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Authors: José Ángel Mañas

La pella (4 page)

BOOK: La pella
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13

Unos días después llegaba el puente de Semana Santa. Borja ya andaba terminando de hacer las maletas y acababa de dejar caer sobre las camisetas una caja de condones cuando apareció la segunda mujer de su padre, su madrastra, con el teléfono inalámbrico en la mano.

Borja bajó la música y cogió el aparato con cara de cansancio.

—No te preocupez, Paola... —dijo.

Su tono era tranquilizador.

—Que ya eztá todo.
É tutto ziztemato
. ¡Que zí!
Ci vediamo prezto. Un bacio.

Colgó y se quedó un momento dubitativo.

Paola era una chica cariñosa y sensata a la que había conocido durante su estancia en Roma, unos años atrás, cuando a su padre lo habían destinado en la embajada.

Eran otros tiempos y Borja guardaba un buen recuerdo de aquella época.

El hermano de Paola, un compañero de instituto, solía llevarlo en Vespa a clase, y al final se habían enrollado el último fin de curso.

Desde entonces la visitaba un par de veces al año y pasaban juntos el verano en su villa napolitana.

La madre había conocido a Moravia y a Pasolini y le gustaba oírla contar anécdotas picantes sobre aquellos artistas y otras personalidades de su época durante las barbacoas que organizaba en aquel jardín que dominaba, desde lo alto, el Mediterráneo.

Era una divorciada muy abierta, que les dejaba mucho campo, y en otras circunstancias viajar a Italia habría sido ideal para olvidar sus problemas.

Pero ahora iban a ser cualquier cosa menos vacaciones.

—¡No te olvides de traerme los jerséis que te digo! —exclamó su madrastra desde el pasillo.

Borja salió con los bártulos y se bajó hasta el portal.

Había quedado con Kiko y ya estaba ojeando su reloj de pulsera y soltando maldiciones cuando al poco vio cómo un Kadett GSI torcía la esquina y adelantaba a otro vehículo antes de frenar bruscamente a su altura.

Kiko lo saludó sin bajarse.

Borja agarró la maleta y la metió en el asiento trasero.

—Llevo ezperando mil añoz. ¡Como pierda el avión, te mato! ¿Y ezte coche?

—Un colega del curro, que se ha tirado el rollo —explicó Kiko, arrancando.

14

Se reincorporaron a la circulación.

Mientras atravesaban la ciudad, Kiko, que iba con la misma sudadera del día anterior, no paraba de hacer muequecitas con los labios resecos.

Miraba al frente, muy concentrado, y al poco empezó a hurgar con su mano libre en la guantera.

—Pilla las pirulas y pásame la cartera, porfa.

—¿Qué paza, que ya vaz puezto? —se indignó Borja.

Aun así hizo lo que le decían.

En la guantera, junto a los documentos del coche, había una bolsa de plástico verde, del tamaño de dos paquetes de tabaco.

Se la metió en el bosillo interior de la cazadora vaquera.

Luego cogió la billetera de su amigo...

Dentro había otra bolsita, más pequeña y anudada, llena de perico.

—¡Pero tú erez gilipollaz! —se soliviantó—. Eztamoz removiendo mar y tierra para pagar laz pellaz, y vaz y pillaz todo ezto...

—Ponte unos tiritos, anda —repuso Kiko parando ante un semáforo en rojo.

Habían cruzado la Castellana, bajando por Eduardo Dato, y unas manzanas más arriba ya enfilaba Velázquez con la idea de salir a la Emetreinta por la avenida de Pío XII.

Había poco tráfico a esas horas.

—Ya verás que, cuando lleguemos, no te parece tanto. Es una escama muy rica...

Borja lo tildó de loco, pero al final asintió y le indicó que condujera con cuidado.

—Ya zólo falta que tengamoz un accidente...

—¿Sabes que he soñado con Marta, la colega de tu primo?

Kiko apretaba el volante entre sus manos. Era un gesto característico, muy suyo.

—Me he levantado pinocho, tronco. Estábamos los dos en pelotas en una cama de hotel, con terracita, yacusi, y ella dándome besitos por todo el cuerpo. Un flipe. Gracias...

Se inclinó para meterse a pelo el tiro que le pasaba Borja y continuó con entusiasmo renovado:

—Cuando, de pronto, aparece un conejito con una bandeja de plata y una montaña de coca. ¡La hostia! Lo más fuerte era que Marta no se ponía: sólo lo hacía yo. Al principio, de buten. Pero después llegaban más y más camareras, y yo quería, pero no daba abasto. Tenía la napia como una berenjena. Y Marta empezaba a pegarme. Me tiraba las bandejas de plata, y yo me arrastraba por los suelos a meterme lo que podía,
mientras ella me montaba a caballo. ¿Tú crees que esto tiene un significado?

—Haz el favor de mirar al frente.

—Borja, se me ha abierto el apetito. Ponte otra, porfi.

—¿Otra máz...?

Ante su reticencia, Kiko le quitó la billetera y la tarjeta.

Empezó a hacerse unos tiros expertos con una sola mano, sin dejar de hablar.

—¿Pero sabes lo que más miedo daba? Pues que, cuando me ponía los tiros en la bandeja, se veía mi cara reflejada, y no era yo, tronco. Adivina quién era. ¡El
Barbarroja
en persona! Con un parche. Qué fuerte, ¿verdad...?

Entraban en la Emeonce y el coche de delante hizo un movimiento brusco para tomar una salida hacia Madrid.

Con el frenazo, la billetera cayó entre los pedales y Borja se agachó para recogerla.

—Tú mejor conduce, que tengo que llegar entero al aeropuerto.

Entonces vio los cables arrancados debajo del volante y se incorporó como un resorte.

—¿Qué coño ez ezto? ¿De dónde cojonez haz zacado el coche?

—Mamuchi necesitaba el buga esta tarde... —explicó Kiko.

—Kiko, para.

—¿Qué pasa?

—¡He dicho que parez, que me bajo!

—¿Aquí...?

Seguían en mitad de la carretera.

—Tronco, estás como una moto —procuraba tranquilizarlo Kiko—. No te rayes. ¿Qué haces?

Pero Borja ya se había sacado del bolsillo de su cazadora la bolsa de pirulas. Su ventanilla empezó a bajar y Kiko la subió con su mando.

—¿Tú estás gilipollas o qué te pasa...?

—¿Cómo me haz podido hacer ezto?

Borja miraba al frente completamente fuera de sí.

—¡Llegaz tarde, vienez puezto, y yo aquí contigo, como un zubnormal, con zetecientaz paztillaz en el bolzillo, metido en un coche robado...!

Se hizo un silencio tenso como una navaja.

El Kadett circulaba por el carril de en medio.

Borja resopló un par de veces. Su ventanilla volvió a bajar.

—Venga, tíralas...

Kiko lo miró antes de golpear el volante con mala uva.

—Tío. Te soluciono el tema con Nacle, te monto el negocio del año, te vengo a buscar, ¿y así es cómo me lo agradeces? ¡Si no es por mí, a ver cómo le pagas al Nacle! ¡Y encima vas a sacar tajada! ¿De qué cojones te quejas? Estoy empezando a estar un poco harto de mojarme por ti. Por hacerte el favor, le he tenido que meter una bola a mi jefa. ¿Te crees que no tengo nada mejor que hacer que perder la tarde de esta manera? ¡Cojones, venga! —exclamó, viendo la carretera atascada.

—No hay por qué preocuparze, tío —repuso Borja, que se había sacado un cigarro, sintiéndose repentinamente vencido—. Todavía tengo doz minutoz. Igual zi ze lo pidez, ze apartan.

—Estás jocoso, ¿eh?

—¿Un tirito para tranquilizarte?

Borja le enseñó la billetera con recochineo.

—Zi eztá muy rica, Kiko. Vale que no te la zirvo en bandeja de plata, pero...

—No me busques las cosquillas.

—¿Hacen falta bezitoz para eztimularte?

Kiko lo miró por el rabillo del ojo. Acto seguido dio un volantazo.

El coche se metió por el arcén y aceleró, derrapando.

—¡Vamoz,
Barbarroja
! ¡Al galope! ¡Y pita! ¡Que ze entere la Guardia Civil de que llegamoz!

15

El Kadett GSI llegaba a toda velocidad por el carril Bus de la Terminal Uno.

Algunos transeúntes por las aceras se giraron al oír el frenazo y los vieron salir apresuradamente, dejando las portezuelas abiertas.

Dentro del aeropuerto Borja se dirigió con la maleta a cuestas hacia una azafata que pasaba arrastrando su maleta con ruedas por delante de una pantalla.

—¿Me puede decir cuál ez el vuelo de Iberia para Roma?

—¿Cuál de ellos?

Borja le enseñó su billete y la chica, tras ojearlo con cara de concentración, señaló una cola...

Junto a ella había una pareja de guardias civiles enfundados en sus anoraks y paseando a un perro pastor.

Los dos amigos pararon en seco.

A Borja le temblaban las piernas. Sacó la bolsita de su cazadora.

—Toma ezto, Kiko, y no ze te ocurra moverte de aquí. Ahora vuelvo.

Se dirigió hacia la cola, billete en mano, para preguntar si era para Roma.

—Lo siento, joven —repuso una viejecita llevándose la mano al oído—. ¡No oigo bien por este oído! ¡Hábleme más alto!

La chica que estaba en el mostrador comprobando un billete levantó la vista.

—Es el de Roma —confirmó un hombre que llegaba leyendo una revista.

Borja facturó los bultos.

A continuación se volvió hasta donde tenía que haber estado Kiko y se desesperó al ver que salía de los cuartos de baño, unos metros más allá, frotándose la nariz con el dedo.

—Me estaba meando, tronco...

Borja echó un vistazo a los picoletos: el del bigote reprimía un bostezo con el dorso de la mano. El otro acariciaba la cabeza del perrazo.

—Ezto no mola nada. ¡Haz el favor de darme laz paztiz....!

—No empecemos otra vez, que ya lo tenemos todo controlado.

Kiko estaba cada vez más enzarpado.

Se llevó las manos a los bolsillos con cara de tonto. Su mandíbula se movía en todas las direcciones.

—¡Creo que me las he dejado en el baño! Las saqué cuando buscaba algo para hacer un turulo. Tronco, voy a por ellas...

En ese momento vieron que un hombre trajeado salía del aseo sosteniendo en alto la bolsita verde.

Kiko se precipitó hacia él para arrebatársela.

Borja se tiraba literalmente de los pelos. Se acercaba la pareja con el perro.

—¡Han olido la droga! —exclamó, paranoico perdido—. ¡Ahora zí que la hemoz jodido! ¡Dame, que laz tiro!

Borja ya se iba a la papelera, pero Kiko lo retuvo.

—¡Insensato!

Durante el forcejeo, la bolsita se rompió y varios cientos de pastillas se desparramaron por el resbaladizo mármol con un ruido que les pareció de cascada.

Borja se quedó paralizado: los guardias seguían de espaldas hablando con la chica de uno de los mostradores.

Pero Kiko, tras desperdigar una mirada alucinada por la sala, se lanzó sobre un trabajador del aeropuerto.

Le arrancó la alargada mopa con la que fregaba el suelo y se puso a jugar al jóquey.

Reagrupaba frenéticamente las pastillitas, empujándolas hasta una rejilla en un lateral.

Instantes después la pareja de guardias civiles se giraba para observar con curiosidad cómo Kiko devolvía la mopa con un par de palmaditas y sonrisitas de agradecimiento.

—Estaba hecho un asco el suelo, ¿eh, colega?

Agarró a Borja del brazo y lo arrastró fuera.

16

—Jo, hacía tiempo que no me zentía tan bien...

—¡Uff!, ¡de putísima madre!

Kiko abocinaba la boca al resoplar: él también estaba eufórico.

—Menudo pedales tan guapo. Así, a lo tonto, nos hemos empastillado de lo lindo...

Era de noche y se oía el murmullo apagado de la circulación.

Una farola del parque se encendía intermitentemente sobre sus cabezas.

Borja dio un trago a la botella de dos litros de Fanta limón.

Tenía la mirada perdida. Una sonrisa boba iluminaba su rostro demacrado.

Kiko partió una pastilla con sus dientes nicotinosos.

La piel se tensaba bajo sus pómulos. Unas ojeras oscuras subrayaban sus ojos hundidos.

Ambos sudaban copiosamente, como si acabasen de jugar un partido de fútbol.

—¡Qué globazo! Mucho mejor que laz ovaladaz. Ez increíble lo nerviozoz que noz hemoz puezto...

—Ya te dije que el Nacle, en el fondo, es un tipo cojonudo —apuntó Kiko convencido.

Le entraba una arcada. Intentó vomitar y volvió a resoplar con labios resecos, casi morados.

—En cuanto nos fíe las dos mil siguientes, nos corremos una juerga juntos. ¿No te decía yo que todo se soluciona al final...?

17

Unas horas más tarde empezaba a amanecer y todavía permanecían apalancados en el mismo banco: la noche amenazaba con retirar su velo.

La difusa claridad naciente perfilaba columpios y cosas.

Madrid lanzaba sus primeros bostezos.

—Ezta vez zí que la hemoz jodido... —dijo Borja.

—Y encima no quedan más pirulas —Kiko se rebuscó disgustado en los bolsillos—. Qué bajón. ¿Nunca te he comentado que el Nacle está federado? Es subcampeón de Castilla de
full-contact...

Borja miraba al suelo, como si esperase encontrar una respuesta en la fina arena.

Luego observó el tobogán. ¿Cómo explicaría en casa que no estaba en Roma?

Se limpió el sudor de la frente y miró deprimido el parque desierto.

Una ligera brisa agitaba el follaje de las acacias, sobre sus cabezas.

—Vamoz...

Echaron a andar por una de las calles céntricas.

Un barrendero recién levantado limpiaba la acera a manguerazos. El agua golpeaba brutalmente el asfalto y culebreaba en chorritos hasta las rejillas de los desagües.

El barrendero bajó la manguera, para no regar a una moto que pasaba a toda pastilla, y al hacerlo salpicó sus zapatillas.

Ninguno se inmutó.

De repente, Borja se paró en seco...

Preguntó dónde habían dejado la maleta.

—No valgo para nada —se rio cuando Kiko, cabizbajo, negó con la cabeza—. Paola habrá llamado y andarán todoz hiztéricoz. Tienen razón, zólo zé joder a loz demáz. No tenía que haberte hecho cazo...

—Calla. ¿Sabes lo que vamos a hacer? Voy a pedir un adelanto para contentar al Nacle. Le damos sesenta talegos, para tenerlo tranquilo, y le decimos que hemos retrasado el viaje. Y en cuanto mi madre venda el coche, me las arreglo para que me deje el resto del dinero...

Kiko le pasó un brazo alrededor de los hombros y se bambolearon torpemente por la ciudad amanecida.

Madrid despertaba con el bullicio incesante de un hormiguero.

Millones de personas se sintonizaban para que el enorme organismo social siguiera funcionando, asimilando lo que le convenía y expulsando discretamente, casi sin que se notara, los elementos sobrantes.

—Venga, ya verás como se arregla todo —dijo Kiko.

—Zeguro —repuso Borja.

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