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Authors: Catherine Shaw

La incógnita Newton (37 page)

BOOK: La incógnita Newton
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»Con todo, como le había dado tantas vueltas a cada aspec­to del problema, el señor Crawford fue capaz de captar, aun con la escasa información que logró deducir de las preguntas de su colega, la idea clave que se escondía en la fórmula central y, desde aquel instante, su único deseo fue encerrarse a solas de nuevo en su torre de marfil y desarrollarla hasta alcanzar una versión definitiva y completa de lo que consideraba el fruto de su idea original. Tan pronto se marchó el señor Beddoes y hu­bo cerrado la puerta, volvió al trabajo y, al cabo de una semana de resolver detalles, creyó estar en posesión de una solución completa y exhaustiva del llamado problema de los tres cuer­pos que se perturban.

«Entonces, en su mente febril empezó a imaginarse vence­dor del concurso del aniversario del rey, famoso en muchos paí­ses y considerado a la altura del mismísimo Henri Poincaré. Esta visión se convirtió pronto en obsesión y, día a día, se con­venció de que sólo el señor Beddoes, con su conocimiento de la verdadera procedencia de las ideas contenidas en el manuscri­to, se interponía entre él y la gloria. Además, parecía muy im­probable que las ideas que su colega exponía como propias lo fueran realmente; más aún, el mero hecho de que se presenta­se con ellas resultaba de lo más sospechoso. Probablemente, por lo menos a medias, identificó al señor Beddoes como el ase­sino del señor Akers.

«Durante una semana, más o menos, el señor Crawford es­tuvo tan ocupado en escribir y en calcular que apenas reparó en tales pensamientos, pero llegó el día en que consideró com­pleto su trabajo y, entonces, sólo el riesgo que entrañaba el co­nocimiento del señor Beddoes de la realidad de la situación evi­tó que lo delatara. Esto nos lleva al día del té en el jardín de la universidad, el 23 de abril. El señor Crawford decidió estable­cer sus planes con mucho cuidado. Para empezar, sabía que la presencia de un trabajo enviado al concurso en inglés sería co­mentada, ya que no se esperaba que optara al premio ningún especialista de procedencia anglófona. Deseaba que su manus­crito atrajera la atención, por supuesto, siempre que ganara el premio; de no ser así, se daba perfecta cuenta de que sería muy peligroso que alguien estableciera una relación, aunque fuese remota, entre la presentación al concurso de un trabajo bri­tánico y el asesinato de Cambridge. Así pues, encargó traducir el manuscrito al francés y al alemán, de forma que resultase prácticamente imposible adivinar su procedencia. Las normas del concurso estipulaban que los trabajos se entregarían anóni­mamente, con un epígrafe por única identificación, y que el verdadero nombre del autor se acompañaría en una plica cerra­da, en la que constaría el mismo epígrafe. Sólo se abriría el so­bre correspondiente al trabajo ganador. Así pues, al enviar ver­siones en francés y en alemán de su manuscrito, el señor Crawford se creyó definitivamente a salvo de que lo identifica­ran si su trabajo no resultaba premiado (por ejemplo, si el se­ñor Poincaré había aportado otra solución aún más brillante). En el caso de que su manuscrito resultara vencedor, su deseo de fama y honores era tan grande que estaba dispuesto a correr cualquier riesgo.

»También aprovechó el encuentro casual con el señor Bed­does en el jardín de la universidad para expresarle que no le guardaba rencor por la discusión que habían tenido y que de­seaba reunirse a cenar con él. Yo misma fui testigo de ello y el señor Beddoes pareció sorprenderse mucho cuando el señor Crawford le dirigió la palabra. En aquel momento, pensé que lo desconcertaban los bruscos modales de su colega, pero ahora comprendo que su sorpresa se debía al hecho de que en su úl­timo encuentro, una semana antes, los dos hombres habían mantenido una pelea encarnizada.

»A continuación, el señor Crawford procedió a un acto de extraordinaria perversidad. Invitó a los señores Beddoes y Weatherburn a cenar con él en la taberna irlandesa, el 30 de abril, y se excusó de asistir en el último momento, alegando que se en­contraba mal. La inclusión del señor Weatherburn en esta in­vitación tenía la evidente intención de arrojar sospechas sobre él, puesto que ya había cenado con la víctima del anterior ase­sinato, y la maniobra no pudo salírle mejor.

En este punto de mi parlamento, hice una pausa y miré di­rectamente a Arthur, como hicieron todos los demás en la sala. Por primera vez desde el inicio de aquel penoso proceso, en­contré sus ojos fijos en mí, ardorosos, y esto me dio fuerzas.

—El señor Crawford se apostó junto a la verja de entrada al jardín del señor Beddoes, oculto tras unos grandes arbustos de lilas, y esperó entre las sombras con una piedra de buen ta­maño en la mano, que había cogido del propio jardín. Por fin, vio que los dos hombres regresaban de la cena y se despedían ante la verja, deseándose buenas noches. El señor Weather­burn se alejó y el señor Beddoes cerró la verja y se encaminó a la casa. Recibió el golpe mortal en la nuca por sorpresa. El señor Crawford era un hombre alto y corpulento. El golpe, silencioso y potente, tuvo un efecto instantáneo. El señor Bed­does no llegó a emitir ni un gemido y nadie se enteró de nada. El señor Crawford soltó la piedra y regresó a su casa; la señora Beddoes no descubrió el cuerpo de su marido hasta bastante tiempo después, cuando se asomó a la puerta con la esperanza de verlo llegar.

»El señor Crawford debió de recibir sus traducciones muy poco después de esto. El juez principal del concurso, el profesor sueco Mittag-Leffíer, las hojeó y me aseguró que parecían tra­bajo de hablantes nativos, pero no de matemáticos. Supongo, por ello, que las encargó a alguna agencia de traductores co­rriente; si es necesaria la prueba, no tengo duda de que podrá identificarse y localizarse dicha agencia.

»Al enterarse de que habían detenido al señor Weather­burn, el señor Crawford no tardó en sentirse totalmente libre de sospechas y, el 4 de mayo, tomó los dos manuscritos, los in­trodujo en un sobre y fue a echarlo al correo, dirigido proba­blemente a alguien del continente que lo reenviaría a Estocolmo. Yo acabo de llegar de dicha ciudad, donde hablé con el organizador del concurso, el profesor Mittag-Leffler, y vi con mis propios ojos el sobre y los manuscritos. Sin embargo, co­mo éstos eran anónimos y la caligrafía, el idioma y el franqueo no señalaban explícitamente al señor Crawford, me vi obliga­da a presentar una petición especial para que se abriera la plica sellada que se había recibido con el trabajo, en la cual constaba el epígrafe utilizado por el autor y el nombre de éste. El profe­sor Mittag-Leffler no tenía atribuciones para abrirla e insistió en que sólo el rey, patrocinador del concurso, tenía autoridad para hacerlo. Así pues, tuve que pedir audiencia y presentar mi petición al propio rey de Suecia. Él abrió la plica y confirmó que el autor del manuscrito era el señor Crawford. Su majes­tad ha escrito a su señoría esta carta, en la que le informa de todo.

Una exclamación de complacida sorpresa se levantó en la sala cuando saqué de la cartera de piel el sobre lacrado, con el emblema de la casa real en bello relieve, y se lo entregué al juez. Se produjo un silencio expectante mientras rompía el se­llo y leía en voz alta el breve mensaje.

—Le ruego que prosiga, señorita Duncan —dijo el magis­trado a continuación, volviéndose hacia mí—. En vista de todo lo anterior, espero con la respiración contenida que pueda expli­carme cómo encontró la muerte, entonces, el señor Crawford.

—Sí, también fue todo un misterio para mí, al principio —respondí—. Recuerde que con ocasión de la pelea entre los matemáticos el 14 de febrero, llevado de la excitación, se tomó media botella de whisky. En realidad, tal comportamiento era muy infrecuente en él y sólo se producía en momentos de tre­menda tensión. El envío de su manuscrito a Suecia fue uno de tales momentos, sobre todo porque no pudo compartirlo con nadie. Regresó a casa animado por un secreto júbilo triunfal, sa­có la botella, aún medio llena porque no la había vuelto a tocar desde el día de la reunión, y la apuró en un par de abundantes vasos. Y como el whisky contenía una gran dosis de digitalina, cayó muerto de un paro cardiaco al cabo de pocos minutos.

»Pero ¿quién echó la digitalina en la botella? Al principio, creí que había sido el señor Beddoes, que habría cogido el fras­co del bolsillo del señor Akers después de darle muerte. Sin embargo, tal razonamiento no terminaba de convencerme. Por un lado, no veía por qué habría querido quedarse la digitalina, pues en aquel momento no tenía motivos para concebir el ase­sinato del señor Crawford: no se habían peleado todavía y seguían siendo grandes amigos. Pensé que tal vez preveía ya su futura desavenencia, pero me pareció improbable y, en realidad, demasiado diabólico. Por otra parte, quedaba por explicar la extraña conducta del señor Akers con su medicina en la taberna irlandesa, durante la última cena de su vida. Tardé bastante en darme cuenta de que me había dejado despistar por la insistencia del fiscal en que el frasco le fue robado del bolsillo al señor Akers por su asesino.

»Lo que sucedió fue, de hecho, mucho más sencillo. Du­rante la funesta reunión del 14 de febrero, el señor Akers de­bió de entender perfectamente que el señor Crawford no tenía la menor intención de permitirle seguir con su propósito de presentar el trabajo y saborear el triunfo él solo. Hombre impulsivo, asocial y rencoroso, decidió al momento eliminar a su colega, sin apenas pensar en las consecuencias, probablemente. Y cuando vio que el señor Crawford, no por primera vez, daba cuenta de media botella de whisky de una sentada, debió de imaginar (y no se equivocaba mucho) que se trataba de una práctica habitual en él y, aprovechando un momento de dis­tracción, procedió a verter el contenido del frasco en la medía botella que quedaba. El señor Akers debió de calcular que, los días siguientes, podría concertar una visita con algún médico de Londres para obtener un repuesto del medicamento sin despertar las sospechas de su doctor habitual. De haberlo hecho así, quizá no habría despertado nunca la menor sospecha como autor de la muerte, pues su médico era el único que sabía que usaba digitalina y el señor Beddoes, el único que conocía su re­lación secreta y especial con el señor Crawford. Sin embargo, cometió un grave desliz en la cena con el señor Weatherburn. Siguiendo de forma automática su costumbre, sin detenerse a reflexionar, pidió agua, se sirvió un vaso y se dispuso a echar en él sus diez gotas de digitalina habituales, pero en el frasco no quedaban más de una o dos, ya que lo había vaciado por la tarde. Debió de reparar al instante en la necedad de lo que aca­baba de cometer, puesto que ahora existía un testigo, tanto del hecho de que tomaba una medicación que podía relacionarse con la muerte del señor Crawford, como de que el frasco es­taba vacío. Sin embargo, lo sucedido era irremediable. Obe­deciendo un impulso, se deshizo del mencionado frasco de la digitalina; probablemente, lo haría en el mismo restaurante, cuando fue a lavarse las manos. Durante la cena se mostró su­mamente inquieto y, por supuesto, tenía que estarlo, ya que debió de pensar que aún estaba a tiempo de evitar el espantoso crimen que había preparado. Espero, deseo creer, que lo habría hecho aquella misma noche, si no le hubiera sobrevenido la muerte de manera tan inesperada. Eso espero, pero nunca lo sabremos.

»Señoría, caballeros del jurado, esto es cuanto tenía que de­cir. Espero sinceramente que haya sabido explicar todos estos sucesos a su satisfacción.

Callé y permanecí en el estrado de los testigos, temblorosa. Un ruido extraño, como una oleada, surgió del fondo de la tri­buna del público y se extendió por la sala, y sólo al cabo de un rato que me pareció interminable caí en la cuenta de que eran aplausos. El juez hizo sonar el mazo y mandó a gritos:

—¡Orden en la sala! —A continuación, se dirigió a los abo­gados—: ¿Solicitará el fiscal un aplazamiento hasta mañana pa­ra preparar su respuesta a lo aportado por la señorita Duncan?

El abogado de la Corona se puso en pie.

—Haré la exposición final ahora, señoría, con su permiso —respondió con voz firme.

Se volvió hacia el jurado y realizó una breve alocución;

—Miembros del jurado, han oído dos explicaciones muy diferentes de cómo fueron asesinados tres matemáticos, y dos interpretaciones opuestas de las mismas pruebas materiales, las que se refieren a la desaparición del frasco de digitalina, a la presencia del acusado con cada una de las dos primeras vícti­mas inmediatamente antes de las muertes, etcétera. La testigo a la que acaban de escuchar ha añadido nuevas evidencias. A ustedes corresponde ahora comparar las dos posibles expli­caciones y determinar, más allá de la duda razonable, cuál es la verídica. Con estoy doy por concluida la presentación de mi alegato.

De inmediato, se levantó el abogado de la defensa y su par­lamento fue aún más corto:

—Miembros del jurado, ya he expuesto a lo largo del juicio que el acusado es absolutamente inocente de los horrendos crí­menes que se le imputan y que no tiene más culpa que la de haber estado por dos veces en el lugar inadecuado en el mo­mento inoportuno. La información adicional que nos acaba de aportar esta testigo completa mi presentación del caso. No ten­go más que añadir.

El juez Penrose se volvió hacia el jurado y ladeó la cabeza como si pidiera disculpas.

—Miembros del jurado, tengan la amabilidad de retirarse otra vez a deliberar, hasta que alcancen un nuevo veredicto.

Jamás un juicio ha tenido una conclusión mas rápida. El ju­rado regresó al cabo de dos minutos y, cuando todos hubieron ocupado sus asientos, el juez preguntó si habían llegado a una conclusión.

—Sí, señoría —dijo el portavoz.

—¿Cuál es su veredicto?

—Hemos modificado nuestra decisión anterior, señoría. Ahora consideramos unánimemente que el acusado no es cul­pable. Deseamos añadir que, afortunadamente, nos hemos sal­vado por muy poco de haber cometido una grave injusticia.

La sala prorrumpió en exclamaciones de todo tipo y el juez hizo sonar de nuevo el mazo.

—¡El acusado es declarado inocente y puesto en libertad con todos los pronunciamientos favorables! —sentenció con voz estentórea para hacerse oír entre el alboroto.

De repente, no pude soportar un segundo más el ruido, la multitud y las decenas de miradas. Salí corriendo del tribu­nal y me perdí en la tranquila oscuridad de las calles, por las que deambulé largo rato antes de regresar a casa. Han sido demasiadas cosas, demasiado tiempo y demasiado esfuerzo, y esta noche me siento demasiado entumecida para celebrar el triunfo.

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