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Authors: Catherine Shaw

La incógnita Newton (30 page)

BOOK: La incógnita Newton
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—Es cierto, es cierto —murmuró—. El concurso, el rey de Suecia... ¡Geoffrey me escribió contándomelo! Decía que creía tener la oportunidad de conseguir el gran premio, la medalla de oro, y que llevaba el asunto con el mayor de los secretos. ¿Có­mo es posible que una niña lo conozca ?

—Lo hemos descubierto paso a paso —le expliqué—. Y ahora sabemos algo que tal vez nos permita redescubrir la idea perdida de su hermano. Tengo aquí un documento que posible­mente nos dé la clave.

Le enseñé el manuscrito del señor Beddoes y madame Wal­ters observó las extrañas frases y fórmulas con perplejidad.

—¿Cómo podemos averiguar si está en lo cierto? —pre­guntó.

—Como decía Emily, la noche de su muerte, el señor Akers comentó su idea con... con otro amigo —expuse—. Su hermano era un hombre discreto pero, como todos, necesitaba ami­gos, hablar con alguien. Estaba absolutamente orgulloso de su fórmula y no pudo resistir la tentación de enseñársela a un amigo, pero se apresuró a doblar de nuevo el pedazo de papel y a guardarlo en el bolsillo del chaleco. Necesitamos saber si to­davía está ahí, señora Walters. Si la fórmula que contiene es la misma que ésta... —le mostré la fórmula central del manus­crito de Beddoes, que aparecía enérgicamente subrayada—, tendremos la práctica certeza de que este documento que le muestro contiene lo esencial del trabajo de su hermano. Y aún estaremos a tiempo de salvarlo, para mayor honor de su me­moria.

—No lo entiendo —dijo ella, pálida de congoja—. Ese papel que me enseña no tiene la letra de mi hermano, pero dice us­ted que contiene sus ideas. ¿Qué significa eso? ¿Que el autor de éste le robó el manuscrito a mi hermano y lo copio?

Emily me miró con sorpresa.

—¡Curiosa idea! —exclamó—. Mi tío me dijo que las ano­taciones de ese papel resultan extrañas; es como si el señor Beddoes lo escribiera todo y luego dudara de ciertos pasos. Tal vez madame Walters tiene razón. ¡Quizá copió de corrido to­das las anotaciones del señor Akers! Quizá consideró que la ca­ligrafía del señor Akers era demasiado confusa, o bien quiso llevárselas a casa para estudiarlas allí y el señor Akers no que­ría perder de vista su manuscrito. ¡Parece razonable, fíjese! ¡Cuando el señor Beddoes intentó releer lo que había copiado, descubrió que no entendía ciertas partes y por eso escribió esos signos de interrogación al margen!

—Debo confiarles —intervino madame Walters— que ha­ce unas semanas, por Pascua, ya se presentó aquí un caballero de Inglaterra. Me contó una historia muy parecida acerca del trabajo secreto de mi hermano y, como ustedes, dijo que inten­taba descubrir el documento y rescatarlo del olvido. Dijo que estaba al corriente de que la policía me había enviado todas las pertenencias personales de mi hermano y que necesitaba ins­peccionarlas para resolver el misterio. Las saqué para que las viera y, en mi presencia y la de mí esposo, sobre esta misma mesa, lo examinó todo ávidamente; sobre todo, los muchos pedazos de papel que mi hermano guardaba en los bolsillos, todos ellos llenos de garabatos como esos. —Y señaló el manuscrito del señor Beddoes.

»Uno de los papeles le interesó especialmente, además de la agenda de mi hermano —continuó—. Se empeñó en conven­cerme de que le permitiera llevárselos, con el argumento de que eran fundamentales para su investigación. Mi marido se los habría dado, pero yo no pude hacerlo. Son mis últimos re­cuerdos del pobre Geoffrey, los únicos que me han quedado, ¿comprende, señorita? Le dije a ese hombre que copiara el con­tenido; si tan importante era, ¿qué más le daba? Pero él renun­ció a hacerlo y se marchó muy enfadado, me dio la impresión.

Emily y yo cruzamos una mirada.

—Muy interesante... ¿Y cómo se llamaba ese hombre? ¿Qué aspecto tenía? —me apresuré a preguntar.

—Se presentó como el señor Davis —explicó la mujer—. En cuanto a su aspecto, resulta difícil precisarlo, en realidad. Era un hombre muy corriente; tenía un aire distinguido y re­posado y no parecía joven pero, como llevaba un gabán oscu­ro y sombrero, no podría hacer una descripción más detallada de él.

—¿Lo reconocería si volviera a verlo? —intervino Emily.

—Creo que sí.

—¿Quién podría ser? —se preguntó Emily en voz alta—. ¡Qué raro que se enfadara porque no le dejó llevarse los pape­les! ¿Por qué habría de quererlos? Al fin y al cabo, es una fór­mula; podría haberla transcrito...

Madame Walters confesó, ceñuda, que el hombre no le ha­bía caído bien desde el primer momento.

—Le notaba algo raro... Recelé mucho de él. Oh, Dios, Dios mío, ¿qué significa todo esto? Traeré las cosas de Geoffrey para que las vean.

Se levantó y se dirigió a otra habitación de la casa. Al cabo de un momento estaba de vuelta con una bolsa de tela cuyo contenido esparció encima de la mesa. Quedó a la vista todo lo que el señor Akers llevaba en los bolsillos en el momento de su muerte. Como nos había indicado el señor Morrison, vimos llaves y monedas, un pañuelo, la agenda de bolsillo y un gran número de pedazos de papel en los que había garabateadas anotaciones y cálculos.

Abrí el manuscrito del señor Beddoes por la parte que con­tenía la fórmula central y me puse a compararla con los frag­mentos, uno por uno, para observar si las fórmulas eran idénti­cas. Varias de ellas me resultaron desconocidas e ininteligibles pero, al cabo, di con una que de inmediato me pareció la que buscaba. Por una cara, el papel estaba cubierto con la habitual caligrafía ilegible del señor Akers, la que usaba cuando escribía para sí, pero en la otra, sin más anotaciones, había escrito la fór­mula central completa con letra clara y destacada y, debajo, la frase: «¡La serie converge!».

Tuve la absoluta certeza de que tenía en mi mano el papel con la anotación que el señor Akers había escrito durante su encuentro con Arthur en la taberna irlandesa, la última no­che de su vida. Madame Walters y Emily comprobaron las fórmulas minuciosamente, fijándose mucho en las letras grie­gas que servían de símbolos matemáticos, y corroboraron que eran idénticas.

Tomé entonces la agenda de bolsillo del difunto y me dis­puse a pasar las hojas. Empecé por la de la propia fecha de su muerte, el 14 de febrero, y vi dos breves anotaciones: primero, «ABC, 14 horas», y luego, «cena W.»

—En esa fecha falleció su hermano —comenté, señalándo­le la página.

—¡Entonces, esa inicial debe de hacer referencia al señor Weatherburn! —exclamó Emily, y madame Walters torció el gesto, pues identificó ese apellido con el del aborrecido asesino de su único hermano—. ¿Pero qué significa ABC?

—¡Ya lo sé! —respondí, puesto que aquella pieza de infor­mación encajaba perfectamente en el rompecabezas que venía montando—. Creo que es el nombre utilizado por una peque­ña sociedad secreta que se reunía para trabajar conjuntamente sobre el problema de los
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cuerpos. La A debe de corresponder a Akers; la B, a Beddoes, y la C, a Crawford. Veamos si tuvieron otras reuniones...

Pasé las hojas hacia atrás y curioseé el breve y austero re­gistro de actividades del desdichado señor Akers. Ciertos acontecimientos constaban claramente —«conferencia de Morrison», leí en la hoja del 11 de octubre—, pero la mayoría de las anotaciones eran difíciles de descifrar debido a su costumbre de emplear sólo iniciales. Localicé otra «ABC, 14 horas», el 13 de diciembre, y otra más, el 18 de octubre.

—Se reúnen siempre en martes —indicó Emily.

—¡Tienes razón! Octubre, diciembre, febrero... Se encuen­tran cada dos meses, el mismo día de la semana, a la misma ho­ra. Probablemente, encaja con sus horarios de clase. Me pre­gunto dónde se reunirían...

—Y lo que yo me pregunto es si tenían previsto reunirse de nuevo en abril —musitó Emily.

—Buena pregunta. Veamos... ¡Sí, en efecto! 17 de abril: «ABC, 14 horas». En cambio, no aparece nada en junio.

—Tal vez fijaban en cada reunión la fecha de la siguiente —apuntó madame Walters.

—¡No, no! —replicó Emily—. Seguro que se encontraban porque estaban trabajando para presentarse al concurso, y el plazo para enviar las comunicaciones se cierra el 1 de junio.

—Tal vez tengas razón —concedí. Mil y un pensamientos se arremolinaban en mi cabeza—. Madame Walters, debo con­tarle la verdad. He venido aquí no sólo para salvar el trabajo perdido de su hermano, sino también, como Emily le ha conta­do antes, porque estoy convencida de que el hombre que ha sido acusado de la muerte de su hermano no es el verdadero asesino. Al señor Akers lo mataron por una idea y creo saber quién lo hizo, pero necesito una prueba para demostrarlo. Le ruego que me deje esta agenda y este papel escrito por su her­mano. Le juro por mi honor, sobre la Biblia si quiere, que no sufrirán ningún daño y que se los devolveré tan pronto se ha­ya aclarado todo.

—El asesino... ¿es el hombre que estuvo aquí? —preguntó la mujer, al tiempo que recogía los papeles y la agenda con ma­nos temblorosas.

—Creo que sí —le respondí.

—Yo también lo creo —asintió ella bruscamente, y deposi­tó los objetos en mis manos—. ¡Lo sabía! ¡Lo presentí! Había algo raro en él. Tenía..., tenía miedo, lo noté. La mirada huidiza, la impaciencia por hacerse con los papeles... No por verlos, simplemente, sino por poseerlos. Ésa fue la razón de que no se los diera: ¡Presentí que los quería para destruirlos!

—Estoy segura de que eso es lo que quería —asentí.

—¿No le parece, puesto que usted cree saber de quién se tra­ta, que debería presentarme en Inglaterra para identificarlo?

—Todavía no —le dije—. Aún no dispongo de suficientes pruebas; la mera visita que le hizo ese hombre no demuestra su culpabilidad. Por otra parte, yo tampoco regresaré inmedia­tamente, pues creo que podré encontrar pistas de la mayor im­portancia, que conciernen a su hermano en sumo grado, en Estocolmo, y allí me dirigiré con los niños antes de volver a casa. No obstante, tal vez sea necesario que venga más adelante, si consigo reunir bastantes indicios para que el juez los tome en consideración.

—No sé por qué, pero la creo; estoy segura de que es usted honrada y sincera —declaró madame Walters—. Le agradezco lo que hace y le deseo suerte y la bendición de Dios. ¿Cómo van a regresar a Bruselas? ¿Han venido en un carruaje de al­quiler? ¿El cochero las espera?

Me había olvidado por completo de la impetuosa partida de nuestro avinagrado cochero. Al ver nuestras caras de frustra­ción, la mujer salió y, con voz estentórea, llamó a un joven que trabajaba un campo a cierta distancia.

—Las llevará a la ciudad en el carro —nos explicó—. Espe­ro que lo que hace sea acertado, señorita. Y si es cierto que el hombre acusado de la muerte de mi hermano es inocente, rue­go a Dios que lo salve.

Tras esto, nos despedimos y regresamos a la ciudad en un carro de granja del que tiraba un percheron viejo y muy robus­to. Robert hizo todo el trayecto en animada charla con el joven aparcero. Qué feliz parecía el chiquillo, ajeno por un rato a las penalidades sufridas y a los nubarrones de miedo y peligro que se cernían vagamente sobre nosotros. Se mostró encantado con aquel paseo por la lozana campiña y aún lo estuvo más cuando, para evitar una inactividad que temía durante las restantes ho­ras del día, llevé a los niños de compras, y adquirimos un resis­tente traje de marinerito para él, además de otros complementos que sustituirían el contenido de su andrajosa bolsa de ropa. Emily insistió en que visitáramos también una juguetería.

—¡Oh, Emily! —protesté cuando me lo pidió, con mis pen­samientos ocupados en asesinos, abogados e insensibles miem­bros del jurado de expresión severa—. Me parece una frivoli­dad, cuando estamos tratando asuntos de vida o muerte.

—La felicidad de un niño también es una cuestión de vida o muerte —declaró ella con firmeza—. Es como esa charada suya, señorita Duncan, ¿la recuerda?: «La segunda, con "ti", forma una frase de gran alegría para el niño que recibe un ju­guete bellamente envuelto». La solución era: «Para ti», ¡y la dio con gran contento! Y no es en absoluto una frivolidad. ¡Si a mí no me cree, imagine lo que opinaría al respecto el señor Weatherburn!

¡La pequeña bruja! Como reacción inmediata a sus pala­bras, se me representó una imagen de Arthur, de pie a mi lado, dirigiendo un guiño solemne a Robert en silenciosa aprobación del vínculo de amor, sencillo y profundo, que une instantánea­mente a un niño con un juguete. El pequeño estaba sonrojado de contento mientras estrechaba contra su pecho la locomoto­ra que Emily y él habían escogido juntos. Emily insistió en pa­garía con su propio dinero y los tres salimos de la tienda más felices de como habíamos entrado.

En estos momentos, nos disponemos a pasar la noche en una pequeña pensión cuyas señas nos dio madame Walters, y mañana, al despuntar el día, nos levantaremos y partiremos hacia Estocolmo.

Me retiro en la reconfortante confianza de que tus cariño­sos pensamientos están conmigo, como los míos contigo,

Vanesa

34

Malmoe, jueves, 31 de mayo de 1888

Mi querida Dora:

Han transcurrido dos días extraños desde la última vez que te escribí; dos días de viajar y nada más que viajar: trenes, co­ches, trayectos a pie, hoteles sucios y estaciones de ferrocarril más sucias todavía. Poner telegramas a la señor Burge-Jones resultó bastante sencillo desde Calais y Bruselas, pero en Ale­mania no lo fue tanto y, en Dinamarca y Suecia, se ha hecho alarmantemente difícil, dada nuestra ignorancia del idioma y de las costumbres. Ayer, a primera hora de la mañana, salimos de Bruselas hacia Alemania en tren y al caer la noche, cansadas, sucias y hambrientas, nos encontramos en la ciudad norteña de Hamburgo. Qué gris y sórdida me pareció, con esas chimeneas sucias y altísimas contra el cielo crepuscular. Qué difícil fue encontrar hotel y qué deprimente que los tres primeros que probamos no tuvieran habitaciones disponibles. El alemán de Emily es mucho más limitado que su francés, puesto que no conversa con Annabel en dicha lengua, sino que se limita a es­tudiar las reglas gramaticales; no tardó en enseñarme a decir, «Wir móchten ein Zimmer für drei, bitte», y al final encontra­mos refugio en una habitación pequeña y oscura del ultimísimo rellano de una escalera interminable. A los tres nos daba tanto miedo el laberinto de calles que ni siquiera nos atrevimos a bajar para cenar. En la estación habíamos comprado pan y fruta y con eso nos contentamos, prometiéndonos que por la mañana, cuando la luz del sol nos diera, sin duda, más ánimos saldríamos a desayunar.

De momento, era un alivio el mero hecho de estar a cubierto y poder lavarse y desperezarse e incluso reír, pues los niños siempre acaban por reír y Emily hizo que le sucedieran aven­turas tan sorprendentes a la pequeña locomotora que las voces cantarinas de los dos pequeños llenaron pronto la habitación y se filtraron escalera abajo, aligerando mi sombrío ánimo. Emily ha prometido ayudarme en todo y, de hecho, aunque no hiciera nada más, su constante proximidad, su vigor inagotable y su juvenil despreocupación ya me sientan mejor que un tó­nico. ¡Qué tesoro! No me atrevo a imaginar la inquietud y el sufrimiento de su pobre madre, a pesar de mis telegramas tranquilizadores: «Emily y Robert, contentos y bien; seguimos viaje al norte». No puedo negar que me asustan los días que se avecinan, y que aventurarme en lugares tan lejanos como Di­namarca y Suecia me parece como hacerlo por tierras inexplo­radas.

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