La incógnita Newton (38 page)

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Authors: Catherine Shaw

BOOK: La incógnita Newton
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¡Mañana, sin embargo, empezaré una nueva aventura!

Vanessa

39

Cambridge, domingo, 11 de junio de 1888

Mi queridísima hermana:

Toda la semana pasada ha estado llena de sol y de rosas, tanto en el exterior como dentro de casa y en lo más hondo de mi corazón. Cada mañana, me despierto y recuerdo otra vez que el juicio de Arthur ha concluido y, con él, las penalidades de mi alma. Toda mi vida parece renovada y gozosa y cada día ha traído una sorpresa inesperada y deliciosa.

La primera de ellas llegó el mismo día siguiente a la finali­zación del proceso. Después de mi actuación en el estrado de los testigos, estaba tan cansada que caí rendida en la cama y dormí como un tronco hasta muy entrada la mañana siguien­te; no desperté hasta que se presentó en la habitación la señora Fitzwiíliam, con una bandeja en la que traía un té y la prensa del día. Como es lógico, el periódico local recogía en sus pági­nas la insólita y teatral conclusión del juicio.

—Vaya, querida —me comentó mientras corría las corti­nas con delicadeza y dejaba que la luminosidad de la radiante jornada bañase la estancia—, debe de estar agotada, para dor­mir tanto. Sé que ha pasado unos días terribles y he pensado en traerle el desayuno a la habitación para que tenga un rato más de merecido descanso. Y échele una ojeada a esto, queri­da: ¡aparece usted en la primera página del periódico! ¡Imagí­nese!

Oh, querida, lo que decía mi casera era cierto. Había una fo­to mía, apenas una silueta a contraluz, tomada cuando abando­naba el juzgado, con la entrada del edificio al fondo. La acom­pañaba un artículo plagado de tonterías. No me gustó nada lo que leí, pues presentaba las cosas de una manera ridícula, que me pareció totalmente inapropiada. Nadie, al leer aquello, en­tendería que sólo me impulsó a actuar como lo hice el ánimo de investigar la verdad y de evitar una espantosa injusticia; todo el absurdo escrito parecía atribuir mi conducta a otras razones más profundas. Sospecho que las que mueven a alguien como yo deben de quedar fuera del campo de visión de los periodis­tas corrientes.

Ese mismo día, por la tarde, recibí visitas de casi todas las madres de mis alumnas. Con asombrosa rapidez y eficiencia, la señora Burge-Jones las había ido a ver una por una y les había planteado la propuesta de abrir la clase a los chicos, también, y de establecer el aula en su propia casa, si era necesario.

A mis clases asisten varias parejas de hermanas (e incluso un terceto), por lo que, en realidad, mis doce pupilas sólo tie­nen, en conjunto, siete madres; pues bien, salvo la señora Burge-Jones, todas las demás se presentaron a verme. La pri­mera fue la madre de Rose, que me felicitó con entusiasmo por mi actuación en el juicio y declaró que estaría encantada de enviarme a los hermanos de la niña si los tuviera, pero que, ay, Rose era hija única. Para resumir las prolongadas conversaciones y negociaciones que mantuve con ellas, tres madres, una de ellas de dos alumnas, decidieron que no po­dían seguir enviando a sus hijas a una clase tan osada y es­candalosa como la que yo —o, mejor dicho, la señora Burge-Jones— proponía.

Como sea que me había temido desde el principio una reac­ción semejante, estaba casi decidida a asegurar a las señoras que aún no había tomado una decisión en firme al respecto. Sin embargo, no fue así como resultaron las cosas, pues me descu­brí defendiendo tercamente el proyecto y, al final, vi reducirse la clase de doce a ocho alumnas.

Con todo, al mismo tiempo, el alumnado ha aumentado de la forma más interesante, pues no sólo daré clases a los dos hermanos de Emily, sino también a... ¡Cielo santo!, no tenía la menor idea, pero la madre de las tres hermanitas ha tenido, después de ellas, tres niños seguidos, ninguno de los cuales ha empezado todavía a tomar lecciones. Voy a escolarizar primero al mayor, y a los demás en años sucesivos. Y también em­pezarán de inmediato otros dos hermanitos pequeños de sen­das alumnas, lo que hará un total de cinco niños. Son todos muy pequeños, a excepción de Edmund, puesto que los demás ya acuden a la escuela. ¡Esto va a resultar absolutamente deli­cioso!

Después de todas estas visitas, tuve una larga conversa­ción con Emily, su madre y la señorita Forsyth. Continuaré residiendo en casa de la señora Fitzwilliam, pero en adelante el aula se ubicará en casa de la señora Burge-Jones, en la am­plia habitación de los niños, y la señorita Forsyth será mi auxiliar por la tarde; enseñará francés y me ayudará con los más pequeños si se excitan demasiado, como parece más que probable que suceda. A media tarde haremos un descanso, durante el cual los niños podrán salir a jugar al encantador jardín de la casa. La señora Burge-Jones está ilusionadísima con todo esto y parece haber encontrado en ello un nuevo propósito para su vida. Estoy convencida de que se ve como una especie de directora honoraria y, ¿quién sabe?, tal vez termine siéndolo de una escuela excelente, reputada y muy moderna...

La mañana siguiente recibí tu carta. ¡Oh, Dora, qué emo­cionante! Tantos cambios en mi vida, que a mí me parecen tan grandes, tantas experiencias vividas durante estas últimas semanas, y todo ello palidece ante lo que te aguarda a ti, aho­ra que has aceptado la proposición del señor Edwards. Con qué belleza expresa tu pretendiente el sentimiento de que, a tanta distancia, las verdaderas necesidades y deseos que­dan claros y perfectamente perfilados, mientras que se hacen borrosos e imprecisos en la confusión de la presencia diaria. ¡Pobre señor Edwards! Tanta gente que estaría encantada de afrontar el largo y misterioso viaje que le espera a unas tie­rras cálidas, desconocidas e inmensas, llenas de nativos y de extrañas enfermedades, y él sólo añora regresar a la campiña inglesa y vivir entre los verdes prados. Sin embargo, Dora, tú siempre has sido, a tu serena manera, más terca que yo. Sen­cillamente, te reservabas para tu gran momento. Te conozco; ahora que sabes lo que esperas, sabrás reservarte cuanto tiempo sea necesario, con infinita y obstinada paciencia, mientras el señor Edwards desarrolla su trabajo hasta que el gobierno lo autorice a regresar. Seguro que la espera no se prolongará más allá de unos pocos años y, al fin y al cabo, sólo hemos cumplido veinte, tú y yo.

En el mismo correo, recibí también una carta del profesor Mittag-Leffler. Le habían llegado noticias del resultado final de mis esfuerzos y escribía para felicitarme y para insistir en su invitación a que volviera a visitarlo en Estocolmo. Un párrafo de su carta me ha producido una honda impresión:

En vista de la asombrosa naturaleza de su contenido, yo mismo y mi asociado, el doctor Phragmén, procedimos de in­mediato a estudiar detenidamente el manuscrito numero siete. Lamento comunicarle que muy pronto nos dimos cuenta de que los cálculos, aunque desarrollados con un estilo brillante de gran matemático, contienen un grave error en uno de los pa­sos. Me parece recordar que en el manuscrito parcial que usted me enseñó, escrito con una caligrafía muy clara y legible, el autor había anotado un comentario al margen, precisamente junto a dicho paso; tal vez se creyera, sencillamente, incapaz de entenderlo, pero era más perspicaz de lo que pensaba. Y el autor del trabajo presentado a concurso deseaba demasiado el éxito para ejercitar su juicio crítico. Lamento decir que la conclusión final de dicho trabajo queda completamente invalidada por este error. En cualquier caso, el manuscrito presentado por el señor Henri Poincaré ha demostrado la imposibilidad de una solución clásica al problema de los tres cuerpos (y, de hecho, al problema de los
n
cuerpos, en general), por lo que el problema debe enfo­carse de una manera absolutamente distinta. El señor Poincaré inicia este estudio radicalmente nuevo con este artículo, que es una obra genial que marcará, incuestionablemente, todo el pró­ximo siglo.

Así pues, resulta que los tres difuntos fueron asesinados en vano, lo cual me lleva a una profunda reflexión sobre la inani­dad de las cosas de este mundo.

Anhelaba compartir esta carta y todas mis experiencias con Arthur, pero no lo había visto desde la conclusión del juicio y nadie parecía saber dónde estaba. Intenté ocuparme con mil co­sas, pero mis pensamientos volvían constantemente a él y sal­taba a cada ruido, a cada llamada a la puerta. Apareció, por fin, al caer esa tarde.

Oí sus pasos en el corredor, su suave llamada, y abrí la puerta al momento. Por un instante, nos quedamos mirando en el umbral; él me tomó las manos y allí permanecimos en si­lencio, un silencio que será siempre nuestro modo de comuni­cación más intenso, creo. Noté su contacto y no encontré pala­bras. Vi que él quería hablar y que cambiaba de idea una decena de veces. El tiempo se detuvo, y yo habría esperado eterna­mente.

Al fin, se decidió.

—¿Te casarás conmigo?

Respondí que sí y se produjo otro silencio.

—Temo que no será sencillo para ti —continuó lentamen­te—. Nunca he sido muy fuerte en los asuntos de la vida, ya lo sabes, y aunque estos últimos días he intentado olvidar y recu­perarme, algo dentro de mí se ha roto para siempre. No podía encontrar interés en nada... salvo pensar en ti.

—Yo lo remediaré. ¡Puedo remediar cualquier cosa! —de­claré con firmeza.

Él me tomó en sus brazos.

Los becarios de la universidad no tienen permitido casarse y una beca superior puede prorrogarse varios años, pero ¿qué importa eso? Somos jóvenes y el futuro es amplio, mis alumnas me necesitan y los días se suceden ante mí llenos de encan­to, de poesía y de arbustos rebosantes de flores silvestres. Más allá, todo se hace brumoso y lo prefiero así.

Qué maravilloso es pensar que pronto iré a casa. Estoy im­paciente por volver a ver nuestra vieja y querida casa. Llevo tanto tiempo ausente... Me he acostumbrado a las casas de ciudad, rectilíneas, cuadradas y de piedra. Cómo añoro las vigas nudosas y los techos bajos y los ventanucos en forma de rom­bo medio tapados por las enredaderas. Pensar que volveré a verlo todo dentro de apenas unos días, y los gatos, y nuestros resistentes caballos... ¡y a ti! Cuánto deseo salir a vagar por los campos durante horas contigo, Dora, como sólo dos gemelas pueden hacer. Pasear, simplemente, y hablar... de todas esas cosas que no tienen cabida en, o tan siquiera entre, las líneas de una carta.

Tu hermana que te quiere,

Vanesa

Historia matemática en La incógnita Newton

El marco matemático de
La incógnita Newton
es absoluta­mente histórico. El Concurso del Aniversario tuvo lugar tal co­mo se describe, incluso en el detalle de los manuscritos sin firma identificados por epígrafes; de hecho, varios de los autores que participaron no han sido identificados hasta la fecha. El trabajo al que hace referencia este libro toma el título de uno de ellos.

El concurso fue organizado por Gösta Mittag-Leffler (1846-1927) bajo los auspicios del rey Óscar II de Suecia; la casa de Mittag-Leffler existe todavía y es hoy la sede de un famoso instituto matemático. El anuncio del concurso en la publica­ción
Acta Mathematica
se ha reproducido fielmente y el re­sultado final fue, históricamente, el que se describe en la obra. De hecho, hubo otro acontecimiento; Poincaré descubrió que su trabajo premiado contenía un error, que rectificó cuando ya se habían impreso todos los ejemplares de las
Acta Mathema­tica
, e insistió en pagar de su bolsillo una nueva impresión, lo que le costó todo el dinero que había ganado con el premio. Los sucesos relacionados con la supuesta solución de Lejeune-Di-richlet (1805-1859) al problema de los
n
cuerpos y sus confi­dencias en el lecho de muerte a Leopold Kronecker (1823-1891) también se produjeron como se cuenta.

Arthur Cayley (1821-1895) y Grace Chisholm (1868-1944) fueron miembros del Departamento de Matemáticas de Cam­bridge durante el periodo descrito; la defensa de Cayley de la enseñanza de Euclides y la partida de Chisholm a Alemania pa­ra escribir una tesis están documentadas. Karl Weierstrass (1815-1897) y su famosa estudiante, Sofía Kovalievskaia (1850-1891) existieron realmente, y Kovalievskaia fue, como se des­cribe, la primera mujer profesora de matemáticas en Europa. Henri Poincaré (1854-1912) fue, por supuesto, el mayor mate­mático de su tiempo. El problema de los
n
cuerpos era un tema de investigación candente en la década de 1880 —aún sigue siendo muy popular hoy en día— y el trabajo de Poincaré re­sultó fundamental. Según demostró, no puede darse una solu­ción general en forma discreta; no obstante, en los últimos años se han descubierto muchas soluciones especiales que cau­san sorpresa.

La revista para jóvenes victorianas,
The Monthly Packet
, existió realmente; contenía muchos problemas y cuentos ma­temáticos ideados por Lewis Carroíl (1832-1898), incluido el
Cuento enmarañado
que se reproduce en el libro. Asimismo, es cierto que Oscar Wilde se encargó de la edición de la revista
Woman's World
y que demostró un gran interés por la ropa femenina, respecto a la cual tenía una rotunda posición en con­tra de los corsés y de cualquier otro constreñimiento impuesto por las modas: «De los hombros, y sólo desde ellos —escri­bió— debe colgar un vestido».

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