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Authors: Catherine Shaw

La incógnita Newton (24 page)

BOOK: La incógnita Newton
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Señor Bexheath: ¿Y tiene alguna prueba de ello? ¿Ha escrito algo al respecto?

Arthur: Todavía no.

Señor Bexheath: Ah, todavía no. Entonces, no puede demos­trar su afirmación. Por lo que se refiere a la demostración, es posible que haya resuelto algo relacionado con el proble­ma de los
n
cuerpos, en cuyo caso tendría usted todas las ra­zones del mundo para mantenerlo en secreto.

Arthur: Eso podría ser verdad, pero resulta que es falso.

Señor Bexheath: Pasemos ahora al asesinato del señor Beddoes. ¿Recuerda la cena en la taberna Irlandesa? ¿Qué co­mieron?

Arthur: Lo mismo que la vez anterior. Es la especialidad de la casa.

Señor Bexheath: ¿Y sobre qué giró la conversación entre us­tedes durante la cena?

Arthur: Sobre matemáticas y otros matemáticos.

Señor Bexheath: ¿Y hablaron del famoso problema de los
n
cuerpos?

Arthur: Directamente no. Beddoes me hizo una pregunta más bien técnica, cómo una fórmula puede contener a otra, e in­tentamos resolverlo juntos, pero no lo logramos. El escribió las formulas y a mí me pareció que quizá guardaran cierta relación con las ecuaciones diferenciales parciales conteni­das en el problema de los
n
cuerpos, pero el señor Beddoes no dijo nada al respecto.

Señor Bexheath: ¿Le preguntó usted acerca del origen de las fórmulas que él trataba de comprender?

Arthur: Sí, lo hice, pero no me contestó. Dijo que habían sur­gido a partir de conversaciones con otros. Mencionó al se­ñor Crawford, con el que, en cualquier caso, nosotros ten­dríamos que haber estado cenando.

Señor Bexheath: Ah, sí, la famosa historia. Usted afirma que la invitación original a la cena de aquella noche, el 30 de abril, partió del señor Crawford, el cual, por la tarde, se sin­tió indispuesto y les envió a Beddoes y a usted una nota animándolos a ir a cenar sin él.

Arthur: Sí.

Señor Bexheath: ¿Tiene la nota?

Arthur: No, no la gua... guardé.

Señor Bexheath: Comprendo. De modo que su declaración no puede sustentarse en una prueba física.

Arthur: Creo que no.

Señor Bexheath: Después de la cena, usted acompañó al señor Beddoes hasta la entrada del jardín.

Arthur: Sí.

Señor Bexheath: Pero ¿entró en el jardín?

Arthur: Él abrió la verja y allí nos estrechamos la mano.

Señor Bexheath: ¿Sabe que los restos de barro de sus zapatos demuestran que estuvo usted dentro del jardín?

Arthur: Se me debió de pegar al detenerme en la verja.

Señor Bexheath: Pero esa verja da paso al camino que lleva hasta la casa, y el camino está empedrado.

Arthur: Supongo que en un jardín es fácil que la tierra cubra a veces las losas del camino.

Señor Bexheath: La señora Beddoes tiene siempre bien barri­do ese camino.

Arthur: No hay respuesta para eso.

Señor Bexheath: Bien, ¿entonces estuvo realmente en el inte­rior del jardín?

Arthur: No pasé de la verja.

Señor Bexheath: ¿Cogió usted una pesada piedra encajada en la tierra del parterre que bordea el camino y golpeó con ella al señor Beddoes?

Arthur: ¡No, no! No. No. No.

Señor Bexheath: Muy bien. Perfecto. En ese caso, pasemos a la muerte del señor Crawford. ¿Es verdad que de vez en cuando iba a visitarlo a sus habitaciones?

Arthur: En los últimos meses, entré un par de veces.

Señor Bexheath: ¿Bebió algo cuando estuvo allí?

Arthur: No.

Señor Bexheath: ¿No bebió vino tinto?

Arthur: No.

Señor Bexheath: ¿Recuerda usted la fecha de esas visitas?

Arthur: Estuve una vez en marzo, después de una conferencia del señor Crawford, para llevarle un libro que había olvida­do en el auditorio. No recuerdo la fecha exacta. Estuve otra vez en abril. Pasé a recogerlo para ir juntos a un almuerzo con otros colegas de la universidad.

Señor Bexheath: En ambas ocasiones, ¿estaba el señor Craw­ford en sus habitaciones?

Arthur: Sí.

Señor Bexheath: ¿Tenía la puerta cerrada?

Arthur: No.

Señor Bexheath: ¿Llamó primero o entró directamente?

Arthur: Llamé y él abrió.

Señor Bexheath: ¿Introdujo usted la digitalina en su botella de whisky en alguna de estas ocasiones?

Arthur: ¡No!

Señor Bexheath: Está usted bajo juramento, señor.

Arthur: Ya lo sé.

Señor Bexheath: En ese caso, no tengo nada más que decir.

Arthur se sentó en el banquillo de los acusados y desper­tó mi compasión en un confuso torbellino de ternura y con­goja.

Ese monstruoso señor Bexheath ha intentado influir en el jurado de todas las maneras, con los recursos más arteros, aprovechando incluso el desafortunado —aunque encanta­dor— tartamudeo de Arthur.

Abatida, observé los rostros de los miembros del jurado pe­ro no capté en ellos reacción alguna.

Las cosas que están sucediendo en este proceso no tienen nada que ver con la ley y la justicia. ¡Oh, estoy tan preocupa­da! ¿Descubrirán algo en las declaraciones de Arthur que lo in­crimine?

Tu atemorizada hermana,

Vanesa

28

Cambridge, viernes, 25 de mayo de 1888

¡ Oh, Dora querida!

En el proceso se ha producido un desastroso giro de los acontecimientos y no me puedo quitar una sensación que es claramente física: se me hielan los huesos.

La sesión comenzó como siempre. El juez y los miembros del jurado ocuparon sus puestos, los letrados se sentaron ante sus respectivas mesas, los testigos en los bancos, el público en la grada, y en último lugar, pero no por ello menos importan­te, apareció Arthur, escoltado hasta el banquillo por una pareja de policías como si fuera un criminal. Nuestras miradas se en­contraron durante unos breves instantes, pero apartó la suya enseguida. A veces pienso que mi presencia en la sala, obser­vando lo inaguantable, lo hace sentir peor, pero yo no soporta­ría no estar allí y así son las cosas.

El juez empezó por dirigirse al señor Haversham para pre­guntarle si deseaba continuar presentando testigos para la de­fensa. En éstas estábamos cuando el señor Bexheath se puso en pie y, dirigiéndose al jurado con todo respecto, dijo:

—Me gustaría hacer una petición, señoría, que espero que la sala tenga a bien aceptar.

—Sí, ¿de qué se trata? —preguntó el juez Penrose.

—En principio, señoría, ya he terminado con la presenta­ción de los testigos por parte de la Corona. Sin embargo, mis investigaciones personales de los importantes hechos aquí planteados me han llevado a la localización de dos nuevos tes­tigos, los cuales podrán proporcionarnos una prueba de impor­tancia capital en favor de la Corona.

Un murmullo de asombro recorrió la sala. Todo el mundo se preguntaba cuál podía ser aquella prueba de capital impor­tancia. Sentí que el corazón se me encogía en el pecho y, ansio­sa, miré al señor Morrison, el cual, en vez de dedicarme una sonrisa de ánimos, me transmitió una sensación de profunda angustia.

—Abogado de la defensa, ¿acepta el interrogatorio de estos nuevos testigos por parte del Ministerio Fiscal, antes de conti­nuar con la sucesión de sus propios testigos? —le preguntó el juez al señor Haversham con toda cortesía.

Esperé que se negase pero, por supuesto, la pregunta era una mera formalidad y no tenía ninguna posibilidad real de oponerse a aquel nuevo interrogatorio. Accedió de la manera más educada posible y el señor Bexheath dijo:

—Entonces, me gustaría llamar a testificar a la señorita Pa­mela Simpson.

Se abrió una puerta y el alguacil acompañó a una joven da­ma hasta el estrado de los testigos, donde se detuvo, con la ca­beza muy alta y un aire de franca curiosidad y diversión en el rostro.

¡Oh, Dora querida! No sabría describirte a una persona así. Sí me atreviera a hacerlo, diría que es «ligera de cascos», expresión que utilizan las damas de nuestro círculo para de­finir a ese tipo de mujer. Audaz, risueña, atrevida, descarada, bohemia... Sus palabras y movimientos tienen como finali­dad conseguir algún efecto concreto. Se la veía tan fuera de lugar en la sala... Parecía una llamativa ave del paraíso. Con su indumentaria de colores chillones, una media sonrisa en los labios y una actitud de insolente tranquilidad, esperó sin moverse. El secretario del tribunal apareció con la Biblia y le tomó juramento. Con la mano sobre las Sagradas Escrituras, pronunció la fórmula con voz clara y sonora, para que queda­se de manifiesto que no había que hacer extensible a su sin­ceridad la sospecha de incorrección que había suscitado su as­pecto físico.

Interrogatorio de la señorita Pamela Simpson,
por el señor Bexheath

Señor Bexheath; Diga su nombre, por favor.

Señorita Simpson: Pamela Simpson.

Señor Bexheath; ¿Edad?

Señorita Simpson: Cumplí veintidós en enero.

Señor Bexheath; ¿Dónde vive, señorita Simpson?

Señorita Simpson: En Londres, justo detrás de King's Cross.

Señor Bexheath; Señorita Simpson, ¿conocía usted al falleci­do señor Jeremy Crawford, profesor de matemáticas de la Universidad de Cambridge?

Señorita Simpson: Sí, lo conocía. Era una persona de lo más agradable. Lamento mucho que haya muerto.

Señor Bexheath: ¿Puede decirnos si el 14 de febrero vio usted al señor Crawford?

Señorita Simpson: Sí, lo vi.

Señor Bexheath: ¿Sabe que ésa fue la fecha del asesinato del señor Geoffrey Akers, también matemático ?

Señorita Simpson: Bueno, entonces no lo sabía pero ahora ya lo sé.

Murmullos de sorpresa en la sala. El juez hizo sonar el mazo hasta que reinó de nuevo el silencio.

Señor Bexheath: Díganos qué parte del día 14 de febrero pa­só usted con el señor Crawford.

Señorita Símpson: Toda la velada, desde las ocho de la tarde, y toda la noche, hasta la mañana siguiente.

Murmullos de sorpresa entre los presentes. El juez in­sistió con el mazo y dijo: «Si no guardan silencio, desaloja­ré la sala».

Señor Bexheath: ¿Dónde estuvo con el señor Crawford, du­rante esas horas?

Señorita Simpson: Pues en mis habitaciones, salvo cuando sa­limos a cenar.

Señor Bexheath: ¿Se refiere usted a sus habitaciones de Lon­dres, detrás de la estación de King's Cross?

Señorita Simpson: Sí.

Señor Bexheath: ¿Y dónde cenaron?

Señorita Simpson: Cenamos en el Jenny's Córner, un peque­ño restaurante cercano.

Señor Bexheath: ¿El Jenny's Córner está regentado por una tal señorita Jenny Pease?

Señorita Simpson: Sí.

Señor Bexheath: ¿Es amiga de usted?

Señorita Simpson: Sí.

Señor Bexheath: ¿Sabe usted que la señorita Pease está aquí presente, hoy, y que será interrogada con el fin de confir­mar, en consideración al jurado, la veracidad de estas afir­maciones?

Señorita Simpson: ¿Qué? Perdón, señor, ¿cómo dice?

Señor Bexheath: ¿Sabe que está aquí la señorita Pease, y que será interrogada sobre la noche del 14 de febrero, en la que usted cenó con el señor Crawford?

Señorita Simpson: ¡Oh, sí! Claro que lo sé. Hemos venido juntas.

Señor Bexheath: Ahora, señorita Simpson, ¿sabe cómo viajó el señor Crawford de Cambridge a Londres?

Señorita Simpson: Sí que lo sé. Llegó en tren porque yo mis­ma fui a recogerlo a la estación sobre las siete y media y luego fuimos juntos a casa.

Señor Bexheath: ¿Y el señor Crawford y usted no se separa­ron ni un instante la noche del 14 de febrero?

Señorita Simpson: No, señor, ni un instante. Estuvimos pega­dos el uno al otro como tortolitos toda la velada y también toda la noche.

Señor Bexheath: Entonces, no hay ninguna posibilidad de que el señor Crawford se encontrara en Cambridge asesi­nando a un hombre, la noche del 14 de febrero...

Señorita Simpson: Por supuesto que no.

Señor Bexheath: Recuerde, señorita Simpson, que su testi­monio es de vital importancia y que se encuentra bajo jura­mento. ¿Está absolutamente segura de lo que dice?

Señorita Simpson: Claro que sí. Sé que lo que digo demuestra que el señor Crawford no mató al señor Akers y me doy cuenta de que, con eso, todo parece indicar que fue ese po­bre hombre del banquillo quien lo hizo. Lo siento mucho por él y espero que no sea el asesino, pero lo que estoy de­clarando es verdad.

Señor Bexheath: Muchísimas gracias, señorita Simpson.

Juez Penrose: Señor Haversham, ¿procederá usted al contrainterrogatorio de esta testigo?

Señor Haversham: Ciertamente, señoría.

Contrainterrogatorio de la señorita Pamela Simpson
por el señor Haversham

Señor Haversham: Señorita Simpson, ¿puedo preguntarle cuál es su profesión ?

Señorita Simpson (sin inmutarse en absoluto): Me temo que no tengo profesión, señor abogado.

Señor Haversham: Pero necesita dinero para vivir, ¿no? ¿Có­mo paga el alquiler de sus habitaciones y la comida?

Señorita Simpson: Oh, consigo dinero siempre que puedo, co­mo regalo, con bastante frecuencia.

Señor Haversham: ¿Y quién le hace esos regalos tan generosos?

Señorita Simpson: Mis amigos.

Señor Haversham: ¿Y qué servicio les presta a esos amigos, para que tengan una actitud tan magnánima con usted?

Señorita Simpson: Señor abogado, si lo que intenta es aver­gonzarme, no lo conseguirá, porque estoy dispuesta a afir­mar que yo cuido de mis amigos y mis amigos cuidan de mí.

Señor Haversham: ¡Oh, ya veo! ¿Entonces ha llegado a un acuerdo satisfactorio con sus amigos?

Señorita Simpson: Exacto.

Señor Haversham: ¿Y cuántos de esos amigos tiene usted?

Señorita Simpson: ¡Nunca los he contado!

Señor Haversham: O sea, que son más de los que pueden con­tarse con los dedos de una mano.

Señorita Simpson: ¡Dios mío, claro que sí!

Señor Haversham: Ahora pasemos a analizar su relación con el señor Crawford.

Señorita Simpson: Cuando quiera, señor.

Señor Haversham: ¿Puede decirnos dónde y cuándo conoció al señor Crawford?

Señorita Simpson: Lo conocí en Londres, hace unos años. Me resulta difícil recordar exactamente cuándo. Fue hace tres o cuatro años.

Señor Haversham: ¿Y dónde lo conoció?

Señorita Simpson: En la estación del ferrocarril.

Señor Haversham: ¿Podría explicarnos las circunstancias de ese encuentro?

Señorita Simpson: Bueno... Él se apeó del tren con la bolsa de viaje y me pareció que se trataba de un hombre bondadoso, así que me acerqué y le dije: «Hola, señor, ¿busca un sitio agradable donde hospedarse, aquí, en Londres?», y él me sonrió y respondió: «Es posible, querida, es posible». Y em­pezó a venir.

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