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Authors: Catherine Shaw

La incógnita Newton (31 page)

BOOK: La incógnita Newton
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A decir verdad, mis temores no se han visto justificados hasta el momento, gracias a Dios. El trayecto de hoy por Dina­marca ha sido largo y fatigoso, pero el país es encantador, la gente es amable y muchos hablan cuatro palabras de inglés, por lo que, para nuestra sorpresa, esta jornada danesa ha resul­tado insólitamente agradable, a pesar de que la mayor parte de ella la hemos pasado sentados en diferentes vehículos y a que todo lo que hemos comido procedía de nuestra cesta. A estas alturas, he descubierto —suponiendo que Robert sea un ejem­plo típico— que los niños pequeños adoran los trenes, grandes o pequeños, y que hacer acrobacias en un vehículo que se bam­bolea y tratraquea es, al parecer, una actividad lo bastante deli­ciosa para ocupar toda su energía natural y sus ganas de jugar durante horas y horas.

Con el instinto de un físico en ciernes, Emily se dedicó a es­tudiar los efectos del tren grande sobre el pequeño y colocó éste en el suelo para ver cómo le influiría el movimiento. Como es natural, empezó a desplazarse en el sentido contrario al nues­tro, hacia el fondo del vagón y —con considerable frecuencia, debo reconocerlo— hasta los pies de los demás pasajeros que viajaban en nuestro compartimento. En realidad, nadie le dio importancia, ya que los habituales de los vagones de tercera es­tán acostumbrados a tales comportamientos; por todas partes había niños y comida y reinaba una atmósfera de alboroto ge­neral. En cualquier caso, me sentí totalmente incapaz de re­prenderlos con suficiente energía, pues el sonido de sus alegres risas era una delicia y me sentía aliviada de que no se mostra­ran ya aburridos y hartos (yo empezaba a estarlo bastante) del interminable viaje.

Llegamos a Copenhague avanzada la tarde, pero con tiem­po suficiente para transbordar al puerto de Malmoe. ¡Ah, qué ordenados y hermosos son estos países nórdicos! Cuando bajé a tierra, me inundó una oleada de triunfo (a pesar de la pecu­liar manera en que se inclinaba bajo mis pies). ¡Suecia al fin! Y mañana... ¡a Estocolmo y la prueba final!

Siempre tuya,

Vanesa

35

Estocolmo, viernes, 1 de junio de 1888

Mi muy querida Dora:

Hemos pasado todo este día inacabable viajando hacia el norte, siempre hacia el norte, hasta Estocolmo. Hemos llegado tarde, fatigados y, en mi caso, irritada ante el siempre renova­do temor a fracasar en mi empeño. Tan pronto llegamos a la ciudad, di rienda suelta a mi creciente sensación de apremio e hice subir a los niños a un carruaje sin darles un momento, pobrecillos, para estirar las piernas y echar un vistazo al lugar. Te­nía en la cabeza un solo pensamiento: hoy terminaba el plazo de recepción de los trabajos que se presentaban al Concurso del Aniversario del Rey. Las plicas serían abiertas —tal vez lo ha­bían sido ya— por el director del concurso, el profesor Gösta Mittag-Leffler.

El profesor es muy famoso aquí, y pronto pude averiguar que reside en una casa de Djursholm, una bonita población en las afueras de Estocolmo. Aunque da clases en la universidad de la capital, tiene su despacho y desarrolla casi todo su traba­jo en su encantadora vivienda, donde ya ha reunido una de las principales bibliotecas del mundo en matemáticas. Toda su la­bor de editor de la publicación
Acta Mathematica
la realiza desde su casa, a cuya dirección habían de remitirse los trabajos. Anoté meticulosamente las señas:
Auravágen 17, Djursholm,
y le enseñé el papel al cochero, que emprendió la marcha a buen trote por las bonitas calles de la ciudad.

¿Ciudad? ¡Es un archipiélago, en realidad! Bien la llaman la ciudad de las veinticuatro mil islas, pues parecía que salvába­mos agua constantemente. El sol ya tocaba el horizonte cuando llegamos ante el imponente caserón del señor Mittag-Lef­fler. Domina el gran edificio una torre redonda que se alza con nobleza en una esquina y que le da el aspecto, casi, de un pe­queño castillo.

Pagué al hombre, me apeé del coche y, tomando de la mano a los pequeños, eché a andar por el amplio sendero que condu­cía a la señorial entrada. Me flojeaban las rodillas y Emily y Robert guardaban silencio, admirados y curiosos porque sabían o intuían que estaba llegando a mi ansiado destino. Esperamos largo rato ante la recia puerta principal mientras intentaba con­trolar el galope desbocado de mi corazón. El sol ya se había hundido bajo el horizonte y el cielo entero se había teñido de un añil intenso, aunque todavía no eran visibles las estrellas. Por fin, llevé la mano a la cadena de la campana y llamé.

Tras una corta espera, abrió la puerta una afable mujer. Cuando reparó en nosotros, reaccionó con extrema sorpresa; realmente, después de haber viajado tanto, comido tan poco y, lo peor, habiendo dispuesto de tan poco tiempo para adecentar­nos en lo posible, debíamos de tener el aspecto de tres expósi­tos. Por la mañana, me había puesto por primera vez el bonito vestido negro, que durante los días anteriores había querido conservar limpio y planchado para aquel momento, pero la ina­cabable jornada de viaje le había quitado cierto empaque; en cuanto a Emily, su encantador vestido blanco de volantes esta­ba irremisiblemente arrugado y ajado, puesto que en su impe­tuosa partida no había pensado en llevar más ropa. Al pobre Robert se lo veía agotado y trastornado.

A pesar de todo, los tres compusimos la figura delante de la rolliza sirvienta y adoptamos nuestro aire más distinguido y gallardo. Me dirigí a ella en inglés.

—Venimos de Inglaterra y debemos ver al profesor Gösta Mittag-Leffler... —empecé a decir.

No creo que la mujer hablara una sola palabra de nuestro idioma, pues sólo las últimas palabras produjeron una reac­ción en sus redondas facciones. Parecía extraordinariamente recelosa, pero era evidente que no tenia por costumbre despe­dir a los visitantes del ilustre profesor, por poco distinguido que resultara su aspecto. Nos condujo a una salita de espera cercana a la puerta, indicó a una doncella que aguardaba en el pasillo que no nos perdiera de vista y se alejó apresurada­mente, despertando en mi pecho la ardiente esperanza de que encontraría al profesor en casa y dispuesto, por lo menos, a hablar conmigo.

Apenas tuvimos que esperar, de hecho, pues muy pronto el profesor Mittag-Leffler en persona bajó y entró en la salita a recibirnos. Era un caballero de unos cuarenta años, saludable y vigoroso, cuya presencia imponía y, sin embargo, se comporta­ba con extraordinaria amabilidad. Vi de inmediato que sería di­recto y valiente en sus opiniones y que, a pesar de su aire es­tricto y ceremonioso, estaba dispuesto a escuchar sin reparos lo que yo tuviera que contarle. Quizás había incluso un brillo de diversión en sus ojos ante la escena de abigarrada multitud que componíamos, con Robert tan inseparable como siempre de su querida locomotora.

—Se dirigió a mí en un inglés casi impecable.

—Dígame, por favor, ¿en qué puedo ayudarla?

Su amable acogida me conmovió, pero también me sentía demasiado abrumada por una sensación de desesperada urgen­cia y me costó responder con la formalidad que merecía y es­peraba.

—Estoy aquí para suplicarle un favor inmenso e insólito —expuse de inmediato—. ¡Es una cuestión de vida, muerte y asesinato!

El hombre palideció un poco y percibí que me creía dese­quilibrada. Continué hablando a toda prisa:

—Vengo de Cambridge, Inglaterra, señor —le conté—. Tres matemáticos han muerto asesinados allí en los últimos meses.

—Ah, sí —murmuró él, relajando su expresión grave—. He tenido noticia de la espantosa racha de muertes. Es terri­ble, verdaderamente, y lamento que una joven como usted ha­ya tenido que verse involucrada de algún modo en semejantes sucesos. Sin embargo, no consigo ver cómo podría serle de uti­lidad...

—Acudo a usted ex profeso desde allí —expuse—, porque se ha acusado erróneamente de estos asesinatos a cierta persona y creo que usted y sólo usted tiene la clave de la verdad al respecto.

—¿Yo? —El profesor se quedó absolutamente perplejo, sin saber qué responder—. Pero... ¿pero cómo podría yo tener la más ligera idea, señorita... ?

—Duncan...

—Señorita Duncan, ¿qué puedo saber yo sobre la identidad del autor de los terribles crímenes de Cambridge?

—Profesor Mittag-Leffler —le respondí, con toda la since­ridad que era capaz de expresar—, usted no sabe, no puede sa­ber, qué gran papel han desempeñado el problema de los
n
cuerpos y el Concurso del Aniversario del rey Óscar en el mó­vil de los asesinatos.

Observé que su asombro iba en aumento; guardó silencio largo rato y, cuando habló, parecía verdaderamente preocupa­do y entristecido por mis palabras.

—¿Quién iba a pensar tal cosa? —musitó—. Si sus pala­bras son ciertas, lamentaré haber participado en la organiza­ción del concurso el resto de mis días.

—¡No, por favor, no diga eso! —repliqué—. No se puede atribuir ninguna culpa a la existencia de la competición. He acudido a usted porque, como le digo, creo que puede estar en posesión de algo que proporcione la prueba definitiva contra el asesino.

Advertí que, por fin, empezaba a entender.

—¿Se refiere a los manuscritos presentados a concurso? —preguntó abiertamente—. ¿Insinúa que uno de ellos puede contener esa clave a la que se refería?

—Ni más, ni menos —respondí.

El profesor permaneció pensativo un instante.

—Los trabajos son secretos y anónimos —señaló.

—¡Anónimos! —La revelación fue toda una sorpresa para mí.— ¡Anónimos! ¿Quiere decir que no conoce a los autores?

—Exacto, no sé quiénes son —explicó él—. Las normas es­tipulan que cada trabajo irá acompañado solamente de un epí­grafe.

—¡Claro! Recuerdo que aparecía en la convocatoria del concurso. Pero también constaba que debía enviarse el nombre de los autores en sobre sellado, marcado con el epígrafe. ¡Pen­saba que usted los abriría! De otro modo, ¿cómo podrá otorgar el premio ?

—Los trabajos se leerán anónimamente y se valorarán por sus méritos —declaró el profesor—. Cuando se escoja el ma­nuscrito ganador, el sobre con el epígrafe, y sólo ése, será abier­to por el rey Óscar en persona y se anunciará el nombre del autor.

—¿Y los demás nombres no se darán a conocer?

—Nunca. Iría contra las normas establecidas y aprobadas por Su Majestad.

Busqué, desesperada, algún argumento, alguna vía para eludir el obstáculo que se alzaba de aquel modo ante mí, y lle­gué a la conclusión de que el profesor no decidiría hasta qué punto transgredir las reglas por el bien de la justicia mientras no conociera mejor la situación.

—Estoy convencida de que un matemático de Cambridge envió al concurso un trabajo que contiene una solución com­pleta al problema de los
n
cuerpos —le confié. En sus ojos bri­lló un destello de interés puramente matemático.

—¿De veras? —exclamó—. ¡Qué descubrimiento tan ma­ravilloso e inesperado! —Sin embargo, tras esto, su expresión se ensombreció un tanto—. Pero aquí hay algo que no encaja. Hace unas horas he abierto todas y cada una de las plicas; lo he hecho en presencia de mi colega, Edgard Phragmén, que se alo­ja aquí, y no he observado que llegara ninguna procedente de Inglaterra.

Esta vez me toco a mí quedar muda de sorpresa.

—¡Pero no puede ser! —exclamé al fin, en tono suplican­te—. No sé desde dónde lo han mandado por correo pero no puedo creer que no exista. ¿Está seguro de que no habrá esca­pado a su atención, enterrado entre la gran pila de manuscritos que ha examinado hoy?

—No había un número tan grande —replicó él—; no más de una docena, en total. Y ni uno solo en inglés.

—¿En qué idiomas están escritos? —inquirí débilmente, invadida por una oleada de consternación.

—En francés, alemán, o ambos.

—¿En ambos?

—Sí; un par de trabajos han llegado en doble versión, escri­tas por una mano diferente en cada idioma.

Empezó a hacerse una luz en mi cabeza.

—¿No podría un matemático inglés haber encargado la tra­ducción de su trabajo al francés y al alemán y su transcripción, para mantener su identidad en secreto en el caso de no ganar el premio?

—Bien, no es imposible, desde luego... —respondió él, pen­sativo.

—Opino que podríamos determinar, con sólo ojear los ma­nuscritos, si corresponden al trabajo del que hablo. —Febril, dejé la valija en el suelo, la abrí y saqué el ya muy manoseado manuscrito del señor Beddoes y, de entre sus páginas, el famo­so papel escrito por el señor Akers.

—Observe esto, haga el favor —le dije con insistencia—. Son notas sueltas de la solución completa del problema de los
n
cuerpos que creo que deben constar en uno de los trabajos que usted ha abierto hoy. Sin duda, si examina esa docena de aportaciones podrá determinar si una de ellas contiene las ecuaciones que constan aquí.

El profesor Mittag-Leffler agarró los papeles que le presen­taba, tomó asiento con brusquedad en un cómodo sillón y se in­clinó sobre ellos, muy concentrado. Sosteniendo unas pequeñas gafas redondas ante sus ojos, pasó las hojas entre murmullos ensimismados. El señor Akers había sido un hombre desor­denado, pero la caligrafía pulcra y regular del señor Beddoes resultaba fácil de seguir y vi que el profesor estaba fascinado con lo que leía y que las ideas que se expresaban allí desper­taban una respuesta dentro de él, como ecos de pensamientos que habría podido tener pero que nunca había alumbrado.

Esperamos en completo silencio. Incluso Robert no se mo­vía apenas y se limitaba a hacer rodar su locomotora arriba y abajo sobre la mesa sin alborotar, levantando sus grandes ojos de vez en cuando hacia el ilustre profesor. Al cabo de diez o quince minutos, el señor Mittag-Leffler alzó la vista del escri­to con una expresión de sorpresa y perplejidad en el rostro.

—Lo que leo aquí es verdaderamente notable —declaró—. El manuscrito contiene el germen de dos ideas excelentes, por lo menos, y no percibo ningún error de bulto en el razona­miento que aquí se esboza. Con todo, la intuición me dice que tales métodos no pueden, no han de ser capaces de aportar un resultado. Me parece increíble. Sin embargo, la intuición de un matemático, aunque sea un indicio espléndido, no debe tomar­se como una certeza absoluta; ya me he llevado más de una sorpresa. Si éste es un nuevo ejemplo de una de ellas, resulta verdaderamente maravilloso y casi no me cabe duda de que ga­nará el concurso.

—Pero, profesor, lo que le he enseñado no es la comunica­ción enviada para competir por el premio —le recordé con tiento—. No es más que un esbozo apresurado. Queda por ver si el trabajo se completó y se envió con todos los detalles.

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