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Authors: Catherine Shaw

La incógnita Newton (28 page)

BOOK: La incógnita Newton
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Lo único que se precisa es comprar un billete a Londres, desde allí tomar un barco a Europa... y luego seguir adquirien­do pasajes y tomando trenes hasta llegar a mi destino.

Sin duda, muchas personas en estos países extranjeros de­ben de hablar inglés y serán amables y serviciales. La señorita Chisholm abandonará audazmente su país para estudiar en una tierra desconocida, por amor a las matemáticas.

Está en juego la vida de Arthur, si no actúo.

Este último pensamiento me impulsó a escabullirme de la casa y dirigirme a la pequeña estación del ferrocarril, donde, temblando de zozobra, me obligué a tranquilizar la voz para pedir un billete a Londres. No fue tan difícil; compré un pasaje sólo de ida (para gran sorpresa del caballero que atendía la ventanilla, y también para la mía, en cierto modo, pero sólo Dios sabe dónde terminará mi aventura y no me atreví a hacer cálcu­los sobre la fecha de mi regreso).

Luego volví a mi habitación a toda prisa y, prefiriendo una valija pequeña al gran baúl que traía a mi llegada allí, tomé só­lo mi mejor vestido gris y toda la ropa interior que pude meter. Después me puse el traje de viaje marrón oscuro. Poco antes de que partiera el tren, agarré con firmeza la valija, me coloqué el sombrerillo marrón, salí al exterior decidida y resuelta y andu­ve veinte pasos tal vez. De repente, recordé algo. Me detuve y di media vuelta. Creí ver que una figura clandestina se oculta­ba tras una esquina y el corazón me dio un vuelco, espantada. Con todo, volví sobre mis pasos con decisión, entré de nuevo en mis estancias, tomé una hoja de papel y escribí en ella: «Las lecciones quedan suspendidas durante unos días». La clavé en la puerta con gesto serio y salí de nuevo.

Tomar el tren no habría sido tan terrible, Dora querida, si no hubiera estado tan asustada de lo que había de venir a con­tinuación. Tomé asiento, observé a mis compañeros de viaje y esperé, tratando de controlar mis pensamientos desbocados y de reflexionar sobre mi siguiente paso, hasta que el ferrocarril se detuvo en la estación de Londres. Me apeé y acudí a la ven­tanilla más próxima para indagar con toda la calma posible có­mo podía tomar pasaje en un barco a Europa. Aguardé detrás de una familia británica que inquirió como si fuera la cosa más natural del mundo por el billete combinado de tren y transbor­dador a Calais, y me sorprendí pidiendo lo mismo. Más adelan­te descubrí que podría haber viajado directamente a Ostende, en Bélgica; sin embargo, como verás a continuación, tal vez las cosas estaban predestinadas a suceder como han sido.

Me mandaron a otra ventanilla, compré un pasaje, monté un tren a Dover, esperé en varias colas, siempre agarrada a la valija, y después de lo que me pareció una eternidad de trenes, estaciones, colas y esperas, me encontré a bordo de un barco por primera vez en mi vida.

Hacía buen tiempo y la nave se mecía suavemente en el agua; una fila numerosísima de gente me precedió y me siguió por la escalerilla. Algunos hablaban francés, pero la mayoría era británica de pies a cabeza. La presencia de aquella gente amistosa me reconfortó y decidí trabar conversación con algu­nos de ellos, para preguntar si podían indicarme algún hotelito modesto pero agradable en Calais, pues sería casi de noche cuan­do llegáramos a las costas francesas y daba por seguro que de­bería pernoctar allí e iniciar el trayecto a Bélgica por la maña­na, lo más temprano posible.

Apoyada en el pasamanos, contemplé el agua y, mientras la embarcación se apartaba despacio de la orilla e Inglaterra empe­zaba a perderse en la distancia, comprendí por primera vez el significado de la expresión «las blancas rocas de Dover» y el co­razón se me desgarró con la emoción de abandonar la isla y todo lo que allí dejaba..., y dejarlo en peligro, me daba la impre­sión. Me atenazó el temor de que estaba cometiendo un terri­ble error, viajando tan lejos sin un objetivo definido y abando­nando a Arthur. Y, sin embargo, como mera observadora, como testigo diario de su pasivo padecer, me sentía tan inútil... ¡Me sentía peor que inútil! Andaba paseando por cubierta, abatida y muy hambrienta, atormentada por la inactividad del viaje, cuando de repente recibí una gran sorpresa, un golpe tan abso­lutamente inesperado que jamás podría haberlo imaginado. Dos tiernos brazos se colgaron de mi cuello y Emily, mi querida Emily, me estrujaba parloteando apresuradamente, como si tu­viera miedo de dejarme pronunciar una palabra.

—¡Oh, señorita Duncan, querida señorita Duncan —excla­mo—, ayúdeme, por favor! ¡Oh, tiene que ayudarme! ¡Nadie más en el mundo puede ayudarme, excepto usted! La he segui­do hasta aquí desde Cambridge, pero no me he atrevido a dejar que me viera hasta este momento porque temía que me hicie­ra volver!

—Emlíy... ¿Qué estás haciendo aquí? —articulé, perple­ja—. ¿Y tu madre? Ella sí que debe de estar asustada... ¿Cómo has podido...? Emily, ¿pero en qué estabas pensando? Oh, ¿qué puedo hacer contigo ahora? ¿Qué voy a hacer contigo?

Mi zozobra era tan grande como la suya, pues la idea de dar media vuelta en mi misión, de perder no sólo tiempo, esfuerzo y dinero sino también el valor y el impulso, me descorazonaba terriblemente.

—Es por Robert, señorita Duncan —me dijo, alzando hacia mí su rostro claro, enmarcado por sus suaves cabellos oscuros, sus ojos convertidos en dos pozos de tristeza—. Tenemos que salvarlo. Tiene que hacerlo. ¡Debe ayudarme a salvarlo!

—¿Robert? ¿El pequeño huérfano de tu padre? ¿Cómo, de qué hemos de salvarlo, dime?

—¡De mi madre! —exclamó ella dramáticamente—. Madre no lo quiere, dice que no soporta tenerlo en casa y que lo man­dará a... ¡a un internado, señorita, a un internado! ¡Es dema­siado terrible, y Robert sólo tiene seis años, ¡sólo seis añitos!

—Pero, mi querida niña, muchísimos niños de esa edad in­gresan en internados y les resulta muy provechoso —empecé a decir—. Que tu pobre hermano tuviera una experiencia tan horrorosa no significa que...

Pero Emily me interrumpió, implorante:

—¡Oh, señorita Duncan, no era sólo mi hermano! Todos los chicos de la escuela padecían lo mismo, pero Edmund es más frágil y no pudo soportarlo. No puede hacerse idea de las cosas que me ha contado, ni ha oído lo que grita a veces, en sueños. Aborrece irse a dormir, por lo horrible que era hacer­lo en la escuela; decía que empezaba a entrarle el miedo des­pués de la cena y que iba en aumento desde entonces hasta la hora de acostarse. ¿No lo entiende? ¡No se pueden hacer esas cosas a un niño tan pequeño, sobre todo si acaba de quedar huérfano! ¿Quiere oír una historia que me contó una vez Ed­mund? Es sobre su mejor amigo, un muchacho que se llama­ba Watkins. Le dieron el aviso de que se presentara al prefec­to. Eso quería decir que lo iban a castigar por algo. Estaba tan asustado que lloraba. Edmund consideró que peor sería si no iba, de modo que lo acompañó y esperó al otro lado de la puer­ta, pendiente de lo que sucedía. Me contó que le sorprendió mucho no oír nada, ningún grito. Por fin, Watkins salió, son­riendo de alivio, y le dijo a Edmund: «¡No me van a castigar, gracias a Dios!». «¿Por qué te ha llamado?», preguntó Ed­mund. Y Watkins respondió: «Me ha dicho que mi madre ha muerto». Oh, señorita, ¿se lo puede imaginar? ¿Puede? ¡Es peor que una cárcel! ¡Edmund no volverá ahí, si puedo evitar­lo! ¡Y tampoco irá Robert!

A pesar de mi emoción, me obligué a que hablara la voz de la razón.

—Pero, querida Emily, si tu madre ha decidido que Robert vaya a una escuela, ¿qué esperas conseguir, exactamente, si­guiéndome a Europa?

—Oh, primero quería escaparme y mandar un telegrama a madre diciéndole que sólo regresaría si me prometía que Ro­bert vendría a vivir con nosotras. Pero ahora creo que el propio Cielo la ha mandado aquí, pues estamos camino de Calais y creo que debemos recoger a Robert nosotras mismas, y llevar­lo a casa.

—Mi querida niña, no tengo la menor idea de dónde bus­carlo y estoy segura de que no podemos presentarnos y llevár­noslo sin más. Además, no puedo..., no puedo volver. Debo viajar a Estocolmo, Emily. Eso es más importante que cual­quier otra cosa.

—¡No! —exclamó ella—. Ya sé por qué va. ¡Va por el señor Weatherburn! ¡Oh, señorita Duncan, pues claro que es impor­tante cualquier cosa que haga por él..., pero no más importan­te que cualquier otra cosa. Por favor, piense por un momento si él estuviera aquí, si lo tuviera aquí por un instante y le pregun­tara qué debe hacer..., ¿qué respondería él? Sé que diría que debemos ir a buscar a Robert. Usted no sabe dónde está, pero yo, sí. Está con esa espantosa madame Bignon a la que vi cuan­do madre y yo viajamos allí... Esa mujer horrible que se ocu­pa de él por dinero, ahí mismo, en Calais, donde vamos. Era el niño más triste que he visto nunca, y se me agarró cuando ma­dre decidió que debíamos marcharnos. Si lo dejé, fue sólo por­que madre dijo que arreglaríamos que viniese a casa... Yo que­ría que nos lo lleváramos en aquel momento, pero ella insistió en que no podía ser. Me tomó mucho cariño y lloró terrible­mente cuando me fui... y, oh, ¡se parecía tanto a papá! Por fa­vor, señorita... No la haré volver a Inglaterra; viajaremos jun­tas a Escandinavia y llevaremos a Robert. Yo me ocuparé de él continuamente, como una madre, y seremos buenísimos y la ayudaremos en todo. Nos ayudaremos la una a la otra, ya lo verá. Yo he viajado bastante y hablo francés y un poco de ale­mán también, ¿sabe? Y..., mire, señorita Duncan, he traído mucho dinero, todo el que me han dado desde que era pequeña y el de Edmund también, y un poco más que he pedido a mi tío que me prestara por una razón urgente y secreta. ¡Me lo dio y no me hizo una sola pregunta!

Titubeé un instante y me rendí. Emily es tan encantadora, tan firme en su delicadeza, tan adulta y señorial para sus trece años, tan decidida y capaz y justa, que me aportó un infinito consuelo y sentí que su presencia me resultaba un regalo pre­cioso. Me daba cuenta ya de que, si la enviaba de vuelta, añora­ría con desesperación su encantadora compañía. El largo viaje a tierras desconocidas me asustaba mucho, pero Emily había viajado en trenes y barcos y hablaba idiomas y estaba imbuida de valor y del deseo de obrar correctamente. Reflexioné unos instantes sobre estos pensamientos y, a continuación, me volví a mirarla.

—Tan pronto lleguemos a Calais, debemos enviar un tele­grama a tu madre —indiqué—. Después, buscaremos un hotelito y, si el pequeño vive en la ciudad como dices, le haremos una visita. Sin embargo, me parece que eres demasiado opti­mista. ¿Por qué habría de dejar esa madame.., Bignon que me lo lleve?

—¡Lo hará! Le diré que es mi gobernanta y que hemos ve­nido a buscarlo. La mujer me conoce. Y si quiere dinero, le pa­garemos —añadió, y su voz misma tenía la fuerza vibrante que hace que sucedan las cosas. Se volvió hacia mí, posó sus mani­rás en mis hombros y me miró a los ojos.

—En realidad, las dos estamos haciendo lo mismo —dijo, muy grave—. Usted lo hace por el señor Weatherburn y yo por Robert. Juntas, lo conseguiremos, ya lo verá.

Y, Dora, es muy probable que sin su cariñosa presencia y ayuda yo hubiese desesperado. Calais es un escenario de indescriptible confusión. ¡Ah, las abigarradas multitudes que inva­den el lugar! Marineros, franceses y extranjeros de toda cala­ña, niños sucios y mendigos pululan por la zona portuaria, que está abarrotada de grandes pilas de cajas y contenedores de to­da suerte de productos, estibados de los mercantes. De haber estado sola, no hubiese tenido la más ligera idea de a dónde acudir, pero Emily me condujo a una ventanilla de cambio de moneda y luego me hizo seguirla por las calles hasta el mismo hotel donde se había alojado con su madre; allí, expresándose en francés con mucha gracia, pidió una habitación con dos ca­mas e incluso preguntó si sería posible añadir una camita in­fantil. Me invitó a subir al cuarto como si fuera la dueña de la casa y nos lavamos y refrescamos «para darnos valor», según dijo.

A continuación, fuimos a poner un telegrama a su madre. Lo escribí yo misma, con mano temblorosa ante lo inconcebi­ble de lo que estaba haciendo. Temía que me acusaran de ha­berme llevado a la niña y escogí las palabras con inquietud, mientras Emily trataba de leer lo que ponía.

Emily está bien. He tenido que viajar al continente urgente­mente. Emily me ha seguido sin mi conocimiento. No puedo re­gresar ni mandarla sola, por lo que me acompañará. Espero vol­ver dentro de una semana. Duncan.

Dejé la oficina de telégrafos con el temor de que, en aquel momento crucial, fueran a buscarme, detenerme y acusarme de actos horrendos. Me sentía como si hubiese secuestrado a un niño y estuviera a punto de robar otro. Llena de malos pre­sagios pero profundamente convencida de que mis temores sólo me concernían a mí, mientras que Emily caminaba en ver­dad por las sendas bíblicas de la justicia, la seguí por las serpen­teantes callejas, que la pequeña recordaba perfectamente, con el talento natural de una geómetra, hasta que llegamos a un mísero edificio de viviendas, de paredes desconchadas y crista­les rotos. Ascendimos hasta el último piso por una escalera irregular y desvencijada que apestaba a cebolla y llamamos a la puerta. No tardó en abrir una mujer enjuta de aspecto deci­didamente horrible, con sus cabellos lacios recogidos con un pañuelo.

La mujer reconoció a Emily al instante.


Ah, vous etes revenue?
—soltó con tono antipático.


Oui
—respondió Emily con encantadora urbanidad—.
Voici ma gouvernante. Nous sommes venues emmener Robert.


En effet, votre mere m'a ecrit qu'elle enverraít bientót quelqu'un
—asintió el desagradable personaje. Emily se volvió a mirarme, anhelante.

—Ya ve: madre escribió que pronto enviaría a alguien a buscarlo y esa mujer cree que somos nosotras —susurró.

Entretanto, madame Bignon se había retirado a las profun­didades de la sucia vivienda y la oímos dar voces:

—Robert! Robert!
Allez, viens vite!

El chiquillo que apareció entonces era el vivo retrato del pobre Edmund. Sumamente delgado y frágil, tenía unos ojos enormes y asustados y se lo veía tan abandonado e ínfeliz que entendí muy bien el temor que sentía Emily por su integridad. Robert miró alternativamente hacia la mujer y hacia nosotras como si se preguntara qué iba a sucederle ahora, pero cuando sus ojos reconocieron a Emily, se lanzó hacia ella como impul­sado por un resorte y se agarró a su vestido apasionadamente.

—Oh, ¿has venido para llevarme contigo? —exclamó en inglés.

—¡Sí, sí, a eso venimos! —respondió ella, rodeándolo con sus brazos—. Vamos, Robert, ven con nosotras, cariño. ¡Nos marcharemos de aquí y no tendrás que volver nunca más!
Pouvons-nous avoir ses vetements?
—añadió con su francés formal y de buen tono, volviéndose a la mujer.

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