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Authors: José Ángel Mañas

La pella (6 page)

BOOK: La pella
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24

—¡Pero cómo demonioz ze te ha podido ocurrir robarle la Vezpa al Nacle! Tronco, eztáz como una cabra...

Borja le echaba una ojeaba a la calle, como si el Nacle fuera a aparecer en cualquier momento.

Más allá había una bicicleta encadenada a una farola, y también una Vespino de una vecina quinceañera de su edificio, la del tercer piso, una pijilla con la que a veces se cruzaba en el portal cuando volvía de madrugada.

No estaba el portero pero la panadera de la tienda de enfrente, al ver aparecer a Kiko de aquella manera, ya se había asomado a husmear.

A Borja se le veía sonrojado, de haber tomado el sol, con el tenis, esa mañana.

No puede decirse que pareciera encantado de ver a su amigo, y tampoco de escuchar lo que estaba contando.

—¿Qué quierez, que me mate...?

Kiko seguía alucinado con su mala suerte.

—Tronco, es que llevaba las pastillas en el cofre, te lo juro. ¡Siempre las ha llevado ahí! ¡La jugada era redonda! ¡Pero joder, cómo podía esperármelo! ¡Un madero! ¡Un puto madero!

El pobre se desesperaba. ¡Cómo le había podido pasar eso! Y encima después de haber hecho lo más difícil...

—¡Y por no llevar casco! Por esa gilipollez, ¿tú te das cuenta? El tipo empeñado con que le abriera el cofre para enseñarle los papeles. «Que lo abras», y yo «que los he dejado en casa». Y él: «Que no me lo creo; o lo abres o te meto en el trullo», vamos, no con esas palabras, pero eso venía a decir. Y al final he aprovechado que miraba para donde su compañero le hacía una seña, para salir por patas...

Borja no acababa de creérselo. Se imaginaba perfectamente la escena que, según Kiko, había ocurrido bajando ya por O'Donnell, con el Pirulí todavía a la vista, a sus espaldas.

—¿Me eztáz diciendo que te haz ido corriendo y que le haz dado ezquinazo a la bofia?

—No sé cómo lo he conseguido, tío. Se metieron en el coche pero había tráfico. Yo me he puesto a correr por un par de calles peatonales y casi atropello a una vieja, pero sí, tronco...

—Erez increíble, Kiko...

Borja meneó la cabeza.

—Total, tío, que estoy fatal. Tengo que tranquilizarme y tomarme una copa para que se me pase el mal trago. Vente, vente conmigo, anda...

—No puedo —dijo Borja.

—¿Cómo que no puedes?

—Ya lo zabez, tío. Ze zupone que eztoy caztigado y que no tengo que verte máz.

—Venga, si es solo un ratito. Te juro que hasta las once, que no nos liamos más.

Borja volvió a menear la cabeza, aunque ya con menos convicción: le daba pena la cara de perrito apaleado que se le estaba poniendo a Kiko.

—Porfa, tío, sólo un ratito. Te juro que estás de vuelta en casa antes de las once... —insistió este.

25

—Te toca a ti, amigo.

Estaban en un garito malasañero lleno de pósteres de ídolos rockeros: Bob Marley, Bob Dylan, Janis Joplin y algún otro. La canción que sonaba era una de esta última que a Borja le trajo recuerdos porque solían ponerla en El Mago, un local de la calle de al lado por el que a veces pasaba, no hacía tanto, con Nico.

Freedom's just a name for nothing left to loose...

Era un tema que le ponía los pelos de punta. Tenía la sensación de que en esa frase estaba concentrada toda la experiencia vital de la cantante.

Le hacía pensar en Jim Morrison, el de los Doors, quien al final de su vida había terminado confesando que, de haberlo sabido, se habría dedicado tranquilamente a cultivar su jardín.

—Ese rollo «rolin» no es lo mío —le había dicho, en alguna ocasión, Kiko.

Eran referencias que Borja no compartía con Kiko, quien por su parte había sido uno de los primeros adictos al New World de Cubos, a la nueva música y a las nuevas drogas.

Por lo demás había un billar en el centro y ellos dos, que eran los únicos clientes del lugar a esas horas tempraneras, llevaban un rato jugando.

Quedaban cinco bolas sobre el tapete, la negra y cuatro más, y le tocaba a Borja, quien se inclinó sobre la mesa, con la mano extendida, haciendo deslizar el palo entre dos de sus dedos...

Le faltaba meter la negra, pegada a la banda del fondo.

De no haber estado la blanca tan mal colocada, habría sido un golpe fácil; pero la posición dificultaba el tiro, y rozó bien la bola negra pero no con el suficiente efecto.

La negra tocó contra la banda corta, luego contra la otra, y quedó pegada al agujero pero no llegó a caer.

—La has cagado, vaquero. ¿Y tú pensabas que te ibas a deshacer de mí tan fácilmente...?

Kiko le dio tiza a su palo, se inclinó y, deslizando el taco entre los dos dedos pegados a la banda, golpeó con destreza la primera de las bolas rayadas, junto a uno de los agujeros centrales.

La rayada entró y la blanca, desviada de su trayectoria, tocó banda y quedó prácticamente pegada a la última de las bolas rayadas.

Kiko la metió en la esquina, con un golpe seco, sin casi pensárselo.

Luego se volvió...

En la otra esquina la negra, empujada por Borja, había quedado a huevo.

Kiko se permitió la chulería de pasarse la mano por la espalda para, sentado sobre el billar, meterla sin ningún problema.

—¡He ganado! Te quedas.

—Vaz a ver la que ze lía en caza...

Por cómo sonreía, Borja no parecía del todo insatisfecho.

—Vas a ver que no. Tú les dices que se ha muerto mi vieja, y ya verás como lo entienden... Venga, vamos a tomarnos una copa para celebrarlo, campeón. He quedado en el Comercial con Marta a las once. Todavía nos queda un ratito.

26

Mientras estaban en la barra, entró un borracho en el local y se acomodó a su lado.

—Joder, este la que lleva...

—¡He dicho que güisqui! —insistió el tipo, golpeando la mesa.

Borja giró la cabeza y lo vio por el rabillo del ojo. Además de tener los ojos vidriosos y la cara enrojecida por el alcohol, el recién llegado apestaba a la legua.

—Tranquilo, Jamfri Bógart, que ya te ha oído.

Kiko echó una ojeada despectiva por encima del hombro de su amigo.

—Así son las cosas —se lamentó—. Te pones mil copas y eres el graciosito del lugar. Ahora, como se te ocurra ponerte dos rayitas, cuidado: ya te has convertido en un peligroso drogadicto...

—Tienez toda la razón —asintió Borja—. Teníaz que venirte un día con miz amigoz, el Jorgito, el Jezúz y el Juanillo. No hay fin de zemana en el que no ze tomen diez pelotazoz cada uno...

—¿Diez pelotazos? —se indignó Kiko—. ¡Menuda panda de chuzos!

—... Y una de cada doz nochez uno echa laz rabaz o en la calle o en el taxi. Y luego lo celebran como zi fuera la coza máz gracioza del mundo. Y laz madrez, encantadaz con zuz hijoz que, ezo zí, no ze fuman ni un porro.

Borja calló, porque a sus espaldas su vecino de barra acababa de eructar.

La camarera le estaba sirviendo y, nada más ponerle la copa, el hombre se precipitó a agarrarla con una mano tan temblorosa que derribó el vaso y el líquido derramado manchó el codo de Borja.

—¡Pero zerá azquerozo, el chuzo ezte de mierda!

Borja se había revuelto, irritado.

—Esto ya es intolerable...

Dijo Kiko que también se había puesto de pie para encararse con el tipejo.

—¿Y ahora qué hacemos, campeón? Mira lo que le has hecho a mi amigo. Pero si es que das pena. ¿Te has visto últimamente en el espejo? ¿Pero hace cuánto que no pisamos una bañera, Jamfri Bógart? ¿Y qué va a decir la parienta...? Que te estoy hablando, borrachuzo. ¡Despierta!

Le soltó un cachete y el otro, enfurecido, se volvió y procuró golpearlo; pero Kiko esquivó el torpe puñetazo con soltura.

El borracho cayó al suelo y, según lo hacía, recibió una patada en el costado.

—¡Serás, berraco! ¡Intentarme pegar a mí! ¡Pero si no te sabes ni poner en pie! Venga, ayúdame, Borja... —dijo Kiko, agarrándolo por la gabardina.

Y viendo que el otro todavía se resistía, le pegó una nueva patada, esta vez en el culo.

—¡Que no te resistas, Jamfri Bógart! ¡Que te voy a llevar a tu casa! ¿Te vienes o no, Borja?

Borja lo acompañó mientras Kiko arrastraba al otro a trancas y barrancas hasta un contenedor de basura, unos metros más arriba, en la propia calle, donde lo empujó.

—¡Tontorrón!

Y se sacudió las manos mientras que el borracho lo miraba, impotente, entre las bolsas.

—Venga, vámonos, Borja, que estos chuzos me ponen los pelos de punta. ¡Degenerado!

27

En la glorieta de Bilbao, las lunas inmensas del Café Comercial, que hacía esquina con Sagasta, estaban iluminadas: dentro se veía a todo tipo de gente, unos en la barra, otros en los sillones del fondo. Al lugar lo multiplicaban unos espejos que cubrían la pared de enfrente, por encima de un friso a media altura.

Marta los estaba esperando a la puerta, junto a un kiosco que ya estaba cerrado, lógicamente, y nada más verlos le dio dos besos a Borja y un pico a Kiko.

Poco después cruzaban por el paso de cebra y se iban andando por la calle Luchana hasta donde, según dijo, había quedado con su amiga Anita.

—Es simpatiquísima, ya veréis... Os va a encantar.

Anita era una chica rubia, que ese día llevaba una camiseta que le dejaba el ombliguito con el
piercing
al descubierto.

Por encima del
piercing
había dos tatuajes.

—Son dos ardillitas, ¿las veis?

—Pues no del todo, ¿tú las ves bien, Borja? No te importa levantar un poquito más esto, bonita...

Marta se reía con las ocurrencias de Kiko.

Al poco ya estaban los cuatro en un nuevo garito de la zona donde, mientras las dos chicas bailaban sin mover los pies, Kiko y Borja se dedicaron a hablar.

—No zé zi voy a poder zeguir viéndote, Kiko... —decía Borja.

—Pero qué dices, tío. ¿Qué es lo que te agobia? ¿Lo del Nacle? Ya te he dicho que tú no te preocupes. Que lo de la Vespa no ha salido, pero ya se me ocurrirá otra cosa, ya verás... Mira que esos dos me están poniendo de los nervios. Cocoliso, como se propase, va a seguir el mismo camino que el chuzo...

Se refería a un malote en camiseta y con collarín de cuero que se acababa de acercar a las dos chicas y que bailoteaba junto a ellas, sacudiendo la cabeza y riendo al tiempo que, cada poco, le decía algo al oído a la una o a la otra.

—Pero ez que yo no zoy como tú. Yo no puedo vivir con todaz eztaz deudaz acumuladaz... y jugándozela en cada momento. Cada vez que tuerzo una ezquina tengo la imprezión de que me voy a encontrar con alguien. Yo...

—Espera un momento.

Kiko lo dejó y se fue a decirle algo al rapadito, quien se explicó y se encogió de hombros.

Sin hacer caso, Kiko le hizo una seña a las otras dos de que lo siguieran, y ellas, tras mirarse, le obedecieron mansamente.

El rapadito, a sus espaldas, les hizo un gesto despectivo que, por suerte para él, paso desapercibido.

—Has tenido razón en decírselo, Kiko —lo respaldaba Marta—. Ese es un baboso.

—Pues a mí me parece guapo —apuntó la amiga, quien no parecía tan convencida y se mordía los labios, lanzando una mirada por encima de su hombro—. ¿No sabes quién es? Es el hijo de Julio González, el director del Banco de ***, y creo que vive muy cerca de tu casa...

Marta asintió, torciendo el gesto.

—Ya, es que Puerta de Hierro está lleno de pijos, tía. Es un sitio asqueroso. Lo odio.

—¿Dónde has dicho que vives? —se interesó Kiko.

—En Puerta de Hierro, Kiko —respondió Marta—. Tú pasas un día allí y te mueres de asco. Es el sitio más deprimente del mundo.

28

—Conque el sitio más deprimente del mundo. Anda con la Martita. Qué bien calladito se lo tenía —dijo Kiko, según bajaba del autobús.

No habían pasado ni doce horas desde que Marta se lo comentó y ya había ido a buscar a Borja a su casa a primera hora para llevárselo camino de la famosa zona residencial.

El autobús era el mismo que cogía Borja desde Moncloa hasta la universidad, el 82, que luego continuaba hasta el barrio de Peñagrande.

Había salido un día espléndido y estaban los dos en camiseta.

Acababan de bajar del autobús y, siguiendo las indicaciones de Marta, tiraron calle abajo hasta la plazoleta de entrada a la urbanización desde donde, dejando la caseta de seguridad a la izquierda, anduvieron por la avenida de Miraflores.

A izquierda y derecha, detrás de grandes setos y de los altísimos pinares y abetos que habían quedado incluidos en las parcelas, muchas de ellas irregulares,
se erguían los majestuosos chalés, alguno con vigilancia privada, de la que era una de las zonas residenciales más prestigiosas y antiguas de Madrid.

Por la calle apenas había gente y los dos andaban con paso apresurado, Kiko con la cabeza alta, ojeándolo todo con ojos brillantes, y Borja remoloneando, como siempre, sin saber si había hecho bien en dejarse arrastrar o no.

Y eso pese a que, el día anterior, cuando había dicho en su casa que se había muerto la madre de Kiko, la verdad es que sus padres habían aceptado bien la excusa...; o por lo menos habían fingido creerlo, hartos ya de tanto conflicto.

—¿Cuál nos dijo que era? ¿La tercera calle abajo...? Esta. ¿Qué calle es...?

Borja leyó el nombre que aparecía en una placa.

—Pues el número doce. Andando, que es gerundio, compañero.

Borja lo siguió hasta el cuarto chalé de la acera. No se veía nada, por este lado de las arizónicas que sobresalían del tramo vallado de la parcela, y llamaron al telefonillo un par de veces antes de que se escuchara la voz de Marta:

‘—¿Quién es?’.

—Soy tu lobo feroz, preciosa —dijo Kiko sonriendo.

‘—Un momento, que llega Caperucita’ —contestó Marta, abriendo la puerta.

Esta se abrió con un chasquido, y al otro lado se encontraron con un jardín majestuoso, grande como un campo de fútbol y con un césped bien regado, en la
zona nivelada, y prácticamente despejado de árboles con la salvedad de un enorme abeto y dos magnolios.

Mientras lo atravesaban por un senderito que bordeaba el caminillo de grava en el que había aparcado un Mercedes, a Kiko le entraron ganas de correr y de tirarse en plancha sobre la hierba.

Por su parte, Borja no dijo nada: ya tenía la vista fija en la casa, con la fachada casi cubierta por la hiedra, más allá, por donde acababa de aparecer Marta y un pequeño bobtail que correteaba hacia ellos.

—¡Qué pasa, campeón!

Kiko acarició al animal mientras que Borja, a su lado, se había envarado porque en el vano de la puerta de entrada, por detrás de Marta, acababa de aparecer la figura conocida de su primo Nico.

—¿No es ese Nico? —preguntó Kiko extrañado—. ¿Qué demonios hace aquí?

—No te pongas celoso, Kiko. Es que está estudiando conmigo —explicó Marta, dándole un pico—. ¡Qué bien le has caído a
Bobby
! —exclamó viendo que el perro correteaba en torno a su chico—. Y te puedo decir que no es algo normal, puede ser bastante arisco con la gente...

—Es que este ha entendido quién es aquí el jefe. Muy buenas, compañero —saludó a Nico, cuando llegaron hasta él.

—Buenas —repuso Nico con frialdad.

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