mismo instante.

No, necesito más, necesito una evidencia irrefutable. ¿Dón­de puedo encontrarla?

En Europa, en el continente... En Bélgica. ¡En Estocolmo! Es la única respuesta. Debo marcharme enseguida.

Vanesa

32

Calais, lunes, 28 de mayo de 1888

Querida Dora,

No te escribo en un momento de placer, sino en un interlu­dio terrible de forzosa inactividad, avanzada la tarde de una jornada tan extraña que nunca imaginé que viviría nada seme­jante. Pensar que esta misma mañana te escribía otra carta, desde otro mundo... ¡Parece haber pasado tanto tiempo! No bien terminé de escribirla, me puse en marcha impulsada por el deseo imperioso de partir. Sin embargo, para alguien cuyo desplazamiento más largo había sido de la zona rural de Kent a la ciudad de Cambridge y de ésta a la gran metrópolis londi­nense, la perspectiva de un viaje a Europa tenía algo de aterra­dor. Apenas sabía por dónde empezar. Para tranquilizar mi ner­viosismo, concentré drásticamente mi atención en unos pocos y sencillos pensamientos.

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