La pella (2 page)

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Authors: José Ángel Mañas

BOOK: La pella
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4

El relato de lo ocurrido corrió por entre todos sus conocidos y al día siguiente, cuando se acercó a la uni, Borja se encontró con que sus amigos de siempre, Jesús, Jorgito y Juanillo, ya estaban al corriente.

Borja solía quedar con ellos a diario, más que otra cosa para matar el tiempo, porque hacía ya unos meses que no pisaba una clase.

Siempre se los encontraba, poco antes del mediodía, en uno de los campos de futbito que había en la zona deportiva, enfrente de la facultad de Derecho.

Aquél día en concreto, Borja, que se había pasado toda la mañana durmiendo, llegó a eso del mediodía, cuando los otros ya andaban echando el primer partidillo.

Muchos ni siquiera estaban cambiados y jugaban en vaqueros y con mocasines.

Tras saludarlos vagamente, Borja se sentó en el suelo, junto al banco copado por las mochilas de los jugadores, y dejó su carpeta junto a las de los demás.

La mayoría estaban forradas con fotos de modelos rubias y con aspecto de nórdicas.

Jesús lo saludó desde uno de los extremos del campo; luego se concentró en el balón, que estaba en el otro lado, e hizo un gesto indignado porque Juanillo, ante la portería contraria, fallaba un gol.

Unos instantes después le tocaba intervenir: el portero del equipo contrario había sacado un balón rápido para uno de sus defensas, que le hizo un pase raso y cruzado a Jorgito, prácticamente solo a la izquierda del punto de saque.

Jorgito era torpe pero nadie lo marcaba y los demás se le quedaron mirando mientras avanzaba hacia Jesús que lo esperaba para el mano a mano.

Al final el gordo no llegó ni a tirar porque le dio un apretón y se echó a un lado, llevándose una mano a la boca y otra al estómago.

—¿Pero qué le pasa a ese? —preguntó uno de sus compañeros de equipo.

—¡Está potando! —se rio otro—. Son demasiadas copas. ¡Pásala ya, Jesús!

Jesús no lo dudó: aprovechando que el delantero contrario quedaba anulado y que el resto lo miraban sorprendidos, se precipitó sobre la bola y le pegó un punterón desde el centro del campo.

—¡Hijoputa, que eso no vale! —se quejó Juanillo, que iba con los otros.

—¡Se siente! Menudo golazo —exclamó Jesús, y se acercó, ufanándose de su pericia futbolera, hasta donde lo esperaba Borja—. Ya has visto a Jorgito, menuda calamidad. —Señaló hacia el charquito de rabas, en la otra banda—. Son los cubatas del fin de semana, que se le han atragantado...

—Ya, y las cañas de esta mañana, que no ha parado en el bar —apuntó alguien.

—Bueno, y tú ¿qué? ¿Qué cuentas? —se interesó Jesús, sentándose junto a Borja.

—Yo nada, lo de ziempre —dijo este, encendiéndose un pitillo.

Jesús se había apalancado a su lado. Todavía sudaba. Tenía aureolas bien marcadas bajo los brazos y su respiración se iba normalizando.

—Pues no es eso lo que me han dicho, tío. ¿Adónde te fuiste el otro día?

—¿Cuándo?

—Cuando el cumpleaños de Jorgito. Macho, que lo festejamos en su casa con tres botellas de güisqui. Te estábamos esperando. Nos pillamos un pedo de cuidado. Fue espectacular. Hacía mucho que no nos reíamos tanto.

—Ah, eze día... Por ahí.

Uno de los jugadores se acercó a preguntarle a Jesús si jugaba o no y Jesús le contestó que esperara un momento, que estaba hablando con Borja.

—Joder estos, cómo se ponen por un partidillo de nada. Ni que fuera la Copa de Europa. En fin, tío, que me dice tu primo que últimamente andas con una gente muy rara...

—¿Rara de qué?

—No sé, rara. Nosotros somos tus amigos de siempre, tío, hemos ido todos al mismo colegio y últimamente parece como si nos rehuyeses. No sé qué planes
tendrás por ahí con ese tipo con el que dice Nico que andas...

Borja torció el labio molesto, pero Jesús lo aplacó con un gesto conciliador.

—... Pero que sepas que, para lo que quieras, aquí estamos.

—Graciaz, Jezúz —dijo Borja, incorporándose.

Jesús le propuso quedarse, iban todos a tomar unos minis a los bajos de Moncloa. Pero Borja contestó que no tenía gana, que se volvía a casa, y se encaminó de vuelta a la parada del autobús, un poco más abajo en la calle, entre unos árboles todavía pelados a esas alturas del año.

5

Como es lógico, Nico había hablado con Jesús.

Se quedó preocupado después de haber visto a su primo salir corriendo la noche en la que se toparon con el Tijuana y al día siguiente lo había llamado un par de veces a casa: le habría gustado hablar del asunto con él. Pero lo cierto es que no consiguió pillarlo a solas hasta el cumpleaños de la abuela, unos días más tarde, que caía por esas fechas.

El cumpleaños de la abuela era un evento muy especial entre los San Juan, y hasta los primos más golfos se vestían, para la ocasión, de chaqueta y corbata.

Después de tomar el aperitivo en la sala de estar, se instalaron, al igual que otros años, en torno a la gigantesca mesa ovalada del comedor.

Una lujosa lámpara de araña extendía sus miembros de bronce sobre sus cabezas.

Presidía la mesa la abuela, con su elegancia anticuada y su orgullo de matrona romana.

Era una señora viuda, bien conservada y mejor vestida, estirada, rígida y amante de las tradiciones y de las formas en todos los aspectos de la vida.

Se había maquillado cuidadosamente y su blusa entreabierta dejaba ver el collar de diamantes que le había regalado su marido, poco antes de fallecer, en la primavera pasada, para sus nupcias de oro.

Nada más llegar, algo más tarde que los demás, Borja le había plantado un beso en la frente. Se excusó por el último plantón, y la anciana, que intentaba mantener a toda costa las buenas relaciones, esbozó una sonrisa condescendiente.

—Todavía tenemos que madurar bastante, Borjita...

Eso fue lo único que le dijo.

Luego la cena fue interminable, como de costumbre.

Estuvo llena de altercados más o menos soterrados entre los viejos, que no se apresuraban con la comida, y para cuando el reloj de pie del pasillo dio las once, con su característico repiqueteo, todavía seguían con el primer plato.

Borja, desde su esquina, se moría de ganas de fumar.

Pero sabía que su abuela no soportaba que se levantaran de la mesa.

Además, con el alcohol se iban desatando las lenguas y tuvo que aguantar las pullas que nunca faltaban en aquellas reuniones.

Por fin, durante la sobremesa, mientras que los viejos echaban su tradicional partida de póquer («Enseña esas cartas, farolelo...», «Mejor farolero que amarreta o fulero como tú, hermanito») y las gemelas correteaban descalzas por el pasillo («¡Marina, devuélveme eso que es mío!», «No me da la gana, chivata...»), los primos mayores salieron a fumar a la cocina.

Nico, desabrochándose el nudo de la corbata, aprovechó para decirle a Borja que lo había llamado un par de veces y le preguntó por lo ocurrido el otro día, en el bar.

Él y su amiga Marta se habían quedado sorprendidos con la manera en la que habían salido pitando sin tan siquiera despedirse.

—Nada. La bronca de turno —dijo Borja, procurando quitarle hierro al asunto.

—¿La bronca de turno? ¿Te has enterado de lo que ocurrió después? ¿Sabes que el tipo que estaba con vosotros en el baño acuchilló al portero, que por lo que tengo entendido sigue en estado crítico, en la UVI...?

Al oír aquello Borja no pudo evitar acordarse del Tijuana y sintió un repentino escalofrío.

En ese momento su tía pasaba con algunos platos, camino del lavavajillas. Nico bajó la voz mientras Borja apagaba su cigarrillo en el cenicero que se traía del salón.

A esas alturas Borja habría querido volver con los demás, pero su primo lo agarró del brazo.

—¿Quién era aquel mafias?

Borja contuvo las ganas de soltarse.

Desde el salón llegaban las exclamaciones de su padre, que iba perdiendo («No me puedo creer que tenga siempre tan mala suerte»). En aquellas partidas su tío los desplumaba a todos, salvo a la abuela, que era la única que jugaba sobre seguro.

—Borja, no soy tonto. ¿Qué estabas haciendo con tu amigo, por cierto que menudo fichaje, en el cuarto de baño?

Borja se sentía como si fuera víctima de una conspiración.

—Puez mear, ¿qué ze hace en un cuarto de baño?

—No te quedes conmigo —contestó Nico—. Mira, yo no sé qué te pasa últimamente. Pero estás raro, no eres tú.

—¿Pero qué me eztáz contando, Nico?

Borja empezaba a sentirse molesto con aquella encerrona.

—Sabes perfectamente lo que te estoy diciendo, Borja.

—No lo zé, ¿el qué?

Nico observó a su primo.

Le sorprendía la dureza con la que este le devolvía la mirada, y al final decidió calmar las cosas.

—Mira, ya eres mayorcito —concluyó—. Tú sabrás lo que haces.

Borja hizo una mueca, como diciendo «puez ezo mizmo», y salió por la puerta de servicio sin dar más explicaciones.

Cada vez odiaba más a la familia.

Eran como un grupo de marionetas enredadas las unas con los hilos de los otras.

6

Nada más pisar la calle, cayó en la cuenta de que se había dejado la chaqueta arriba y chasqueó la lengua.
Pero qué máz da
, se dijo. Respiró hondo y se dirigió hacia la cafetería más cercana: necesitaba tomarse unas copas, airearse, y llamó a Kiko, que, aunque estaba de turno de noche, le dijo que se acercara:

‘—A mi lado siempre tendrás un sitio, compañero’.

Al final se fue a pie y anduvo por la acera pasando por delante de los escaparates alumbrados de una decena de tiendas de ropa de moda, la mayoría de marcas internacionales (estaban en pleno Serrano), y al cabo de unas manzanas constató cómo todas aquellas miradas desaprobadoras de Nico y de su abuela iban desapareciendo de su mente y perdiendo peso hasta que se las pudo sacudir de encima como un aluvión de molestas plumas.

Kiko tenía un tío que era segurata y gracias a él trabajaba desde hace diez meses en un parking subterráneo de la calle Velázquez, no muy lejos de la casa de su abuela. Era un curro tranquilo y mecánico con el
que se sentía a gusto, porque, aunque era listo como él solo, nunca le habían interesado los libros.

—¡Coño, Borjita, qué puesto te veo! —exclamó en cuanto lo vio con su flamante camisa de rayas en la puerta abierta de la caseta.

Estaba hojeando un periódico deportivo, abierto ante los monitores, y se había puesto en pie con una sonrisa de oreja a oreja.

La chaqueta de su uniforme marrón oscuro colgaba del respaldo de la silla.

—Tengo una buena noticia. Me ha propuesto la jefa contratarte. Dice que, cuando no vienes, te echa de menos —bromeó—. ¿No te apetecería currar conmigo? Un momentito...

Mientras le indicaba algo al conductor de un Mercedes que acababa de detenerse ante la barrera con la ventanilla bajada, Borja se remangó la camisa para sentirse más cómodo.

Sacó una cajetilla de tabaco y en cuanto el vehículo desapareció le ofreció un pitillo a su amigo, que lo aceptó con gusto.

—A la jefa no le gusta que fume, pero ahora no está. Dame fuego, tú...

A Borja le había dejado mal sabor de boca la conversación con Nico. Mientras charlaban envueltos en las volutas de humo que soltaban sus cigarrillos confesó que empezaba a agobiarse.

—Llevo dezde zeptiembre tocándome loz huevoz. El año que viene me matriculo...

—No jodas —exclamó Kiko—. Mejor nos corremos otro fiestote, ¿no? Cuatro días sin dormir. ¡Qué tiempos, tronco!

—Tiempoz en que mi viejo me daba el dinero para la matrícula, ¿verdad...?

Kiko, que no parecía darse cuenta del tono venenoso, recordó la jugada con aire soñador.

Luego cogió su chaqueta y se la puso sobre los hombros a su amigo. Lo miró, entre apreciativo y divertido, antes de echarle el brazo alrededor del cuello.

—Para mí que puedes ser un guardia jurado dabuti.

—Quita, quita... —dijo Borja, quitándoselo de encima.

7

Al final habían salido y llegaron a casa a las tantas de la madrugada.

Nada más despertar, Borja empezó a dar vueltas por su habitación, revolviendo los cajones.

Los libros de texto estaban junto a la carpeta, en el suelo: los abrió todos; y luego también sacó todos los discos de su funda.

Buscó hasta cuatro veces debajo de la cama.

Estaba hecho un manojo de nervios.

A su asistenta, cuando apareció al poco en el vano de la puerta, se le escapó una sonrisa al verlo en calzoncillos y abriendo por enésima vez el cajón del escritorio.

—Juli, ¿ha entrado alguien ezta mañana?

Borja se encaró con ella, pero la mujer, que tendría unos cincuenta años mal llevados, negó con la cabeza.

—Nadie que yo sepa. Están llamando al teléfono, Borja.

—Ya te he dicho que no eztoy para nadie.

—Caramba, cómo te pones —exclamó la Juli, y cerró ofendida.

Borja desparramó el contenido del escritorio por el parqué.

Cayó de todo: bolígrafos, papeles, fotos, monedas. Una cinta para embalar. La calculadora. Su grapadora. Bloques de notas sin usar. Pero no lo que esperaba.

Se encendió un cigarro y se dirigió al armario para ponerse unos vaqueros desgastados y terminar de vestirse.

Al salir del portal lo saludó el despejado cielo primaveral que asomaba entre los masivos edificios de su manzana. Por la otra acera pasaba el 16, el autobús que lo llevaba diariamente a Moncloa, donde tenía que cambiar y coger el 82 para llegar a la Complutense.

Cruzó la calle. Sin embargo, en vez de correr tras el autobús, se encaminó por la acera y anduvo apresuradamente hasta una de las raras salas de máquinas que todavía quedaban en su barrio, no muy lejos, por cierto, de la glorieta de Quevedo.

No había muchas motos a la puerta y, tras cerciorarse a través del polvoriento cristal de que efectivamente no había moros en la costa, se acercó a dos gitanillos con melenilla que ocupaban el futbolín.

Los dos tipejos negaron obstinadamente con la cabeza, sin dejar de darle a la muñeca.

Borja se salió con la misma prisa con la que había entrado. No obstante, apenas había andado unos metros cuando alguien que había salido tras él sin que se diera cuenta lo agarró bruscamente por el hombro.

Al girarse se quedó lívido...

Unos ojillos negros y penetrantes estaban clavados en él.

—¡Borjita, cuánto tiempo! —exclamó el dueño de aquellas canicas azabache—. Estaba en el baño, fíjate. Menos mal que he salido, ¿verdad? Porque, si no, igual no nos encontramos...

—Hola, Nacle —murmuró Borja.

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