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Authors: Catherine Shaw

La incógnita Newton

BOOK: La incógnita Newton
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Cambridge, 1888. La institutriz Vanessa Duncan tiene el privilegio de compartir charlas intelectuales con los matemáticos más prestigiosos de la ciudad, que en las últimas semanas se hallan enfrascados en la resolución de 
«
el problema de los tres cuerpos
»
; una incógnita que planteó Isaac Newton y por la que el rey Óscar II de Suecia esta dispuesto a pagar una importante suma a quien la resuelva.

Pero lo que en un principio parecía una simple cuestión de números, se convierte en una sucesión de crímenes de académicos, que obligarán a Vanessa a recorrer toda Europa en busca del asesino para salvar a su prometido, otro matemático, de la horca.

Catherine Shaw

La incógnita Newton

ePUB v1.0

MadMath
03.08.11

Título original:
The Three-Body Problem. A Cambridge Mistery

Catherine Shaw es el pseudónimo de una matemática y académica, que, por el momento, quiere permanecer en el anonimato.

La incógnita Newton
es su primera novela, pero ya está trabajando en el próximo misterio que desvelará la institutriz Vanessa Duncan.

1

Cambridge, miércoles, 8 de febrero de 1888

Mi queridísima hermana:

Esta mañana, por primera vez, he notado en el aire el alien­to de la primavera. He abierto la ventana y la suave brisa mo­vía las cortinas y me rozaba las mejillas, trayendo consigo y con su frescor una insinuación, una sugerencia de calidez, en vez del aguijonazo helado al que me he acostumbrado durante estas semanas invernales. Me gustan, desde luego, los atarde­ceres tempranos, la luz vacilante de las llamas de la chimenea, el té y los bollos y los libros, pero también detesto las frías y tristes mañanas y no poder salir a pasear sin parecer un expe­dicionario al Polo e, incluso así, tener que caminar con los hue­sos encogidos por el frío. Si la brisa cálida te ha llegado antes que a mí, como es probable que haya ocurrido, tal vez hayas visto ya los primeros azafranes y los narcisos trompones aso­mando sus verdes tallos y sumándose a la alfombra de campa­nillas de nieve y a la escila azul bajo el gran castaño. Si cierro los ojos, querida Dora, es como si todavía compartiéramos nuestro pequeño dormitorio y nos asomásemos temprano, las maña­nas invernales, a los cristales de las ventanas en forma de rom­bo, esperando que hubiese nevado. Sé que me escribirás cuan­do tengas fuerzas; entretanto, los innumerables recuerdos me hablan con tu voz.

Unos recuerdos hermosos, Dora querida... Incluso a mí, a veces, me parece extraño que, rodeada de tanta felicidad y bienestar, anhelara tantísimo marcharme. Me sentía como los polluelos de petirrojo en el nido (¿han regresado los petirrojos este año a las hayas?); se los veía tan a gusto y eran tan encantadores... Y, sin embargo, inevitablemente llegaba el día en que una fuerza invisible los impulsaba a desplegar las alas y a emprender el vuelo. Yo sentí muy pronto esa llamada inefable y soñé en silencio y confusa hasta el día en que la señora Squires pareció comprender de repente y me ofreció trabajar como ayudante en su pequeña escuela, aquí en Cambridge. Ese día, y nunca antes, entendí el origen de mi insatisfacción. Ahora sé que por fin me comprendes y entiendes por qué necesito ale­jarme de casa, aunque te quiera tantísimo.

Las pequeñas llegarán dentro de una hora; pronto tendré que dejar esta carta a fin de prepararles un poco de trabajo. ¡He progresado tanto en un año y medio! Todavía me acuer­do de cuando no me sentía capacitada para otra cosa que no fuera enseñar a leer a las más pequeñas y, aun así, tenía que hacer grandes esfuerzos para que no se me agotara la pacien­cia. La señora Squires me hizo leer decenas de libros, me ins­truyó incansablemente en latín y en aritmética y me examinó y me riñó durante meses antes de permitirme enseñar nada. ¡Qué asustada habría estado si hubiera sabido que, al cabo de un año solámente, la señora Squires tendría la suerte de heredar una fortuna inesperada y dejaría la escuela en mis manos! Sin embargo, todo ha ido de maravilla. Desde septiembre, ninguna familia ha retirado de la escuela a sus hijas y se han matricu­lado dos muchachitas nuevas. Ahora que ya son doce, empie­za a faltarnos espacio; tal vez debería sugerir a las familias que, a partir de los trece años, las llevaran a otra escuela para acceder a un nivel de instrucción superior. Sin embargo, pobrecillas, no existe ninguna de tales instituciones y pocas son las familias que contratan institutrices o tutoras para sus hi­jas. Y disfrutan tanto aquí, y se llevan tan bien... En realidad, las mayores son mis preferidas y me descorazonaría en grado sumo tener que decirles adiós, aunque yo deba estudiar aún más para encontrar cosas que enseñarles y mantener su inte­rés. Tengo que encontrar otra solución. A veces, imagino que podrías estar aquí conmigo, querida, y ocuparte de las más pe­queñas pero, aunque fuera ello posible, no creo que te gustase, ¿verdad? Cambridge no es una gran ciudad —puedes ir cami­nando fácilmente de una punta a otra, dejar atrás la población y adentrarte en la campiña—, pero no resulta holgada y, ade­más, vivir en habitaciones no es lo mismo que hacerlo en una casa, aunque estoy de lo más orgullosa de mis aposentos: una alcoba, un pequeño estudio con salita y la escuela, ¡todo mío! Bueno, en realidad no es mío, ya que el mobiliario es de la ca­sera y fue la señora Squires quien arregló las estancias, pero son encantadoras y contienen mis escasas pertenencias, el re­trato que te hice... Y, sobretodo, en ellas gozo de toda la liber­tad para hacer lo que quiera. No me aburro ni un solo mo­mento, entre estudiar y preparar las lecciones para las chicas y escribir cartas, cuando estoy en casa, y salir a caminar e ir de compras y explorar, saludando amablemente a los miembros de las distintas familias que viven en la vecindad. Me alegro mucho de no haber podido aceptar la oferta de la señora Fitzwilliam de prepararme la comida y limpiar las habitaciones, como hace con los huéspedes que residen en los pisos de arri­ba, pues la pequeña remuneración que recibo de las alumnas no habría bastado para pagarle y, ahora, me descubro alegre y atareada haciendo mis modestas compras, preparando el té en el infiernillo, incluso quitando el polvo y zurciendo, algo que tan bien aprendí a hacer en casa y que tan poco me gustaba... Creo que cuando la señora Squires se marchó y yo decidí que­darme, sola e independiente, la gente me miraba con descon­fianza, pero las miradas de recelo han desaparecido hace tiem­po y han sido sustituidas por sonrisas cordiales.

Bien, tengo que concluir la carta. Para esta tarde, he prepa­rado una hermosa lección sobre los imanes. He obtenido un imán bastante potente y lo haremos correr por una mesa en la que habremos echado raspaduras metálicas, que formarán un dibujo como de plumas. Y luego haremos lo de la aguja... ¡Es tan extraordinario! Si tienes cerca un imán, querida, prueba esta experiencia mágica: toma una aguja enhebrada y déjala colgar, sujetando el hilo firmemente entre los dedos. Acerca entonces el imán a la aguja de forma que la atraiga, y luego llé­valo despacio, muy despacio, hacia arriba. La aguja se alzará con el imán hasta que el hilo se tense y continuará ascendien­do hasta quedar erguida, tocando sólo el imán con la mismísima punta. Entonces —éste es el milagro—, si mueves el imán, separándolo muy despacio y muy suavemente una distancia mínima de la aguja, ésta no se caerá, sino que se quedará enhies­ta y temblorosa en el aire, apuntando hacia arriba como sí es­tuviese imbuida de deseo humano. Deja que el imán se separe de la aguja un poco más y la aguja y el hilo se desplomarán, de­sesperados.

Con toda la ternura, hasta mi próxima carta

Vanesa

2

Cambridge, martes, 14 de febrero de 1888

Mi queridísima hermana gemela:

Aquí estoy, sentada ante mi pequeño escritorio, frente a la ventana que da a la calle, observando una escena de lo más in­teresante. Varios caballeros están reunidos en un grupo muy cerrado y uno de ellos se ha acercado corriendo hasta esta mis­ma casa, según parece, a llamar a alguien. Está claro que se tra­ta de caballeros de la universidad, ataviados con sus togas ne­gras; es muy poco habitual verlos así reunidos en la calle. Uno de ellos ha llamado a la puerta de la casera, que está al otro la­do del vestíbulo, sí, y ella lo ha mandado al piso de arriba. ¡Oh, querida! No puedo resistirme a abrir un poco más la ventana. El caballero ha bajado de nuevo acompañado de otro caballero que vive en el piso de arriba. Sí, ciertamente, es el hombre al que he tenido ocasión de observar muy brevemente las dos o tres veces que nos hemos cruzado en el vestíbulo. Yo ignoraba que también perteneciera a la universidad, ¿y cómo iba a sa­berlo? En realidad, sé muy poco de las personas que ocupan las habitaciones de arriba; la señora Fitzwilliam controla las entra­das y salidas, por lo que es inconcebible mantener una conver­sación, por mínima que sea, en el vestíbulo. Lo único que sé es que, a veces, el residente de arriba deambula de un lado a otro de la habitación que tengo encima. Una vez se lo comenté, en­tre risas, a la señora Fitzwilliam, pero le pedí que no se lo men­cionara al inquilino, ya que al final descubrí que, por extraño que parezca, me había acostumbrado al sonido regular de sus pasos y a los crujidos que los acompañaban. También oía rui­dos metálicos y golpes ocasionales, pero jamás hasta ahora había escuchado una voz humana. Sí, creo que nuestro visitante no ha subido más arriba del primer piso, pues ha tardado muy poco en bajar. Tal vez el vecino que deambula por la noche es ese mismo caballero que acaba de salir. ¡Oh, cielos! Le están dando la noticia, cualquiera que ésta sea, ¡y qué nerviosos y aba­tidos parecen! «¡Imposible!» y «¡ Espantoso!», exclaman. Y aho­ra se marchan, todos a una, con las togas arremolinadas, como un grupo de cuervos.

Bien, es probable que nunca me entere de qué significa to­da esta conmoción, del mismo modo que jamás accederé al otro lado de las misteriosas paredes entre las que esos erudi­tos pasan una parte tan grande de su tiempo. ¿Qué puede ha­ber oculto, ahí dentro? Sólo sé que se trata de estancias con jardines por fuera; algunos de esos jardines se divisan desde la calle o desde el otro lado de los arcos de piedra de las entradas a los
colleges
. Y, sin embargo, en mi imaginación, están colma­das de magia y misterio. Qué extraña debe de ser la vida en una universidad, en la que una no sólo estudia, sino que tam­bién reside de forma permanente y completa en un mundo de pensamiento y contemplación constantes. Allí, las actividades habituales de caminar, comer y reír deben de estar imbuidas de ideas filosóficas y científicas, y las palabras de las lenguas antiguas deben de mezclarse diariamente con las modernas. ¡Ojalá tuviéramos un hermano que compartiese con nosotras esos secretos! A veces ardo en deseos de poder estudiar mejor, de una manera diferente; de tener por guía, además de los li­bros, a un profesor y poder compartir las dificultades con los otros alumnos que las sufren, como hacen las chiquillas de mi clase, juntando sobre la mesa sus cabezas peinadas con tirabu­zones y compartiendo el mismo libro. Bien, no sé por qué me entretengo siquiera en unos pensamientos tan vanos.

Las chicas ya se han ido por hoy; voy a preparar un té y a dejar para mi próxima carta las anécdotas y contratiempos de estos últimos días.

Con toda mi ternura, hasta la próxima,

Vanesa

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