La incógnita Newton (2 page)

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Authors: Catherine Shaw

BOOK: La incógnita Newton
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Cambridge, lunes, 20 de febrero de 1888

Mi queridísima Dora:

Muchas gracias, querida, por las palabras que has añadido a la carta de mamá. Me ha entristecido mucho saber lo cansada que has estado... Mamá dice que no es ninguna enfermedad, sólo fatiga. Espero de veras que la primavera te traiga salud y felicidad. Si estáis teniendo unas jornadas de buen tiempo, como aquí, deberías sentarte en el jardín, al menos un ratito, todos los días. Estoy impaciente por volver a casa a visitaros, pero no me será posible hacerlo hasta las vacaciones de Pascua. Espero de todo corazón que te encuentres recuperada por completo, para entonces. Mientras tanto, hasta que te sientas suficiente­mente bien para escribirme de tu mano toda una extensa carta, supongo que no sabré ni una sola palabra acerca del interesan­te señor Edwards, ya que mamá no mencionaría su existencia por nada en el mundo. Querida Dora, si últimamente has lle­gado a verlo, aunque sea de lejos, pon, por favor, un signo de admiración la próxima vez que me escribas y yo lo entenderé. Y si más adelante lees en voz alta fragmentos de esta carta, ¡omite, por favor, esta última frase!

Tras unos instantes de duda, he decidido adjuntarte este re­corte del
Cambridge Evening News
, un periódico de aquí que se publica desde hace muy poco. Es del día 15 y, aunque no pa­rece demasiado apropiado para una persona en tu estado de de­bilidad, sé que desearás enterarte de lo que ocurrió tanto como yo deseo contártelo a ti. ¡Nunca imaginarías de qué se trata! Creo que he desentrañado de veras el misterio que rodeaba a mi vecino de arriba, cuyo nombre ahora sé que es el de señor Weatherburn. Al día siguiente de haberte escrito, vi este alar­mante titular en la portada del vespertino, anunciando el ho­rrible descubrimiento que tú misma puedes leer.

Misterioso asesinato de un matemático

El doctor Geoffrey Akers, profesor de Matemática Pura del Saint John's College, de treinta y siete años de edad, fue hallado muerto anoche en sus aposentos. Había recibido un violento gol­pe en la cabeza con un atizador tomado de su propia chimenea. Todavía vestido con el abrigo y la bufanda y con su sombrero colgado de un clavo cerca de la puerta, es de suponer que acaba­ba de regresar a casa cuando recibió el golpe fatídico. Su cuerpo fue descubierto esta tarde por un estudiante, el señor Rayburn, el cual, después de esperar en vano que su tutor se presentase a una cita que tenía con él, se dirigió a sus habitaciones en el colle­ge para ver si se le había pasado por alto el encuentro. «A veces olvidaba que había quedado con alguien o perdía la noción del tiempo», ha declarado el señor Rayburn. El desafortunado joven, después de haber llegado a su destino y de haber llamado en va­no, tanteó el picaporte de la puerta antes de marcharse y descu­brió que estaba abierta.

Entonces vio el cuerpo de su profesor inmóvil en el suelo y, tras detenerse sólo unos segundos a evaluar la situación, corrió de inmediato a llamar a un médico y a la policía.

El médico, que fue el primero en presentarse en la escena, examinó el cuerpo y enseguida pudo absolver al estudiante de toda culpa, ya que el becario superior llevaba entre doce y dieci­séis horas muerto, lo cual significa que el golpe fatal se produjo entre las nueve de anoche y la una de la madrugada de hoy. Des­pués de alertar a la policía, el señor Rayburn corrió a comunicar a sus colegas el horrible acontecimiento y pronto se supo que la infortunada víctima había cenado anoche con otro matemático, el señor Weatherburn, becario superior del Trinity College, que debió de ser la última persona que lo vio con vida.

La cuestión de si el señor Akers tenía algún enemigo en par­ticular que quisiera perjudicarlo ha suscitado una peculiar reac­ción entre el reducido y muy unido círculo de sus colegas. Des­pués de un incómodo silencio, se ha alzado una voz: «Bien pensado, pocos hay a los que Akers no haya ofendido o con quie­nes no estuviera peleado». «Sí, desde luego; uno de los pocos que todavía le hablaba es Weatherburn», añadió otro. «Si alguien quiere descubrir quién lo ha hecho», intervino una tercera voz, calmada y discreta, «no creo que le sirva de mucho buscar a quien tuviera motivos para ello».

La señora Wiggins, la criada que se ocupaba de las habitacio­nes del difunto, no ha podido estar más de acuerdo: «Era un ca­ballero muy desagradable, vaya si lo era», nos ha dicho, después de las debidas negociaciones. «No lo echaré de menos. Y sus ha­bitaciones. .., a veces las encontraba sucias, llenas de polvo y de­sordenadas. Y él siempre se quejaba cuando le movía algo de si­tio. Con un hombre así, una no puede hacer bien su trabajo.» Por fortuna, nuestro cuerpo de policía ha demostrado tener inteligencia y experiencia y estamos seguros de que este miste­rio pronto quedará resuelto por completo.

Dora querida, el periódico no lo dice, pero ¿no es espantoso pensar que alguien ha matado a ese pobre hombre, por horri­ble que fuese, y que ese alguien está ocultando el hecho en este mismo instante, y sonríe y habla y probablemente inclu­so dice a la gente que él nunca había detestado al pobre señor Akers, aunque todo el mundo lo hiciera? Tal vez deberían bus­car a la única persona que no lo odiaba. ¡Oh, no...! Eso, enton­ces, los llevaría a mi pobre vecino, el señor Weatherburn, ¿no crees? La noche del artículo, cuando volvió a su habitación, es­taba tan alterado... La policía lo trajo de regreso a casa. Yo no lo vi porque estaba haciéndome una tostada (debería comer más variado; me alimento casi exclusivamente de tostadas), pe­ro oí la voz de la señora Fitzwilliam en el vestíbulo, que habla­ba mucho más de lo que en ella es habitual, muy disgustada, y pronunció varias veces las palabras «policía» y «mi casa». Creí que estaba regañando al señor Weatherburn por algo que no era culpa suya y —aunque se pasee por la noche encima de mi cabeza, pobre hombre— quise acudir en su ayuda, pero no se me ocurrió ningún motivo para ello, por lo que abrí la puerta y dije: «Señora Fitzwilliam, lamento mucho molestarla pero... pero...». Comenzaba a sentirme una estúpida, allí plantada, cuando el tenedor de la tostada, que había equilibrado en la trébede con mucho cuidado, volcó y cayó dentro del fuego, es­parciendo una lluvia de chispas y un espantoso olor a tostada quemada. La señora Fitzwilliam exclamó: «¡La alfombra!», y entró corriendo en la habitación. El señor Weatherburn me miró, dio media vuelta sin decir palabra y se encaminó hacia las escaleras. La señora Fitzwilliam barrió las cenizas, algo en­fadada, pero dijo: «¡Qué cosas de ocurrir!», y vi que, más que enojarse conmigo, lo que quería era hablar de lo sucedido. Sin embargo, y como nunca se dedica a cotillear —en realidad casi no habla—, lo único que alcanzó a articular fue aquel «¡qué cosas de ocurrir!» y un «¡una casa respetable!». Yo me adherí a sus quejas con unas cuantas exclamaciones porque la mujer se siente inmensamente orgullosa de su majestuosa casa en Chesterton Road, aunque se vea obligada a alquilarla casi toda. Le dije que su casa no quedaría relacionada con un hecho tan horroroso y entonces me preguntó qué quería de ella. Cuando le dije que se me había olvidado, preguntó cómo iban las niñas y respondí que de maravilla. Noté que titubeaba, pues cree de veras que la respetabilidad tiene mucho que ver con la discre­ción, y algo de razón quizá no le falte, pero en aquel momento era presa de la indignación, del desánimo y del nerviosismo, incluso. Al final, sin embargo, se limitó a desearme buenas no­ches, lo cual fue un gran triunfo de la reserva sobre la curiosi­dad. Hum..., si tengo otra oportunidad de hacerlo, la invitaré a tomar una taza de té e intentaré romper el hielo. Creo de veras que todo esto es, cuando menos, muy interesante... Bueno, tal vez no lo sea para el pobre señor Akers, pero ha irrumpido en esta tranquila residencia un poco de la brutalidad de la vida real y me pregunto qué se derivará de todo ello.

Tu queridísima hermana,

Vanesa

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Cambridge, martes, 28 de febrero de 1888

Queridísima Dora:

Oh, cariño. Sin signos de admiración. El cansancio y la tris­teza no son sentimientos tan diferentes como pensamos, ¿sa­bes? Es tan fácil confundir un estado con el otro... Y es extra­ño lo poco que conocemos los propios sentimientos. ¿Sabes que anteayer me sentí totalmente nueva? Aquí me hallaba, después del atardecer, sola como es habitual, preparándome una..., no, no, por una vez no era una tostada, sino una sopa, en el infiernillo de alcohol y, de repente, experimenté un extraño sentimiento en mi interior.

Al principio pensé que era hambre, pero entonces tuve una idea tan incoherente... Se me ocurrió cruzar el vestíbulo para hacerle una visita a la señora Fitzwilliam y comprendí que lo que me sucedía era que me sentía sola. Acababa de inspeccio­nar los libros y no me apetecía leer ninguno. Sería agradable tener compañía, me dije; alguien con quien compartir las habi­taciones como había hecho con la señora Squires. Nos enfras­cábamos en unas conversaciones tan agradables, a menudo... Pero, por otro lado, me encanta vivir sola y ni una pizca de me­lancolía se ha colado nunca en mi vida, hasta hoy.

A veces es hermoso cruzar una mirada con alguien y notar en ella comprensión, aunque sólo sea durante un breve ins­tante, pero esto también puede alterar hábitos muy estimados. Al menos, sé que tú y yo nos comprendemos y que siempre nos comprenderemos, con o sin palabras, como sólo pueden hacerlo las hermanas gemelas, en esta cuestión y en todas las demás.

Entonces, ayer por la mañana descubrí que el mejor antí­doto para esos sentimientos de lasitud tan insólitos en mí es la actividad, ya que no tuve un instante para demorarme en ellos desde que me desperté, y terminé por olvidarlos casi del todo.

En realidad, había prometido una sorpresa al grupo de las mayores en la clase de aritmética de hoy pues, ayer, no sólo se quejaron con mucha amargura del aburrimiento que les pro­ducían las sumas que les había puesto, sino que además las re­solvieron correctamente de cabo a rabo, por lo que quedó claro que ya no tenían nada más que aprender en ese ámbito concre­to, y que la repetición absurda sólo conseguiría que lo detesta­sen, me parece.

Me estrujé los sesos y revisé mis libros en vano. Al final, decidí que la mejor solución sería tratar de encontrar un li­bro mejor, por lo que me abrigué y me lancé al frío de la ca­lle camino de una librería a la que acudo a menudo, a fin de pedirle consejo al perspicaz librero. «Pero ¿no lee usted
The Monthly Packet
, señorita?», me preguntó, asombrado, después de que le expusiera mis dificultades. «El señor Lewis Carroll, matemático, publicaba allí problemas para jóvenes. No hay mejor manera de enseñar a razonar y, a la vez, dis­frutar haciéndolo.» Me tendió una gran pila de ejemplares viejos y polvorientos y yo me los llevé a casa sin más tardan­za y los hojeé hasta encontrar los rompecabezas de los que me había hablado.

No había leído nunca
The Monthly Packet
, querida, y es tan edificante... A veces se pasa un poco de edificante, de mo­do que entre sus páginas se ocultan muchas moralejas, desti­nadas esencialmente a las jóvenes. Pero los problemas, cuando los encontré, resultaron ser una delicia; hay toda una historia en capítulos llamada
Un cuento enmarañado
, y cada capítulo contiene un problema. Algunos parecen tan difíciles que ni siquiera me he planteado ponerme a resolverlos. Después de haberlos leído con detenimiento, decidí empezar por el prin­cipio y copié el primer «nudo» de la «maraña» del número de abril de 1880. Cuando llegaron las chicas, envié a mi estima­da clase avanzada —formada por Emily, de trece años, y Rose, de once— a mi salita, con el papel y con instrucciones de no salir hasta que lo hubieran resuelto. Desaparecieron en un revuelo de batas y lazos, puse unas sumas a las medianas y empecé a contar guisantes secos con las más pequeñas, que todavía están aprendiendo que si Violet tiene cuatro guisan­tes y Mary le quita tres, entonces cuando Violet abre la boca en forma de «O» para protestar y lamentarse de que eso no es justo porque sólo le queda un guisante, ese gesto significa que ha resuelto correctamente la resta y se ha ganado un be­so, para su sorpresa.

El primer nudo es tan entretenido que te lo mando entero; como dice el autor, si tienes jaqueca, te distraerá de ella, y si no la tienes, te la producirá.

Un cuento enmarañado, del señor Lewis Carroll

Primer nudo: Excelsior

Duende, llévalos arriba y abajo

El resplandor rojizo del atardecer empezaba a diluirse en las oscuras sombras de la noche cuando se pudo observar a dos viajeros que descendían a buen paso —seis millas por ho­ra— la abrupta ladera de una montaña; el más joven saltaba de risco en risco con la agilidad de un corzo mientras su com­pañero, cuyas extremidades envejecidas se movían incómo­das en la pesada cota de malla que acostumbraban a llevar los aventureros en esa comarca, avanzaba can dificultad a su lado.

Como siempre es el caso en tales circunstancias, el caballero más joven fue el primero que rompió el silencio.

—¡Llevamos un buen paso, colijo! —exclamó—. ¡De subida no hemos ido tan deprisa!

—¡Buen paso; sí, señor! —asintió el otro con un gruñido—. ¡Al subir, hemos caminado tres millas en una hora!

—Y en terreno llano, ¿nuestro paso es de...?—preguntó el joven, que no era muy bueno en estadística y dejaba todos esos detalles a su anciano compañero.

—Cuatro millas por hora —respondió el otro, en tono can­sino—. Ni una onza más —añadió, con ese amor por las metá­foras tan común en la gente mayor—, ni un cuarto de penique

—Cuando salimos de la posada, pasaban tres horas del me­diodía —dijo el joven, pensativo—. No creo que estemos de vuelta a la hora de cenar. ¡Y quizás el posadero nos niegue el yantar!

—Nos regañará por haber regresado tarde —fue la grave réplica del anciano— y tal reproche nos habremos de tragar.

—¡Valiente cena! —gritó el otro con una alegre carcajada—. ¡Pues si le pedimos que nos sirva otro plato, espero que no nos dé tortas!

—No llegaremos ni a los postres —suspiró el anciano caballe­ro, que nunca en su vida había entendido una broma y se sentía un tanto molesto con la inoportuna falta de seriedad de su compa­ñero—. Cuando alcancemos la posada, serán las nueve —añadió entre dientes—. ¡Muchas millas hemos recorrido hoy!

—¿Cuántas? ¿Cuántas?- preguntó el joven con impaciencia, siempre sediento de conocimientos.

El viejo guardó silencio.

—Decidme vos —respondió, después de pensar unos mo­mentos— qué hora era cuando pasamos por aquel pico de allí. No es preciso que me lo digáis al minuto —se apresuró a aña­dir, captando una protesta en la expresión de su compañero—. ¡Sólo espero que vuestro cálculo no se desvíe de la respuesta más allá de medía hora, esto es todo lo que pido del hijo de vuestra madre! Entonces os diré, exactamente hasta la última pulgada, cuánto hemos caminado entre las tres y las nueve del reloj.

La réplica del joven fue un gruñido. Mientras buscaba la respuesta, su rostro contraído y las profundas arrugas que se perseguían unas a otras en su frente masculina revelaban el abismo de agonía aritmética en el que había caído por culpa de una pregunta ociosa.

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