Read La incógnita Newton Online
Authors: Catherine Shaw
Lo único que se precisa es comprar un billete a Londres, desde allí tomar un barco a Europa... y luego seguir adquiriendo pasajes y tomando trenes hasta llegar a mi destino.
Sin duda, muchas personas en estos países extranjeros deben de hablar inglés y serán amables y serviciales. La señorita Chisholm abandonará audazmente su país para estudiar en una tierra desconocida, por amor a las matemáticas.
Está en juego la vida de Arthur, si no actúo.
Este último pensamiento me impulsó a escabullirme de la casa y dirigirme a la pequeña estación del ferrocarril, donde, temblando de zozobra, me obligué a tranquilizar la voz para pedir un billete a Londres. No fue tan difícil; compré un pasaje sólo de ida (para gran sorpresa del caballero que atendía la ventanilla, y también para la mía, en cierto modo, pero sólo Dios sabe dónde terminará mi aventura y no me atreví a hacer cálculos sobre la fecha de mi regreso).
Luego volví a mi habitación a toda prisa y, prefiriendo una valija pequeña al gran baúl que traía a mi llegada allí, tomé sólo mi mejor vestido gris y toda la ropa interior que pude meter. Después me puse el traje de viaje marrón oscuro. Poco antes de que partiera el tren, agarré con firmeza la valija, me coloqué el sombrerillo marrón, salí al exterior decidida y resuelta y anduve veinte pasos tal vez. De repente, recordé algo. Me detuve y di media vuelta. Creí ver que una figura clandestina se ocultaba tras una esquina y el corazón me dio un vuelco, espantada. Con todo, volví sobre mis pasos con decisión, entré de nuevo en mis estancias, tomé una hoja de papel y escribí en ella: «Las lecciones quedan suspendidas durante unos días». La clavé en la puerta con gesto serio y salí de nuevo.
Tomar el tren no habría sido tan terrible, Dora querida, si no hubiera estado tan asustada de lo que había de venir a continuación. Tomé asiento, observé a mis compañeros de viaje y esperé, tratando de controlar mis pensamientos desbocados y de reflexionar sobre mi siguiente paso, hasta que el ferrocarril se detuvo en la estación de Londres. Me apeé y acudí a la ventanilla más próxima para indagar con toda la calma posible cómo podía tomar pasaje en un barco a Europa. Aguardé detrás de una familia británica que inquirió como si fuera la cosa más natural del mundo por el billete combinado de tren y transbordador a Calais, y me sorprendí pidiendo lo mismo. Más adelante descubrí que podría haber viajado directamente a Ostende, en Bélgica; sin embargo, como verás a continuación, tal vez las cosas estaban predestinadas a suceder como han sido.
Me mandaron a otra ventanilla, compré un pasaje, monté un tren a Dover, esperé en varias colas, siempre agarrada a la valija, y después de lo que me pareció una eternidad de trenes, estaciones, colas y esperas, me encontré a bordo de un barco por primera vez en mi vida.
Hacía buen tiempo y la nave se mecía suavemente en el agua; una fila numerosísima de gente me precedió y me siguió por la escalerilla. Algunos hablaban francés, pero la mayoría era británica de pies a cabeza. La presencia de aquella gente amistosa me reconfortó y decidí trabar conversación con algunos de ellos, para preguntar si podían indicarme algún hotelito modesto pero agradable en Calais, pues sería casi de noche cuando llegáramos a las costas francesas y daba por seguro que debería pernoctar allí e iniciar el trayecto a Bélgica por la mañana, lo más temprano posible.
Apoyada en el pasamanos, contemplé el agua y, mientras la embarcación se apartaba despacio de la orilla e Inglaterra empezaba a perderse en la distancia, comprendí por primera vez el significado de la expresión «las blancas rocas de Dover» y el corazón se me desgarró con la emoción de abandonar la isla y todo lo que allí dejaba..., y dejarlo en peligro, me daba la impresión. Me atenazó el temor de que estaba cometiendo un terrible error, viajando tan lejos sin un objetivo definido y abandonando a Arthur. Y, sin embargo, como mera observadora, como testigo diario de su pasivo padecer, me sentía tan inútil... ¡Me sentía peor que inútil! Andaba paseando por cubierta, abatida y muy hambrienta, atormentada por la inactividad del viaje, cuando de repente recibí una gran sorpresa, un golpe tan absolutamente inesperado que jamás podría haberlo imaginado. Dos tiernos brazos se colgaron de mi cuello y Emily, mi querida Emily, me estrujaba parloteando apresuradamente, como si tuviera miedo de dejarme pronunciar una palabra.
—¡Oh, señorita Duncan, querida señorita Duncan —exclamo—, ayúdeme, por favor! ¡Oh, tiene que ayudarme! ¡Nadie más en el mundo puede ayudarme, excepto usted! La he seguido hasta aquí desde Cambridge, pero no me he atrevido a dejar que me viera hasta este momento porque temía que me hiciera volver!
—Emlíy... ¿Qué estás haciendo aquí? —articulé, perpleja—. ¿Y tu madre? Ella sí que debe de estar asustada... ¿Cómo has podido...? Emily, ¿pero en qué estabas pensando? Oh, ¿qué puedo hacer contigo ahora? ¿Qué voy a hacer contigo?
Mi zozobra era tan grande como la suya, pues la idea de dar media vuelta en mi misión, de perder no sólo tiempo, esfuerzo y dinero sino también el valor y el impulso, me descorazonaba terriblemente.
—Es por Robert, señorita Duncan —me dijo, alzando hacia mí su rostro claro, enmarcado por sus suaves cabellos oscuros, sus ojos convertidos en dos pozos de tristeza—. Tenemos que salvarlo. Tiene que hacerlo. ¡Debe ayudarme a salvarlo!
—¿Robert? ¿El pequeño huérfano de tu padre? ¿Cómo, de qué hemos de salvarlo, dime?
—¡De mi madre! —exclamó ella dramáticamente—. Madre no lo quiere, dice que no soporta tenerlo en casa y que lo mandará a... ¡a un internado, señorita, a un internado! ¡Es demasiado terrible, y Robert sólo tiene seis años, ¡sólo seis añitos!
—Pero, mi querida niña, muchísimos niños de esa edad ingresan en internados y les resulta muy provechoso —empecé a decir—. Que tu pobre hermano tuviera una experiencia tan horrorosa no significa que...
Pero Emily me interrumpió, implorante:
—¡Oh, señorita Duncan, no era sólo mi hermano! Todos los chicos de la escuela padecían lo mismo, pero Edmund es más frágil y no pudo soportarlo. No puede hacerse idea de las cosas que me ha contado, ni ha oído lo que grita a veces, en sueños. Aborrece irse a dormir, por lo horrible que era hacerlo en la escuela; decía que empezaba a entrarle el miedo después de la cena y que iba en aumento desde entonces hasta la hora de acostarse. ¿No lo entiende? ¡No se pueden hacer esas cosas a un niño tan pequeño, sobre todo si acaba de quedar huérfano! ¿Quiere oír una historia que me contó una vez Edmund? Es sobre su mejor amigo, un muchacho que se llamaba Watkins. Le dieron el aviso de que se presentara al prefecto. Eso quería decir que lo iban a castigar por algo. Estaba tan asustado que lloraba. Edmund consideró que peor sería si no iba, de modo que lo acompañó y esperó al otro lado de la puerta, pendiente de lo que sucedía. Me contó que le sorprendió mucho no oír nada, ningún grito. Por fin, Watkins salió, sonriendo de alivio, y le dijo a Edmund: «¡No me van a castigar, gracias a Dios!». «¿Por qué te ha llamado?», preguntó Edmund. Y Watkins respondió: «Me ha dicho que mi madre ha muerto». Oh, señorita, ¿se lo puede imaginar? ¿Puede? ¡Es peor que una cárcel! ¡Edmund no volverá ahí, si puedo evitarlo! ¡Y tampoco irá Robert!
A pesar de mi emoción, me obligué a que hablara la voz de la razón.
—Pero, querida Emily, si tu madre ha decidido que Robert vaya a una escuela, ¿qué esperas conseguir, exactamente, siguiéndome a Europa?
—Oh, primero quería escaparme y mandar un telegrama a madre diciéndole que sólo regresaría si me prometía que Robert vendría a vivir con nosotras. Pero ahora creo que el propio Cielo la ha mandado aquí, pues estamos camino de Calais y creo que debemos recoger a Robert nosotras mismas, y llevarlo a casa.
—Mi querida niña, no tengo la menor idea de dónde buscarlo y estoy segura de que no podemos presentarnos y llevárnoslo sin más. Además, no puedo..., no puedo volver. Debo viajar a Estocolmo, Emily. Eso es más importante que cualquier otra cosa.
—¡No! —exclamó ella—. Ya sé por qué va. ¡Va por el señor Weatherburn! ¡Oh, señorita Duncan, pues claro que es importante cualquier cosa que haga por él..., pero no más importante que cualquier otra cosa. Por favor, piense por un momento si él estuviera aquí, si lo tuviera aquí por un instante y le preguntara qué debe hacer..., ¿qué respondería él? Sé que diría que debemos ir a buscar a Robert. Usted no sabe dónde está, pero yo, sí. Está con esa espantosa madame Bignon a la que vi cuando madre y yo viajamos allí... Esa mujer horrible que se ocupa de él por dinero, ahí mismo, en Calais, donde vamos. Era el niño más triste que he visto nunca, y se me agarró cuando madre decidió que debíamos marcharnos. Si lo dejé, fue sólo porque madre dijo que arreglaríamos que viniese a casa... Yo quería que nos lo lleváramos en aquel momento, pero ella insistió en que no podía ser. Me tomó mucho cariño y lloró terriblemente cuando me fui... y, oh, ¡se parecía tanto a papá! Por favor, señorita... No la haré volver a Inglaterra; viajaremos juntas a Escandinavia y llevaremos a Robert. Yo me ocuparé de él continuamente, como una madre, y seremos buenísimos y la ayudaremos en todo. Nos ayudaremos la una a la otra, ya lo verá. Yo he viajado bastante y hablo francés y un poco de alemán también, ¿sabe? Y..., mire, señorita Duncan, he traído mucho dinero, todo el que me han dado desde que era pequeña y el de Edmund también, y un poco más que he pedido a mi tío que me prestara por una razón urgente y secreta. ¡Me lo dio y no me hizo una sola pregunta!
Titubeé un instante y me rendí. Emily es tan encantadora, tan firme en su delicadeza, tan adulta y señorial para sus trece años, tan decidida y capaz y justa, que me aportó un infinito consuelo y sentí que su presencia me resultaba un regalo precioso. Me daba cuenta ya de que, si la enviaba de vuelta, añoraría con desesperación su encantadora compañía. El largo viaje a tierras desconocidas me asustaba mucho, pero Emily había viajado en trenes y barcos y hablaba idiomas y estaba imbuida de valor y del deseo de obrar correctamente. Reflexioné unos instantes sobre estos pensamientos y, a continuación, me volví a mirarla.
—Tan pronto lleguemos a Calais, debemos enviar un telegrama a tu madre —indiqué—. Después, buscaremos un hotelito y, si el pequeño vive en la ciudad como dices, le haremos una visita. Sin embargo, me parece que eres demasiado optimista. ¿Por qué habría de dejar esa madame.., Bignon que me lo lleve?
—¡Lo hará! Le diré que es mi gobernanta y que hemos venido a buscarlo. La mujer me conoce. Y si quiere dinero, le pagaremos —añadió, y su voz misma tenía la fuerza vibrante que hace que sucedan las cosas. Se volvió hacia mí, posó sus manirás en mis hombros y me miró a los ojos.
—En realidad, las dos estamos haciendo lo mismo —dijo, muy grave—. Usted lo hace por el señor Weatherburn y yo por Robert. Juntas, lo conseguiremos, ya lo verá.
Y, Dora, es muy probable que sin su cariñosa presencia y ayuda yo hubiese desesperado. Calais es un escenario de indescriptible confusión. ¡Ah, las abigarradas multitudes que invaden el lugar! Marineros, franceses y extranjeros de toda calaña, niños sucios y mendigos pululan por la zona portuaria, que está abarrotada de grandes pilas de cajas y contenedores de toda suerte de productos, estibados de los mercantes. De haber estado sola, no hubiese tenido la más ligera idea de a dónde acudir, pero Emily me condujo a una ventanilla de cambio de moneda y luego me hizo seguirla por las calles hasta el mismo hotel donde se había alojado con su madre; allí, expresándose en francés con mucha gracia, pidió una habitación con dos camas e incluso preguntó si sería posible añadir una camita infantil. Me invitó a subir al cuarto como si fuera la dueña de la casa y nos lavamos y refrescamos «para darnos valor», según dijo.
A continuación, fuimos a poner un telegrama a su madre. Lo escribí yo misma, con mano temblorosa ante lo inconcebible de lo que estaba haciendo. Temía que me acusaran de haberme llevado a la niña y escogí las palabras con inquietud, mientras Emily trataba de leer lo que ponía.
Emily está bien. He tenido que viajar al continente urgentemente. Emily me ha seguido sin mi conocimiento. No puedo regresar ni mandarla sola, por lo que me acompañará. Espero volver dentro de una semana. Duncan.
Dejé la oficina de telégrafos con el temor de que, en aquel momento crucial, fueran a buscarme, detenerme y acusarme de actos horrendos. Me sentía como si hubiese secuestrado a un niño y estuviera a punto de robar otro. Llena de malos presagios pero profundamente convencida de que mis temores sólo me concernían a mí, mientras que Emily caminaba en verdad por las sendas bíblicas de la justicia, la seguí por las serpenteantes callejas, que la pequeña recordaba perfectamente, con el talento natural de una geómetra, hasta que llegamos a un mísero edificio de viviendas, de paredes desconchadas y cristales rotos. Ascendimos hasta el último piso por una escalera irregular y desvencijada que apestaba a cebolla y llamamos a la puerta. No tardó en abrir una mujer enjuta de aspecto decididamente horrible, con sus cabellos lacios recogidos con un pañuelo.
La mujer reconoció a Emily al instante.
—
Ah, vous etes revenue?
—soltó con tono antipático.
—
Oui
—respondió Emily con encantadora urbanidad—.
Voici ma gouvernante. Nous sommes venues emmener Robert.
—
En effet, votre mere m'a ecrit qu'elle enverraít bientót quelqu'un
—asintió el desagradable personaje. Emily se volvió a mirarme, anhelante.
—Ya ve: madre escribió que pronto enviaría a alguien a buscarlo y esa mujer cree que somos nosotras —susurró.
Entretanto, madame Bignon se había retirado a las profundidades de la sucia vivienda y la oímos dar voces:
—Robert! Robert!
Allez, viens vite!
El chiquillo que apareció entonces era el vivo retrato del pobre Edmund. Sumamente delgado y frágil, tenía unos ojos enormes y asustados y se lo veía tan abandonado e ínfeliz que entendí muy bien el temor que sentía Emily por su integridad. Robert miró alternativamente hacia la mujer y hacia nosotras como si se preguntara qué iba a sucederle ahora, pero cuando sus ojos reconocieron a Emily, se lanzó hacia ella como impulsado por un resorte y se agarró a su vestido apasionadamente.
—Oh, ¿has venido para llevarme contigo? —exclamó en inglés.
—¡Sí, sí, a eso venimos! —respondió ella, rodeándolo con sus brazos—. Vamos, Robert, ven con nosotras, cariño. ¡Nos marcharemos de aquí y no tendrás que volver nunca más!
Pouvons-nous avoir ses vetements?
—añadió con su francés formal y de buen tono, volviéndose a la mujer.