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Authors: Grégoire Delacourt

Tags: #Relato

La lista de mis deseos (8 page)

BOOK: La lista de mis deseos
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H
ace dos días que Jo se fue.

He ido a ver a papá otra vez. Le vuelvo a hablar de mis dieciocho millones, mi suplicio. No da crédito a sus oídos. Me felicita. ¿Qué vas a hacer con todo eso, cariño? No lo sé, papá, tengo miedo. ¿Y tu madre? ¿Qué piensa ella? Todavía no se lo he contado, papá. Ven, acércate, hija mía, cuéntamelo todo. Jo y yo somos felices, digo con voz trémula. Hemos tenido altibajos como todos los matrimonios, pero hemos conseguido superar los momentos malos. Tenemos dos hijos sanos, una bonita casa, amigos, vamos de vacaciones dos veces al año. La mercería va muy bien. La web crece, ya somos ocho. Dentro de una semana, Jo será encargado y jefe de unidad en la fábrica, comprará un televisor de pantalla plana para el salón y pedirá un crédito para el coche de sus sueños. Todo esto es frágil, pero se sostiene, soy feliz. Estoy orgullosa de ti, murmura mi padre dándome la mano. Y ese dinero, papá, tengo miedo de que… ¿Quién es usted?, pregunta de pronto.

Putos seis minutos.

Soy tu hija, papá. Te echo de menos. Echo de menos tus mimos. Echo de menos el ruido de la ducha cuando volvías a casa. Echo de menos a mamá. Echo de menos mi infancia. ¿Quién es usted?

Soy tu hija, papá. Tengo una mercería, vendo botones y cremalleras porque te pusiste enfermo y tuve que hacerme cargo de ti. Porque mamá murió en la calle cuando iba a hacer la compra. Porque no he tenido suerte. Porque quería besar a Fabien Derôme y fue ese pedante de Marc-Jean Robert y sus improvisaciones para acelerar el corazón a las chicas, escritas en hojas cuadriculadas, quien se llevó mi primer beso. ¿Quién es usted?

Soy tu hija, papá. Soy tu hija única. El único hijo que has tenido. Crecí esperándote y mirando a mamá dibujar el mundo. Crecí temiendo no parecerte guapa, no ser encantadora como mamá, no ser brillante como tú. Soñé con dibujar y crear vestidos, con hacer que todas las mujeres estuvieran guapas. Soñé con
Bella del Señor
, con el príncipe azul, soñé con una historia de amor absoluto; soñé con la inocencia, con paraísos perdidos, con lagunas; soñé que tenía alas; soñé con ser amada por mí misma sin necesidad de ser condescendiente. ¿Quién es usted?

Soy la chica de la limpieza, señor. Vengo a ver si todo está en orden en su habitación. Voy a limpiarle el cuarto de baño, como todos los días, a vaciar la papelera, a cambiar la bolsa de plástico y a limpiar su caca.

Gracias, señorita, es usted un encanto.

D
e vuelta a casa, releo la lista de mis necesidades y me parece que la riqueza sería poder comprar todo lo que figura en ella a la vez, desde el pelador de verduras hasta el televisor de pantalla plana, pasando por el abrigo de Caroll y la alfombrilla antideslizante para la bañera. Volver a casa con todas las cosas de la lista, romper la lista y decirse ya está, ya no tengo más necesidades. Ahora solo tengo deseos. Solo deseos.

Pero eso no ocurre nunca.

Porque nuestras necesidades son nuestros pequeños sueños cotidianos. Son nuestras pequeñas cosas pendientes, que nos proyectan al día siguiente, al otro, al futuro; esas menudencias que compraremos la semana que viene y que nos permiten pensar que la semana que viene seguiremos vivos.

La necesidad de una alfombrilla de baño antideslizante nos mantiene vivos. O de una cuscusera. O de un pelador de verduras. Así que escalonamos las compras. Programamos los lugares a los que vamos a ir. A veces comparamos. Una plancha Calor con una Rowenta. Llenamos los armarios lentamente, los cajones uno a uno. Pasamos toda una vida llenando una casa; y cuando está llena, rompemos las cosas para poder reemplazarlas, para tener algo que hacer al día siguiente. Llegamos incluso a romper nuestro matrimonio para proyectarnos en otra relación, otro futuro, otra casa.

Otra vida que llenar.

He pasado por la librería Brunet, en la calle Gambetta, y he comprado
Bella del Señor
en edición de bolsillo. Aprovecho las veladas sin Jo para releerla. Pero esta vez es terrible, porque ahora sé. Ariane Deume se da un baño, habla sola, se prepara, y yo ya estoy enterada de la caída ginebrina. Estoy enterada de la horrible victoria del aburrimiento sobre el deseo, del ruido de la descarga de la cisterna sobre la pasión, pero no puedo evitar seguir creyendo en ella. El cansancio me invade en el corazón de la noche. Me despierto agotada, soñadora, enamorada.

Hasta esta mañana.

En que todo se derrumba.

N
o he gritado.

Ni llorado. Ni golpeado las paredes. Ni tampoco me he arrancado el pelo. No lo he roto todo a mi alrededor. No he vomitado. No me he caído en redondo. Ni siquiera he notado que se me acelerara el corazón ni que me mareara.

Aun así, me he sentado en la cama, por si acaso.

Los pequeños marcos dorados con fotos de los niños a todas las edades. La foto del día de nuestra boda, en la mesilla de noche de Jo. Un retrato mío, obra de mamá, en mi lado de la cama; lo pintó en unos segundos sobre un trazo violeta con la acuarela azul que le quedaba en el pincel; tú leyendo, había dicho.

Mi corazón ha permanecido en calma. Mis manos no han temblado.

Me he inclinado para recoger la blusa que se me había caído al suelo. La he dejado a mi lado, encima de la cama. Mis dedos la habían arrugado antes de soltarla. La plancharé después. Debería haberme decidido a comprar el centro de planchado Calor que vi en Auchan a trescientos euros con noventa y nueve, en la posición veintisiete de la lista de mis necesidades.

Ha sido entonces cuando he empezado a reírme. A reírme de mí misma.

Lo sabía.

H
a sido el polvo de yeso sobre la plantilla del zapato lo que me lo ha confirmado, antes incluso de mirar debajo.

Jo había reparado la barra del armario ropero, pero sobre todo había fijado este a la pared porque amenazaba con caerse desde hacía bastante tiempo. Para ello, había hecho dos grandes agujeros en el fondo del armario y en la pared, lo que explicaba el polvo de yeso dentro del armario y sobre mis zapatos.

Una vez sujeto el armario, seguramente había querido limpiar el polvillo blanco de mis zapatos y entonces había encontrado el cheque.

¿Cuándo? ¿Cuándo lo había encontrado?

¿Desde cuándo lo sabía?

¿Lo sabía ya a mi regreso de París, cuando vino a buscarme a la estación? ¿Cuando me había susurrado al oído que se alegraba de que hubiera vuelto?

¿Antes de Le Touquet? ¿Me había llevado allí sabiendo el daño que iba a hacerme? ¿Me agarró de la mano en la playa sabiendo ya que iba a traicionarme? Y cuando, brindando en el restaurante del hotel, expresó ese deseo de que nada cambiara y todo durara, ¿estaba ya riéndose en mis narices? ¿Estaba ya preparando su evasión de nuestra vida?

¿O había sido después, a la vuelta?

No me acordaba del día que había sujetado el armario a la pared. Yo no estaba en casa y él no había dicho nada. El muy cerdo. El muy ladrón.

Llamé a la sede de Nestlé en Vevey, por supuesto.

No había ningún Jocelyn Guerbette.

La recepcionista rio de buena gana cuando insistí, cuando le dije que estaba allí toda la semana haciendo un curso de encargado y jefe de unidad para su fábrica Häagen-Dazs de Arras, sí, sí, Arras, señorita, en Francia, en Pas-de-Calais, código postal 62000. La ha enredado, señora. Esto es la sede de Nestlé Worlwide, ¿cree que aquí hacemos cursos de encargado o de almacenista? Venga, hombre. Llame a la Policía, si quiere, pregúntese si no tendrá una amante, pero, créame, señora, aquí no está. Debió de notar que empezaba a invadirme el pánico, porque hubo un momento en que suavizó el tono y añadió, antes de colgar,
lo siento
.

En la fábrica, el jefe de Jo me confirmó lo que presentía.

Se había tomado una semana de vacaciones y llevaba cuatro días sin ir; tiene que volver el lunes que viene.

Que te crees tú eso. A Jo ya no le ves el pelo. Nadie va a verle el pelo a ese cerdo. Con dieciocho millones en el bolsillo, ha volado. El pájaro ha desaparecido. Ha rascado la última «e» de mi nombre y el cheque ha pasado a estar al suyo. Jocelyne sin «e». Jocelyn Guerbette. En cuatro días, ha tenido tiempo de irse al rincón más recóndito de Brasil. De Canadá. De África. De Suiza quizá. Dieciocho millones, eso pone distancia de por medio entre tú y lo que dejas.

Una distancia de mil demonios, imposible de recorrer.

El recuerdo de nuestro beso, cinco días antes. Lo sabía. Era un último beso. Las mujeres siempre presentimos esas cosas. Es un don que tenemos. Pero no me había prestado atención a mí misma. Había jugado con fuego. Había querido creer que Jo y yo estábamos unidos para siempre. Había dejado que su lengua acariciara la mía con esa increíble dulzura, sin atreverme a dejar hablar esa noche a mi miedo.

Había creído que después de haber sobrevivido a la insoportable tristeza de la muerte de nuestra pequeña, después de las cervezas dañinas, los insultos, la ferocidad y las heridas, el amor brutal, animal, estábamos unidos para siempre, nos habíamos vuelto inseparables, amigos.

Por eso aquel dinero me había aterrado.

Por eso me había callado lo increíble. Había contenido la histeria. Por eso en el fondo no lo había querido. Había pensado que si le daba su Cayenne se iría con él, se marcharía lejos, deprisa, no regresaría. Hacer realidad los sueños ajenos era arriesgarse a destruirlos. Su coche tenía que comprárselo él. En nombre de su orgullo. De su miserable orgullo masculino.

No me había equivocado. Había presentido que ese dinero sería una amenaza para nosotros dos. Que era fuego. Caos incandescente.

Yo sabía, en lo más profundo de mi carne, que, aunque podía hacer el bien, ese dinero también podía hacer el mal.

Daisy tenía razón. «La codicia lo arrasa todo a su paso».

Yo creía que mi amor era un dique. Una barrera infranqueable. No me había atrevido a imaginar que Jo, mi Jo, me robaría. Me traicionaría. Me abandonaría.

Que destruiría mi vida.

P
orque, en definitiva, ¿qué era mi vida?

Una infancia feliz… hasta el corazón de mis diecisiete años, hasta el
Grito
de mamá y un año después el ictus cerebral de papá y sus asombros infantiles cada seis minutos.

Cientos de dibujos y pinturas que representan los días maravillosos; el gran paseo en Citroën Tiburón hasta los castillos del Loira, Chambord, donde me caí al agua y donde papá y otros señores se zambulleron para rescatarme. Más dibujos, autorretratos de mamá en los que está guapa, en cuyos ojos no parece haber habido ningún sufrimiento. Y un cuadro de la gran casa en la que nací, en Valenciennes, pero de la que no me acuerdo.

Mis años de instituto, simples y agradables. Incluso el
no-beso
de Fabien Derôme fue, en el fondo, una bendición. Me enseñó que las feúchas también sueñan con los más guapos, pero que entre ellas y ellos están todas las guapas del mundo, como montañas infranqueables. Así que había intentado ver la belleza allí donde, en lo sucesivo, podía esconderse para mí: en la amabilidad, la honradez, la delicadeza, y encontré a Jo. Jo y su ternura brutal, que atraparon mi corazón, se adhirieron a mi cuerpo y me convirtieron en su mujer. Siempre le fui fiel; incluso los días de tormenta, incluso las noches de tempestad. Lo amaba pese a él, pese a la maldad que deformó sus facciones y le hizo decir cosas tan horribles cuando Nadège murió en el umbral de mi vientre; como si, al asomar la nariz, hubiera olfateado el aire, probado el mundo y decidido que no le gustaba.

Mis dos hijos vivos y nuestro angelito fueron mi alegría y mi melancolía; todavía tiemblo a veces por Román, pero sé que el día que lo hieran y que nadie cure ya sus heridas será aquí a donde vendrá. A mis brazos.

Me gustaba mi vida. Me gustaba la vida que Jo y yo habíamos construido. Me gustaba la forma en que las cosas mediocres se volvieron hermosas a nuestros ojos. Me gustaba nuestra casa sencilla, confortable, acogedora. Me gustaba nuestro jardín, nuestro modesto huerto y los miserables tomates de rama que nos daba. Me gustaba cavar la tierra helada con mi marido. Me gustaban nuestros sueños de las primaveras venideras. Aguardaba con el fervor de una joven madre ser un día abuela; me ejercitaba en la elaboración de tartas generosas,
crêpes
apetitosas, chocolates espesos. Quería de nuevo olores de infancia en nuestra casa, otras fotografías en las paredes.

Un día habría instalado una habitación en la planta baja para papá, me habría ocupado de él y cada seis minutos me habría reinventado una vida.

Me gustaban mis miles de Isoldas de
diezdedosdeoro
. Me gustaba su amabilidad, tranquila y poderosa como un río; regeneradora como el amor de una madre. Me gustaba esa comunidad de mujeres, nuestras vulnerabilidades, nuestras fuerzas.

Me gustaba profundamente mi vida y supe, en el instante mismo en que me tocó, que ese dinero iba a estropearlo todo, ¿y para qué?

¿Para tener más metros de huerto? ¿Unos tomates más gordos, más rojos? ¿Una nueva variedad de mandarinas? ¿Una casa más grande, más lujosa? ¿Una bañera hidromasaje? ¿Un Cayenne? ¿Una vuelta al mundo? ¿Un reloj de oro? ¿Diamantes? ¿Unos pechos de silicona? ¿Una nariz retocada? No, no y no. Yo tenía lo que el dinero no podía comprar sino solo destruir.

La felicidad.

Mi felicidad, en cualquier caso. La mía. Con sus defectos. Sus banalidades. Sus pequeñeces. Pero mía.

Inmensa. Resplandeciente. Única.

De modo que, unos días después de haber regresado de París con el cheque, había tomado una decisión: ese dinero, había decidido quemarlo.

Pero el hombre al que amaba lo ha robado.

N
o le he dicho nada a nadie.

A las gemelas, que me preguntaron por Jo, les respondí que se había quedado unos días más en Suiza a instancias de Nestlé.

Seguía recibiendo noticias de Nadine. Había conocido a un chico; un hombretón pelirrojo, especialista en animación 3D, que trabajaba en el próximo
Wallace y Gromit
. Se enamoraba despacio, mi pequeña, no quería precipitar nada, me escribió en su último correo, porque si quieres a alguien y lo pierdes, entonces ya no eres nada. Sus palabras salían por fin. Unas lágrimas se agolparon en mis ojos. Le contesté que aquí todo iba bien, que iba a vender la mercería (cierto) y a dedicarme a la web (falso). No le hablé de su padre. Del daño que nos hacía a todos. Y le prometí que iría a verla muy pronto.

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