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Authors: Catherine Shaw

La incógnita Newton (20 page)

BOOK: La incógnita Newton
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—Todo el mundo pensaba que mi esposo era una persona cariñosa y complaciente —me dijo—. Y lo era mucho, desde luego. No le gustaban las discusiones de ningún tipo pero, aun­que no las expresara públicamente, sus opiniones y creencias eran muy firmes. Creo que nadie sabía realmente lo que pen­saba de las cosas y, aunque era amigo de todo el mundo, no te­nía muchos amigos íntimos.

—¿Quiénes eran los más cercanos? —pregunté.

—El señor Crawford era uno de ellos. ¡Vaya par, ellos dos! Tan diferentes el uno del otro. Ya vio usted al señor Crawford. ¡Qué hombre más ofensivo y testarudo! Su amistad sufrió muchos altibajos debido a ello. Philip siempre evitaba las dis­cusiones; decía que con las discusiones no se resuelve nunca ningún problema, pero como el señor Crawford no las evitaba, de vez en cuando se enfrentaban. El señor Crawford gritaba y Philip regresaba a casa muy agitado. Hace un par de meses, se produjo un incidente de ese tipo. Mi esposo fue a visitar al se­ñor Crawford y debió de surgir alguna diferencia entre ellos porque, cuando volvió a casa, me contó que había tenido una discusión de lo más desagradable y que Crawford se había pues­to furioso. Philip no estaba contento consigo mismo, por su­puesto, pues no era su estilo pelearse. Prefería darle vueltas a los asuntos y ver la manera de obtener lo que quería por sus propios medios, sin enfrentamientos.

—¿Y no se reconciliaron, después de esa pelea?

—Oh, sí, lo hicieron. Vimos al señor Crawford en el té del jardín, después de la conferencia del profesor Cayley, ¿recuer­da? Se comportó como si no hubiese sucedido nada y a Philip le tranquilizó que el asunto no hubiera ido a mayores. Tarde o temprano, después de las peleas, siempre se reconciliaban.

—Sí, lo recuerdo —dije—. De pronto, el señor Crawford sa­ludó al señor Beddoes e incluso le dijo que quería cenar pronto con él. El señor Beddoes pareció sorprenderse mucho.

—Sí, así fue, porque el señor Crawford era una persona de mucho genio. A decir verdad, a mí nunca me cayó bien y, sin embargo, Philip y él tenían algo en común, lo sé, aunque nun­ca hablábamos de eso. Su profesión es muy difícil, querida mía. No puede imaginar lo que se siente viviendo tantos años entre matemáticos. Es como si los esfuerzos, las decepciones y las frustraciones que siempre acompañan a todo tipo de investiga­ción científica lucharan en su interior con la alegría y el júbilo del descubrimiento. En realidad, el señor Crawford destilaba mucha amargura. Creo que era una persona muy brillante, al menos eso era lo que Philip decía, pero como en las últimas dé­cadas había cometido un par de errores de bulto, publicando resultados que después se demostraron erróneos, había perdi­do gran parte del respeto que le profesaban sus colegas y creía que nadie reconocía su verdadera valía. A veces me parecía que echaba la culpa de sus fracasos a todo el mundo; era un indivi­duo muy agresivo. En ocasiones, mi esposo también se com­portaba de ese modo, aunque no por las mismas razones. Ad­miraba las ideas de los demás, pero la estimación de su propio trabajo era una decepción permanente para él; a menudo pen­saba que había estado a punto descubrir algo grande pero que lo había dejado escapar. Creo que este resentimiento y esta amargura constantes son la maldición de muchos matemáticos y Philip trabajó, investigó y estudió tanto como cualquiera.

Sus ojos se llenaron de lágrimas con los recuerdos de su es­poso fallecido y cambió de tema bruscamente.

—Salgamos al jardín —dijo—. Mi marido siempre paseaba por el jardín mientras trabajaba. Y durante estos últimos me­ses trabajó con tanta intensidad ahí arriba, en su estudio... Ha­bía días en que parecía exultante de felicidad y otros en los que se sentía muy hundido. Todos los papeles matemáticos que de­jó arriba han sido clasificados y estudiados por sus colegas y alumnos; varios de ellos se presentaron aquí y lo estudiaron todo con mucha atención. Hicieron un gran trabajo. No ha te­nido que resultarles difícil, porque la caligrafía de Philip era tan clara como la letra de imprenta.

Salimos y nos acercamos a las chiquillas que jugaban con los gatitos, los cuales corrían de un lado a otro con ojos cente­lleantes.

—¡Hemos limpiado la caseta de los gatos! —nos dijeron, orgullosas. Incliné la cabeza para ver por dentro la pequeña es­tructura de madera que el señor Beddoes había construido con sus propias manos para sus queridos felinos y vi que las chicas la habían barrido con una rama y sacudido y ahuecado las col­chas que cubrían cada cesto.

—Muchas gracias, queridas —les dijo la señora Beddoes—. Debería hacerlo yo, de vez en cuando, pero cuando me acerco a los gatos, me lloran terriblemente los ojos. Tal vez podríais vol­ver otro día y repetirlo.

Nos despidió amablemente y nos marchamos. Las mucha­chas hablaban de los gatos y reían sin parar, cuchicheando al­gún secreto. Yo caminaba distraída, pensando en la pelea que había estallado entre los dos matemáticos «unos días antes» del té que tuvo lugar en el jardín de la universidad, el 23 de abril. ¿Porqué tuvieron que pelear? Estoy segura de que la res­puesta es una de las claves de todo este asunto.

Debo meditar en ello largo y tendido. Tu hermana que te quiere,

Vanesa

24

Cambridge, lunes, 21 de mayo de 1888

Querida Dora:

Ha comenzado el tercer día de juicio. No me ha parecido tan favorable como ayer y, sin embargo, todavía pienso que el señor Bexheath, pese a sus preguntas y a las respuestas que éstas suscitan, no ha conseguido presentar como prueba nada que elimine la teoría de la culpabilidad del señor Crawford.

Por otro lado, aunque el señor Haversham ha avanzado al­go en desmeritar la imagen de coherencia que el señor Bex­heath querría dar, tampoco consigue transmitir ninguna infor­mación útil en que basar la teoría alternativa y nada que nos ayude a determinar si es cierta o no, aunque sin duda lo es. Porque... ¿qué otra cosa puede ser, sino?

La primera testigo que el Ministerio Fiscal ha llamado a de­clarar esta mañana ha sido la señora Wiggins.

Interrogatorio de la señora Wiggins,
por el señor Bexheath

El secretario del tribunal toma el juramento a la testigo.

Señor Bexheath: Por favor, diga su nombre, edad y ocupación.

Señora Wiggins: Alice Wiggins, cincuenta y un años, y limpio habitaciones en el Saint John's College.

Señor Bexheath: ¿Era usted la responsable, hasta su muerte, de adecentar las habitaciones que ocupaba el señor Geoffrey Akers en la universidad ?

Señora Wiggins: Sí, para desgracia mía.

Señor Bexheath: ¿Puede describir la ubicación de las estan­cias del señor Akers?

Señora Wiggins: Se hallaban tras el primer tramo de escale­ras de la torre nordeste.

Señor Bexheath: ¿Vivía alguien debajo del señor Akers o a su mismo nivel?

Señora Wiggins: No, el resto de las habitaciones están arriba.

Señor Bexheath: ¿Podría decirme si el señor Akers recibía vi­sitas en sus aposentos?

Señora Wiggins: Me parece que no. Por lo menos, no dejaban rastro. Era un hombre muy poco sociable.

Señor Bexheath: ¿Vio alguna vez al acusado entrando o sa­liendo de las habitaciones del señor Akers?

Señora Wiggins: No, gracias a Dios nunca lo vi.

Señor Bexheath: ¿Puede describir el estado general de las es­tancias del señor Akers?

Señora Wiggins: Ese hombre era un cochino, señor. Yo lim­piaba a fondo con frecuencia, pero enseguida volvía estar todo como una pocilga. Papeles por todas partes, todo re­vuelto..., ¡pero se enfadaba mucho conmigo si le movía al­go de sitio! Y ceniza de cigarro; fumaba como una chime­nea, vaya si fumaba, y dejaba caer la ceniza en cualquier parte. Siempre encontraba restos de comida y bebida. Era un hombre de hábitos irregulares. Pero visitas y amigos no tenía.

Señor Bexheath: Y ahora, señora Wiggins, una de mis princi­pales preguntas es la siguiente: ¿podría describir si usted notó algún cambio en las habitaciones del señor Akers entre la última vez que limpió allí, el 14 de febrero, y el día si­guiente, cuando la policía le solicitó que subiera a ellas?

Señora Wiggins: Bueno, como ya le he dicho, señor, había un desorden mucho mayor que cuando me marché el día ante­rior. Los papeles estaban todos revueltos y los cajones del escritorio abiertos.

Señor Bexheath: ¿Le pareció que alguien había registrado la estancia?

Señora Wiggins: Bueno, pudo haberlo hecho el propio señor Akers, buscando algo. Si lo hubiera hecho, también habría dejado los cajones abiertos. Siempre lo hacía, era típico de él. ¿Cómo iba a pensar en cerrar un cajón para que no tuviera que hacerlo una pobre vieja con dolor de espalda como yo?

Señor Bexheath: Sí, sí, por supuesto, pero alguien registro la habitación, ya fuera el señor Akers o la persona que lo es­peraba en sus aposentos.

Señora Wiggins: O algún otro.

Señor Bexheath: Tal vez. El señor Akers ¿cenaba fuera, habitualmente ?

Señora Wiggins: Sí, en la universidad o en algún restaurante. Nunca cenaba en sus estancias. Me parece que no se veía co­mo cocinero. Yo tampoco, la verdad.

Señor Bexheath: ¿Pasaba alguna noche fuera de sus habita­ciones?

Señora Wiggins: Que yo sepa, no. Por la mañana siempre en­contraba la cama deshecha y todo desordenado. Y los do­mingos no lo sé.

Señor Bexheath: Gracias. Y ahora, pasemos a otra cuestión, la de las habitaciones del señor Crawford en el mismo
college
. ¿Puede describírnoslas?

Señora Wiggins: No estaban tan desordenadas como las del señor Akers. El señor Crawford era un hombre grande y fuerte pero tenía buen corazón. Mientras le limpiaba las habitaciones, charlaba conmigo, si estaba en ellas. El señor Akers nunca lo hacía.

Señor Bexheath: ¿El señor Crawford recibía visitantes, habitualmente?

Señora Wiggins: Sí, de vez en cuando.

Señor Bexheath: ¿Con qué frecuencia? ¿Para comer o cenar juntos?

Señora Wiggins: No, no; ni a comer ni a cenar, pero sí para tomar una copa, de vez en cuando. No demasiado a menudo, diría yo. Una vez cada dos meses, o así, pasaban amigos a visitarlo.

Señor Bexheath: ¿Llegó a verlos?

Señora Wiggins: No, siempre llegaban después de que yo me marchara. Yo limpiaba las habitaciones por la mañana, pe­ro ellos dejaban copas para que las lavara al día siguiente.

Señor Bexheath: Entonces, ¿no sabe quiénes podían ser los visitantes ocasionales del señor Crawford?

Señora Wiggins: Pues no, no lo sé.

Señor Bexheath: ¿Se presentaban muchos visitantes juntos?

Señora Wiggins: Oh, no, uno o dos. El señor Crawford no da­ba grandes fiestas en sus estancias.

Señor Bexheath: ¿Recuerda si en alguna ocasión el señor Crawford tuvo visitantes que bebieran whisky?

Señora Wiggins: Pues sí, hace un tiempo los tuvo porque en­contré una botella y vasos y todo olía tanto a whisky que tuve que airear las habitaciones.

Señor Bexheath: ¿Cuándo fue eso? Señora Wiggins: Hará unos meses. Señor Bexheath: ¿Cuántos?

Señora Wiggins: Oh, tres o cuatro. Sí, debió de ser en febre­ro. .. Sí, me parece que sí. Más o menos cuando fue asesina­do el señor Akers.

Señor Bexheath: ¿Antes o después de su asesinato?

Señora Wiggins: No lo recuerdo bien, pero me parece que de­bió de ser antes, porque yo estaba limpiando y en aquellos momentos no me rondaba en la cabeza ningún pensamien­to sobre el señor Akers y si hubiera sabido que había muer­to, lo natural habría sido que pensase en él.

Señor Bexheath: ¿Qué hizo ese día con la botella de whisky?

Señora Wiggins: Volví a dejarla en la estantería. Todavía esta­ba por la mitad y, luego, lavé los vasos.

Señor Bexheath: ¿Tenía siempre el señor Crawford una bote­lla de whisky en sus habitaciones?

Señora Wiggins: En la estantería del señor Crawford siempre había una botella de whisky junto con otras botellas. El se­ñor Crawford bebía.

Señor Bexheath: ¿Se fijó alguna vez en si la botella de whisky de la estantería estaba llena o vacía?

Señora Wiggins: No, nunca me fijé en eso. Yo pasaba el plu­mero y seguía con lo mío. Podría tratarse de la misma bo­tella o que la hubiera cambiado veinte veces después de acabársela. Nunca me fijé en eso.

Señor Bexheath: Muy bien. Y ahora, señora Wiggins, ¿re­cuerda alguna otra ocasión concreta en que el señor Craw­ford recibiera visitas?

Señora Wiggins: Concreta, no. Claro que tal vez había recibi­do visitas y no habían bebido. En una ocasión, el mes pasa­do, alguien estuvo allí.

Señor Bexheath: ¿Alguien? ¿Una persona visitó al señor Crawford ?

Señora Wiggins: Sí, eso lo recuerdo.

Señor Bexheath: Pero ¿no recuerda cuándo fue? Señora Wiggins: No, pero fue hace más de un mes, creo.

Señor Bexheath: Pero, ¿hace menos de dos meses?

Señora Wiggins: Oh, sí, tuvo que ser a mediados de abril.

Señor Bexheath: ¿Y cómo sabe que era un solo visitante?

Señora Wiggins: Recuerdo haber lavado dos vasos y haber re­cogido la botella.

Señor Bexheath: Entonces, ¿bebieron whisky?

Señora Wiggins: No, bebieron vino tinto.

Señor Bexheath: Comprendo. Exactamente vino tinto. ¿Lo recuerda bien?

Señora Wiggins: Pues sí, porque olía y abrí las ventanas para airear. El señor Crawford no abre..., no abría las ventanas, pobre caballero. Siempre era fácil saber qué había andado bebiendo.

Señor Bexheath: Gracias, señora Wiggins.

Contrainterrogatoria de la señora Wiggins
por el señor Haversham

Señor Haversham: Ha dicho que el señor Crawford recibió en sus estancias a un visitante solitario en algún momento del último par de meses. ¿Sabe de quién podía tratarse?

Señora Wiggins: No, señor, excepto que era alguien que bebía vino tinto.

Señor Haversham: ¿Sabe a qué hora del día visitó esa perso­na al señor Crawford?

Señora Wiggins: No, señor, aunque sé que no fue por la ma­ñana, que es cuando yo estaba allí.

Señor Haversham: Comprendo. Así, alguien que puede ser identificado por dos rasgos —era conocido del señor Craw­ford y aceptó que lo invitara a un vaso de vino tinto— visi­tó al señor Crawford en una ocasión, un día que ignoramos y a una hora que desconocemos. ¿Cree que podemos sacar alguna conclusión de esto?

Señora Wiggins: No, señor.

Señor Haversham: El misterioso visitante tanto pudo ser el señor Beddoes como el señor Weatherburn u otra persona.

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