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Authors: José Ángel Mañas

La pella (7 page)

BOOK: La pella
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29

El salón de la casa medía casi cien metros cuadrados.

Tenía la mitad del suelo de parqué de madera natural, y la otra mitad, donde estaba la chimenea, de piedra.

Por encima de la chimenea había cabezas de gamo, de osos y de jabalíes, por lo menos un par de cada especie: eran los trofeos del padre de Marta, un conocido arquitecto que en sus tiempos libres era aficionado a la caza mayor e incluso se le veía, en una de las fotos, con el Rey, los dos escopeta en mano.

Luego en una de las paredes había una vitrina de cristal repleta de suvenires de viajes por todo el mundo; y también de fotos del dueño de la casa en compañía generalmente de dignatarios, según explicaba su hija, de países que lo acogían para desarrollar sus proyectos.

Pero a Kiko lo que más le interesaba eran los cachivaches y Marta se reía con sus comentarios.

—Mira —le iba explicando—, este es un bastón de haya que compró cuando me llevó a Luxor, hace tres veranos... Ese, una máscara auténtica que se trajo de Teotihuacán el año pasado... Esas son unas réplicas de las cabezas de la Isla de Pascua...; y esas dos figuritas alargadas de marfil vienen de Madagascar, donde estuvo en otoño...

—¿Y esto es para fumar kif?

Kiko se refería a un tarrito de plata labrada con una paja ancha.

—Qué tonto eres —se rio Marta—. Eso viene de Argentina. Es para tomar mate... A mi padre le encanta. Lo toma por las noches desde que el médico le ha prohibido beberse su vaso de güisqui...: está empezando a tener problemas cardiacos.

Más allá, encima de la mesa estaban los apuntes de Economía que habían estado repasando Nico y Marta, junto con las carpetas entreabiertas, un par de libros de texto bastante usados y los bolígrafos de ambos.

Mientras la dueña de la casa le enseñaba más cosas a Kiko, Nico y Borja permanecían los dos en el centro de la pieza, callados y bastante tensos.

Tras haber dado la vuelta a la habitación, la pareja se volvió hacia donde estaban los primos y Kiko, sin pensárselo dos veces, tomó asiento en el sillón orejero más grande de la estancia, un sillón Luis XIV que por lo general ocupaba el padre de Marta, a última hora, cuando volvía a casa después del trabajo.

—Bueno, Martita, cariño, tráenos algo para papear aquí a tus amigos... Un buen bocata yo creo que se apreciaría, ¿no, Borja?

Marta sonrió y dijo que volvía enseguida.

Nico dejaba claro que la cosa no iba con él, aunque su actitud tampoco escondía su desaprobación, y Borja se giró hacia Kiko haciendo un gesto como de «no te pazez».

—¿Qué pasa, que tú no tienes hambre...?

«No me jodaz, Kiko», lo fulminó Borja con la mirada.

Un poco después Marta entraba con dos sándwiches de un jamón serrano exquisito. Se los trajo en una bandejita y, tras haber engullido el suyo, Kiko salió con ella al jardín, dejando la puerta-ventana entreabierta a sus espaldas.

Mientras la parejita jugueteaba por el césped, Nico se encaró con su primo.

—¿Quieres que hablemos del asunto que me comentaste o no? —preguntó.

—No creo que zea el mejor momento, Nico —dijo Borja.

Entretanto Kiko seguía jugando fuera, aunque mientras mantenía la sonrisa y correteaba tras el bobtail no dejaba de mirar hacia los dos primos, en el interior de la casa, sintiendo, por la expresión de Nico sobre todo, que estaba ocurriendo algo que se le escapaba.

No tuvo mucho tiempo para pensar porque muy pronto Marta lo derribó, cerca ya de la piscina ovalada entre los pinos, donde las sillas y las tumbonas seguían amontonadas las unas encima de las otras en espera de que llegara el buen tiempo, y se le echó encima.

—Esta noche estoy sola en casa —le dijo después de haberle dado un beso en la boca.
Bobby
los lamía a los dos y Marta lo apartó con la mano—. Quita pesado, que no estoy hablando contigo. ¿Te vas a quedar a dormir conmigo...?

Kiko podía sentir la presión calurosa de sus senos.

—Wuf, wuf
—dijo
Bobby.

—¿Qué pasa, que acaso lo dudas...? —preguntó Marta, mordisqueándole el lóbulo de la oreja.

—Desde luego que no, princesa —repuso Kiko—. ¿Cómo has podido dudarlo tú...?

30

Y, efectivamente, esa noche Kiko se quedó a dormir en casa de Marta.

—No os preocupéis por ella, que yo la cuido —dijo, al despedir a los dos primos que seguían con la misma cara de póquer.

—Que duermaz bien —ironizó Borja, quien no parecía demasiado contento de prescindir justo ahora de su compañero de juergas.

Luego el tiempo pasó muy rápido. Pero al rato, después de haberse acostado, Kiko fue incapaz de conciliar el sueño...

Es cierto que tras cenar la pizza que habían encargado por teléfono se puso un par de gusanitos de un gramo que le había fiado un colega del curro y que no había querido sacar delante de Borja para que no se mosqueara.

Pero eso no era algo que en condiciones normales le hubiera impedido dormir.

Sin embargo ahora estaba desvelado y, mientras respiraba profundamente, con la chica tumbada a su lado y pegada amorosamente contra él, no podía
dejar de rememorar la actitud que habían tenido Nico y Borja...

Desde un principio había percibido la antipatía de Nico.
Pero bah, que se joda
, concluyó.

Él tenía motivos más que suficientes de sentirse orgulloso, pensó mirando de nuevo a Martita, a su lado.

Ella dormía como un angelillo y, al verla allí acurrucada, le vinieron a la mente las imágenes de los arrumacos que se habían hecho hacía un rato...

Hay que decir, de todas maneras, que Kiko no podía dejar de pensar en ese cuarto de gramo que todavía le quedaba y que se alegró de que aquello no durara demasiado...

Era curioso, esto de la farla, cómo tiraba. Claro que para eso era el champán de las drogas, pensó al tiempo que apartaba el brazo de la chica y se volvía hacia el pantalón vaquero caído a un lado de la cama.

Tras comprobar que Marta dormía apaciblemente, palpó en los bolsillos hasta que encontró la papela.

A ver cuánto me queda...

Era una noche clara, de luna llena, y a la luminosidad natural se añadían las del alumbrado de la calle, todavía encendido a esas horas.

Sacó la papela y volcó lo que quedaba sobre la mesilla de noche.

Lo dicho. Un cuarto de gramo, más o menos, igual un poquito más.

Sin pensárselo demasiado lo volcó sobre la mesilla, hizo un canutillo con una tarjeta de una discoteca que había allí desgarrada y se esnifó primero una parte y luego, viendo lo poco que quedaba, el resto...

Total, ya no iba a dormir, y estas cosas más vale una vez colorado que ciento amarillo, consideró.

Incorporado en la cama entrecerró los ojos al tiempo que sentía la cocaína bajándole por la garganta y disfrutaba del cosquilleo que empezaba a recorrerle todo el cuerpo. Eso era vida. Ah, los subidones como aquel le hacían sentir vivo y lo retrotraían a sus primeros colocones...

Sintiendo que le invadían recuerdos agradables, se dio cuenta de que no podía permanecer más tiempo parado; de modo que, apartando la mano de ella, se deslizó fuera de la cama y se puso los pantalones.

31

Marta seguía respirando pesadamente.

Kiko la miró un momento con cariño antes de desentornar la puerta y salir al pasillo.

No había nadie en la casa, era el día en el que libraban la asistenta y el chófer, y encendió la luz antes de bajar por las escaleras.

Mientras lo hacía, echó un vistazo a las fotos enmarcadas por las paredes: Marta y su padre en un safari en Kenia, en un casino de Las Vegas, delante de unas cataratas en Venezuela...

Se reconocían, aquí y allá, el templo de Abu Simbel en Egipto, Petra, el Taj Majal, unas ruinas romanas...

Eran lugares en los cuales Kiko nunca había estado y que de todas maneras no le interesaban: la priva y las drogas al fin y al cabo surtían el mismo efecto en cualquier sitio, ¿no?

Kiko meneó la cabeza y continuó bajando hasta que, al pie de las escaleras, se encontró con una sombra conocida...

Era
Bobby,
que lo había oído y que se le acercaba meneando la cola.

—Qué pasa, campeón —musitó, acariciándole la cabezota.

El animal se mostraba contento de tener compañía y lo siguió hasta el salón donde Kiko, todavía descamisado, se sentó a fumarse un pitillo en el sillón Luis XIV y se mantuvo unos momentos allí, en silencio, en una oscuridad que aclaraba la luminosidad que se filtraba por entre las rejas que habían corrido, con la llegada de la noche, él y Marta. «En estos lugares hay muchos ladrones», había dicho Marta.

Se estuvo un momento sentado, con el cigarrillo entre los labios, la pierna cruzada, la mano colgando por encima del brazo del sillón acariciando al bobtail.

Cogió un cenicero de plata que había sobre la mesa y se lo quedó mirando.

Y entonces fue cuando se le ocurrió...

Era una posibilidad que realmente nunca antes había considerado y que de repente se le apareció con la nitidez de las verdades absolutas. Sin pensárselo dos veces apagó el cigarrillo en el cenicero, posó este sobre la mesa y se puso en pie.

Bobby
hizo lo mismo y lo siguió de vuelta al pasillo.

—Espérame un momento aquí, campeón...

Unos momentos después irrumpía en una de las habitaciones, con una cama de matrimonio enorme, y sin perder más tiempo abrió uno de los altillos del gigantesco armario empotrado y sacó del interior una bolsa grande de deportes: la echó sobre la cama y empezó a meter dentro todo lo que encontró en los cajones de la mesilla.

Salió al pasillo y, una vez comprobado que todo seguía en silencio, bajó de nuevo, siempre seguido por el bobtail, y en el salón también se apoderó de todos los objetos que pudo.

Por fin, ya con la bolsa llena, se acuclilló junto a
Bobby
y le acarició la cabezota.

—Lo siento, campeón. Tú y yo podíamos haber sido buenos amigos...

A renglón seguido atravesó el jardín bajo la luz de la luna y, llegado al soto, lanzó la bolsa al otro lado. Unos instantes después se encaramaba ágilmente por un árbol que había adosado al muro y se descolgaba por el exterior.

32

Al día siguiente, a Borja lo sacaron de su modorra las voces que daba su primo: Nico había irrumpido en la casa y, pese a las protestas de la asistenta, que tenía órdenes de no dejar pasar a nadie, penetró en la cocina donde Borja seguía todavía en bata desayunando un gran tazón lleno de Cola Cao con cereales
.

El paquete de cereales con chocolate y el de Cola Cao estaban sobre la mesa junto a un plato con dos lonchas de pan de molde tostado que había untado con mantequilla y mermelada de albaricoque.

Borja todavía tenía los bigotillos del Cola Cao.

—Ya puedes ir acabando con eso, primo —le dijo Nico, cogiéndole bruscamente por el brazo—, que tienes que acompañarme...

—¿Pero qué paza?, ¿no puedo dezayunar tranquilo o qué...?

Borja se soltó, frunciendo la cara en un gesto de protesta.

—Pasa que tu amigo ayer se quedó a dormir con Marta, y pasa que le ha dado un palo, que le ha robado
un montón de cosas de valor y que todo tiene que estar de vuelta en su casa antes de que su padre vuelva hoy por la noche, o quien va a ir a buscarlo no voy a ser yo sino la policía, o sea que marchando.

—Pero Nico, zi yo no he hecho nada...

—Claro, tú nunca haces nada. Esa cantinela ya me la conozco. Ahora haz el favor de cambiarte, y vamos...

Lo empujó hacia el pasillo y Borja desapareció tras la puerta de su habitación.

Un poco después ya estaba en la ducha y mientras sentía el agua casi hirviendo, que era como le gustaba, procuró aclararse las ideas sin conseguirlo del todo...

Lo cierto era que tampoco le sorprendía demasiado lo ocurrido.

Nico no sabía lo que habían sufrido durante los últimos meses; no podía comprender lo que suponía tener encima de la chepa a alguien como el Nacle o como el Tijuana...

Pero también entendía una cosa: tenía que hacerlo solo.

Cuando se hubo vestido, algo después, y salió hasta donde lo seguía esperando su primo, en el recibidor, se lo dijo:

—Nico, ezto tengo que rezolverlo yo zolo. Dame unaz horaz, por favor.

La asistenta ya había empezado a pasar el aspirador por las alcobas.

—Tienes hasta la noche, Borja —repuso Nico, aunque no sin cierta desconfianza—. El padre de Marta vuelve de Barcelona a las nueve en el puente aéreo... No vuelvas a cagarla, primo, porque esta vez va en serio...

33

Era por la tarde y el sol acababa de esconderse detrás de unas nubes cuando Borja irrumpió en uno de los descampados que todavía entonces quedaban en La Elipa.

Se había pasado el día entero buscando a Kiko, sin encontrarlo, y al final le habían dicho en uno de los bares que este solía frecuentar que se acercara allí, a ver si había suerte.

El descampado estaba lleno de escombros y de malas hierbas que habían ido creciendo en las montañas de arena.

Quedaban también algunas vigas, restos de mallazo, ladrillos rotos aquí y allá, y contenedores donde en su momento, en el invierno, todavía se encendían las hogueras los vagabundos del barrio.

Era un lugar, además, donde se hacían otro tipo de trapicheos, y a la hora en la que Borja penetró en él Kiko ya llevaba un rato detrás de una barraca abandonada hablando con dos tipos canijos y con aspecto malnutrido, con sudadera con capucha como él y con la misma cara de velocidad.

Viendo que se iba directo hacia ellos, los malotes se pusieron tensos; pero Kiko les dijo que lo dejaran unos momentos.

Los dos se alejaron, mascullando para sí, una decena de pasos.

—Hacía mucho tiempo que no veníaz por aquí, ¿verdad, Kiko? —lo saludó Borja al tiempo que su miraba se posaba en un trozo de papel plata tirado junto a una de las vigas de madera.

Kiko prefirió obviar el comentario y tomar el toro por los cuernos.

—Borja, tío, ya lo he solucionado todo... —exclamó con un rostro sonriente.

Los dos malotes los miraban, con las manos en los bolsillos.

—Ya me han contado, ya.

—Que sí, tío. Que ya le he devuelto una parte de las pelas al Nacle y le he prometido el resto para la semana que viene.

Kiko estaba exultante.

—Alégrate, que está todo resuelto... ¿No te dije que el Kikorro te iba a sacar las castañas del fuego...?

Pero Borja seguía negando con la cabeza.

—¿Qué pasa tío, que no te alegras...? ¿No estás contento de quitarte de encima al Nacle?

—Hay que devolverlo todo, Kiko. Ezta mizma tarde. Marta eztá destrozada por lo que ha ocurrido pero me ha dicho que, zi lo devuelvez todo antez de laz nueve, no te denuncia...

—Lo siento, pero no puede ser...

Ahora era Kiko quien negaba con la cabeza.

—¿Por qué...?

—Porque ya lo he colocado todo.

Borja, ya con eso, estalló.

—¿Pero qué dicez, tío...? —su tono era cada vez más agresivo—. ¿Te daz cuenta de lo que haz hecho? Le haz robado, le haz dado un palo a la pobre Marta, y ezo cuando ya eztaba zolucionado todo... Haz tenido que volver a faztidiarla. Como ziempre. Y en el peor momento... —casi lo decía para sí—. Te haz comportado como un auténtico chorizo...

—Espera un momento, tronco, Borja —se sorprendió Kiko, que no entendía nada. Estaba tan perplejo que hasta dejó pasar el insulto—. ¿Cómo que estaba solucionado todo...?

—Que zí; que ya lo había hablado yo todo con mi primo Nico y entre él y mi tío me iban a preztar el dinero, joder.

De pronto, Kiko comprendió lo que aquello significaba.

—¿Era eso lo que estuvisteis hablando ayer?

—Puez claro, zubnormal...

—No me trates de subnormal, y chorizo lo será tu padre. ¡Pero cómo no me lo dijiste antes, gilipollas! —Kiko acusó la brutal cuchillada—. ¿Te das cuenta de lo que me has hecho? Le he tenido que dar un palo a la pobre Marta, la he jodido viva, y todo para solucionarte a ti la vida..., para sacarte las castañas del fuego... Porque a mí me gustaba la tía, ¿me oyes? Y tú ahora vas y me cuentas eso tan tranquilo...

—¡Zuéltame! —exclamó Borja.

Con la excitación, Kiko le había cogido por la solapa de la chupa.

—Te tendría que meter una...

—¡He dicho que me zueltez! ¡Pero mírate! Daz pena. Nico tiene razón: erez un pobre yonqui de mierda...

—¡No me llames yonqui!

Kiko levantó el puño, dolido. Pero Borja no se achantó. Se sentía, de repente, más fuerte que nunca.

—Erez un yonqui, Kiko. Ezo ez lo que erez...

Kiko parecía que fuera a golpear. Pero antes de hacerlo, cuando ya se volvían los dos malotes, prefirió bajar el brazo y empujarlo.

—¡Vete de aquí! —exclamó—. Y que no te vuelva a ver por mi barrio. ¡Fuera!...

—¿Pasa algo, Kiko...?

Los malotes miraron a Borja, quien ya se alejaba a través del descampado.

Kiko no contestó, pero cuando uno de los dos sacó la navaja e hizo el gesto de irse hacia el pijo, que ahora apresuraba el paso, le contuvo el brazo.

—Dejad que se vaya...

Las lágrimas se le subían a los ojos.

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