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Authors: Catherine Shaw

La incógnita Newton (4 page)

BOOK: La incógnita Newton
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Tras el comentario de la señorita Chisholm, se produjo un intercambio general de miradas y reinó el silencio. Nadie pare­cía tener la respuesta a aquella pregunta tan interesante.

—Sí, estaría bien averiguar qué ha ocurrido con eso, ¿ver­dad? —dijo el señor Weatherburn despacio.

Anunciaron la cena y todos entramos al comedor empare­jados y tomados del brazo; el señor Cayley acompañó a la se­ñora Beddoes y el señor Beddoes hizo lo propio con la señora Cayley. El señor Morrison tomó del brazo a su hermana y el señor Wentworth se emparejó con la señorita Forsyth, que es la gobernanta de Emily y a quien la señora Burge-Jones había pedido que se incorporase a la cena para que fuésemos pares. La señorita Forsyth enseña a Emily todas las cosas de las que yo, ay de mí, no sé nada: música, bordado, francés y alemán. El señor Young se hizo cargo de la señorita Chisholm y ya ves quién me tocó a mí...

La cena fue deliciosa, en una estancia encantadora, no muy grande pero espaciosa y atractiva. La casa de la señora Burge-Jones debe de ser casi tan grande como la de la señora Fitzwilliam, y es toda para ella, la familia y el servicio. Después supe que su hermano, el señor Morrison, también vive allí. Durante la cena hablamos de infinidad de asuntos; es decir, los otros hablaron y yo escuché casi todo el tiempo, y sólo in­tercambié unas pocas palabras con mi vecino de la izquierda pero no fui capaz de hacer mucho más que sonrojarme, incó­moda. Las cosas fueron bastante más fáciles con mi vecino de la derecha, el señor Beddoes, que iba poniéndose cada vez más amable conforme se iban sucediendo los platos y me dedicó comentarios agradables y me preguntó qué enseñaba y dón­de había nacido antes de volver a abstraerse en la comida y en la bebida. Los otros hablaron de temas generales, política, la India, la reina Victoria y diversas cuestiones más, y yo escu­ché con avidez, sintiéndome triste e ignorante debido a la vi­da tan recluida que siempre he llevado. ¡Oh, querida! Pensar que me atrevo a enseñar cualquier cosa cuando sé tan poco... Entre los tartamudeos de timidez de mi izquierda, los comen­tarios agudos de mí derecha y mi propia ignorancia, estuve todo el tiempo muy nerviosa y no pude apreciar los detalles de la comida, aunque me pareció muy distinta de las tostadas o de la sopa.

Después de la cena, las seis damas nos retiramos al salón; bueno, en realidad sólo lo hicimos cinco, puesto que la señori­ta Forsyth volvió al piso de arriba con los niños. La conversa­ción fue de lo mas interesante. La señora Burge-Jones se que­dó viuda hace un tiempo y, aunque no lo dijo así, pareció entristecerse unos instantes cuando comentó que, seis años atrás, le había pedido a su hermano que ocupara las habitacio­nes del piso de arriba ya que no se sentía a gusto sola con los niños y el servicio en una casa tan grande. El hermano, por su­puesto, estuvo encantado con el ofrecimiento porque sabía que allí lo cuidarían bien y lo mimarían. (Lo dijo tal cual, sin el me­nor asomo del respeto que merece un joven y prometedor be­cario investigador de la universidad.) Creo que él es el herma­no menor. También me contó que Emily tiene un hermano más pequeño, Edmund, que es para Emily lo que el señor Morrison para ella. Edmund estudia en un internado muy bueno, lo cual pone en apuros económicos a la familia, me pareció, aunque la señora Burge-Jones se limitó a suspirar y a decir que la vida no siempre es fácil. Añadió que Edmund es un mucha­cho muy frágil y que cree que le conviene pasar algunos fines de semana en la casa, aunque el director de la escuela no lo aprueba.

Más tarde, el chico hizo breve acto de presencia con su her­mana y fue como ver una rosa blanca y débil al lado de otra ro­ja y lozana. La señora Cayley le preguntó si le gustaba la es­cuela y si le apetecía volver allí al día siguiente. Opino que fue un error. Pálido de natural, todavía se descoloró más y miró al­rededor, hasta que Emily intervino y resolvió la situación afir­mando de manera categórica: «Naturalmente, le gusta más es­tar en casa».

Sin embargo, durante esta conversación después de la ce­na, me enteré de que la señorita Chisholm es estudiante uni­versitaria y esto fue lo que me asombró más de todo. Estudia matemáticas en el Girton College, uno de esos dos
colleges
donde, según me había dicho la señora Burge-Jones, pueden matricularse señoritas.

Allí, su tutor es el señor Young. La señorita Chisholm di­ce que, en Inglaterra, las mujeres sólo pueden optar a un títu­lo llamado Tripos, pero que no suelen escribir la tesis doctoral.

Sin embargo, es posible, aunque raro para una dama, hacerlo en Alemania, y eso es lo que hará, ya que le gustaría ir a ese país después de haber superado aquí los exámenes. Cuando habla de ello, me recuerda cómo me sentía yo cuando empecé a pensar en venir aquí: con muchas ganas pero casi aterroriza­da. Espero de veras tener la oportunidad de coincidir con ella de nuevo.

Esta tarde, he digerido todos estos hechos y he permitido a mi mente soñar y vagar mientras callejeaba sin rumbo fijo, aprovechando que hacía tan buen tiempo precisamente hoy que no estoy obligada a pasar la tarde bajo techo.

Aunque mis pasos me llevan casi siempre hacia las afueras de la ciudad y a los campos, o tomo la dirección de Grantchester, hoy mis piernas se han encaminado hacia la universidad: he seguido Chesterton Road hasta el final de Jesús Green, lue­go he doblado a la izquierda, por Magdelene Street para tomar por fin Saint John's Street. ¡Es casi tan estupendo como leer la Biblia!

No he podido resistirme a la tentación de echar un buen vistazo al Saint John's, de donde era becario el pobre señor Akers. Me he quedado allí unos momentos, contemplando la imponente fachada roja, encima de cuya entrada principal, flanqueada por torres octogonales decoradas con ladrillos blancos intercalados en el rojo, se abre una hilera de antiguas ventanas en arco coronadas por unas almenas medievales en las cuales una casi espera ver la punta de una flecha, lista pa­ra ser disparada.

Al cruzar la entrada, menos imponente pero de estilo si­milar, que lleva al Trinity Collage, he recordado que allí den­tro no sólo vivió Isaac Newton sino que, además, entre sus paredes está el lugar de trabajo diario de mi vecino, el señor Weatherburn. Después, he tomado Trinity Lane y, como en un sueño, he pasado ante sus
colleges
más modestos. Por úl­timo, he regresado paseando a orillas del Cam entre los cam­pos verdes tachonados de azafranes y de narcisos trompones a los que dan las estancias traseras del Trinity y del Saint John's, con sus misteriosos puentes y sus enigmáticas mura­llas de nostálgicos nombres. Cambridge es un hermoso lugar, Dora, entre otras cosas porque sus campos y edificios están todos impregnados de una sabiduría del pasado que re­fulge en ellos. Decididamente, no; no lamento en absoluto haber venido aquí.

Con todo mi amor y mis mejores deseos, hasta la próxima

Vanessa

6

Cambridge, lunes, 12 de marzo de 1888

Queridísima hermana:

Desde la cena a la que asistí en su casa, me he hecho muy amiga de Emily. Le agradaría encontrar un nudo nuevo por re­solver cada día, pero le limito los problemas a uno por semana, ya que cada vez son más complicados y requieren una mayor reflexión. Me ha prometido por su honor que no pedirá ayuda a su tío. Dice que, a partir de ahora, quiere que vaya a tomar el té a su casa una vez a la semana. Debo confesar que estas sali­das me resultan de lo más placentero, un buen cambio con res­pecto a mis habitaciones, y Emily es una muchacha deliciosa, en absoluto infantil y dotada de una mente indagadora y pers­picaz.

Hoy ha sido nuestro primer té juntas. Lo hemos tomado en la salita de los niños, con la señorita Forsyth, cuyo nombre de pila es Annabel, aunque yo no debo usarlo para que Emily no se acostumbre a hacerlo. Nos hemos turnado para contarle a la niña nuestras respetivas infancias y luego le hemos formula­do muchas preguntas sobre la suya, puesto que la señorita Forsyth sólo lleva seis años en la casa. Antes de ésta, Emily tu­vo una institutriz francesa que se ocupaba de ella y de su her­mano, y nos contó lo feliz que era la familia, extendiéndose mucho acerca de su padre. Hablaba de él de una manera dulce y extraña, como si no supiera, o no creyera, que está muerto, sino que más bien lo imaginara en un lugar lejano, desde el cual piensa en la muchacha y se ocupa de ella, esperando verla de nuevo algún día.

Le preguntamos qué había ocurrido para que se marchara la institutriz y nos respondió de una manera muy peculiar, di­ciendo que no sabía qué había sido de ella con un curioso e in­definible tono de voz. Me pareció que nos ocultaba un secreto o que tal vez había oído decir cosas que no había entendido y las guardaba en su corazoncito esperando que el futuro hiciera luz sobre ellas. Nos dijo que en aquella época se tomó la deci­sión de buscar un internado para su hermano y que el chico lloró desconsoladamente y suplicó que no lo enviaran lejos de casa. Aunque a la sazón la pobre Emily sólo tenía siete años, comprendió que después de los cambios que se habían produ­cido de manera tan inesperada en el seno de la familia, el pe­queño Edmund no soportaría un cambio todavía mayor, aun­que la madre opinaba que un hogar sin padre le resultaría intolerable. Los niños tuvieron que obedecer, pero la carita re­belde de Emily indicaba que aún creía que la razón estaba de su parte. Después de lo que pareció un gran esfuerzo por mante­ner la discreción y los modales propios de una dama, bajo la suave presión de mis preguntas, de súbito estalló y contó apa­sionadamente que su hermano detestaba la escuela, que los otros muchachos lo vejaban y lo torturaban y que todos ellos eran maltratados por los maestros.

—Oh, Edmund dice que le pegan terriblemente —explicó entre desconsolados sollozos—, dice que tienen que ir a la ofi­cina del jefe de estudios, todos pálidos y temblorosos, y los que aguardan fuera oyen los gritos más horripilantes. Edmund di­ce que es casi peor cuando se trata de otro que cuando es uno mismo el que recibe los castigos. ¡Me alegro tanto de no tener que ir a un internado! ¡ Ojalá él pudiera vivir en casa con noso­tros y asistir a su escuela, señorita Duncan!

¿Pueden ser ciertos unos hechos tan horrendos, querida Dora? Yo siempre he envidiado la suerte de los muchachos. Tienen libertad para viajar, marcharse de casa, estudiar y más tarde, explorar el mundo. Tal vez, sin embargo, al no haber te­nido hermanos, no he comprendido nada de la realidad mascu­lina y me he hecho una imagen ideal de ella. ¡Pobre Edmund! Me encantaría incluir a ese muchachito de piel pálida en mi gru­po de niñas lozanas, si eso estuviera permitido, pero algo así re­sulta impensable. Intenté animar a Emily de todas las maneras posibles y la distraje tanto con historias ridículas que, al cabo de unos momentos, reía a carcajadas en vez de estar al borde de las lágrimas.

¡Y quién fue a presentarse en el cuarto de los niños, en el preciso momento en que terminábamos el té? Pues ni más ni menos que el señor Morrison, que se sentó en un taburete ba­jo, estiró las piernas y comentó que le parecía que nos lo está­bamos pasando mejor que los adultos que tomaban el té con toda solemnidad en la planta baja y que sería tonto si no prefi­riera tomarlo con nosotras. Emily hizo payasadas y lo provocó con todo tipo de comentarios, diciendo que no le creía hasta que él la instó a que se apostase algo con él. El señor Morrison no sólo corroboró que acudiría la próxima vez que Emily diera un té, sino que añadió que traería a sus colegas. ¡Válgame el cielo! Espero que lo haya dicho en broma.

—Si pudiera contarme algo más —intervine— sobre el Concurso del Aniversario del que se habló la otra noche en la cena, le estaría muy agradecida. Es la celebración del cumplea­ños de un rey, verdad? ¿Qué rey decide celebrar su aniversario con un concurso matemático?

—Por supuesto que se lo voy a contar —replicó con vehe­mencia—. Nuestro benefactor es el rey Óscar II de Suecia, de la familia Bernadotte. Estudió matemáticas en profundidad mientras cursaba estudios en la Universidad de Upsala, y le interesa mucho esta disciplina. Es, además, amigo íntimo del principal matemático sueco, Gosta Mittag-Leffler. El Concur­so del Aniversario fue idea suya y creo que, más que utilizar las matemáticas para celebrar su cumpleaños, alberga la espe­ranza de que esa fecha ilustre, que a buen seguro irá acompa­ñada de fastos y festividades de todo tipo, pueda conferir cierta gloria al menos a uno de entre la horda de desconocidos y en­tregados investigadores esparcidos por toda Europa y dar pres­tigio a la única revista de matemáticas que se publica en Suecia. Además, como el tema del concurso es un problema concreto, espera motivar bastante a los matemáticos para que den con la solución.

—¿Y podría decirme cuál es el tema del concurso?

—Desde luego. Tengo un par de volúmenes de las
Acta Mathematica
abajo, en mi habitación, y ahora mismo iré a buscarlos —dijo—. La convocatoria del concurso apareció en ellos hace un par o tres de años. Creo que todavía la conservo. —Se puso en pie y, haciendo caso omiso de mis protestas y de mis aseveraciones de que no quería importunarlo, salió a bus­carlo y enseguida regresó con un volumen en la mano para mostrarme una página tan ininteligible que no merecía la pe­na que se hubiese tomado tantas molestias. Para empezar, no sólo la convocatoria del concurso sino todo el libro estaba es­crito en francés y en alemán, sin una sola palabra de inglés en sus páginas. El volumen comienza con la convocatoria, escrita en columnas, la de la izquierda en alemán y la de la derecha en francés, y parece como si el francés fuera una lengua más bre­ve que el alemán, pues entre los párrafos franceses hay más es­pacio en blanco para hacer que comiencen al mismo nivel que sus correspondientes en alemán. No entendí casi nada, aunque algunas palabras francesas como
anniversaire
y
mathématiques
ciertamente suenan familiares. El señor Morrison se sen­tó ante la mesa de estudio de Emily y, cogiendo la pluma y un trozo de papel, empezó a traducírmelo. Su mirada iba de la pá­gina del libro a su escrito y de allí a mi rostro, al tiempo que salpicaba la traducción con toda suerte de indicaciones y co­mentarios interesantes, por lo que no me aburrí ni un segundo aunque el texto no sólo es largo, sino también imposible de comprender sin la ayuda de unas amables explicaciones.

SU MAJESTAD Óscar II, deseoso de dar una nueva prueba del gran interés que ELLA...
no, quiero decir ÉL, pero en fran­cés es siempre «ella», ya que «majestad» en francés es feme­nino, y en francés el posesivo establece concordancia con el objeto y no con el sujeto, me explica el señor Morrison, (¡oh, querida!),
siente en el progreso de las ciencias matemáticas, un interés que ELLA...
quiero decir Él (estas letras mayúsculas le dan un aire bíblico, pero aparecen así en el original)
ya ha expresado en otras ocasiones promoviendo la publicación de las Acta Mathematica, que se realiza bajo SU augusta protec­ción, ha decidido conceder, el 21 de enero de 1889, sexagésimo aniversario de SU nacimiento, un premio para un importante descubrimiento en el ámbito de la matemática analítica supe­rior. El premio consistirá en una Medalla de Oro con la ima­gen de SU MAJESTAD, de un valor de mil francos, así como la suma de dos mil quinientas coronas de oro (una corona = un franco y cuarenta céntimos).

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