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Authors: Catherine Shaw

La incógnita Newton (29 page)

BOOK: La incógnita Newton
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La mujer desapareció de nuevo y volvió enseguida con un saco de lona en el que había metido un puñado de andrajos.


Votre mere me doit de l'argent, mademoiselle
—reclamó en tono casi violento.

Emily buscó su monedero, sacó un fajo de billetes y se lo entregó a la mujer con una frialdad propia de una princesa; ac­to seguido, tomando a Robert de la mano, dio media vuelta y empezó a alejarse, sin esperar siquiera a ver si contaba el di­nero o si protestaba. Mientras descendíamos por la escalera la oímos vociferar imprecaciones, pero debía de estar demasiado satisfecha de quitarse de encima a aquel chiquillo indeseable como para insistir mucho. Diez minutos después de nuestra llegada, salíamos de allí con un niño rubio y un saco de ropa inservible. Emily inspeccionó el contenido con asco.

—Mañana, lo primero será ir de compras para él —empezó a decir pero, al observar mi expresión, se llevó la mano a la frente—. ¡Oh! No, no haremos eso. Haremos lo que usted di­ga, señorita Duncan. Le prometo obediencia total. Por favor, dígamelo, y haremos lo que sea.

No pude evitar que se me escapara una sonrisa.

—Mañana tengo que viajar a Bruselas a visitar a una dama que vive en un pueblo cercano a la ciudad —respondí—. Pue­des ayudarme a buscar los billetes y a recoger la habitación y, si tenemos suerte, mañana encontraremos tiempo para ir de compras para Robert. Contentémonos, por esta noche, con dar­le un buen baño y una buena cena.

—¡Oh, sí! —exclamó, jubilosa—. Cenaremos en el hotel, los tres. ¡Vamos, volvamos enseguida, pues!

Y, en efecto, dimos cuenta de una modesta cena de verdu­ras y pescado, servida por un apurado camarero que se expre­saba habitualmente en una peculiar mezcla de francés e inglés que había desarrollado para atender al gran número de viaje­ros británicos que ocupaba el hotel a diario. A continuación, subimos a nuestra habitación, donde nos encontramos en este momento. Mientras te escribo, Emily está lavando a Robert lo mejor que sabe en la bañera cuarteada, detrás de la cortina deshilachada.

Oh, Dora, siento como si estuvieras aquí, conmigo. Como si con levantar la mirada pudiera ver tu dulce rostro a la luz de la vela. Inmersa en la apacible atmósfera doméstica de la habita­ción, en la extraordinaria quietud de este momento suspendido en el tiempo, con los leves chapoteos y el roce de la pluma en el papel como únicos sonidos, siento que los tres estamos protegi­dos, provisionalmente, en un círculo mágico, como si se nos hu­biese concedido un breve descanso en nuestra lucha contra el torbellino de temibles acontecimientos que nos amenaza.

Temía que llegara un momento como éste, en que no cabe hacer nada salvo esperar. Pero ya no: escribirte, notar cómo ha desaparecido la gran angustia que oprimía a Emily y observar el incrédulo asombro del pequeño Robert al encontrarse rodea­do nuevamente de cariño y atenciones, después de tanta pena y abandono, me hace comprender que este instante es tan ple­no como el que más. Siento un renovado valor; el mapa de Euro­pa se abre ante mí: ¡mañana, a Bélgica!

Echaré esta carta por la mañana y en la próxima te contaré de esos momentos secretos que parecen aguardar en el corazón de la tormenta.

Tuya, espantada y fatigada, pero animosa,

Vanesa

33

Bruselas, martes, 29 de mayo de 1888

Mi queridísima Dora:

La jornada de hoy ha sido tan interminable, tan ocupada en el trayecto, las valijas, las estaciones, los trenes, los carruajes y los caballos, buscando direcciones y hoteles, que siento como si llevara semanas viajando.

Y, sin embargo, apenas nos hemos desplazado de Calais a Bruselas, y de allí a Wavre, o, más bien, a una casa de campo en las cercanías de dicho pueblo, donde vive cierta madame Walters, de soltera Akers, hermana del señor Akers y su pariente más cercana.

Esta mañana, nos levantamos temprano; qué ternura me inspiró contemplar el rostro sonrojado de Robert dormido so­bre la almohada revuelta, y verlo despertar entre risas como respuesta a las festivas cosquillas que le hacía Emily. Ella lo adora con una pasión abrasadora en la que mezcla un impulso de protección del pequeño abandonado y amenazado y (tal vez sin darse cuenta) toda la veneración por un padre dos veces perdido y a quien Robert y Edmund se parecen tanto.

El niño es una verdadera delicia; dulce, de buen corazón y con unas ganas desesperadas de agradar. Por el brillo de sus ojos, diría que debe de ser un chiquillo muy vivaracho y acti­vo; cabría esperar que, por su carácter, montara algún alboroto como los que a veces arman Violet y Mary en clase, y me en­cantaría ver sus mejillas encendidas con el mismo rubor que enrojece las de esas pequeñas. Sin embargo, Robert no se com­porta así; es tranquilo y reservado y parece reprimir su energía natural. No debe de ser fácil para él haber sido arrancado del entorno que conocía y arrojado a lo desconocido... ¡y por dos veces! La primera experiencia debió de imbuirle un miedo na­da infantil, que la segunda hará cuanto pueda por disipar.

Su padre le hablaba siempre en inglés por lo que, si bien de­be de haberlo olvidado un poco durante el último mes, que ha pasado en esa horrible vivienda que visitamos brevemente, si­gue teniendo una hermosa pronunciación. Es demasiado pe­queño para que haya aprendido todavía a distinguir entre el lenguaje cariñoso e infantil y el habla de los adultos. Hoy, ha tomado de la mano a Emily y, cariñosamente, la ha llamado «mi pajarito en el nido»; ella lo ha mirado con asombro y, al momento, ha comprendido que debía de estar oyendo el eco, como procedente de la tumba, de las tiernas palabras del padre a su niñito. Sin duda había tenido unos padres sensibles y de­dicados, por muy culpables que hubieran sido al engendrarlo. Después de desayunar en el concurrido restaurante del ho­tel —sólo me dio tiempo a tomar un té, tal era nuestra urgen­cia por marcharnos—, pagamos y apresuramos el paso por las calles hasta la estación del ferrocarril, desde la que no tardamos en partir hacia Bruselas. No podía apartar la mirada del paisa­je; la campiña, como en Inglaterra y no tan lejos de ésta, pero tan diferente... La distancia no era excesiva y, al cabo de un tiempo razonable, nos descubrimos apeándonos en la metró­polis belga, que resultó ser poco más que una villa deliciosa con una encantadora plaza central, en comparación con el bullicio londinense. Me sentí muy cómoda, a pesar de que allí se oía mucho menos inglés que en Calais; las calles son estrechas, pintorescas y tranquilas y muchas palabras útiles, como hotel o restaurante, son idénticas a las inglesas, por lo que una no se siente analfabeta cuando pasa ante los rótulos; además, claro está, en esta ocasión me acompaña todo un caballerete francesito que, a pesar de sus pocos años, viene muy serio en nuestra ayuda cada vez que nos faltan las palabras necesarias para ha­cernos entender.

Mi primera preocupación fue mandar otro telegrama a la pobre señora Burge-Jones. Consideré que no sólo debía tran­quilizarla respecto al estado de Emily, sino también ponerla de inmediato al corriente de que teníamos con nosotras al pequeño Robert, para que tuviera ocasión de meditar la decisión que tomaría respecto a él (y también, quizá, para evitar la temible escena que significaría darle la noticia cara a cara). Perdí un tiempo precioso en buscar las palabras adecuadas para expli­carlo todo de la forma más concisa posible y, finalmente, escri­bí: «Emily insistió en llevarse de Calais a Robert. Los dos niños están bien. Mañana salimos para Alemania. Duncan». Después me dediqué a la labor de alimentar a mis pequeños, a pesar de mi impaciencia por alquilar un carruaje que me llevara al galo­pe a Wavre y de mi torturante temor a que madame Walters hubiera salido, o a que tal vez ya no viviese allí, y me viera obligada a esperar o a continuar mi viaje sin la información que, estaba segura, aquella mujer podía darme.

Gracias a Dios, mis temores resultaron infundados. Después de una frugal comida, procedimos a contratar un cabriolé cuyo cochero era un hombre raro, de mirada socarrona, que me puso nerviosa. Por suerte, he empezado a advertir que la presencia de Emily y del pequeño Robert me protege en gran medida de muchas vejaciones. El hombre nos llevó a varias leguas de dis­tancia, a una aldea en las afueras de Wavre. Allí, nos vimos obli­gadas a pedirle que hiciera un alto y preguntamos a un viejo campesino, que venía por el camino con una bala de heno a la espalda, si sabía dónde vivía madame Walters. Lo sabía, natu­ralmente, pues la aldea era tan pequeña que alcanzaba a verse de extremo a extremo desde cualquier punto, y nos señaló la ca­sa, que se levantaba a cierta distancia en el lindero de los cam­pos de cultivo. El cochero nos acercó cuanto pudo, pero el cami­no estaba enfangado y empezó a impacientarse y a exigir que le pagáramos. No me atreví a discutir y le aboné la exorbitante cantidad que pedía —afortunadamente, mi querida Emily había vuelto a recordarme, en la estación, la necesidad de llevar cierta suma de dinero en moneda local—, después de lo cual nos apea­mos y él se volvió al paso hacia Bruselas, aunque le habíamos pedido que esperase allí nuestro regreso.

—¡No importa! —exclamó Emily con voz resuelta—. Vol­veremos caminando, si es preciso; no creo que hayamos cubier­to un gran trecho. O tal vez encontremos a algún campesino que nos lleve en su carro.

Recogiéndonos las faldas, avanzamos por el lodazal procu­rando por todos los medios afirmar nuestros pies en las pie­dras, hasta que llegamos al sendero que conducía a la casa. Mis esperanzas crecieron cuando vi la columna de humo que se al­zaba de la chimenea y la luz que brillaba en el interior de la ca­sa, y que escapaba por las alegres ventanas contra el cielo gris plomizo del mediodía.

Llamamos a la puerta, en la que pronto apareció una mu­jer de la edad de la señora Burge-Jones, de expresión cauta pero no hostil, con los cabellos castaños recogidos en un moño y un delantal enorme. El sonido de nuestras voces inglesas pareció animarla.

—Lamentamos terriblemente molestarla —le dije—, pero venimos de muy lejos para ver a madame Walters por un asun­to urgente.

—Soy yo —respondió, empleando su lengua materna casi como si la tuviera oxidada por la falta de uso—. Tienen suerte de encontrarme; debería estar trabajando en los campos, pero hoy no me siento bien.

Nos invitó a pasar; la puerta daba directamente a una espa­ciosa cocina de campo, con un enorme hogar y una gran mesa de madera rodeada de bancos. Tomamos asiento, puso una te­tera directamente sobre el fuego, colgada de un gancho, prepa­ró unos tazones de leche con unas galletas para los niños y nos preguntó de dónde veníamos y con qué propósito.

—Se trata del asesinato de su hermano, señora —dije.

A la mujer le centelleó la mirada.

—Me dijeron que habían detenido al asesino y que lo con­denarán —declaró secamente.

Sin darme tiempo a replicar, de repente Emily se puso en pie de un salto.

—¡Oh, no, querida madame Walters! —exclamó en tono apremiante, inclinándose hacia delante y agarrándose a la mesa de puro desasosiego—. ¡Se comete un error, un terrible error! El señor Weatherburn jamás mataría a su hermano. ¡Es impo­sible que lo hiciera él! ¡Se lo ruego, créanos, por favor!

La cara de la mujer cambió de expresión varias veces ante las palabras de Emily; al principio pareció afectada por su tono de desesperación, pero luego asaltó su mente la sospecha de que debíamos de ser amigas o parientes de quien le habían ase­gurado que era el asesino. Empezó a mirarnos, esta vez sí, con hostilidad.

—Estoy segura de que no puedo hacer nada por ustedes —dijo con toda frialdad.

Habíamos empezado mal, pensé, y me alarmó la perspecti­va de que nos echara de allí fulminantemente. Decidí adoptar otra táctica: hablar sólo de manuscritos y no hacer más referencias a asesinos. Dirigí una mirada a Emily con la esperanza de que me leyera los pensamientos.

—Desearía hablar con usted acerca de la idea matemática de su hermano... —murmuré.

—¡Oh, qué gato tan bonito! —intervino Robert de pronto, al tiempo que un felino enorme, gris, entraba en la cocina con paso distinguido y la cola peludísima muy erguida, e iba a dete­nerse delante de él con aire inquisitivo. Al instante, el pequeño abandonó el banco y se puso a jugar con el animal debajo de la mesa. Madame Walters sonrió y dio la impresión de que se apa­ciguaba un poco.

—Se llama Reine —explicó. Se agachó un momento a ob­servar y alargó la mano debajo de la mesa para pasarla por la pelambre suave y tupida del gato.

—Sólo le pedimos una minucia —le aseguré, aprovechan­do aquel momento en que parecía haber bajado la guardia—. Nos llevará unos minutos, apenas. Por favor, permita que le ex­plique.

Dejé mi valija en el suelo, la abrí y saqué el manuscrito del señor Beddoes, que había conseguido alisar casi por completo, junto con la traducción que había efectuado el señor Morrison del anuncio del concurso en conmemoración del aniversario del rey Óscar.

—Estoy convencida de que el caballero que escribió este manuscrito de fórmulas matemáticas le robó algo a su herma­no... —empecé a decir con tiento.

—¿Quién es? ¿Qué le robó? ¿Y cómo voy yo a saber nada de eso? —replicó ella con suspicacia.

—Le robó una idea, una fórmula matemática...

—Yo no sé nada de esas cosas —insistió la mujer, y vi que se aferraba a la idea de que el asesino de su hermano ya estaba descubierto y que nosotras éramos familiares del hombre y, por lo tanto, debía tratarnos con desconfianza, como enemigas.

—¡Oh, por favor, deje que se lo explique yo! —intervino Emily, agitada—. Había un gran concurso matemático..., bien, en realidad no ha terminado todavía..., y a su hermano se le ocurrió una idea maravillosa para solucionar el problema que se planteaba. Tal vez hubiera ganado el premio, pero murió y nadie ha encontrado anotaciones suyas al respecto, aparte de una fórmula que escribió para enseñársela al señor..., a un amigo suyo, pero luego se la guardó en el bolsillo y, acto segui­do, lo mataron, de modo que no tuvo ocasión de enviar tal ma­nuscrito al rey de Suecia. ¡No queremos que su solución se pierda para siempre! Se la guardó en el bolsillo... y mi tío dice que debe de estar entre las pertenencias que le enviaron a us­ted tras su muerte. Eso... eso es lo que andamos buscando, ¿verdad, señorita Duncan? Por eso hemos venido hasta aquí, ¿no? ¡Mi tío dice que es un asunto importantísimo!

Creí quería señora Walters se mostraría absolutamente desconcertada ante aquel torbellino de competiciones, tíos, re­yes y fórmulas. En cambio, para mi asombro, la vi palidecer y dejarse caer en el banco, apoyándose pesadamente en la mesa.

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