La incógnita Newton (15 page)

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Authors: Catherine Shaw

BOOK: La incógnita Newton
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Reza por mí, por favor, y escríbeme cuando puedas contán­dome tus novedades y diciéndome qué opinas de las mías.

Presa de la ansiedad, tu hermana,

Vanesa

18

Lunes, 7 de mayo de 1888

Querida Dora:

El sábado supe que el fiscal pidió al magistrado un aplaza­miento de la comparecencia de Arthur prevista para el viernes por considerar que la muerte del señor Crawford era relevante para el caso. El magistrado concedió un aplazamiento mínimo, es decir, hasta hoy a primera hora de la mañana. No ha sido una comparecencia pública, por lo que no he podido asistir a ella y me he visto obligada a esperar a la puerta del Palacio de Justicia. Creía de veras que vería salir a Arthur, por fin libre, y sin embargo no fue así y ahora siento como si en las profundi­dades secretas de mi ser hubiera temido y esperado este resul­tado.

A las once de la mañana terminó el trámite. A Arthur no lo vi entrar ni salir y, en un estado febril de dudas y desánimo, terminé volviendo a Castle Hill a preguntar por su paradero y resultó que lo habían enviado de regreso a su celda de la cárcel. Presa del pánico, supliqué que me dejaran verlo y como res­puesta recibí un amable, «¿Y por qué no?». Al cabo de unos momentos, nos encontramos frente a frente a través de la ha­bitual puerta de rejilla. Mientras me contaba los acontecimien­tos de la mañana lo vi pálido y desanimado. Oh, Dora, después de comparecer ante el fiscal, se decidió que había pruebas sufi­cientes contra él para juzgarlo. Cuando lo oí, me acometió toda la indignación que Arthur no parecía sentir.

—¿Y qué pruebas pueden tener? —exclamé.

—No estoy seguro —respondió en tono cansino—, pero debe de ser algo especial porque he sido acusado formalmente de los tres asesinatos, ante un gran jurado nada menos, da­do el carácter nefando de los crímenes, según el fiscal. Lo que ha ocurrido hoy ha sido que el fiscal ha convencido al jurado de que hay pruebas suficientes para justificar una investiga­ción profunda y completa de los hechos. Y como en este trá­mite sólo se trata de determinar la existencia de indicios, só­lo habla el fiscal y presenta a sus testigos; no hay defensa porque se considera que no estoy siendo sometido a juicio, aunque le aseguro que yo me siento como si lo estuviera y es de lo más desagradable. El fiscal llamó al forense como testi­go y le pidió que le contara al gran jurado cómo habían muer­to Akers y Beddoes y todas esas tonterías sobre el restauran­te. Pero entonces empezó a hablar de Crawford y contó que había muerto tras beber la media botella de whisky que tenía en su habitación, la cual contenía algún tipo de veneno. Y luego vino lo más extraño: afirmó que podía justificar que era perfectamente posible que yo hubiese matado a Crawford ya que el veneno había sido introducido en la botella en cual­quier momento de las semanas o meses previos. Dijo que pre­sentaría pruebas sólidas que demostrarán que yo he podido hacerlo. ¡Para mí es un misterio! Y luego siguió diciendo que el móvil de los tres asesinatos fue matemático. Se extendió explicando que, aunque a un lego le resulte difícil de enten­der un asesinato por un móvil matemático, el jurado tenía que comprender que el deseo de fama reinaba en los corazo­nes de los matemáticos con la misma fuerza que en los de las demás personas. Entonces el jurado declaró unánimemente que habían pruebas suficientes en mi contra para que me juz­garan por asesinato. La fecha fijada para que comience el jui­cio es el 16 de mayo, y hasta entonces estoy condenado a per­manecer aquí sin fianza.

Pese a su forzada calma, vi que la confianza de Arthur ha­bía sufrido un duro golpe y que no estaba en absoluto tran­quilo ante la inminencia del proceso. Y lo que es peor, no supe cómo ofrecerle consuelo porque yo también me sentía acon­gojada y temerosa ante aquel inesperado giro de los aconteci­mientos. Cuando el carcelero me ordenó que me marchara, comprendí lo mucho que me costaría hacerlo, aunque quedarme también me resultase insoportable, tanto como ocultar mis sentimientos de miedo y zozobra.

La única gota de consuelo en mi pesar llegó en forma de la visita del señor Morrison, que aquella tarde se presentó, en vez de la señorita Forsyth, a recoger a Emily a la salida de las cla­ses. Se entretuvo conversando hasta que el grupo habitual de niñas, institutrices y madres se hubo marchado. Yo me movía por el aula en silencio, recogiendo libros y sin ganas de hablar con él, hasta que me abordó con paso firme.

—Me gustaría comentarle algo, señorita Duncan —dijo.

—Pues yo no estoy muy segura de quererlo oír —repliqué con frialdad.

—Oh, sí, seguro que sí —dijo sin amilanarse—. Lo que quiero es darle las gracias. El otro día me convenció de que us­ted tenía razón y yo decía estupideces, así que fui a visitar a Weatherburn.

—¿Ha estado en la prisión? —pregunté sorprendida, vol­viéndome hacia él.

—¿Y por qué no? Usted también ha ido, ¿verdad?

—Sí —respondí—, pero no creía que usted...

—En circunstancias normales no lo habría hecho —me in­terrumpió—. Es terriblemente embarazoso hacer una cosa así. Ustedes, las mujeres, no saben lo que esto significa para los hombres; ustedes tienen siempre conversaciones privadas de todo tipo, en casa, cuando toman el té con las amigas y en to­das partes... Están acostumbradas a ello, pero nosotros no ha­cemos esas cosas y no tenemos práctica. Sí, a veces hablamos de los sentimientos, ¿sabe?, pero hay un lenguaje especial para ello... Todo es muy abstracto, o así me lo parece. Me estoy ex­presando terriblemente mal, lo siento mucho.

—No, no es así. Lo comprendo —dije.

—Y ahí, tras los barrotes de la prisión, aún es peor. Uno se encuentra allí, separado por esa brutal rejilla, oyendo los gemi­dos y las quejas de la gente, el llanto de los niños... Es como haber caído en una versión del infierno digna de El Bosco. Y se supone que, en medio de todo ello, he de mirarle a los ojos y preguntarle si ha sido él quien ha matado a tres personas de sendos golpes en la cabeza.

—¿Y lo ha hecho?

—Pues sí, lo he hecho.

—Y él, ¿qué dijo?

—Le sorprendió terriblemente que se lo preguntara y le costó muchísimo afrontar la cuestión y decirme abiertamente que él no había hecho nada de eso. No se trataba en absoluto de si decía la verdad. Vi cómo se sentía, y yo me habría sentido exactamente igual. La idea resulta tan absurda que a uno ni si­quiera le apetece negarla porque, al hacerlo, le concede dema­siada importancia. Me sentí como un idiota, como si me hubie­ra hecho esa pregunta a mí mismo. Estaba equivocado, señorita Duncan, y usted tenía razón. ¡Todo es un inmenso error!

—Pero entonces, ¿ha comprendido que tenemos que hacer algo? —pregunté.

—Sí, lo he comprendido, y ojalá se me ocurriera qué —res­pondió, tocándose ansiosamente el pequeño bigote que adorna su labio superior—. Pero, aparte de darle nuestro apoyo, no sé qué más podemos hacer. Sólo quería pedirle que, si usted deci­de emprender alguna acción, haga el favor de comunicármelo y cuente conmigo. No se ponga a investigar usted sola, podría ser peligroso.

Fue muy amable por su parte, estoy segura de ello, pero si hubiera algo que investigar, seguro que me apresuraría a ha­cerlo sin dudar un segundo. Tiene que haber algo. ¿Cómo voy a esperar que llegue el juicio? Y aún peor, ¿cómo voy a asistir a él, día tras día, como mera espectadora?

Debo pensar. ¡Oh, Dora querida! ¡Ayúdame, por favor!

Tu preocupadísima hermana,

Vanesa

19

Miércoles, 9 de mayo de 1888

Queridísima Dora:

Todo Cambridge está profundamente conmocionado por el fallecimiento del señor Crawford, por cuanto es el último de lo que parece ser una serie de misteriosas muertes de matemáti­cos. Aunque no ha habido información oficial acerca de las cau­sas de su muerte y nadie sabe todavía si el pobre hombre fue o no asesinado, la opinión popular es que sí, y que estos asesina­tos en serie están estrechamente relacionados y fueron come­tidos por la misma persona. En las conversaciones que he oído en las tiendas y en las calles abundan referencias a un matemá­tico secretamente loco, con una mirada perturbada en sus ojos ocultos bajo pesados párpados y la típica actitud despistada de los profesores. Se discute abiertamente si el hombre arrestado puede ser considerado o no el asesino.

Yo no puedo pensar en otra cosa y esta mañana, después de torturarme un buen rato, he decidido que, cueste lo que cues­te, tengo que emprender alguna acción antes que quedarme aquí sentada pasivamente, preocupada y angustiada. Pero, ¿qué acción? Mi primera decisión es que, de ahora en adelante, en mis cartas te contaré absolutamente todo lo que suceda. No omitiré ningún detalle y escribiré cada reflexión, cada pensa­miento que cruce mi mente, cada palabra que oiga referida a la cuestión. A partir de ahora, estas misivas serán más que sim­ples cartas; serán documentos para ser estudiados y tú deberás leerlas y releerlas, querida Dora, y decirme lo que piensas de ellas. En algún lugar de toda esta masa de información debe de ocultarse la verdad y tenemos que descubrirla.

Después de tomar esta decisión, me sentía demasiado im­paciente para quedarme de brazos cruzados y, como no exclu­ye emprender una acción, consideré la posibilidad de localizar al médico que atendió al señor Crawford en sus habitaciones de la universidad para preguntarle si su muerte ha sido un ase­sinato o si puede haber alguna otra explicación.

Me puse en marcha rápidamente y me presenté en la co­misaría de Saint Andrew. Una vez allí, le pregunté al agente de la recepción el nombre del médico que había examinado el ca­dáver del señor Crawford. Al principio se mostró reacio a ha­blar de un asunto tan espantoso, pero recurrí a la persuasión y, finalmente, sacó un pesado fichero que contenía los partes del día anterior para darme el nombre de un tal doctor Jackson. Después, tuve que ir a la estafeta de correos a fin de ave­riguar su dirección. Existen dos doctores Jackson, pero uno de ellos vive muy cerca del
college
donde falleció el desgraciado señor Crawford, por lo que me pareció natural que lo hubie­sen llamado a él. Así pues, me encaminé hacia su consulta a toda prisa.

El doctor Jackson debe de ser muy popular porque su sala de espera estaba llena y pensé que dirigirme al doctor antes de que me tocara el turno posiblemente causaría malestar en las otras personas que aguardaban. Pese a ello, tan pronto como se abrió la puerta de su oficina para que saliera un paciente, me puse en pie y me lancé hacia ella.

El médico asomaba la cabeza justo en el momento en que yo iba a entrar y chocamos. Nos miramos un momento asom­brados —yo más que él, pues vi que no era el caballero que es­peraba encontrar, el que ayer había conversado brevemente conmigo en el patio del
college
. Sin embargo, aproveché la oportunidad y me apresuré a decir:

—Doctor, no estoy enferma pero me gustaría hablar con usted un instante. Es muy urgente.

El hombre dudó unos momentos, molesto tal vez de que in­terrumpiera su rutina o temeroso de que los pacientes que es­peraban se molestasen, como de hecho ocurría, dados los mur­mullos y quejas en voz baja que oí a mi espalda.

—Bien, pues sea breve —dijo, sin embargo—. Como puede ver, estoy muy ocupado. —Me indicó con una seña que pasara a su despacho y cerró la puerta.

—Sí, desde luego —dijo—. Me he enterado por la policía de que usted fue el médico llamado a atender al matemático que murió ayer en el Saint John's College, el señor Crawford.

—Sí —asintió—. Cuando lo encontraron, llamaron inme­diatamente a un médico. Es lo que se hace siempre, aunque sea obvio que un médico ya no puede solucionar nada.

—Yo conocía muy bien al señor Crawford —mentí— y me dirigía a sus habitaciones a hacerle una visita cuando me ente­ré de que había muerto. La policía todavía estaba presente. Lo único que quiero preguntarle es cómo murió y, sobre todo, si fue asesinado. ¡Es de una importancia vital!

—Pues no puedo responderle a esas preguntas —se limitó a decir.

—¿Y por qué no? —inquirí, dispuesta a suplicar, a persua­dirlo y a camelarlo.

—Muy sencillo: porque no tengo ni idea. Murió de un fa­llo cardiaco, es todo lo que sé. Quizá se trató de un ataque al corazón provocado por un sobresalto... Tal vez tenía el cora­zón débil.

—¿Y no puede haber sido un asesinato? ¿O que el ataque lo hubiese provocado un envenenamiento? —insistí, deseando oír las posibilidades de sus propios labios en vez de contarle lo que yo sabía.

—Podría haberlo sido, sí, aunque no puedo afirmar nada al respecto.

—¿Y qué veneno habría causado un efecto así?

—Un derivado de la belladona, o un producto de la dedale­ra, como una conocida medicina para el corazón, la digitalina, ingeridos en dosis excesivas; esos dos extractos serían los can­didatos más probables, en caso de que se hubiera empleado ve­neno.

—¡Ah! —exclamé—. Pero dígame una cosa, ¿un médico puede saber cuál de ellas, si se trata de alguna, es la causa de una muerte por fallo cardiaco?

—Si la medicina se toma pura, por ejemplo, a veces quedan rastros de olor en los labios del paciente, pero la habitación del señor Crawford olía a whisky de una forma abrumadora y ha­bía una botella abierta y por la mitad sobre la mesa.

—¿Y pudo el veneno haber estado en la botella?

—No es imposible.

—Pero ¿puede averiguarse tal cosa?

—Sí, desde luego, y sin lugar a dudas se determinará, si no se ha hecho ya, mediante el análisis químico de las gotas que queden en la botella y la autopsia del cadáver. Ahora mismo, yo ya no tengo nada que ver con el caso. En cuanto vi que la muerte no tenía una explicación obvia y natural, se lo dije a la po­licía y ellos enviaron a su propio médico, que será quien reali­ce todos esos exámenes que he mencionado.

Entonces comprendí que el hombre con aspecto de médico que acompañaba a la policía debía de ser ese doctor. Esperanza­da, le pregunté a mi interlocutor si lo conocía personalmente, pero me dijo que no. Yo ya me disponía a marcharme cuando, de repente, me volví hacia él.

—Doctor, si no olió ni detectó de ningún otro modo algún rastro de veneno, ¿qué le hizo pensar que la muerte del señor Crawford no se debía a una causa natural? —inquirí—. Al fin y al cabo, mucha gente muere de ataque cardiaco, ¿no?

—Una pregunta intrincada, la suya, mi querida señorita —respondió, y su seria y arrugada cara se frunció en una suerte de sonrisa avergonzada—. Tiene usted una mente muy inqui­sitiva. He de reconocer que, en circunstancias normales, es más que probable que me hubiera limitado a diagnosticar fallo car­diaco a ese pobre caballero y ahí se habría acabado la historia.

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