Read La incógnita Newton Online
Authors: Catherine Shaw
—¿Qué opina de ellos? —le pregunté.
Los estudió uno por uno, en orden, deteniéndose aquí y allá, leyendo atentamente, estudiando con calma las pequeñas notas al margen, y empezó a dar muestras de gran agitación.
—No soy experto en el famoso problema de los
n
cuerpos —me dijo al fin—, pero estoy bastante familiarizado con los fundamentos, como todo el mundo, de escuchar comunicaciones de los interesados en la cuestión. Estos papeles hacen referencia al problema. Mira, aquí dice «supongamos
n = 3
». Sí, claro, reconozco estas ecuaciones diferenciales como las que expresan el problema de los tres cuerpos. ¿De quién es el manuscrito, señorita Duncan? ¿De dónde procede?
—Lo escribió el señor Beddoes —respondí— y lo encontraron Emily y Rose en un lugar donde alguien lo había ocultado muy a conciencia.
—¡Emily y Rose! —exclamó él, y su rostro se encendió cuando observó con gran detenimiento la hoja que tenía delante—. Mi sobrina empieza su carrera de matemática muy joven, realmente, si ya ha encontrado la solución tan buscada al famoso problema... Pues, vea, ¡este manuscrito pretende contener una solución! ¿Ve esa fórmula subrayada con tanta fuerza, ahí? Es el argumento central del escrito, yo diría. Y lo que sigue parece un esbozo de demostración de que ésta es la codiciada solución a las misteriosas ecuaciones diferenciales. Le aseguro que esto resulta emocionante. ¿Cómo Beddoes, precisamente él, puede ser quien estuviera en posesión de una solución, desde el principio, cuando todo el mundo pensaba que debían de ser Akers o Crawford quienes andaban tras ella?
—¿Y no cabe pensar que estuvieran trabajando juntos? —apunté.
—En realidad, no lo sé. Supongo que es posible.
—¿Qué significan estas anotaciones al margen? —le pregunté.
v les y los movió uno a uno, descifrando las minúsculas letras.
—Son extrañas —comentó—. Muy raras, realmente. Qué mentalidad tan extraña tenía Beddoes. Debía de detestar las tachaduras. ¡Fíjese en esto! En la página dice (A) => (B), es decir, A implica B, y en el margen hay un signo de interrogación. Escribiría A implica B y más tarde, al releerlo, debió de cuestionarse la implicación.
—¿Y no podría ser que tomara nota de lo que le explicaba otra persona? —inquirí—. Tal vez más tarde, al repasarlo, no conseguía entenderlo.
—Sí, supongo que no es imposible —reconoció, después de reflexionar—. Aunque la caligrafía es tan extraordinariamente pulcra que casi no parece la de alguien que toma notas, ¿verdad? Más bien parece una copia en limpio.
—Bien, supongo que podría haberlas pasado a limpio, sí.
—Suena extraño, pero tal vez... —El tío de Emily me miró fijamente, con un brillo de interés en los ojos—. Sí, supongo que puedo imaginarlo. Los tres hombres se reúnen en secreto a trabajar para alcanzar el gran premio. Uno de ellos, Akers o Crawford, se acerca a la pizarra y empieza a explicar su idea. Beddoes lo anota todo. Después se va a casa y, como es un hombre meticuloso, revisa las notas otra vez y las pasa a limpio, tratando de asegurarse de que entiende los pasos lógicos que encierra cada una de las líneas. Quien exponía la idea debió de descuidar un poco la explicación de los detalles, pues Beddoes marcó tres o cuatro puntos que no entendía.
Me vino a la cabeza algo que había apuntado Arthur durante su declaración.
—¿Recuerda que Arthur dijo ante el juez que en la cena con el señor Beddoes, éste escribió una duda sobre ciertas ecuaciones diferenciales que no entendía, y que Arthur intentó ayudarlo?
—¡Sí! —respondió el señor Morrison con entusiasmo—. ¡Tiene razón! Esto significa, sin duda, que Beddoes estaba trabajando entonces en este manuscrito, tratando de entender cada fragmento. Pero no, espere... ¿Por qué no había de pedirle ayuda a Crawford, sencillamente?
—Tal vez estos papeles contienen notas de trabajo del señor Akers, ¡y éste ya estaba muerto! —exclamé—. Pero, de ser así, resultaría aún más lógico que hablara con el señor Crawford, puesto que estaban trabajando juntos. ¡Oh, no...! Ahora me acuerdo: ¡se habían peleado! Es cierto que el señor Crawford había expresado su deseo de cenar con el señor Beddoes, pero tal vez éste esperaba la invitación para hablar del asunto con él. Sí, claro. Tenía previsto cenar con Crawford aquella misma noche pero, como éste no se presentó, decidió hacer sus preguntas a Arthur. Beddoes debía de tener la fórmula en la cabeza, pues está claro que no le enseñó estos papeles. Debían de constituir un gran secreto, si los tenía escondidos con tanto sigilo.
—Bueno, no cabe duda de ello, si contienen realmente una solución al famoso problema —respondió el señor Morrison—. Pero parece que no tuvieron tiempo de redactarla y presentarla al premio puesto que, pocos días después de que Beddoes hiciera esas consultas a Arthur, los dos habían muerto.
—No sé —murmuré en voz baja, con la mirada fija en el fuego. Las llamas danzaban confusas ante mis ojos y parecían convertirse en un torbellino de imágenes. El señor Akers, anotando una fórmula y guardando el papel en el bolsillo. El señor Beddoes, con una copa de vino en la mano, discutiendo con el señor Crawford acerca de un manuscrito extendido sobre la mesa, entre ellos. Un golpe con un atizador; un golpe con una piedra de buen tamaño. Una mano enguantada vertiendo, con cuidado y discreción, un chorrito de digitalina en una botella de whisky y el señor Crawford apurando copa tras copa en celebración de su triunfo. Un asesino en busca de un manuscrito, encontrándolo incluso, tal vez... Pero ¿quién?
El miedo me atenazó de nuevo al imaginar al desconocido enguantado. En su rostro sin rasgos se dibujaron en vertiginosa sucesión las facciones de todos los matemáticos que conocía: Withers, Wentworth, Young, incluso el propio señor Morrison, y me noté desfallecer de inquietud, imaginándome rodeada de asesinos. Por fin, las llamas volvieron a tener aspecto de tales y me llegó de nuevo la voz del señor Morrison, que decía:
—No tiene usted muy buen aspecto. ¿Se encuentra bien, señorita ?
—¡Oh! Sí, sí —respondí, aún confusa—. Le agradezco mucho su ayuda. Ahora, debo volver a casa.
—La acompañaré —se apresuró a decir él, al tiempo que se ponía en pie.
—¡No, no! Muchas gracias, pero... —me resistí, desalentada por la fugaz visión que acababa de asaltarme.
El señor Morrison me miró resueltamente.
—Quizá sea un poco peligroso para usted andar sola por las calles, ¿no le parece?
—¡Necesito estar sola! —exclamé y, con un breve apretón de manos, tomé la escalera y salí por la puerta.
¡Nadie, Dora, ha hecho nunca un camino de vuelta a casa más largo que el mío esta noche! Como medida de protección, decidí que no me alejaría en ningún momento a más de unos pocos pasos de la persona más próxima, sobre todo si era de sexo masculino. Sin embargo, cada vez que me pegaba a alguien y adecuaba escrupulosamente mi paso al suyo, su camino me desviaba de la ruta, de modo que sólo después de trazar un número considerable de cuadrados y rectángulos conseguí llegar. Y ni tan sólo en casa me sentí tranquila. Atranqué puertas y ventanas, pero me asaltó el miedo y ni siquiera el intento de escribirte me trajo el habitual sentimiento de calma. Me acosté pero, cuando llevaba diez minutos en la cama, tensa y pendiente de cada ruido, no pude resistirlo más.
Me levanté, encendí una vela y, tomando ésta y la carta que había empezado a escribir, me encaminé a la puerta de la habitación dispuesta a no romper el silencio que reinaba en la casa. Abrí y salí al pasillo, cerrando sigilosamente la puerta a mi espalda. Con la misma cautela, subí la escalera hasta la habitación de Arthur. Tal vez la puerta no estuviera cerrada, pues la señora Fitzwilliam entraba y salía a menudo para limpiar el polvo y también, en diversas ocasiones, a regañadientes y contra su voluntad, para sacar de ella algún artículo que él había pedido y que yo le llevaba entonces a la prisión. Probé el tirador, se abrió y me colé en la estancia... y aquí me encuentro ahora.
No había estado nunca en los aposentos de Arthur; ni siquiera los había visto. A la luz de la vela, eché una ojeada a mi alrededor. Están armoniosamente desnudos, como si viviera en un pequeño monasterio. En una hornacina hay una pequeña urna, sobre el escritorio tiene esparcidos unos papeles de matemáticas, y en la mesa, un gastado volumen de Shakespeare. Si la señora Fitzwilliam me encontrara aquí, se enfadaría muchísimo. Tengo que levantarme muy temprano y bajar discretamente, pero ahora mismo... La cama de Arthur me llama y voy a terminar la carta, que te escribo con su pluma y envuelta en su edredón. A pesar de todo, me siento arropada por una oleada insensata de calor y seguridad y por ello voy a despedirme. Buenas noches.
Tuya, que te quiere,
Vanesa
Cambridge, lunes, 28 de mayo de 1888
Querida Dora:
Anoche dormí profunda y relajadamente y desperté un poco más tarde de lo que me había propuesto. Me deslicé escaleras abajo con una trepidación tremenda (¡a decir verdad, no entiendo cómo hace la señora Fitzwilliam para provocar tanto temor!) y, sin que me viera nadie, alcancé mi puerta con una sensación de gran alivio.
Allí, descubrí que ya me había colado por debajo de la puerta el correo del día y que tu carta me esperaba sobre la moqueta. La abrí con impaciencia.
La leí y releí, sorprendida sobre todo por esta frase extraordinaria:
Me parece apreciar un extraño paralelismo entre el famoso problema de los tres cuerpos y el que tú tratas tan desesperadamente de resolver. Veo dos satélites, el señor Akers y el señor Beddoes, orbítando en torno a la figura imponente del señor Crawford, luchando contra las leyes de la gravedad que los atan a él inexorablemente y deseando, por así decirlo, «escapar, enloquecidos» al «infinito» de la gloria independiente.
Oh, Dora, ¿qué quieres decir con eso? ¿Es posible que te refieras a lo que yo creo? La idea descabellada e inconcebible que ha inundado mi mente al leer y releer estas palabras tuyas..., ¿pueden ser ciertas? ¿Es eso lo que pretendes decirme? ¡Tú, mi hermana gemela, que a veces conoce cómo pienso mejor que yo misma!
Cuantas más vueltas le doy, más me convenzo. Pero, ¿es posible? Los pensamientos e imágenes que se arremolinaban en mi cabeza anoche parecen encajar ahora y formar una nueva imagen. Una imagen que nunca se me había ocurrido...
He anotado una lista de los hechos y detalles principales, según recuerdo que se han contado, para estudiar si lo que ahora intuyo (lo que tú insinúas, ¿no es así, Dora?) tiene fundamento.
Mediados de febrero:
Tres personas se reúnen y beben whisky en las habitaciones del señor Crawford (según la señora Wiggins).
14 de febrero:
El señor Akers cenó con Arthur y hablaron del problema de los
n
cuerpos. Le enseñó una fórmula y mencionó un manuscrito. Hizo un uso extraño de su medicina: empezó a verterla, se detuvo después de echar un par de gotas (la dosis normal era de diez) y volvió a guardar el frasco en el bolsillo. Lo mató a su regreso a casa alguien que lo esperaba en sus aposentos. No le encontraron el frasco de digitalina. Es posible que el intruso registrara las habitaciones y que se llevara el manuscrito; en cualquier caso, no se ha encontrado. Aquella noche, el señor Crawford la pasó en Londres.
Mediados de abril:
Alguien visitó al señor Crawford en sus aposentos y tomaron un vaso de vino (según la señora Wiggins). También por entonces (¿o tal vez en esta ocasión, precisamente?) el señor Crawford y el señor Beddoes discutieron (según la señora Beddoes).
23 de abril:
El señor Crawford se dirigió al señor Beddoes, durante el té en el jardín, para pedirle que cenaran juntos en una fecha próxima. El señor Beddoes pareció sorprendido ante aquel gesto de reconciliación (es bastante lógico), pero no se le vio disgustado.
30 de abril:
El señor Crawford organizó una cena con Arthur y el señor Beddoes, pero se excusó en el último momento, alegando que no se encontraba bien. Así pues, el señor Beddoes cenó con Arthur. Le enseñó una fórmula e intentó pedirle ayuda para entenderla. Arthur pensó que tenía que ver con el problema de los
n
cuerpos, aunque el señor Beddoes no lo mencionó. El señor Beddoes fue asesinado cuando regresaba a su casa por alguien que lo esperaba en el jardín (y que, por lo tanto, sabía que regresaría a aquellas horas).
3 de mayo:
El señor Crawford muere después de ingerir whisky que contenía digitalina, que se pudo añadir a la bebida en cualquier momento de las semanas anteriores.
19 de mayo:
Emily y Rose encontraron un extraño manuscrito con la caligrafía del señor Beddoes, con interrogantes y anotaciones al margen, que pretendía ser la solución del problema de los tres cuerpos. La relación con el manuscrito perdido del señor Akers...
¡Todo encaja, Dora! Todavía no estoy segura de qué ha sucedido exactamente, ni de cómo se produjo, pero en cualquier caso estoy convencida de que tienes razón en lo que dices.
¿Qué voy a hacer? ¿Qué puedo hacer?
¿Debo correr al Palacio de Justicia, a ese terrible tribunal, y llamar la atención del señor Haversham, o pedir audiencia al magistrado e informarlo de todo lo que se me ha ocurrido? Pero ya me lo imagino, mirándome con una sonrisa de suficiencia y diciéndome: «No trae ni un asomo de prueba de lo que dice, mi querida señorita, mientras que ya estamos todos al corriente de que usted tiene muchos motivos para inventar esta historia». Y, además, ¿cómo voy a contarle qué ha sucedido, si ni yo misma lo sé a ciencia cierta?
¡Pruebas, pruebas! ¿Es que todo se hundirá por falta de pruebas? Debo encontrarlas. ¿Con qué cuento? Con nada, casi nada... Sólo el manuscrito y lo que contiene. Un manuscrito que, desde el primer momento, consideré el gozne fundamental en torno al cual giraba todo el misterio y cuyo significado, sin embargo, no he comprendido hasta este mismo instante.
No, necesito más, necesito una evidencia irrefutable. ¿Dónde puedo encontrarla?
En Europa, en el continente... En Bélgica. ¡En Estocolmo! Es la única respuesta. Debo marcharme enseguida.
Vanesa
Calais, lunes, 28 de mayo de 1888
Querida Dora,
No te escribo en un momento de placer, sino en un interludio terrible de forzosa inactividad, avanzada la tarde de una jornada tan extraña que nunca imaginé que viviría nada semejante. Pensar que esta misma mañana te escribía otra carta, desde otro mundo... ¡Parece haber pasado tanto tiempo! No bien terminé de escribirla, me puse en marcha impulsada por el deseo imperioso de partir. Sin embargo, para alguien cuyo desplazamiento más largo había sido de la zona rural de Kent a la ciudad de Cambridge y de ésta a la gran metrópolis londinense, la perspectiva de un viaje a Europa tenía algo de aterrador. Apenas sabía por dónde empezar. Para tranquilizar mi nerviosismo, concentré drásticamente mi atención en unos pocos y sencillos pensamientos.