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Authors: Catherine Shaw

La incógnita Newton (33 page)

BOOK: La incógnita Newton
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Cuando busqué mi vestido gris, observé que durante la no­che lo habían limpiado al vapor y lo habían planchado. Sin em­bargo, cuando me lo hube puesto, dudé en aparecer en público, pues todavía tenía el pelo mojado y no conseguía peinarlo. Sin embargo, la amable criada no tardó en presentarse y me lo se­có a medias con la toalla, lo ahuecó con los dedos y lo cepilló cuidadosamente; luego, por señas, me dijo que fuese a desayu­nar y que más tarde terminaría de peinarme. Los cabellos, ya casi secos, me caían en grandes ondas sobre los hombros y me sentí algo avergonzada, como si me presentara en salto de ca­ma, pero era preciso que bajase y lo hice.

Me encantó encontrar a Emily y a Robert ya instalados ante la bien provista mesa, dando cuenta de unas tostadas con mermelada con alegre satisfacción y riéndose al unísono, aun­que por la hinchazón de sus ojos y el rubor de sus mejillas se veía que apenas acababan de despertarse. El profesor charlaba con ellos muy animadamente; al verme llegar, me invitó a la mesa y, con esa amabilidad y esa comprensión suyas que nunca olvidaré, se refirió de inmediato a lo que más me preo­cupaba.

—Son las siete —me dijo, echando un vistazo al bello reloj de plata que sacó del bolsillo—. El rey recibirá el mensaje den­tro de una hora. Para entonces, estaremos ya en palacio y ten­dremos su respuesta de inmediato.

Hizo un alto para pasarme los diversos tarros de cristal y las fuentes a fin de asegurarse de que desayunaba en abundan­cia y luego continuó:

—Estaba hablando con estos dos encantadores chiquillos y ahora conozco con mucho más detalle las circunstancias com­pletas de su viaje y de su doble empresa. Me llena usted de ad­miración y deseo apoyarla en todo lo que pueda, pues observo que se atreve a actos muy osados por la mera percepción de la injusticia.

Al oírlo, recordé algo.

—En este caso, señor, somos almas gemelas, pues he sabido que fue usted quien nombró aquí, en Estocolmo, a la única mu­jer profesora universitaria de toda Europa, cuando ningún otro país ha contemplado tal posibilidad, ni siquiera Alemania, don­de por lo menos se permite que las mujeres estudien.

—Así que ha oído hablar de la famosa Sofía Kovalievskaia... —dijo con una sonrisa—. Es una de las matemáticas más destacadas del momento y lo que a otros puede haberles parecido un descrédito, a mí me resulta un gran honor y una suerte extraordinaria. Ojalá pudiera presentársela. Señorita, no me interesaré en más pormenores de lo que busca, pues en­tiendo que debe guardar en secreto sus sospechas hasta que se confirmen y, en cualquier caso, poco sé yo de los protagonistas, vivos o muertos. Pero si todo trascurre como usted espera y consigue que se imponga la justicia, ojalá llegue el día en que su vida se llene de paz y de tranquilidad y que tenga suficien­te energía y tiempo para emprender de nuevo el largo viaje que la ha traído aquí. Yo la recibiría con el mayor de los place­res y le presentaría a mi querida Sofía, a quien complacería mucho conocerla, estoy seguro. Y, ahora, debemos preparar nues­tra partida.

Nos levantamos de la mesa y la criada despojó a los niños de los amplios delantales que protegían su ropa de las gotas de mermelada y de miel que, como era de esperar, habían derra­mado. Sorprendida y encantada, comprobé no sólo que los ni­ños habían sido bañados y aseados a conciencia, sino también que su ropa estaba limpia y, lo más asombroso, perfectamente seca. En la casa debía de haber un fuego muy grande para con­seguirlo en tan pocas horas pues, por lo general, cuesta muchí­simo que las prendas se sequen por la noche. Emily llevaba el vestido almidonado y planchado y, con sus cabellos oscuros y sedosos recogidos atrás con una cinta y los zapatos lustrados, volvía a ser la graciosa princesa a la que daba lecciones, en lu­gar de la animosa gitanilla que me había acompañado durante toda la semana. Robert también estaba aseado y de punto en blanco y tenía todo el aire de un chiquillo mimado de buena fa­milia. Advertí con más claridad que nunca su delicado encanto y su profundo parecido con Edmund.

Me condujeron arriba, donde la doncella personal de la es­posa del profesor —que todavía dormía— se encargó de pei­narme y con fácil precisión, me recogió los cabellos en un elegante moño sobre el cual me colocó el sombrero, sujetán­dolo con cuidado. A continuación, me guió escaleras abajo hasta el vestíbulo, donde me esperaban el profesor y los ni­ños, ya envueltos en sus abrigos. El elegante carruaje del pro­fesor aguardaba ante la puerta; montamos y emprendimos el recorrido por las amplias y encantadoras calles de la capital. El profesor llevaba una cartera de cuero que contenía todo el juego de manuscritos y sobres cerrados que se presentaban al concurso real.

No tardamos mucho en llegar al centro de Estocolmo y, antes de que dieran las ocho, nos deteníamos ante el Palacio Real, que en sueco llaman Kungliga Slottet. Este palacio, en cuyas fachadas hay nichos esculpidos que albergan armonio­sas estatuas, es un edificio absolutamente regular, perfectamente cuadrado y similar por todos los costados, de cuatro pisos de altura, con un gran patio en el centro y cuatro alas simétricas que se extienden desde las esquinas, dos en la parte delantera y dos en la trasera, y entre las cuales quedan unas amplias ex­planadas.

El carruaje se detuvo en la explanada delantera y descendi­mos; de inmediato, nos rodaron los guardias uniformados, que nos interrogaron y nos hicieron esperar mientras se informa­ban. Finalmente, nos escoltaron al recinto del palacio. Una vez en él, nos condujeron por una serie de largos y nobles pasillos hasta una gran antecámara en la que ya esperaba buen núme­ro de personas.

—Estamos en la antesala del despacho del rey —nos infor­mó el profesor—. Aquí trabaja y recibe visitas y peticiones. Ahora tenemos que esperar la respuesta a nuestro mensaje, que ya deben de haberle entregado. El rey no tiene tiempo que perder, así que el mensaje era muy breve; exponía la extrema urgencia de la situación y le rogaba que me concediera unos pocos minutos. Tengo con su majestad una relación cercana y de confianza y espero que nos mandará al menos una breve respuesta en cualquier momento.

En realidad, no llevábamos media hora de espera (durante la cual estuve en ascuas, no sólo por el miedo a recibir una ne­gativa, sino también por el temor de que Emily o Robert fue­ran a comportarse de manera inapropiada en aquel entorno re­gio) cuando un guardia uniformado entró en la sala y llamó al profesor Mittag-Leffler. Hablaron un momento y el profesor se volvió a informarnos.

—El rey hará un hueco en su agenda para recibirnos a las diez, cuando termine la audiencia con el embajador danés —di­jo—. Habría preferido preparar a su majestad comentándole el asunto a solas; pero, como dispondremos de poco tiempo, en­traremos todos juntos. Yo hablaré primero y usted, señorita Duncan, responderá a las preguntas que él le haga. Por favor, acuérdese de terminar cada frase con la palabra «majestad».

—Desde luego —le aseguré, bastante cohibida ante la idea de que mi falta de experiencia pudiera perjudicar de algún mo­do el resultado de mi solicitud. Intenté imaginarme hablando con el rey y no era fácil: pensé si no parecería una suerte de Alicia dirigiéndose respetuosamente al gato de Cheshire. La espera se prolongó y deseé vehementemente tener algo que leer. Estos largos momentos de inactividad forzosa, cuando to­do mi ser exige ponerse en acción, han resultado el aspecto más torturador de todo el viaje. Sin embargo, el tiempo transcurrió; los numerosos peticionarios que aguardaban en la sala habla­ban unos con otros en voz baja, por lo que Emily y Robert con­sideraron que a ellos tampoco les estaba prohibido hacerlo y empecé a captar retazos sueltos del cuento de La bella dur­miente, narrado con gran atención al detalle. Finalmente, die­ron las diez y me pregunté qué forma adoptaría la llamada. La gran puerta doble del fondo de la antecámara se abrió y uno de los guardias uniformados apareció en el hueco y anunció con voz estentórea:

—¡El rey recibirá al profesor Mittag-Leffler y a sus acom­pañantes!

Nos levantamos, entre la irritación de los que habían llega­do mucho antes que nosotros —y aún tendrían que esperar bastante más, probablemente— y fuimos conducidos a través de la salita anexa, cuyo principal propósito parecía ser alojar a la guardia y alejar al rey del bullicio de la antecámara, hasta el mismo despacho de su majestad, donde pude contemplar por fin al regio personaje.

El rey tiene unos sesenta años, el porte noble y altivo, el cabello canoso y escaso, la barba gris y cerrada y un bigote tan largo que se junta con la barba y se extiende luego hacia fue­ra en dos guías enceradas, largas como dedos. Se hallaba sen­tado detrás de un gran escritorio. Nosotros permanecimos de pie. Aunque no entendía una palabra de lo que decían, era evi­dente que su majestad invitaba al profesor a exponer el asun­to con la máxima brevedad posible, pues éste habló a toda pri­sa. Empezó por mostrarle el montón de trabajos y de sobres sellados que traía. El rey asintió y dijo algo, y los manuscritos fueron depositados sobre la mesa. Acto seguido, el profesor continuó hablando; capté el tono de urgencia de su voz y en­tendí que estaba llegando al meollo del asunto. El rey respon­dió con un breve comentario y llamó con una campanilla. El corazón casi se me detuvo al ver que se abría la puerta y en­traba un guardia, pues pensé que acababan de echarnos sumariamente. Sin embargo, el profesor estrechó la mano al rey en un gesto seco y enérgico, como si no pudieran perder el tiem­po siquiera para una ceremonia tan breve, y después de decir­me, «el rey la recibirá a solas», dejó que el guardia lo acompa­ñara a la salida.

—El profesor Mittag-Leffler me ha contado que es usted la señorita Duncan, que viene de Cambridge y que está interesa­da en el asesinato, allí, de tres matemáticos; dice el profesor que está convencida de que la persona a la que se juzga por es­tos hechos, también un matemático, es inocente y, sin embar­go, corre gran peligro de ser condenado. Que cree conocer el verdadero curso de los acontecimientos y que uno de los sobres que tengo aquí contiene una prueba importante de su teoría.

Entendí que un hombre como aquél fuese rey. Si el país era dirigido con parecida eficiencia, estaba gobernado espléndida­mente, desde luego.

—Señorita Duncan, estoy dispuesto a abrir y leer el nom­bre que contiene la plica cuyo número me indique, pues no sé nada del contenido del manuscrito correspondiente. Sin em­bargo, no me agrada la idea de comunicarle el nombre que ve­ré, pues no querría, al hacerlo, sugerirle el nombre del asesino. Sin embargo, si es cierto que cree estar informada de su iden­tidad, sólo tendrá que escribir el nombre en este papel, junto con el número del sobre que quiere que abra, y le comunicaré si acierta o no.

Me vi en un aprieto. No estaba completamente segura del autor del manuscrito: podía ser una de dos personas. Pensé en el señor Akers y su medicina. Cerré los ojos un instante, elevé una plegaria, escribí un nombre en el papel y añadí el número siete.

El rey leyó, sacó el sobre con el número correspondiente, lo abrió con un abrecartas de plata, extrajo el papel que contenía y lo miró. Todos sus gestos fueron tan firmes y precisos como lo habían sido sus palabras. Enseguida, me miró directamente a los ojos con un gesto de asentimiento.

—Sí, señorita Duncan. Acierta usted. La felicito por su perspicacia y le deseo éxito en su empresa.

El corazón se me desbocó de alivio y de triunfo. ¡Por fin lo sabía! ¡Lo sabía de veras! ¡Sólo tenía que regresar a Inglaterra a toda prisa, volando, y presentarme al juez con mis descubri­mientos!

El rey alargó la mano hacia la campanilla. Noté que Emily me daba un tirón del vestido y me volví a mirarla. Parecía im­paciente por decir algo, pero estaba demasiado nerviosa para articular palabra.

—¿Qué deseas, pequeña? —preguntó su majestad, dirigien­do una inesperada sonrisa a los niños, en cuya presencia no ha­bía reparado hasta entonces.

—¡Majestad, la señorita Duncan necesitará pruebas para enseñárselas al juez cuando llegue a Inglaterra, si quiere salvar al señor Weatherburn, por favor, majestad! —prorrumpió Emily, sonrojada hasta las orejas.

El rey reflexionó un instante.

—Tienes razón, niña. Aun así, no quiero hacer público este asunto. Veamos... Escribiré y sellaré una carta, para que sea abierta y leída únicamente por el juez, que usted le llevará en mi nombre. ¿Cómo se llama ese hombre?

—Juez Pénrose, señor..., quiero decir, majestad.

El rey mojó la pluma en el tintero, tomó una hoja de papel bellamente grabada y escribió unas cuantas frases mientras Emily, Robert y yo intentábamos mirar a otra parte para evitar que nuestros ojos se vieran irresistiblemente atraídos hacia la página. Cuando hubo terminado, anunció:

—He escrito que ha venido usted a verme con la certeza de que la persona que usted ha nombrado era el autor del manus­crito recibido por el profesor Mittag-Leffler, y que confirmo personalmente que su suposición es acertada.

Dobló el papel, lo introdujo en un sobre también grabado con su corona y estampó en él la marca de un sello de gran ta­maño, impresionante, de lacre rojo. Con su caligrafía amplia y noble, dirigió el sobre al «Juez Penrose, Cambridge, Inglaterra» y me lo entregó. Después nos estrechó la mano uno por uno y dijo a Emily:

—Has sido muy servicial, pequeña.

—¡Oh, gracias, majestad, gracias por todo! —musitó ella.

El rey tomó el abrecartas de plata y se lo entregó, sonriendo.

—Quédate esto como regalo —dijo—. Así, siempre recor­darás a tu amigo, el rey de Suecia. Deseo a todos
bon voyage
.

Mientras aún intentábamos balbucir unas palabras de agra­decimiento, tocó la campanilla y entró el guardia.

Salimos enseguida. Casi me fallaron las rodillas y apreté el sobre en mi mano, mientras Emily hacía lo mismo con su re­galo. El guardia nos condujo a otra antecámara, donde nos es­peraba el profesor.

—¿La entrevista ha ido bien? —preguntó de inmediato.

—¡Sí! —exclamé— Su majestad abrió la plica; no quiso decirme qué nombre había en ella, sino que me invitó a que se lo dijera yo y, a continuación, confirmó que era el mismo. Le ha escrito una carta al juez —le mostré el sobre.

—Es usted muy afortunada —comentó él—. Guárdela con cuidado. Ahora, la acompañaré a organizar su regreso a Ingla­terra. Desearía obsequiarle una pequeña caja fuerte para que lleve esta importante misiva, pues el riesgo de que la perdiera o se la robaran es demasiado grande.

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