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Authors: Grégoire Delacourt

Tags: #Relato

La lista de mis deseos (4 page)

BOOK: La lista de mis deseos
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Luego apareció la mancha en su vestido, entre sus piernas. La mancha creció a ojos vistas, como un tumor vergonzoso. Sentí inmediatamente en la garganta el frío de un batir de alas, la quemazón de un arañazo; entonces, después de la del personaje del cuadro, después de la de mi madre, mi boca se abrió también y de entre mis labios grotescos salió volando un pájaro. Una vez al aire libre, profirió un grito aterrador; su canto glacial.

Un canto de muerte.

A Jo le entró pánico. Creyó que era la gripe asesina. Se disponía a llamar al doctor Caron cuando recobré el conocimiento y lo tranquilicé. No es nada, no he tenido tiempo de comer, ayúdame a levantarme, voy a sentarme cinco minutos y se me pasará, sí, se me pasará. Estás muy caliente, dijo él, tocándome la frente con una mano. Se me pasará enseguida, no te preocupes, además, tengo la regla, por eso estoy tan caliente.

Regla
. La palabra mágica. La que aleja a la mayoría de los hombres.

Voy a calentarte algo, propuso abriendo el frigorífico, a no ser que quieras pedir una pizza. Sonrió. Mi Jo. Mi cielo. Podríamos salir a cenar fuera para variar, murmuré. Él sonrió y abrió una Tourtel. Me pongo una chaqueta y soy todo tuyo, preciosa.

Cenamos en el vietnamita que está a dos calles de casa. No había casi nadie y me pregunté cómo se las arreglaban para aguantar. Yo pedí una sopa ligera de fideos de arroz (
bùn than
), Jo, pescado frito, y le acaricié una mano como cuando éramos novios, hace veinte años. Tienes los ojos brillantes, susurró con una sonrisa nostálgica.

Y si pudieras oír cómo me late el corazón, pensé, temerías que estallara.

Nos sirvieron bastante rápido; yo apenas toqué la sopa. A Jo se le ensombreció el semblante. ¿No te encuentras bien? Bajé despacio los ojos.

Tengo que decirte una cosa, Jo.

Debió de percibir la importancia de mi confesión. Dejó los palillos. Se limpió delicadamente la boca con ayuda de la servilleta de algodón —siempre se esforzaba en los restaurantes— y me agarró la mano. Sus labios secos temblaron. No será nada grave, ¿verdad? ¿Estás enferma, Jo? Porque… porque, si te pasara algo, sería el fin del mundo, yo… Las lágrimas se agolparon en mis ojos y al mismo tiempo me eché a reír, una risa contenida que se asemejaba a la felicidad. Yo… me moriría sin ti, Jo. No, Jo, no es nada grave, no te preocupes, susurré.

Quería decirte que te quiero.

Y me juré que ninguna suma de dinero sería jamás suficiente para perder todo eso.

A
quella noche hicimos el amor muy despacio.

¿Fue debido a mi palidez, a mi nueva fragilidad? ¿Fue debido al miedo irracional de perderme que él había tenido unas horas antes, en el restaurante? ¿Fue porque no habíamos hecho el amor desde hacía mucho, por lo que necesitó tiempo para aprender de nuevo la geografía del deseo, para domesticar de nuevo su rudeza masculina? ¿Fue porque me amaba hasta el punto de situar mi placer por encima del suyo?

Aquella noche no lo supe. Hoy lo sé. ¡Pero fue una hermosa noche, vaya que sí!

Me recordó las primeras noches de los amantes, esas en las que se acepta morir al amanecer; esas noches que no se preocupan nada más que de ellas mismas, lejos del mundo, del ruido, de la maldad. Y luego, con el tiempo, el ruido y la maldad pasan por allí y los sueños se tornan difíciles; las desilusiones, crueles. Después del deseo siempre viene el aburrimiento. Y el amor es lo único que existe para acabar con el aburrimiento. El amor con mayúscula, el sueño de todas nosotras.

Recuerdo haber llorado al terminar de leer
Bella del Señor
. Incluso me enfadé cuando los amantes se arrojaron por la ventana del Ritz en Ginebra. Yo misma tiré el libro a la basura y, en su corta caída, se llevó la mayúscula del amor.

Pero aquella noche me pareció que había vuelto.

Al amanecer, Jo desapareció. Desde hace un mes, está haciendo un curso todas las mañanas de siete y media a nueve para ser encargado y acercarse a sus sueños.

Pero tus sueños, amor mío, ahora yo puedo hacerlos realidad; tus sueños no cuestan nada del otro mundo. Un televisor de pantalla plana Sony de 52': 1400 euros. Un cronógrafo Seiko: 400 euros. Una chimenea en el salón: 500 euros, más 1500 para las obras. Un Porsche Cayenne: 89 000 euros. Y tu colección completa de
James Bond
, 22 películas: 170 euros.

Es horrible. No sé lo que me digo.

Lo que me está pasando es tremendo.

T
engo una cita en la Française des Jeux, en BoulogneBillancourt, en el área metropolitana de París.

Me he subido al tren esta mañana temprano. Le he dicho a Jo que tenía que ver a unos proveedores: Synextile, Eurotessile y Filagil Sabarent. Volveré tarde, no me esperes. Hay pechuga de pollo en la nevera y pisto para que te lo calientes.

Me ha acompañado a la estación y se ha ido corriendo a la fábrica para llegar a la hora que empieza el curso.

En el tren, pienso en los sueños de las gemelas, en sus desilusiones todos los viernes por la noche, cuando las bolas caen y llevan unos números que no son sus números meditados, sus números pensados, pesados, sopesados.

Pienso en mi comunidad de los
diezdedosdeoro
, esas cinco mil Princesas Aurora que sueñan con pincharse el dedo en el huso de su rueca para que las despierten con un beso.

Pienso en los bucles de seis minutos de papá. En la vanidad de las cosas. En lo que el dinero no arregla nunca.

Pienso en todo lo que mamá no tuvo, con lo que soñaba y que yo podría proporcionarle ahora: un viaje por el Nilo, una chaqueta de Yves Saint Laurent, un bolso de Kelly, una señora para hacer las tareas domésticas, una corona de cerámica en lugar de esa horrible corona de oro que empañaba su maravillosa sonrisa, un piso en la calle Teinturiers, una velada en París, en el Moulin Rouge y en Mollard, el rey de la ostra, y nietos. Ella decía que «las abuelas son mejores madres, una madre está demasiado ocupada siendo una mujer». Echo de menos a mi madre con la misma intensidad que el día en que se desplomó. Sigo sintiendo frío al pensar en ella. Sigo llorando. ¿A quién tengo que darle dieciocho millones quinientos cuarenta y siete mil trescientos un euros y veintiocho céntimos para que vuelva?

Pienso en mí, en todo lo que estaría a mi alcance ahora, y no tengo ganas de nada. Nada que todo el oro del mundo pueda ofrecer. Pero ¿le sucede lo mismo al resto de la gente?

La recepcionista es encantadora.

¡Ah! Es usted el boleto de Arras. Me hace esperar en una salita, me ofrece algo para leer, me pregunta si quiero un té o un café; gracias, digo yo, ya he tomado tres desde esta mañana, y enseguida me siento idiota, muy provinciana, tremendamente tonta. Al cabo de un momento, viene a buscarme y me lleva hasta el despacho de un tal Hervé Meunier, que me recibe con los brazos abiertos, ¡ah, nos ha hecho usted tener sudores fríos!, dice riendo, pero por fin está aquí, eso es lo principal. Siéntese, por favor. Póngase cómoda. Está usted en su casa. «Mi casa» es un gran despacho; la moqueta es gruesa, saco discretamente un pie del zapato plano para acariciarla, hundirme un poco en ella; una climatización suave difunde un aire agradable y al otro lado de los ventanales hay también edificios de oficinas. Parecen cuadros inmensos, Hopper en blanco y negro.

Aquí está el punto de partida de las nuevas vidas. Aquí, frente a Hervé Meunier, es donde se descubre la poción mágica. Aquí es donde se recibe el talismán que cambia la vida.

El Grial.

El cheque.

El cheque a tu nombre. A nombre de Jocelyne Guerbette. Un cheque de 18 547 301 euros y 28 céntimos.

Me pide el boleto y el carné de identidad. Comprueba. Hace una breve llamada telefónica. El cheque estará preparado dentro de dos minutos, ¿le apetece un café? Tenemos toda la gama de Nespresso. Esta vez no respondo. Como quiera. Personalmente, estoy enganchado al Livanto por su cremosidad, mmm, su suavidad, su delicadeza, bien, mmm…, mientras esperamos, dice recuperándose, me gustaría que hablara con un compañero. En realidad, tiene que hablar con él.

Es un psicólogo. No sabía que tener dieciocho millones era una enfermedad. Pero me abstengo de hacer comentarios.

El psicólogo es una psicóloga. Se parece a Emmanuelle Béart; como ella, tiene los labios de la Pata Daisy, unos labios tan hinchados, dice Jo, que explotarían si los mordieran. Lleva un traje de chaqueta que realza sus formas, me tiende una mano huesuda y me dice que no tardaremos mucho. Invierte cuarenta minutos en explicarme que lo que me ha pasado es una gran suerte y una gran desgracia. Soy rica. Voy a poder comprarme lo que quiera. Voy a poder hacer regalos. Pero, cuidado. Debo desconfiar. Porque, cuando tienes dinero, de repente te quieren. De repente, personas desconocidas te quieren. Prepárese, porque van a proponerle matrimonio. Van a enviarle poemas. Cartas de amor. Cartas de odio. Van a pedirle dinero para curar a una niña que padece leucemia y que se llama Jocelyne, como usted. Van a enviarle fotos de un perro maltratado y a pedirle que sea su madrina, su salvadora; le prometerán una perrera con su nombre, croquetas, paté, un concurso canino. La mamá de un niño afectado de miopatía le mandará un vídeo conmovedor en el que su hijo se cae por la escalera y se golpea la cabeza contra la pared, y le pedirá dinero para instalar un ascensor en su casa. Otra mujer le enviará fotos de su madre babeando y haciéndose caca encima, y le pedirá con palabras llenas de lágrimas y de dolor una ayuda para pagar la asistencia a domicilio, hasta le enviará el formulario para que pueda deducir su ayuda de los impuestos. Una Guerbette de Pointe-à-Pitre descubrirá que es prima suya y le pedirá el dinero del billete para ir a verla, después el dinero para un apartamento, después el dinero para localizar a su amigo sanador que la ayudará a perder esos kilos de más. Por no hablar de los banqueros. De repente, todo azúcar y miel. Señora Guerbette por aquí, reverencias por allá. Tengo productos de inversión con ventajas fiscales. Invierta en los Departamentos de Ultramar. Aprovéchese de la ley Malraux. Bodegas. Oro, diamantes y otras piedras preciosas. No le hablarán de los impuestos, ni del que grava las grandes fortunas ni de ningún otro. Tampoco de las inspecciones fiscales. Y mucho menos de lo que cobran ellos en concepto de gastos.

Comprendo de qué enfermedad habla la psicóloga. Es la enfermedad de los que no han ganado, son sus propios miedos los que intentan inocularme, como una vacuna contra el mal. Protesto. Hay personas que, pese a todo, han sobrevivido. A mí solo me han tocado dieciocho millones. ¿Y los que han ganado cien, cincuenta, incluso treinta millones? Exacto, me responde la psicóloga con un aire misterioso, exacto. Entonces, solo entonces, acepto un café. Un Livato, creo, o quizá un Livatino; en cualquier caso, cremoso. Con un terrón de azúcar, por favor. Hay muchos suicidios, me dice. Muchas, muchas depresiones, y divorcios, y odios, y dramas. Se han visto puñaladas. Heridas con alcachofas de ducha. Quemaduras con gas butano. Familias rotas, destrozadas. Nueras insidiosas, yernos alcohólicos. Acuerdos para eliminar a alguien; sí, como en las películas de serie B. Sé de un suegro que prometió mil quinientos euros a quien eliminara a su mujer. A ella le habían tocado algo menos de setenta mil euros. De un yerno que cortó dos falanges para obtener el número secreto de una tarjeta de crédito. Firmas falsificadas, escrituras falsificadas. El dinero vuelve loca a la gente, señora Guerbette, es la causa de cuatro de cada cinco crímenes. De una depresión de cada dos. No tengo ningún consejo que darle, concluye, solo esta información. Disponemos de un equipo de apoyo psicológico, si lo desea. La psicóloga deja la taza de café, en la que no ha mojado sus labios patadaisyanos. ¿Se lo ha comunicado a su familia? No, contesto. Perfecto, dice ella; podemos ayudarla a decírselo, encontrar las palabras para minimizar la conmoción, porque será una conmoción, ya lo verá. ¿Tiene hijos? Asiento con la cabeza. Pues bien, ya no la verán solo como una madre, sino como una madre rica, y querrán su parte. Y su marido, ¿tiene quizá un trabajo modesto? Pues querrá dejar de trabajar, ocuparse de
su
fortuna, la de ambos, sí, porque será tanto de él como de usted, porque él la quiere, ah, sí, ya lo creo, en los próximos días y meses le dirá que la quiere, le regalará flores, me dan alergia, la interrumpo, entonces… bombones, no sé, prosigue, en cualquier caso la mimará, la adormecerá, la envenenará. Es un guion escrito de antemano, señora Guerbette, escrito desde hace mucho tiempo, la codicia lo arrasa todo a su paso; acuérdese de los Borgia, de los Agnelli y, más recientemente, de los Bettencourt.

Después me hace prometer que he entendido bien todo lo que ha dicho. Me tiende una tarjeta con cuatro números de emergencia; no dude en llamarnos, señora Guerbette, y no lo olvide, a partir de ahora van a quererla por algo diferente de usted misma. A continuación me lleva de vuelta al despacho de Hervé Meunier.

Este sonríe mostrando todos los dientes.

Sus dientes me recuerdan los del hombre que nos vendió a Jo y a mí nuestro primer coche de segunda mano, un Ford Escort azul de 1983, un domingo de marzo en el aparcamiento del híper Leclerc. Llovía.

Su cheque, dice. Aquí lo tiene. Dieciocho millones quinientos cuarenta y siete mil trescientos un euros y veintiocho céntimos, pronuncia lentamente, como si fuera una condena. ¿Está segura de que no prefiere una transferencia bancaria?

Estoy segura.

En realidad, ya no estoy segura de nada.

M
i tren para Arras sale dentro de siete horas.

Podría pedirle a Hervé Meunier, puesto que se ha ofrecido, que se encargara de cambiarme el billete, de hacer una reserva en un tren que salga antes, pero hace un día agradable. Quiero andar un poco. Necesito aire. La Pata Daisy me ha dejado K.O. No puedo creer que en el interior de Jo haya un asesino encerrado, ni siquiera un embustero, y todavía menos un ladrón. No puedo creer que mis hijos vayan a verme con los ojos del Tío Gilito, esos grandes ojos ávidos dentro de los cuales, en los tebeos de mi infancia, aparecía la $ de dólar cuando miraba algo que codiciaba.

«La codicia lo arrasa todo a su paso», había dicho.

Hervé Meunier me acompaña hasta la calle. Me desea buena suerte. Tiene usted aspecto de ser una persona de bien, señora Guerbette. Una persona de bien, nada menos. Una persona con dieciocho millones, sí. Una fortuna que él, por muchas reverencias que haga, no conseguirá jamás. Es curioso que a menudo los lacayos den la impresión de poseer la riqueza de sus señores. Y, en ocasiones, con una maestría tal que te dejas llevar hasta convertirte tú en su lacayo. El lacayo del lacayo. No exagere, señor Meunier, digo retirando la mano, que él mantiene con una insistencia húmeda entre la suya. Baja los ojos y entra en el inmueble, donde acerca su tarjeta al lector para desbloquear el torniquete. Va a regresar al decorado de su despacho, en el que nada es de su propiedad, ni siquiera la gruesa moqueta o el cuadro de los edificios colgado en la pared. Es de la familia de esos cajeros de banco que cuentan miles de billetes, los cuales no hacen sino quemarles los dedos.

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