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Authors: Grégoire Delacourt

Tags: #Relato

La lista de mis deseos (2 page)

BOOK: La lista de mis deseos
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Yo sería guapa y delgada y nadie me mentiría, ni siquiera yo misma. Pero no contesto, me limito a sonreír a las atractivas gemelas. A mentir.

Cuando no tenemos clientas, siempre me ofrecen una manicura, un
brushing
, una limpieza de cutis o un rato de palique, como ellas dicen. Yo les hago gorros o guantes de punto que nunca se ponen. Estoy rolliza, pero gracias a ellas llevo el pelo y las uñas impecables y nos ponemos al día de con quién se acuesta este y aquel, de los problemas de Denise, la de La Maison du Tablier, con la traidora Ginebra, la de Loos y sus 49 grados de alcohol, y los de la encargada de hacer los arreglos en Charlet-Fournie que ha engordado veinte kilos desde que su marido se encaprichó del aprendiz de peluquería que trabaja en Jean-Jac, y las tres tenemos la impresión de ser las tres personas más importantes del mundo.

Bueno, de Arras.

De nuestra calle, en todo caso.

T
engo cuarenta y siete años. Ya está dicho.

Nuestros hijos se han ido. Román está en Grenoble, en segundo de una escuela de comercio. Nadine está en Inglaterra, trabaja de canguro y rueda películas en vídeo. Una de sus películas se proyectó en un festival en el que ganó un premio y desde entonces la hemos perdido.

La última vez que la vimos fue en Navidad.

Cuando su padre le preguntó lo que hacía, ella sacó una pequeña cámara del bolso y la conectó al Radiola. A Nadine no le gustan las palabras. Desde que empezó a hablar, habla muy poco. Nunca me dijo, por ejemplo, mamá tengo hambre. Lo que hacía era levantarse y buscar algo de comer. Jamás dijo: tómame la lección, pregúntame la tabla de multiplicar, hazme recitar este poema. Se guardaba las palabras dentro, como si escasearan. Ella y yo conjugábamos el silencio: miradas, gestos y suspiros en lugar de sujetos, verbos y predicados.

En la pantalla aparecieron imágenes en blanco y negro de trenes, raíles y cambios de agujas; al principio era muy lento, después todo se aceleró poco a poco, las imágenes se solaparon, el ritmo se volvió hipnótico, fascinante. Jo se levantó y fue a por una cerveza sin alcohol a la cocina; yo no podía apartar los ojos de la pantalla. Mi mano agarró la de mi hija,
sujeto
, unas ondas recorrieron mi cuerpo,
verbo
, Nadine sonrió,
predicado
. Jo bostezaba. Yo lloraba.

Cuando la película acabó, Jo dijo que en color, con sonido y en una pantalla plana tu película no estaría mal, cariño, y yo le dije gracias, gracias Nadine, no sé qué has querido decir con tu película, pero he sentido «de verdad» algo. Ella desconectó la pequeña cámara del Radiola y susurró mirándome: he escrito el
Bolero
de Ravel en imágenes, mamá, para que los sordos puedan oírlo.

Entonces abracé a mi hija, la estreché contra mi carne fofa y dejé correr las lágrimas, porque, aunque no lo entendía todo, intuía que ella vivía en un mundo sin mentiras.

El tiempo que duró esa conexión fui una madre plena.

Román llegó más tarde, a la hora del brazo de gitano y los regalos. Llevaba una
chica
del brazo. Bebió con su padre unas cervezas Tourtel haciéndole ascos: esto sabe a meados de burro, dijo, y Jo le tapó la boca soltando un agresivo sí, ya, pregúntale a Nadège lo que hace el alcohol, ella te lo dirá, capullo. Entonces la
chica
bostezó y la Navidad se fue al traste. Nadine no se despidió, se esfumó en el frío, se volatilizó como vapor. Román se terminó el pastel, se limpió la boca con el reverso de la mano y se chupó los dedos, y yo me pregunté de qué habían servido todos los años que pasé enseñándole a comportarse como es debido, a no apoyar los codos en la mesa, a decir gracias; todas esas mentiras. Antes de marcharse, nos informó de que dejaba los estudios y se iba con la
chica
a trabajar de camarero al Palais Breton, una crepería de Uriage, ciudad termal a diez minutos de Grenoble. Miré a Jo; mis ojos gritaban di algo, impídeselo, retenlo, pero él se limitó a levantar la botella de cerveza hacia nuestro hijo, como hacen a veces los hombres en las películas norteamericanas, y le deseó suerte, y eso fue todo.

Tengo cuarenta y siete años. Ya está dicho.

Nuestros hijos ahora viven su vida. Jo todavía no me ha dejado por otra más joven, más delgada, más guapa. Trabaja mucho en la fábrica; el mes pasado le dieron una prima y, si hace un curso de formación, le han dicho que un día podría ser encargado. Encargado…, eso lo acercaría a sus sueños.

A su Cayenne, a su televisor de pantalla plana, a su cronógrafo.

Los míos, mis sueños, se han esfumado.

E
n el último curso de primaria, soñaba con besar a Fabien Derôme y fue Juliette Bocquet la afortunada que recibió su beso.

El 14 de julio del año que cumplí los trece, bailé al compás de «L’Été indien» y recé para que mi pareja aventurara una mano por mis pechos recién estrenados; no se atrevió. Después de la canción lenta, lo vi reír con sus amigos.

El año que cumplí los diecisiete soñé que mi madre se levantaba de la acera donde se había desplomado profiriendo un grito que no llegó a salir de su garganta, soñé que no era verdad, que no lo era, que no lo era; que no había aparecido de repente entre sus piernas aquella mancha que mojaba de forma humillante su vestido. A los diecisiete años soñaba con que mi madre fuera inmortal, con que un día pudiera ayudarme a hacer mi vestido de novia y aconsejarme en la elección del ramo, el sabor de la tarta, el color claro de las peladillas.

A los veinte años soñaba con ser diseñadora, con irme a París para asistir a las clases del Studio Berçot o de Esmond, pero mi padre ya estaba enfermo y acepté aquel trabajo en la mercería de la señora Pillard. Entonces soñaba en secreto con Solal, con el príncipe azul, con Johnny Depp y con el Kevin Costner de la época en que no llevaba implantes, y el sueño se materializó en Jocelyn Guerbette, mi Venantino Venantini enmascarado, agradablemente rellenito y adulador.

Nos vimos por primera vez en la mercería cuando vino a comprar treinta centímetros de encaje de Valenciennes para su madre, un encaje de bolillos de hilos continuos, muy fino, con motivos trabajados en mate; una maravilla. Usted sí que es una maravilla, me dijo. Me sonrojé. El corazón se me aceleró. Él sonrió. Los hombres saben los desastres que determinadas palabras desencadenan en el corazón de las chicas; y nosotras, pobres idiotas, nos extasiamos y caemos en la trampa, excitadas por el hecho de que, por fin, un hombre nos haya tendido una.

Me propuso que tomáramos un café cuando cerrara la tienda. Yo había soñado cien veces, mil, con el momento en que un hombre me invitara, me cortejara, me deseara. Había soñado con que me raptaran, que me llevaran lejos en un veloz y rugiente automóvil, montada a bordo de un avión con destino a unas islas. Había soñado con cócteles rojos, con peces blancos, con páprika y jazmín, pero no con un café en el bar-estanco Arcades. No con una mano húmeda sobre la mía. No con esas palabras sin gracia, con esas frases empalagosas, con esas mentiras tan pronto.

Aquella noche, después de que Jocelyn Guerbette me hubiera besado, ávido e impaciente, después de que yo lo hubiera apartado con delicadeza y de que él se hubiera alejado tras prometerme que vendría a verme al día siguiente, abrí mi corazón y dejé escapar mis sueños.

S
oy feliz con Jo.

No se olvida nunca de los cumpleaños. Los fines de semana le gusta hacer bricolaje. Construye en el garaje pequeños muebles que vendemos en el mercadillo. Hace tres meses instaló el wifi porque yo había decidido escribir un blog sobre mis labores de punto. A veces, durante la sobremesa, me pellizca una mejilla y me dice eres buena, Jo, eres una buena chica. Sí, lo sé. Puede pareceros una pizca machista, pero le sale del corazón. Jo es así. La finura, la liviandad y la sutileza de las palabras no son lo suyo. No ha leído muchos libros; prefiere los resúmenes a los razonamientos, las imágenes a las leyendas. Le gustaban los episodios de
Colombo
porque se sabía desde el principio quién era el asesino.

A mí, las palabras me encantan. Me encantan las frases largas, los suspiros que se eternizan. Me encanta cuando, a veces, las palabras ocultan lo que dicen, o lo dicen de una manera nueva.

Cuando era pequeña, escribía un diario. Dejé de hacerlo el día que murió mamá. Al caer, hizo que cayera también mi pluma y se hicieran añicos montones de cosas.

Así que, cuando Jo y yo conversamos, soy sobre todo yo quien habla. Él me escucha bebiendo su cerveza de pega; en ocasiones incluso asiente con la cabeza para darme a entender que comprende, que le interesa lo que le digo, y aun cuando no sea cierto, es un detalle por su parte.

Para celebrar mi cuarenta cumpleaños, se tomó una semana de vacaciones, dejó a los niños en casa de su madre y me llevó a Étretat. Nos alojamos en el hotel L’Aiguille Creuse, en régimen de media pensión. Pasamos cuatro días maravillosos y entonces, por primera vez en mi vida, me pareció que estar enamorada era eso. Dábamos largos paseos por los acantilados agarrados de la mano; a veces, cuando no había otros paseantes, me empujaba contra las rocas, me besaba en la boca y su mano traviesa se perdía dentro de mis bragas. Empleaba palabras simples para describir su deseo. El jamón sin el tocino.
Me pones caliente, Me excitas
. Y una noche, a la hora violácea, en el acantilado de Aval le dije gracias, le dije tómame, y me hizo el amor allí, deprisa, sin miramientos; y estuvo bien. Cuando llegamos al hotel, teníamos las mejillas encendidas y la boca seca, como adolescentes un poco ebrios, y fue un bonito recuerdo.

Los sábados, a Jo le gusta quedar con los compañeros de la fábrica. Juegan a las cartas en el Café Georget y se dicen cosas de hombres; hablan de mujeres, se cuentan sus sueños, a veces silban a chicas de la edad de sus hijas, pero son buenos tipos. Así son nuestros hombres,
se les va la fuerza por la boca
.

En verano, los chavales se van a casa de algún amigo y Jo y yo nos vamos al Midi y pasamos tres semanas en Villeneuve-Loubet, en el cámping La Sonrisa. Estamos con J.-J. y Marielle Roussel, a los que conocimos allí de forma casual hace cinco años —¡son de Dainville, que está a tan solo cuatro kilómetros de Arras!—, y con Michèle Henrion, de Villeneuve-sur-Lot, la capital de las ciruelas pasas, una mujer mayor que nosotros, que se ha quedado soltera; esto último, según Jo, porque le gusta chupar las ciruelas; vamos, que es bollera.
Pastis
cargadito, parrilladas de carne y de sardinas; la playa en Cagnes frente al hipódromo cuando hace mucho calor, una o dos visitas a Marineland, los delfines, los leones marinos y, después, los toboganes acuáticos, nuestros repetidos gritos de terror que acaban en risas y en placeres infantiles.

Soy feliz con Jo.

No es la vida que soñaban mis palabras en el diario de los tiempos en que mamá estaba viva. Mi vida no posee la gracia perfecta que ella me deseaba por las noches, cuando venía a sentarse a mi lado, en la cama; cuando me acariciaba suavemente el pelo murmurando: tienes talento, Jo, eres inteligente, tendrás una buena vida.

Incluso las madres mienten. Porque también ellas tienen miedo.

S
olo en los libros se puede cambiar de vida. Se puede tachar una palabra entera. Hacer desaparecer el peso de las cosas. Borrar las bajezas y, al final de una frase, encontrarse de pronto en el fin del mundo.

Danièle y Françoise juegan a la Loto desde hace dieciocho años. Todas las semanas, por diez euros, construyen sueños de veinte millones. Una mansión en la Costa Azul. Una vuelta al mundo. Incluso un simple viaje a la Toscana. Una isla. Un
lifting
. Un diamante, un Santos Dumont Lady de Cartier. Cien pares de Louboutin y de Jimmy Choo. Un traje de chaqueta rosa de Chanel. Perlas, perlas auténticas, como Jackie Kennedy; ¡qué guapa era! Esperan el fin de semana como otros al Mesías. Todos los sábados sus corazones se aceleran cuando las bolas giran. Contienen la respiración, la dejan en suspenso; cualquiera de esos días podrían morir, dicen a coro.

Hace doce años les tocó lo suficiente para abrir la peluquería-centro de estética. Me mandaron un ramo de flores todos los días mientras duraron las obras y a raíz de aquello, pese a que contraje una alergia galopante a las flores, nos hicimos amigas. Viven juntas en el último piso de un edificio que da al Jardín del Gobernador, en la avenida Fusillés. Françoise ha estado varias veces a puntísimo de prometerse, pero ante la idea de abandonar a su hermana, al final ha preferido abandonar la idea del amor. Por el contrario, en 2003 Danièle se fue a vivir con un representante de champús, tintes y tratamientos profesionales L’Oréal, un hombre de aire melancólico, con voz de barítono y cabello negro azabache, un tipo exótico. Había sucumbido al olor salvaje de su piel oscura, cedido al vello negro de las falanges de sus largos dedos; había soñado con amores animales, con combates, con lucha ardiente, con carnes fusionadas, pero, si bien el gran simio tenía las pelotas bien llenas, como está mandado, resultó que su interior estaba vacío, inmensa y trágicamente desértico. Tenía un polvo fantástico, me contó Danièle cuando volvió al cabo de un mes con la maleta bajo el brazo; un polvo antológico, pero después del polvo, nada más, el representante se pone a dormir, ronca y a la mañana siguiente se va a hacer sus recorridos velludos. En lo tocante a cultura, cero; y yo, por más que digamos, necesito hablar, que haya comunicación; después de todo, no somos ni mucho menos animales. Ah no, eso no, necesitamos alma.

La noche de su vuelta fuimos las tres a cenar a La Coupole, gambas sobre lecho de endivias para Françoise y para mí,
andouillette
de Arras gratinada con queso Maroilles para Danièle. Qué quieren que les diga: a mí, una ruptura me abre un agujero, un vacío, y tengo que llenarlo; y después de una botella de vino, ellas dos se prometieron, muertas de risa, no separarse nunca más, o si una de las dos encontraba un hombre, compartirlo con la otra.

Luego quisieron ir a bailar al Copacabana; quizá demos con dos chicos guapos, dijo una de ellas, con dos números buenos, dijo la otra riendo, y yo no las acompañé.

Desde aquel 14 de julio del año que cumplí los trece, el de «L’Été indien» y mis pechos incipientes, no he vuelto a bailar.

Las gemelas desaparecieron en la noche, llevándose consigo sus risas y el repiqueteo ligeramente vulgar de sus tacones sobre los adoquines, y yo volví a casa. Crucé el bulevar de Strasbourg y fui por la calle Gambetta hasta el Palacio de Justicia. Pasó un taxi, la mano me tembló; me vi pararlo y subir. Me oí decir «lejos, lo más lejos posible». Vi ponerse en marcha el taxi conmigo en el asiento de atrás, me vi no volver la cabeza, me vi no saludarme, no hacerme ningún gesto final, no sentir ningún pesar; me vi partir y desaparecer sin dejar rastro.

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