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Authors: Grégoire Delacourt

Tags: #Relato

La lista de mis deseos (9 page)

BOOK: La lista de mis deseos
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Román, como era su costumbre, no daba señales de vida. Me enteré de que había dejado la crepería de Uriage y a la
chica
y que ahora trabajaba en un videoclub en Sassenage. Probablemente con otra
chica
. Es un chico, dijo Mado, los chicos son unos salvajes. Y se le saltaron las lágrimas a ella también, porque pensó en su hija soltera que ya no estaba.

La octava noche de la desaparición de Jo y de mi cheque de dieciocho millones de euros, organicé una fiestecita en la mercería. Vino tanta gente que algunos tuvieron que quedarse en la acera. Anuncié que dejaba la mercería y presenté a la que iba a sustituirme: Thérèse Ducrocq, la madre de la periodista de
L’Observateur de l’Arrageois
. A Thérèse la aplaudieron cuando explicó que en realidad no me sustituiría, sino que «llevaría la tienda en espera de que yo regresara». Jo y yo, precisé a las clientas preocupadas, hemos decidido tomarnos un año sabático. Nuestros hijos ya son mayores. Hay viajes que nos habíamos prometido hacer cuando nos conocimos, países que queríamos visitar, ciudades de las que queríamos disfrutar, y hemos decidido que ha llegado el momento de tomarnos tiempo para nosotros. Se acercaron a mí. Lamentaron la ausencia de Jo. Me preguntaron qué ciudades íbamos a visitar, qué países íbamos a recorrer, qué clima tenían, para regalarnos un jersey, un par de guantes, un poncho; nos ha mimado usted tanto, Jo, durante todo este tiempo, ahora nos toca a nosotras.

Al día siguiente cerré la casa. Le dejé las llaves a Mado. Y las gemelas me llevaron a Orly.

-¿E
stás? segura de lo que haces, Jo?

Sí. Cien veces, mil veces, sí. Sí, estoy segura de querer dejar Arras, donde Jo me ha dejado. Dejar nuestra casa, nuestra cama. Sé que no soportaría ni su ausencia ni los olores, todavía, de su presencia. El de su espuma de afeitar, el de su colonia, el de su transpiración, el tenue, enterrado en el corazón de la ropa que no se ha llevado, y ese otro más fuerte en el garaje, donde le gustaba hacer pequeños muebles; su olor acre en el serrín, en el aire.

Las gemelas me acompañan lo más lejos posible. Tienen los ojos anegados en lágrimas. Yo intento sonreír.

Es Françoise quien adivina. Quien pronuncia lo inimaginable.

Jo te ha dejado, ¿es eso? ¿Se ha ido con una más guapa y más joven, ahora que va a ser jefe y a conducir un Cayenne?

Entonces mis lágrimas afluyen. No lo sé, Françoise, se ha ido. Debo mentir. Silencio la trampa, la prueba de la tentación. El rompeolas agrietado de mi amor. A lo mejor le ha pasado algo, aventura Danièle con una voz melosa, confortable, ¿no secuestran a la gente en Suiza? Yo he leído que, con los
listings
bancarios y el dinero oculto, ahora aquello es un poco como África. No, Danièle, no lo han secuestrado, me ha apartado de él, me ha extraído, amputado, borrado de él, eso es todo. ¿Y tú no te diste cuenta de nada, Jo? No, de nada. Absolutamente de nada. Como en una película mala. Tu pareja se va una semana de viaje, tú relees
Bella del Señor
mientras esperas su regreso; te haces un tratamiento de belleza:
peeling
, mascarilla, depilación con cera, masaje con aceites esenciales, todo para estar bien guapa, bien suave cuando él vuelva, y de repente sabes que no volverá. ¿Cómo lo sabes, Jo? ¿Te ha dejado una carta, algo? Tengo que irme. No, eso es lo peor, ni siquiera una carta, simplemente nada, un vacío siniestro, sideral. Françoise me abraza. Le hablo un instante al oído, le confío mis últimas voluntades. Llámanos cuando llegues, susurra cuando he terminado. Descansa mucho, añade Danièle. Y si necesitas que vayamos, vamos. Paso los controles. Me vuelvo.

Ellas siguen allí. Sus manos son pájaros.

Luego desaparezco.

N
o me he ido muy lejos.

En Niza hace un tiempo agradable. Todavía no es la temporada de vacaciones, es ese momento de paso de una estación a otra. Un momento de convalecencia. Voy todos los días a la playa, a la hora en la que el sol da en la espalda.

Mi cuerpo ha recuperado la silueta de antes de Nadine, de antes de las carnes que asfixiaron a Nadège. Soy atractiva, como a los veinte años.

Todos los días, incluso cuando hace poco sol, me pongo crema en la espalda y mi brazo siempre es demasiado corto; y todos los días, en ese momento preciso, mi corazón se acelera, mis sentidos se aguzan. He aprendido a mantenerme erguida, a imprimir seguridad a mi gesto. A quitarle esa confesión de soledad. Me masajeo suavemente los hombros, el cuello, los omóplatos…, mis dedos se entretienen, aunque sin ambigüedad; recuerdo su voz. Sus palabras de hace siete años, cuando vine aquí a salvarme de las maldades de Jo.

Permítame que la ayude
.

Pero hoy, a mi espalda, las palabras son las de las cotorras en sus teléfonos móviles, las de los chavales que vienen aquí a fumar y a reír después de clase. Las palabras cansadas de las madres jóvenes, tan solas ya, con sus bebés a la sombra en los cochecitos y cuyos maridos, volatilizados, ya no las tocan; sus palabras saladas, como lágrimas.

Y a media tarde, cuando he contado cuarenta aviones que despegaban, recojo mis cosas y me encamino hacia el estudio que he alquilado en la calle Auguste-Renoir, detrás del Museo de Bellas Artes Jules Chéret, durante unas semanas, el tiempo de convertirme en asesina.

Es un estudio sin gracia en un edificio de los años cincuenta, la época en la que los arquitectos de la Costa Azul soñaban con Miami, moteles y curvas; la época en que soñaban con escapar. Es una vivienda amueblada sin gusto. Son muebles resistentes, sin más. La cama chirría, pero, como duermo sola, el ruido solo me molesta a mí. Desde la única ventana, no veo el mar; únicamente me sirve para poner a secar la ropa. Por la noche llega el olor del viento, de la sal y del gasoil. Por la noche ceno sola, veo la televisión sola y sigo sola durante mis insomnios.

Todavía lloro, por la noche.

Nada más volver de la playa, me ducho, como hacía papá en cuanto llegaba a casa. Pero, en mi caso, no es para deshacerme de los residuos de glutaraldehído. Simplemente, de los de mi vergüenza, mi dolor. De mis ilusiones perdidas.

Me preparo.

Las primeras semanas que siguieron a la desaparición de Jo, había vuelto al centro Sainte-Geneviève. Las monjas dominicas también habían desaparecido; sin embargo, las enfermeras que las sustituían fueron igual de solícitas.

Al dejarme, Jo había sacado de mi interior la risa, la alegría, el gusto por la vida.

Había roto las listas de mis necesidades, de mis deseos y de mis locuras.

Me había privado de esas pequeñas cosas que nos mantienen con vida. El pelaverduras que compraremos mañana en el Lidl. El centro de planchado Calor en Auchan la semana que viene. Una alfombra para la habitación de Nadine dentro de un mes, cuando empiecen las rebajas.

Me había arrebatado el deseo de ser guapa, de ser pícara y buena amante.

Había tachado, eliminado mis recuerdos de nosotros. Estropeado hasta lo irreparable la poesía sencilla de nuestra vida. Un paseo agarrados de la mano por la playa de Le Touquet. Nuestra histeria cuando Román dio sus primeros pasos. Cuando Nadine dijo por primera vez «pipí» señalando a «papá». Risas después de haber hecho el amor en el cámping La Sonrisa. Nuestros latidos acelerándose en el mismo segundo cuando Denny Duquette reapareció ante los ojos de Izzie Stevens en la quinta temporada de
Anatomía de Grey
.

Abandonándome porque me había robado, Jo había destruido todo cuanto quedaba a su espalda. Lo había ensuciado todo. Yo le había amado. Y no me quedaba nada.

Poco a poco las enfermeras me enseñaron de nuevo a disfrutar de las cosas. Como se enseña de nuevo a comer a los niños víctimas de hambrunas. Como se aprende de nuevo a vivir a los diecisiete años cuando tu madre muerta se hace pipí delante de todo el mundo en la acera. Como aprende una de nuevo a verse a sí misma guapa; a mentirse y a perdonarse. Ellas borraron mis pensamientos tristes, iluminaron mis pesadillas. Me enseñaron a situar mi respiración más abajo, en el vientre, lejos del corazón. Quise morir, quise huir de mí. No quise nunca más nada de lo que había sido mi vida. Había pasado revista a mis armas y me había quedado con dos.

Arrojarse a la vía del tren. Cortarse las venas.

Arrojarse desde un puente cuando pasara un tren. No podía fallar. El cuerpo estallaba. Se despedazaba. Se esparcía en un radio de kilómetros. No había dolor. Solo el ruido del cuerpo al hender el aire y el del tren, terrorífico; luego el
ploc
del primero al encontrarse con el segundo.

Cortarse las venas de las muñecas. Porque había algo romántico en ello. El baño, las velas, el vino. Una especie de ceremonial amoroso. Como los baños de Ariane Deume preparándose para recibir a su Señor. Porque el dolor de la hoja en la muñeca es ínfimo y estético. Porque la sangre brota, caliente, reconfortante, y dibuja flores rojas que se abren en el agua y trazan estelas de perfume. Porque no mueres realmente. Te duermes, más bien. El cuerpo resbala, el rostro se hunde y se ahoga en un denso y confortable terciopelo rojo líquido; un vientre.

Las enfermeras del centro me enseñaron a matar simplemente lo que me había matado.

A
quí está nuestro fugitivo.

Se ha acurrucado, se ha encogido. Su frente está pegada a la ventanilla del tren en marcha, cuya velocidad dibuja campos impresionistas y virtuosos. Les da la espalda a los otros viajeros como un niño enfurruñado; no se trata de enfurruñamiento sino de traición, de una puñalada.

Había encontrado el cheque. Había esperado que ella se lo contara. La había llevado a Le Touquet para eso; para nada. Entonces había comprendido a Jocelyne, presentido su necesidad de calma, su ternura por las cosas duraderas. Se había quedado con el dinero porque ella iba a quemarlo. O a donarlo. Miópatas babosos, pequeños de cabeza reluciente con cáncer. Había más dinero del que él ganaría trabajando seiscientos años en Häagen-Dazs. Ahora está sollozando mientras nace la repugnancia hacia sí mismo, mientras se produce la terrible eclosión. Su vecina pregunta en un susurro: ¿se encuentra bien? Él la tranquiliza con un gesto fatigado. La ventanilla del tren contra su frente está fría. Recuerda la mano suave y fresca de Jocelyne cuando la fiebre maligna estuvo a punto de llevárselo. Las imágenes hermosas siempre vuelven a salir a la superficie cuando quisiéramos ahogarlas.

Cuando, al amanecer, el tren llega a Bruselas-Midi, espera a que no quede ningún viajero a bordo para bajar del vagón. Tiene los ojos rojos; como los hombres medio dormidos, apiñados para darse calor en las cafeterías ventosas de las estaciones; los hombres que sumergen
spéculoos
o panecillos redondos en sus cafés densos como el alquitrán. Es el primer café de su nueva vida y no está bueno.

Ha escogido Bélgica porque hablan francés. Es el único idioma que sabe. Y aun gracias. No todas las palabras, le había dicho a Jocelyne cuando le hizo la corte de forma apresurada; ella se había reído y había pronunciado esta: «simbiosis», él había negado con la cabeza, entonces ella le había dicho que era lo que esperaba del amor y sus corazones se habían acelerado.

Camina bajo la llovizna, que le acribilla la piel. Mírenlo, hace muecas, se vuelve feo. Era guapo cuando Jocelyne lo miraba. Tenía el aspecto de Venantino Venantini. Algunos días era el hombre más guapo del mundo. Cruza el bulevar del Midi, recorre el de Waterloo, toma la avenida Louise y la calle de la Régence hasta la plaza Grand-Sablons. Ahí es donde está la casa que ha alquilado. Se pregunta por qué la ha elegido tan grande. Tal vez cree en el perdón. Tal vez cree que Jocelyne irá un día a reunirse con él; que un día comprendemos las cosas que no nos explicamos. Que un día estamos todos reunidos, incluso los ángeles y las hijas muertas. Piensa que debería haber buscado la definición de «simbiosis» en el diccionario, después de tanto tiempo. Pero, por el momento, la excitación puede más. Es un hombre rico. Su voluntad manda.

Compra un coche rojo muy potente y muy caro, un Audi A6 RS. Compra un reloj Patek Philippe con calendario anual y un Omega Speedmaster Moonwatch. Un televisor de pantalla plana de la marca Loewe y la edición de coleccionista de la trilogía
Bourne
. Hace realidad sus sueños. Compra una decena de camisas Lacoste. Unos botines Berluti. Unos zapatos Weston. Unas zapatillas Bikkembergs. Se hace un traje a medida en Dormeuil. Otro en Dior, que no le gusta. Lo tira. Contrata a una mujer de la limpieza para la gran casa. Come en los cafés de los alrededores de la Grand-Place. El Gréco. El Paon. Por la noche, pide que le lleven una pizza o sushi. Vuelve a beber cerveza, de la de verdad; la de los hombres perdidos, la de las miradas turbias. Le gusta la Bornem Triple, le encanta el vértigo de la Kasteelbier, que tiene 11 grados. Se le abotarga la cara. Engorda lentamente. Pasa las tardes en las terrazas de los cafés para intentar hacer amigos. Las conversaciones no abundan. La gente está sola con sus teléfonos. Lanzan miles de palabras al vacío de sus vidas. En la oficina de turismo de la calle Royale le recomiendan un crucero para solteros por los canales de Brujas; hay dos mujeres para veintiún hambrientos; es como una película mala. Los fines de semana va a la costa. En Knokke-le-Zoute, se aloja en el Manoir du Dragon o en La Rose de Chopin. Presta dinero que no vuelve a ver. A veces sale por la noche. Frecuenta clubes. Intercambia besos tristes. Intenta seducir a algunas chicas. Ellas ríen. Las cosas no salen muy bien. Paga muchas copas de champán y a veces puede tocar un pecho, un sexo seco, violáceo. Sus noches son malvas y frías y desencantadas. Vuelve a casa solo. Bebe solo. Ríe solo. Ve películas solo. A veces piensa en Arras y entonces abre otra cerveza para alejarse de allí, para envolver de nuevo las cosas en una nebulosa.

A veces escoge a una chica en Internet, como se elige un postre de un carrito en un restaurante. La chica va a entregarse en la oscuridad de su gran casa, engulle sus billetes y apenas se la chupa porque no se empalma. Mírenlo cuando ella cierra la puerta: se deja caer al suelo frío, es una tragedia deplorable; se enrosca sobre sí mismo, es un perro viejo; solloza, rezuma miedos y mocos, y de las sombras de su noche ninguna alma caritativa tiende los brazos para acogerlo entre ellos.

Hace diez meses que Jocelyn Guerbette se ha fugado cuando el frío se adueña de él.

Se da una ducha muy caliente, pero el frío sigue ahí. Su piel exuda humo, y sin embargo, tiembla. La yema de sus dedos está azul y arrugada, parece a punto de desprenderse. Quiere volver a casa. Está descosido. El dinero no da el amor. Falta Jocelyne. Piensa en su risa, en el olor de su piel. Le gusta su matrimonio, sus dos hijos vivos. Le gusta el miedo que tenía a veces de que ella llegara a ser demasiado guapa, demasiado inteligente para él. Le gustaba la idea de que podía perderla, le hacía mejor marido. Le gusta cuando ella levanta los ojos de un libro para sonreírle. Le gustan sus manos, que no tiemblan, sus sueños olvidados de diseñadora. Le gusta su amor y su calor, y comprende de pronto el frío, la gelidez. Ser amado calienta la sangre, inflama el deseo. Sale de la ducha temblando. Ya no golpea la pared como hacía no mucho tiempo atrás. Ha logrado someter su dolor por Nadège, ya no habla de eso; ya no le inflige ese daño a Jocelyne.

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