No abre la botella de cerveza. Le tiemblan los labios. Tiene la boca seca. Mira el gran salón en torno a él, el vacío. No le gusta ese sofá blanco. Esa mesa de centro dorada. Las revistas que nadie lee, puestas para que queden bien. Esa noche ya no le gusta el Audi rojo, el reloj Patek, las chicas a las que pagas y que no te abrazan; su cuerpo abotagado, sus dedos hinchados y ese frío.
No abre la botella de cerveza. Se levanta, deja encendida la lámpara de la entrada por si, por suerte, Jocelyne fuera a buscarlo esa noche, por si, por suerte, fuera objeto de una indulgencia, y sube. Es una escalinata, afloran imágenes de caídas.
Vértigo. Lo que el viento se llevó. El acorazado Potemkin
. Sangre que brota de las orejas. Huesos que se rompen.
Sus dedos se agarran a la barandilla; la idea del perdón no empieza hasta el momento de levantarse.
Sale con destino a Londres. Dos horas de tren durante las cuales sus manos están húmedas. Como cuando acudes a una primera cita amorosa. Cuarenta metros bajo el mar, tiene miedo. Va a ver a Nadine. Al principio ella no quería. Él ha insistido mucho. Casi ha suplicado. Un asunto de vida o muerte. Esa expresión le ha parecido tremendamente melodramática a su hija, pero la ha hecho sonreír, y ha sido por esa sonrisa por donde él se ha colado.
Han quedado en el Caffè Florian, en la tercera planta de los famosos almacenes Harrods. Él llega con antelación. Quiere poder elegir la mesa idónea, el asiento idóneo. Quiere verla llegar. Tener tiempo de reconocerla. Sabe que la pena remodela los rostros, cambia el color de los ojos. Una camarera se acerca. Con un gesto, le indica que no quiere nada. Le avergüenza no poder siquiera decir en inglés: estoy esperando a mi hija, no me encuentro muy bien, señorita, tengo miedo, he cometido una enorme tontería.
Ya ha llegado. Es guapa y delgada, y ve en ella la gracia, la conmovedora palidez de Jocelyne en la mercería de la señora Pillard, en la época en que ni por asomo habría podido imaginar que era un ladrón, un asesino. Se levanta. Ella sonríe. Es una mujer; qué deprisa pasa el tiempo. Le tiemblan las manos. No sabe qué hacer. Pero ella acerca la cara. Lo besa. Hola, papá.
Papá
; hace mil años. Tiene que sentarse. No se encuentra muy bien. Le falta aire. Ella le pregunta si está bien. Él contesta sí, sí, es la emoción. Estoy tan contento. Estás tan guapa. Se ha atrevido a decirle eso a su hija. Ella no se sonroja. Está bastante pálida. Dice: es la primera vez en mi vida que me dices eso, papá, algo tan personal. Podría llorar, pero es fuerte. Es él quien llora, el viejo. Él, quien se agarra. Escúchenlo. Eres tan guapa, hija mía, como tu madre. Como tu madre. La camarera se acerca de nuevo, se desliza, silenciosa; parece un cisne. Bajito, Nadine le dice
in a few minutes, please
, y Jocelyn se da cuenta por la musicalidad de la voz de su hija viva que tiene una oportunidad de hablar con ella y que esa oportunidad es ese momento. Así que se lanza. De cabeza. Le he robado a tu madre. La he traicionado. He huido. Siento vergüenza y sé que para la vergüenza es demasiado tarde. Yo… Yo… Busca las palabras. Las palabras no acuden. Es difícil. Dime qué puedo hacer para que me perdone. Ayúdame. Nadine levanta la mano. Ya está, se acabó. La camarera está allí.
Two large coffees, two pieces of fruit cake; yes madam
. El ladrón no entiende nada, pero le gusta la voz de su hija. Se miran. La pena ha cambiado el color de los ojos de Nadine. Antes, en la época de Arras, los tenía azules. Ahora son grises, un gris lluvioso, una calle secándose. Mira a su padre. Busca en el rostro triste e impreciso lo que su madre amó. Intenta ver los rasgos del actor italiano, su risa clara, sus dientes blancos. Recuerda el bello rostro que la besaba por la noche cuando se iba a dormir; besos de su papá que tenían el sabor de los helados de vainilla, de cookies, de plátano, de caramelo. ¿Se vuelve feo lo bello que has vivido porque la persona que embellecía tu vida te ha traicionado? ¿Se vuelve aborrecible el maravilloso regalo de un niño porque el niño se ha convertido en un asesino? No lo sé, papá, dice Nadine. Solo sé que mamá no está bien; que para ella el mundo se ha venido abajo.
Y cuando añade, cinco segundos después, para mí también se ha venido todo abajo, él sabe que se ha acabado.
Alarga la mano hacia el rostro de su hija; quisiera tocarla, acariciarla una última vez, sentir su calor, pero su mano helada se petrifica. Es una despedida curiosa y triste. Nadine baja finalmente los ojos. Comprende que lo deja marchar sin hacerle la afrenta de mirar huir a un cobarde. Es su regalo por haberle dicho que estaba guapa.
En el tren de vuelta, recuerda las palabras de su madre cuando le comunicaron que su marido acababa de morir de un ataque al corazón en la oficina. ¡Me ha abandonado, tu padre nos ha abandonado! ¡El muy cerdo! Y después, tras el entierro, cuando se enteró de que el corazón le había estallado mientras se lo hacía con la encargada del material, una divorciada glotona, se había callado. Definitivamente. Había guardado las palabras dentro de sí misma, se había cosido la boca y Jocelyn todavía niño había visto el cáncer del mal de los hombres en el corazón de las mujeres.
En Bruselas, va a la librería Tropismes, en la Galería de los Príncipes. Se acuerda del libro del que ella levantaba a veces los ojos para sonreírle. Estaba guapa sumergida en la lectura. Parecía feliz. Pide
Bella del Señor
, elige la edición en rústica, la que ella leía. Compra también un diccionario. Después pasa los días leyendo. Busca la definición de las palabras que no comprende. Quiere encontrar lo que le hacía soñar, lo que le hacía estar guapa y de vez en cuando levantar los ojos hacia él. Quizá veía a Adrien Deume y quizá lo quería precisamente por eso. Los hombres creen que son amables en cuanto Señores, cuando tal vez son simplemente temibles. Escucha los suspiros de la Bella; los apartes de la «religiosa del amor». A veces se aburre con los interminables monólogos. Se pregunta por qué a lo largo de varias páginas no hay puntuación; lee entonces el texto en voz alta y, en el eco del gran salón, su respiración cambia, se acelera; siente de pronto vértigo, como en el momento más apasionante de un rapto; algo femenino, gracioso, y comprende la dicha de Jocelyne.
Pero el final es cruel. En Marsella, Solal le pega a Ariane, la obliga a acostarse con su antiguo amante; la bella es una cortesana sin gracia. Y llega la caída ginebrina. Al cerrarlo, Jocelyn se pregunta si el libro no reafirmaba a su mujer en la idea de que había superado «el tedio y la lasitud» que consumieron a los amantes novelescos y de que, a su manera, ella había alcanzado un amor cuya perfección no estaba en las costuras, los peinados y los sombreros, sino en la confianza y la paz.
Tal vez
Bella del Señor
era el libro de la pérdida y Daniela lo leía para calibrar lo que había salvado.
Ahora él quiere volver. Tiene montones de palabras para ella; palabras que no ha pronunciado jamás. Ahora sabe lo que significa «simbiosis».
Tiene miedo de llamar. Tiene miedo de su propia voz. Tiene miedo de que ella no coja el teléfono. Tiene miedo de los silencios y de los sollozos. Se pregunta si no debe simplemente regresar, llegar esa noche a la plácida hora de la cena, meter la llave en la cerradura, empujar la puerta. Creer en los milagros. En la canción de Reggiani, en la letra de Dabadie, ¿
Hay alguien ahí, /sea hombre o mujer? / Desde aquí oigo al perro, /y si no estás muerta, /ábreme sin rencor. /Vuelvo un poco tarde, lo sé
. Pero ¿y si ha cambiado la cerradura? ¿Y si no está? Al final decide escribir una carta.
Cuando, semanas más tarde, está terminada, la lleva a la oficina de Correos de la plaza Poelaert, junto al Palacio de Justicia. Está nervioso. Pregunta varias veces si el franqueo es suficiente. Es una carta importante. Mira la mano que arroja al cesto su carta llena de esperanzas y de comienzos; y rápidamente otras cartas caen, cubren la suya, la asfixian, la hacen desaparecer. Se siente perdido. Está perdido.
Regresa a la gran casa vacía. Solo queda el sofá blanco. Lo ha vendido todo, dado todo. El coche, el televisor,
Jason Bourne
, el Omega, no ha encontrado el Patek, le trae sin cuidado.
Espera en el sofá blanco. Espera que una respuesta se deslice por debajo de la puerta. Espera mucho, mucho tiempo, y no llega nada. Tiembla, y a lo largo de los días que pasan inmóviles, su cuerpo se embota por el frío. Ya no come, ya no se mueve. Bebe unos sorbos de agua al día, y cuando las botellas se vacían, deja de beber. A veces llora. A veces habla solo. Pronuncia los nombres de pila de los dos. Eso era la simbiosis, no la había visto.
Cuando su agonía comienza, es feliz.
E
n Niza el mar está gris.
Hay oleaje a lo lejos. Encajes de espuma. Algunas velas que se agitan, como manos que piden auxilio pero que nadie llegará a agarrar.
Es invierno.
La mayoría de las contraventanas de los edificios del Paseo de los Ingleses permanecen cerradas. Son como tiritas sobre las fachadas deterioradas. Los viejos están encerrados en sus casas. Miran las noticias en la televisión, las previsiones de mal tiempo. Mastican largo rato antes de tragar. De repente hacen que duren las cosas. Después se duermen en el sofá, con una mantita sobre las piernas y el aparato encendido. Tienen que aguantar hasta la primavera, si no, los encontrarán allí muertos; con las temperaturas de los primeros días de buen tiempo, los olores nauseabundos se insinuarán bajo las puertas, en las chimeneas, en las pesadillas. Los niños están lejos. No llegan hasta que empieza el calor. Cuando pueden disfrutar del mar, del sol, del piso del abuelo. Regresan cuando pueden tomar medidas, planificar sus sueños: ampliar el salón, redecorar los dormitorios, reformar el cuarto de baño, instalar una chimenea, poner una maceta con un olivo en el balcón y un día comer aceitunas de su cosecha.
Hace casi un año y medio, yo estaba sentada aquí, sola, en el mismo lugar, en la misma estación del año. Tenía frío y lo esperaba.
Acababa de despedirme viva, apaciguada, de las enfermeras del centro. En unas semanas, había matado algo de mí.
Algo terrible que llamamos bondad.
Había dejado que me abandonara, como una pústula, como un hijo muerto; un regalo que te hacen e inmediatamente te quitan.
Una atrocidad.
Hace casi dieciocho meses, me había dejado morir para dar a luz a otra. Más fría, más angulosa. El dolor siempre te remodela de un modo curioso.
Y luego había llegado la carta de Jo, pequeño colofón en el duelo de la que fui. Un sobre expedido desde Bélgica; en el reverso, una dirección de Bruselas, plaza Grand-Sablons. En el interior, cuatro páginas de su escritura imperfecta. Frases asombrosas, palabras nuevas, como salidas directamente de un libro. «Ahora sé, Jo, que el amor soporta mejor la muerte que la traición».
[1]
Su escritura perezosa. Al final, quería volver. Simplemente eso. Volver a nuestro hogar. Recuperar la casa. Nuestro dormitorio. La fábrica. El garaje. Los pequeños muebles hechos por él. Recuperar nuestras risas. Y el Radiola y las cervezas sin alcohol y los amigos de los sábados, mis únicos verdaderos amigos. «Y a ti». Quería recuperarme a mí. Volver a ser amado por mí, escribía, lo he entendido: «amar es comprender»
[2]
. Prometía. Conseguiré que me perdones. Tuve miedo, escapé. Juraba. Se desgañitaba. Te amo, escribía. Te echo de menos. Se ahogaba. No mentía, lo sé; pero era demasiado tarde para sus palabras aplicadas y bonitas.
Mis redondeces misericordiosas se habían fundido. El hielo surgía. Cortante.
A la carta, había adjuntado un cheque.
Quince millones ciento ochenta y seis mil cuatro euros y setenta y dos céntimos.
A nombre de Jocelyne Guerbette.
Te pido perdón, eso es lo que decían los números. Perdón por mi traición y mi cobardía; perdón por mi crimen y mi desamor.
Tres millones trescientos sesenta y un mil doscientos noventa y seis euros y cincuenta y seis céntimos le habían dado su sueño y el asco de sí mismo.
Debía de haberse comprado el Porsche, el televisor de pantalla plana, la colección de las películas del espía inglés, un Seiko, un Patek Philippe, un Breitling quizá, brillante, reluciente, unas mujeres más jóvenes y más guapas que yo, depiladas, infladas, perfectas. Debía de haber conocido a malas personas, como sucede siempre cuando tenemos un tesoro: recuerden al gato y la zorra que roban las cinco monedas que Comefuego le había dado a Pinocho. Debía de haber vivido algún tiempo como un príncipe, como siempre deseamos hacer cuando de repente la suerte nos cae del cielo, para vengarnos por no haberla tenido antes, por no haberla tenido en absoluto. Hoteles de cinco estrellas, Taittinger Comtes de Champagne, caviar. Y caprichos, puedo imaginar perfectamente a mi ladrón: no me gusta esta habitación, la ducha gotea, la carne está demasiado hecha, las sábanas pican; quiero otra chica; quiero amigos.
Quiero lo que he perdido
.
No contesté jamás a la carta de mi asesino. La dejé caer, escapar de mi mano; las hojas planearon un instante y, cuando tocaron por fin el suelo, quedaron reducidas a cenizas y yo me eché a reír.
M
i última lista.
H
e hecho todas las cosas de mi última lista con dos salvedades. Al final me he hecho la depilación de ingles integral —produce un efecto curioso, muy de niña— y todavía no he decidido a quién voy a darle el millón. Espero la sonrisa inesperada, un suceso en el periódico, una mirada triste y bondadosa; espero una señal.