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Authors: Anjali Banerjee

Tags: #Narrativa

La librería de las nuevas oportunidades (4 page)

BOOK: La librería de las nuevas oportunidades
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—No me negarás que tiene su encanto...

La tía Ruma se ajetrea en la diminuta sala de estar y, tirando con fuerza, abre una ventana de cristal esmerilado. Una ráfaga de aire frío se cuela en la habitación y trae consigo el perfume de los cedros y la hierba húmeda. Unos jirones de pintura blanca caen del alféizar y van a parar al suelo de madera.

—Es pintoresco, desde luego. —Me llevo un dedo a la nariz para evitar estornudar. Mis ojos vuelven a llorar por culpa del polvo, con lo que la habitación parece flotar en un espejismo acuoso.

—Esos lápices de ahí eran de Hemingway —informa mi tía, señalando un antiguo escritorio que descansa en un rincón, repleto de utensilios de escritura—. John Steinbeck también prefería el lápiz. —Coge una pluma estilográfica amarilla, la sostiene cuidadosamente entre el pulgar y el índice—. Una Parker Duofold Amarillo Mandarín usada por Colette.

—Menuda colección. —Le sigo la corriente, por más que dude que ninguno de estos objetos perteneciera a algún escritor famoso. Seguramente los ha ido comprando en los mercadillos locales.

—¿Me la cuidarás?

—Claro que sí.

No tengo la menor intención de quedarme a pasar la noche, pero por supuesto que cuidaré de sus pertenencias... desde abajo.

Me enseña el diminuto cuarto de baño, en el que un espejo con marco dorado preside el viejo lavamanos de cerámica.

—¿Dickens? —pregunto.

—Claro que no —se ríe—. Emily Dickinson. Lo encontré en un viaje a Massachusetts, hace muchas lunas.

—¿Saben los del museo que lo tienes?

—Negarían que le perteneció.

—¿Y cómo sabes que era suyo?

—¿Y tú cómo sabes que no?

Debería saber que no hay que acorralarla.

Mi tía me enseña su habitación de cuento de hadas. Sostiene que el bastidor de la cama de matrimonio perteneció a Marcel Proust, que escribía acostado. El colchón se hunde en el centro. ¿De verdad espera que duerma aquí, bajo la elaborada telaraña que cuelga del techo?

En la minúscula cocina hay cestas colgadas con cebollas y ajos; en un cuenco descansan calabacines y calabazas pequeñas de varios colores.

—No te faltarán verduras para tus platos —comenta mi tía.

—No suelo cocinar, pero gracias.

No tengo ni idea de qué hacer con ingredientes crudos que requieren algún tipo de manipulación previa. No dispongo de tiempo para cortar un calabacín en rodajas y esperar que se cueza en el horno durante una hora.

—Espero que disfrutes de mi humilde morada.

Mi tía cruza las manos sobre el pecho y me sonríe con afecto.

—Dentro de nada estarás de vuelta. —Le doy la espalda y me dirijo a la ventana para que no perciba mi inquietud. Al otro lado del estrecho el monte Rainier se eleva majestuoso, coronado de nieve, a catorce mil pies de altitud—. Volverás a disfrutar de estas magníficas vistas.

—Sí que lo son, ¿verdad? —susurra a mi espalda. Pero cuando me doy la vuelta no hay nadie. Mi tía ya no está en la habitación.

5

Avanzo a paso ligero por Harborside Road en dirección a la casa de mis padres, que se alza en Fairport Lane. Pese al viento desapacible, me cruzo con gente que ha salido a caminar o a correr, con parejas que se pasean cogidas del brazo al caer la tarde. Se miran a los ojos como si fueran a seguir enamorados para siempre.

Sostengo el móvil en alto y lo muevo en todos los ángulos posibles, pero en vano. No hay cobertura. Para colmo, compruebo que el café Fairport cierra pronto. No hay ningún quiosco a la vista, así que me quedo sin Wall Street Journal.

Por lo menos aquí estoy a salvo de Robert. Puedo ocuparme de la trasnochada librería de la tía Ruma durante unas semanas, limpiarla un poco, no hay problema.

Aquí estoy, en la casa de estilo cabo Cod de mis padres, levantada sobre un acantilado que asoma a la bahía. A lo largo del sendero que conduce a la puerta principal, mi madre ha colocado macetas de barro con plantas vivaces y, como de costumbre, el césped luce impecable, tanto que la simetría de sus afilados contornos resulta casi antinatural.

Levanto la mano para llamar a la puerta, pero antes de que lo haga mamá sale a abrir. Es una mujer menuda y recia, de porte recto, el rostro enmarcado por el pelo corto. Rara vez se pone un sari; prefiere los pantalones de color beige y las blusas estampadas. Tiene la piel clara y el pelo castaño oscuro. Una ráfaga de aire cálido la envuelve y me atrae hacia el vestíbulo con suelo de baldosas rosadas. Un olor a cebolla, comino y ajo flota en el aire. Estoy en casa.

—¡Así que Ruma te ha soltado al fin! —exclama mientras me abraza.

—Me tenía secuestrada, pero he logrado escapar.

—Me alegro de que te instales aquí y no en esa vieja casa polvorienta. No sé cómo puede vivir Ruma con tanto desorden. Pasa, pasa. Gita ha venido en ferry esta mañana. Está arriba duchándose. Lleva toda la tarde preparando la cena.

—Es una gran cocinera —comento, sin poder evitar sentir una punzada de envidia en algún punto situado por detrás de las costillas. Gita, mi querida hermana pequeña, es capaz de improvisar en un abrir y cerrar de ojos platos dignos de los paladares más exigentes. Sabe elegir las presentaciones más sofisticadas y hacer que todo parezca un juego de niños. Yo, en cambio, sé elegir trajes chaqueta azules y zapatos de salón de la talla equivocada que me producen ampollas en los pies. También sé cómo quitarle la tapa a un envase de comida para llevar —gourmet, eso sí— sin romperme una sola uña.

Me quito la ropa de abrigo, me descalzo y sigo a mamá hasta el salón. Los muebles son un compendio de los viajes de mis padres, en el que no faltan muestras del arte tradicional de Hawai, India y África.

—Necesito una conexión a internet —digo, intentando no sonar demasiado ansiosa.

—En mi estudio, como siempre. —Mi padre aparece con un vaso de whisky en la mano. Lo veo algo demacrado y cargado de hombros, como si hubiese encogido una o dos pulgadas desde la última vez que lo vi. Su aspecto es el de siempre —los mismos pantalones de lino arrugado, la misma camisa, el mismo pelo gris alborotado—, pero ha envejecido.

Lo abrazo con fuerza, sorprendida por una emoción que me embarga. Lo echaba de menos. Casi tanto como a mi correo electrónico.

—Ahora mismo vuelvo.

Me escabullo por el pasillo que conduce al caótico estudio de mi padre. Accedo a mi cuenta de correo y encuentro ciento cincuenta y siete mensajes nuevos desde esta mañana. Noventa y siete son urgentes.

Hay tres mensajes emergentes de Robert, que me urgen a consultar el buzón de voz. «Nos han hecho una oferta de compra a la baja. ¿Dónde te metes?»

No le he dicho nada de mi viaje. Por una vez, que sea él quien se pregunte dónde estoy. Qué crédula fui, esperándolo en las noches serenas de verano, convencida de que sencillamente tenía que quedarse a trabajar hasta tarde.

Tecleo rápidamente. «Yo nunca he querido mudarme. Tú me has echado de mi piso. No pienso aceptar ni un dólar menos de lo acordado.»

Borro el mensaje antes de enviarlo, me recuesto en la silla y respiro hondo varias veces. Espero que los compradores no arranquen las flores que he plantado en el jardín ni quiten las piedras del sendero. Pero tengo que renunciar al piso. No me queda otra.

—¿Estás bien? —inquiere papá desde el umbral—. Vamos a cenar.

Agita el whisky en el vaso. Necesita tener en las manos algo con lo que juguetear en todo momento; si no fuera el whisky sería un tenedor, o una cañita, o un cigarrillo sin encender.

—Sí, no te preocupes por mí. —Me desconecto y lo sigo hasta el salón. Nos sentamos a la larga mesa de roble de mis padres, la que recuerdo desde que tengo uso de razón, la misma a la que me he sentado incontables veces, en la que me negué a comer hígado y se lo di a la gata, Willow, a hurtadillas. Murió de vieja, o quizá fue el hígado lo que la mató, quién sabe.

Hay una silla vacía junto a la mía, la silla en la que Rob solía sentarse cuando veníamos los dos a cenar. Ahora nadie ocupa su lugar en la mesa, y su mantel individual de bambú verde ha desaparecido. Por lo demás, mamá ha puesto la mesa con el esmero de siempre, y ha sacado la cubertería de plata. Es disciplinada y sabe refrenar la fuerza centrífuga del desorden de mi padre. Sé sin necesidad de comprobarlo que si abro cualquier cajón de la casa su contenido estará meticulosamente dispuesto en varios compartimentos, las cartas sujetas con gomas elásticas. Sé que conserva la costumbre de bajar las persianas en los días de mucho sol para evitar que este se coma el color de la tarima. A diferencia de mí, jamás permite que los restos se acumulen al fondo del frigorífico.

Sentado a la cabecera de la mesa, papá agita el hielo en el vaso de whisky.

—Me alegro de que estés aquí. Tu hermana tiene buenas...

—Me ha parecido oír la voz de Jasmine. —Gita sale de la cocina con el pelo todavía húmedo de la ducha y una fuente de arroz basmati en las manos. Me levanto para abrazarla, esquivando la fuente de arroz. Luce un traje pantalón de marca y alhajas de colores, y parece un anuncio viviente de su propia boutique de Seattle. El rostro anguloso de Gita bien podría ilustrar la portada de Vogue.

—¿Qué tal Dilip? —le pregunto—. ¿Está de...?

—Viaje de negocios —se apresura a contestar, sonriendo como si ocultara un secreto—. Volverá mañana. Si no lo hace, lo abandono.

Mamá reprime un grito.

—¡Gita! ¿Y qué pasa con..., ya sabes?

Mi hermana alza la mano.

—¡Espera, mamá! Cuando llegue el momento, se lo diré.

—¿Decirme el qué?

—Tú siéntate y relájate. —La sonrisa de Gita es ligeramente excesiva, y me indica por señas que vuelva a tomar asiento. No hay forma humana de que me ponga cómoda, la madera es dura y fría.

—Jasmine parece cansada, ¿verdad que sí? —apunta mi madre.

Traducción: «Jasmine trabaja demasiado. Debería pasar más tiempo con la familia». Mi madre me habla a menudo de forma soslayada, dirigiéndose a mi hermana cuando en realidad soy yo el objeto de sus reproches.

Gita se sienta frente a nosotras.

—¿Y bien, Jasmine, cómo lo llevas? ¿Qué hay del cabrón de Robert? ¿Ya está todo arreglado o sigue portándose como un perfecto capullo?

Mamá vuelve a dar un respingo.

—¡Gita! Modera ese lenguaje.

Mi hermana pone los ojos en blanco.

—Vale. Dime, ¿sigue portándose como un perfecto gilipollas? ¡El peso que te habrás quitado de encima!

Mamá frunce el ceño.

Yo sonrío, aunque tengo el corazón hecho trizas.

—Soy libre. Y lo llevo... estupendamente.

Gita no tiene mala intención, pero no puede imaginar lo que se siente al meter todas las pertenencias de tu marido en cajas, al encontrar recordatorios suyos esparcidos por la casa: un recibo de la tintorería, una lista de la compra que garabateó con su letra oblicua, una botella mediada de su vino favorito.

Mamá resopla audiblemente.

—¡Venga, a comer! Que hay hambre.

Gita ha preparado un festín en el que no falta un aromático chutney de mango, un curry de pescado y mi plato favorito, aloo gobi. De todas las especialidades bengalíes que domina mi hermana, ninguna me gusta tanto como la mezcla de patata y coliflor al curry. Una compleja fusión de aromas flota en el aire, con notas de cilantro, ajo, jengibre, cebolla, pimiento verde y cúrcuma. Se me hace la boca agua, recordándome que todavía puedo disfrutar de los placeres más sencillos.

Las sutiles fragancias de la comida me transportan a India, al polvo y el ruido de Calcuta, las muchedumbres, el frufrú de los saris. No me importaría volver a mi tierra natal, aunque hace casi una década que no he ido. Puede que allí me resultara más fácil encontrar pareja: el fiel y escurridizo marido bengalí. Pero dudo que exista más allá de la imaginación de mi madre.

Esta se dedica a apilar comida en los platos mientras papá agita su whisky y Gita se lleva a la boca grandes cucharadas de arroz con curry. Sus modales a la mesa no son lo que se dice exquisitos.

—Y bien, ¿cuándo vas a contarme esa novedad, Gita? —pregunto. El agua de mi vaso está tibia.

De pronto, se hace un silencio.

—Dilip y yo vamos a casarnos —anuncia al fin con la boca llena.

Papá hace tintinear el vaso contra el plato.

—¡Hombre, ya era hora!

—¡Papá! Solo llevamos un año viviendo juntos.

Un leve temblor agita el labio superior de Gita, como cuando intenta reprimir la ira.

—¡Un año! —Papá se echa a reír—. ¿Sabes cuántas citas tuvimos tu madre y yo?

—Tres —contesta mamá—. Dos de ellas en presencia de nuestros respectivos padres.

Gita clava el tenedor en el pescado con saña.

—Los tiempos han cambiado. Ahora irte a vivir con tu pareja no es nada del otro mundo.

Mamá alisa la servilleta que descansa junto a su plato. Le brillan los ojos.

—No sabes lo atareadas que hemos estado planeando la boda. Hay tanto que hacer. —Me mira con recelo, como si me pidiera permiso para echar las campanas al vuelo—. Gita y Dilip quieren casarse aquí...

—En la isla, en la iglesia del pueblo —la interrumpe Gita—. Estamos preparando la lista de invitados. Espero no olvidarme de nadie. La recepción se hará en el parque, con vistas al mar. Queremos una ceremonia en la que Oriente y Occidente se den la mano. Puede que me ponga un sari, si encuentro uno bueno. Jasmine, tienes que acompañarnos cuando vayamos a comprarlo.

La montaña de comida que hay en mi plato se ha vuelto inverosímilmente grande. Tengo el estómago cerrado.

—¿Cuándo habéis decidido todo esto?

Gita intercambia una mirada fugaz con mamá.

—Hace unos días. Hemos preferido esperar para decírtelo. Sabemos que lo estás pasando mal. Y la tía Ruma tampoco lo sabe todavía. Te alegras por mí, ¿verdad?

—Claro que me alegro por ti. —Pero ignoro si las lágrimas que me asoman a los ojos son de alegría por mi hermana o de compasión por mí misma—. Enhorabuena, Gita. Es una noticia maravillosa.

Mamá y ella vuelven a mirarse.

—Gracias —dice Gita.

Me limpio los labios dándome toquecitos con la servilleta.

—¿Cuándo se celebrará... la boda?

—El veinte de abril —contesta Gita—. Una fecha propicia, según el astrólogo de la familia de Dilip.

No me lo puedo creer.

—¿Tiene un astrólogo en la familia?

Mamá me mira con el ceño fruncido.

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