Read La incógnita Newton Online
Authors: Catherine Shaw
—Tiene razón —asintió él— y no tardaremos mucho en examinar los manuscritos y determinar si es así. Por favor, permita que los invite a usted y a los niños a acompañarme a mi estudio. —Me miró brevemente y añadió—: Aunque estos pequeños no pueden ser hijos de usted, mi querida jovencita... Pero no voy a preguntarle cómo es que la acompañan. Vamos.
Recorrimos un pasillo largo y admirablemente decorado y, al encontrar a una sirvienta, se dirigió a ella en sueco.
—Le he pedido que diga a Phragmén que venga —explicó—. Me interesa mucho su opinión del manuscrito.
Llegamos a la estancia que el profesor llamaba su despacho, aunque era evidente que en aquella espléndida mansión había muchas más, si no la mayoría, dedicadas al estudio de las matemáticas. Allí, sobre el escritorio y perfectamente apilados, estaban los doce trabajos que aquel mismo día había abierto, junto a ellos había una hoja en la que había anotado con detalle el título de cada manuscrito y el epígrafe con el que iba firmado en lugar del nombre.
—Le comentaré, en secreto —dijo con una leve sonrisa—, que uno de nuestros candidatos ha quebrantado la norma, probablemente sin conocimiento de que lo hacía, y ha enviado una carta firmada con el epígrafe junto con su manuscrito. Con todo, aunque no lo hubiera hecho, habría reconocido su escritura. Es el número nueve, del extraordinario Henri Poincaré. —Y extrajo uno de los trabajos de la pila con un gesto tierno, acariciador—. No es preciso que lo lea para saber que su contribución rebosará de ideas geniales —afirmó con voz cálida y vibrante de respeto. Devolvió el manuscrito al montón y sacó otro—. Creo que existe alguna posibilidad de que el manuscrito bilingüe con el número siete tenga relación con los papeles que acaba de mostrarme.
Tomó del montón las dos versiones del trabajo y las colocó ante mí. Los títulos eran como siguen:
Über die Integration der Differentialgleichim gen, welche die Bewegungen eínes Systems von Punkten bestimmen.
Sur l'intégration des équations différentieltes qui déterminent les mouvements d'un systéme de points matériels.
Y los epígrafes decían:
Nur schrittweise gclartgt man zum Ziel.
Pour parvenir au sommet, il faut marcher pas a pas.
El profesor los sostuvo en las manos.
—«Sobre la integración de las ecuaciones diferenciales que determinan el movimiento de un sistema de puntos materiales» —tradujo—. «Para llegar a la cumbre, se debe avanzar paso a paso.»
Dejó las notas del señor Beddoes sobre la mesa, abiertas por la hoja que parecía contener el resultado fundamental, colocó el manuscrito francés al lado y empezó a pasar la páginas lentamente, repasando las fórmulas y razonamientos y comparando ambos documentos.
—Es éste —dijo con un temblor de excitación y tensión en la voz—. Si observa aquí, verá la fórmula clave y, alrededor, el resto del argumento que aparece aquí. Es inconfundible.
Miré lo que señalaba y reconocí de inmediato la misma fórmula, que ya me resultaba familiar, garabateada en el papel por el señor Akers durante la que fue su última cena. El profesor continuó comparando las dos versiones, asintiendo e indicándome las coincidencias.
—El manuscrito francés es mucho más largo y contiene muchos detalles y cómputos —comentó—. De hecho, contradice la opinión, expresada en el anuncio original del concurso, de que la demostración del señor Lejeune-Dirichlet no se basaba, por lo menos, en cálculos largos y complejos. Sin embargo, en el fondo de todos estos cálculos que veo aquí se intuye un golpe de genialidad, si el resultado es cierto.
Algo en su tono de voz captó mi atención.
—¿Duda de su validez ?
—Yo... No sé... —respondió él, despacio—. Yo mismo he trabajado a conciencia en este problema. Como le decía, estaba absolutamente convencido de que métodos como el aquí empleado no tenían ninguna posibilidad de dar con la solución. Sin embargo, nada desearía tanto como verme agradablemente sorprendido. El manuscrito debe leerse con atención y revisarse al detalle. Yo mismo trabajaré en ello, junto con mis asociados.
Llevado de su apasionamiento y del profundo interés que despertaba en él aquel trabajo, el profesor Mittag-Leffler se había olvidado por completo de que a mí me movía otra cuestión muy distinta. Apenas me atrevía a pedirle algo que ya me había dicho que estaba expresamente prohibido, pero el recuerdo de Arthur y del peligro gravísimo que corría en aquel mismo instante me decidieron a hacerlo.
—Profesor Mittag-Leffler —empecé a decir apocadamente—, debo pedirle..., debo suplicarle que abra el sobre sellado que acompaña al manuscrito. Es urgente descubrir al autor.
—Imposible —fue su respuesta—. No cabe saltarse a la ligera los deseos del rey. Los sobres sellados deben entregársele en mano a su majestad para que se guarden a buen recaudo hasta su aniversario, el próximo enero.
—¡Enero! —exclamé con espanto—. ¡Es demasiado tiempo! ¡El futuro de un hombre está en juego, profesor! El acusado de los asesinatos de Cambridge se arriesga a perder la vida, ¡y es inocente!
—¿Y usted cree conocer al autor de este manuscrito?
—Creo que es una de dos personas —asentí—. Debo saber si tengo razón y, de ser así, conocer cuál de ellas fue. De ello depende la inocencia o la culpabilidad, no de un hombre, sino de dos.
—Entonces, ¿no puede determinarlo por la caligrafía? —preguntó él.
—Ojalá pudiera, pero si hizo traducir el manuscrito y lo echó al correo desde el continente, no estará escrito con su letra, ¿no cree?
—Aunque el texto en sí estuviera escrito correctamente, si lo hizo traducir por profesionales, las partes de matemáticas tendrán expresiones algo raras, ya que el lenguaje que se emplea en este mundillo sólo lo domina un experto. —El profesor levantó los dos manuscritos y los examinó con más detenimiento—. No estoy seguro, porque ninguna de las dos lenguas es la mía, pero sí me parece detectar ciertas expresiones peculiares en las dos versiones. No es completamente imposible que fueran traducidas del inglés por alguien con un conocimiento perfecto de estos idiomas, pero imperfecto del discurso matemático. No puedo estar totalmente seguro.
En aquel momento, hubo una discreta llamada a la puerta y entró un joven que lucía en el rostro la misma expresión seria pero ardorosa que empezaba a acostumbrarme a ver en los numerosos matemáticos que estaba conociendo. El profesor lo recibió y nos presentó brevemente, pero el joven doctor Phragmén sólo tenía ojos para las matemáticas.
—¿Está leyendo los trabajos, profesor? —preguntó con un temblor de impaciencia en la voz—. ¿Ha encontrado algo destacable?
—Desde luego que sí —exclamó el señor Mittag-Leffler y agitó el anónimo manuscrito número siete ante el rostro de su sorprendido colega—. La señorita Duncan ha llamado mi atención acerca de la conclusión central de este trabajo y debo confesar que a primera vista parece tan asombroso que resulta casi increíble. Eche una ojeada al teorema principal. ¡Vea, el autor declara exponer una fórmula cerrada para la serie en el problema de los tres cuerpos que se perturban... y deduce que la serie que describe los movimientos de los cuerpos debe, entonces, converger!
—¿Qué? —respondió el joven, visiblemente perplejo—. ¿Una solución completa al problema de los tres cuerpos que se perturban? ¡Pero esto es más de lo que nos habríamos atrevido a esperar en el mejor de los casos!
Su asombro y su regocijo eran tales que no pude quedarme callada, aunque habría sido más prudente hacerlo.
—¿Tan importante es, pues? ¿Qué ha demostrado? —pregunté.
—¡Oh, sí, es de capital importancia! —exclamó el entusiasta joven, al tiempo que señalaba la famosa fórmula con el dedo—. Ha encontrado una fórmula para la misteriosa serie en términos de funciones analíticas conocidas, y ha deducido de ello que la serie clásica que describe el movimiento de los cuerpos es convergente, o sea, que tiene un valor real en un momento determinado, en lugar de un valor infinito, inconcreto. Esto significa que en el caso que llamamos el problema de los tres cuerpos que se perturban, es decir, el caso en el que uno de los cuerpos es muy grande en comparación con los otros dos, como una estrella y dos planetas (nuestra Tierra y Júpiter, por poner un ejemplo), se puede predecir las órbitas de los planetas, en lugar de no tener idea de si estos terminarán escapando al espacio.
—¡Cielo santo! —exclamé—. Creía que estaba bien establecido que la Tierra órbita en torno al Sol con regularidad. ¿No me estará diciendo que, sin la solución que se aporta aquí, deberíamos temer que se aleje de él en cualquier momento?
—No, no; la naturaleza de la serie nos confirma que la Tierra continuará sin duda su órbita durante muchos años todavía... ¡aunque no tantos! ¡No tenemos garantía de que dentro de un millón de años siga todo igual!
—Oh —dije con un asomo de decepción. Entre los ciudadanos de un país tan pacífico y estable como Suecia, tal vez sea natural sentirse amenazados por la perspectiva de un desastre en un futuro tan remoto, pero a mí me preocupaban otras circunstancias mucho más inmediatas. Yo deseaba conocer el nombre del autor del malhadado manuscrito. Con todo, no me atrevía a insistir en ello pues temía recibir una nueva negativa por parte del profesor. Mis atormentados pensamientos volvieron a Arthur y lo imaginé esperando en el banquillo, callado y ausente, apenas interesado en la batalla por su destino que abogados, jueces y jurados libraban a su alrededor y en cuyo resultado le iba la vida..., ¡y el profesor hablaba de planetas! Quise intervenir, decirle lo que pensaba, pero unas lágrimas bañaron mis ojos hasta derramarse. Al advertirlo, el profesor Mittag-Leffler dio inmediatas muestras de zozobra y deambuló por la estancia con rápidas zancadas, sumido en profundas reflexiones.
—Ya sé qué la preocupa, señorita Duncan —dijo—. Sin embargo, no puedo hacer lo que desea. Aun así, no ceda a la desesperación. Puede que exista una solución.
—Por favor, dígame cuál —le supliqué, tratando en vano de dominar el temblor de la voz, al tiempo que Emily y Robert se acercaban y me rodeaban firmemente con sus bracitos, mirando al profesor con sus grandes ojos cargados de severidad y desconfianza, como cachorros en una madriguera que sospechan que la criatura que ronda la entrada es un depredador al acecho.
—Sólo se me ocurre una cosa —expuso él con voz comedida—. No podemos abrir los sobres porque el rey lo ha prohibido. El único que puede contravenir estas órdenes en el propio rey. Debemos presentarle a él su petición, señorita.
—¿Veremos al rey? —preguntó Emily con reverente asombro. En cuanto a mí, sentí que la congoja me comprimía el corazón desde todas direcciones. Imaginé que su majestad se negaría en redondo a una petición tan ridícula, en comparación con las preocupaciones de la Corona. Más todavía, temía que tuviéramos que soportar una espera interminable mientras nuestra petición era presentada con todo el ceremonial establecido.
—El asunto es desesperadamente urgente —dije al profesor—. El juicio se desarrolla desde hace ya dos semanas y el jurado puede pronunciarse muy pronto, en cualquier momento... Por lo que sé, podría incluso haber ya sentencia. ¡No hay tiempo que perder!
—Con el rey me une una buena amistad —respondió—. Le mandaré un mensaje a palacio con el recado de que se lo entreguen tan pronto se levante. Le expondré la urgencia de la situación y, por la mañana, acudiremos muy temprano a palacio para estar ya allí si nos manda llamar. Si todo resulta como usted desea..., y como también deseo yo, no tengo empacho en decirlo, me encargaré de proporcionarle a usted y a los niños un medio de transporte a la estación y los billetes necesarios para el regreso. Me parece el mínimo servicio que puedo rendirle a la justicia en nombre de los matemáticos. Y ahora, permita que los conduzca a sus habitaciones, pues pasarán la noche aquí. Le ruego que descanse cuanto pueda; la haré llamar a las seis en punto para que estemos preparados ante cualquier eventualidad.
Vi que comprendía mis sentimientos y no tuve, por tanto, necesidad de exteriorizarlos; también me di cuenta de que el profesor estaba haciendo cuanto podía por ayudarme y de que parecía absolutamente incapaz de contrariar los deseos expresos del rey, por nimio que fuera el asunto, ni siquiera en una ocasión como ésta, en la que una vida humana estaba en juego. Apreté los dientes para impedir que estallara mi angustiada impaciencia (¡pensar, ay, que el sobre que tanto deseaba abrir estaba en aquella misma casa y que podríamos haber mirado en su interior en aquel mismo momento! Cuánto deseé, sin que me atreviera a hacerlo, sugerir que lo abriéramos discretamente, aprovechando el vapor que salía de la tetera, y que lo volviéramos a sellar después) y le di las gracias con toda la serenidad de que fui capaz. Él nos condujo amable y ceremoniosamente al vestíbulo, llamó a la rolliza criada que nos había franqueado la entrada y le dijo algo en sueco, tras lo cual la mujer nos condujo a las habitaciones de invitados, bellamente amuebladas, en las que nos encontramos en este momento. Una vez allí, tomó de la mano a los niños y se los llevó después de decirme con tono maternal algo que no entendí hasta que,, por sus gestos, deduje que iba a asearlos. También se encargó de mi valija, y yo me desnudé y caí rendida en la cama. Sin embargo, tenía tal torbellino de pensamientos en la cabeza, Dora querida, que finalmente acepté que no dormiría hasta que lo hubiera puesto todo por escrito, pues hacerlo durante estas largas y terribles semanas se ha convertido en tal costumbre que ya no puedo pasarme sin ella y a veces alivia mi angustia y, por unos momentos, me devuelve la esperanza.
Ahora que te he ofrecido un relato completo de los acontecimientos de este día crucial, volveré a la cama y procuraré dormir y no darle muchas vueltas al hecho de que mañana por la mañana quizá me encuentre suplicando de nuevo por Arthur, pero esta vez no ante criadas, niños, policías, abogados o matemáticos, ¡sino ante un rey!
Por favor, reza por mí, como siempre,
Vanesa
Malmoe, sábado, 2 de junio de 188i
Oh, mi querida Dora:
¡Vaya día, éste! He aprendido muchas cosas y la realidad ha cambiado mis tontas suposiciones sobre la realeza.
Como el profesor Mittag-Leffler había prometido, nos llamaron a las seis. Una criada me trajo un té a la cama y luego me acompañó al espacioso cuarto de baño, en el que me aguardaba un baño humeante, grandes toallas y todos los lujos. Me hice una toilette completa, pues detecté que en este trato tan amable había algo más que cortesía; en efecto, no se me escapó que también formaba parte de un meticuloso programa establecido en previsión de una audiencia con el rey que yo, lo reconozco, no tenía aún muchas esperanzas de que se produjera.