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Authors: José Ángel Mañas

La pella (3 page)

BOOK: La pella
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8

—Qué suerte hemos tenido de encontrarnos, ¿verdad?

El Nacle tenía esa voz nasal que le salía cuando andaba encabronado. Además de un aro en cada oreja, gastaba pelo pincho engominado y su nariz aguileña tenía algún que otro poro grasiento.

Iba en chándal y tenía uno de los dos brazos tatuados con el nombre de su padre, un agente de aduanas que según se decía llevaba desde hacía diez años en la cárcel de Soto del Real.

—Pero zi te he llamado, ¿no te lo han dicho...? —dijo Borja, quien sólo acertaba a pensar en que los días que empiezan mal uno no debería salir a la calle.

—¿Que me has llamado?

Nacle sacó el
busca
de la riñonera que llevaba por fuera del chándal.

Miró los mensajes con mucha seriedad.

—Pues... No parece. Claro que igual se me ha roto el
busca...

Apretó los labios, hinchó los mofletes y soltó el aire de golpe.

—¡Parece mentira! —continuó—. Un chico tan espabilado como tú. ¿O debería decir listo? ¿O listillo? ¿Tú qué crees? O a lo mejor es que soy gilipollas... ¿Me ves cara de gilipollas, Borja...?

El Nacle sonrió con sadismo y Borja, instintivamente, retrocedió un paso: tenía su rostro a tan pocos centímetros que podía olerle el aliento.

En esos momentos pasó un señor mayor y Borja sintió ganas de pedir auxilio, pero su garganta se negaba a emitir ningún grito.

—No, tío. Lo que paza...

—Lo que pasa es que te estás quedando conmigo. Y a mí no me gusta que se quede conmigo un niñato como tú.

El Nacle lo empujó contra la pared.

Su mano izquierda lo agarró por el cuello y permaneció unos instantes con el puño en alto, los ojos brillantes.

Borja, sintiendo que se ahogaba, cerró los ojos.

Cuando los abrió, el Nacle tenía las manos apoyadas en la cintura y meneaba la cabeza.

—A ver cómo arreglamos esto. ¿A ti qué se te ocurre?

A Borja se le escapó una tosecilla patética.

—Te lo he dicho por teléfono. La zemana que viene lo tienez todo.

—¿La semana que viene? ¿Me funcionará el
busca
?, ¿estarás en casa? Francamente, no sé si puedo fiarme...

—Nacle. Te lo juro, tío...

—Claro. Ya sé que me lo juras. Me lo juras cada vez que hablo contigo. ¡Te pasas la vida jurando!

El Nacle, pensativo, chasqueó la lengua.

Luego dio una sonora palmada.

—Mira, vamos a arreglar esto
salomónicamente
—dijo—. Antes del viernes me das cien taleguitos. Cien. No he dicho ni veinte, ni veinticinco, ni veintisiete. He dicho cien. Y para la semana que viene quiero tenerlo todo. To-do —precisó, clavándole la punta de los dedos en el pecho.

Le dio un cachetillo en la mejilla y repitió el gesto cinco veces, cada vez más fuerte.

—¿Te ha quedado claro, Borjita?

9

Esa misma tarde Borja le contó lo sucedido a su amigo.

Cuando le tocaba turno de noche, Kiko vivía con el horario cambiado y habían quedado poco después del mediodía.

Se habían sentado en el banco de un parquecito de arena al pie de su casa, no muy lejos del Parque de La Elipa, y Kiko lo escuchaba sin parecer preocupado.

Como estaba recién despertado, de vez en cuando se le escapaba un bostezo.

—Pues a mí me hace eso el Nacle y le parto la cara.

Todavía no se había puesto el uniforme y andaba en vaqueros.

El cielo sobre sus cabezas estaba gris. La luminosidad lo atravesaba como a un cendal.

Se oía el runrún incesante de la cercana autopista.

—Si me acuerdo yo de cuando éramos canis, que le dábamos todos de collejas...

—Puez ahora ha crecido y me tiene acojonado. Tío, hay que pagarle. Hay que conzeguir loz cien papelez ya.

Mientras hablaban una decena de críos correteaba a sus espaldas tras un balón en medio de una polvareda. Un fox terrier soltaba ladridos agudos tirando de la correa que sujetaba su dueño.

Kiko sacó un cigarro de su paquete de Fortuna y lo destripó para hacerse un porro.

—Relájate —se puso filosófico—. Que los sustos pasan enseguida. Verás como en una hora ni te acuerdas...

—Tío, yo no zoy como tú. No puedo aguantar tanta prezión. Tengo al Nacle metido en la cabeza todo el día... Me eztoy volviendo loco. Ezta mañana en caza me ha entrado una paranoia con que me había dezaparecido una papela...

—Pero si no quedaba perico —se rio Kiko.

Cerró el porro de un certero lametazo y encendió el mechero.

—Ay, Borjita —soltó el humo y lo miró comprensivo.

—Ezo ez lo preocupante. Y no me llamez Borjita, joder.

—Tronco, estás espídico. ¿Te has comido un tripi o qué?

—Te juro que me voy a Roma y no vuelvo. Necezito dezcanzar...

—Pues muy bien. Quédate ahí un tiempo, con tu nena y los macarronis. Te vuelves con barbita, y dentro de poco no te reconoce nadie... Si todo pasa, hombre.
La gente se olvida. Y a lo mejor la semana que viene, cuando lleguen las fiestas, el Nacle se mete un chutazo y se queda p'allá...

Les llegaba la pelota y Kiko la controló con maestría. «¡Pasa! ¡pasa!», gritó un niño. Kiko lo apartó de un manotazo. Tras regatear a otros dos que lo perseguían con sus camisetas del Atleti y del Madrid, encaró la portería, que era otro de los bancos, con expresión asesina.

Su balonazo rozó la cabeza del niño-portero, que se protegía con las manos.

Kiko se tiró al suelo de rodillas y alzó los brazos en gesto de victoria.

El porro humeaba en su mano derecha.

—Punterazo, ¡capullo! —exclamó el niño pelirrojo, escupiendo a su lado.

—Anda que no os queda nada...

Kiko se limpió el polvo del pantalón y se volvió al banco.

—Uff, qué bien me ha sentado esto. —Dio otra calada al porro y se lo pasó a su amigo—. ¿Cuándo has dicho que te ibas?

—El prógzimo martez...

—¿Y no puedes adelantar el viaje?

—Qué paza. ¿Quierez que me vaya...?

—Pues ahora que lo dices, se me está ocurriendo una idea pero... no. No te va a gustar.

Kiko meneaba cómicamente la cabeza.

—Deja de hacer el tonto y zuelta lo que eztáz tramando.

—¿A cuánto decías que pasan las pastillas en Roma...?

—Olvídalo —exclamó Borja, tirando el peta al suelo.

—Tronco, es el trapi perfecto —se entusiasmó Kiko—. ¡Un trescientos por ciento de beneficio!

—Te repito que ni de coña —afirmó Borja con rotundidad.

10

—¿Novecientas? No, venga, tronco, tírate el rollo.

Era a última hora en un conocido bareto de La Elipa.

El sitio tenía fama entre los chavales del barrio porque cargaban los cubatas más que nadie. Se sabía que era garrafa pero visto el precio llenaba a diario y el dueño, un sureño con ascendiente gitano, andaba haciendo su agosto.

Borja y Kiko se habían sentado a una mesa tranquila en una esquina, junto a dos barriles de cerveza. Enfrente tenían a un melenudo sospechosamente delgado cuyo antebrazo izquierdo permanecía vendado sobre la mesa.

Kiko estaba en su salsa. Sonreía en tanto que Borja andaba más tenso.

Sobre la mesa había tres quintos de Mahou prácticamente vacíos.

—E-e-es lo que hay —decía el melenudo.

Tenía aspecto desaseado y un pelo aún más grasiento que el de Kiko. Una camisa deshilachada abierta dejaba ver la camiseta sin mangas que se le pegaba a los huesos, de lo flaco que estaba.

El Chonchas siempre iba de manga larga, incluso en verano, se decía que para taparse los brazos pinchados.

—Venga, vale —concedió Kiko—, pero fiadas, Chonchas. Son setecientas pirulas. Te las pagamos dentro de dos semanas, a la vuelta de las fiestas... Seiscientos treinta napos.

Pero el Chonchas seguía negando con la cabeza. Miró a su alrededor, comprobando que nadie pegaba la oreja, y dijo:

—Fi-fi-fiadas, mil cien.

Debía de sentir que andaban necesitados, porque se mostraba inhabitualmente rígido.

Borja empezó a tirar de la manga a su amigo.

Sin embargo Kiko, muy metido en la historia, se soltó bruscamente.

—Pero, tronco, ¡que este se va! ¡Que se te escapa el negocio, Chonchas! ¿Qué clase de empresario eres...? ¿Qué pasa, que no las tienes?

—Co-co-como sigas dando la co-coña, mil doscientas...

—Vamos, Borja, que no sabe con quién está hablando. Hala, ¡con Dios!

Kiko se puso en pie con un gesto asqueado y se encaminó hacia la puerta.

Borja lo siguió casi aliviado.

Fuera ya se encendían las farolas de la calle. Empezaba a lloviznar y se apresuraron hasta un Talbot Horizont aparcado en la misma acera, unos metros más arriba.

Kiko abrió la portezuela del conductor con su llave e indicó a su amigo que se metiese.

—Kiko, quiero irme a keli... —dijo Borja.

Pero Kiko, que se había quedado un momento pensativo, manoseando el volante, levantó una mano autoritaria.

Parecía que estuviera deteniendo el tráfico.

—Chht. ¡Quieto parao! Que Kikorro lo tiene todo controlado.

Y miró el reloj del salpicadero.

—Vamos, que tenemos el tiempo justo.

11

Tirando por las callejuelas más estrechas de La Elipa Borja preguntó varias veces adónde iban pero Kiko ni contestó.

Al cabo pararon ante un edificio de ladrillo visto y aspecto modesto.

Estaban en los límites del barrio, por el sureste, no muy lejos del cementerio de la Almudena.

Había dejado de chispear y junto al portal, en un pasillo cubierto por el alero, entre el edificio y el seto que lo rodeaba, un grupo de chavalitos se guarecía de la lluvia.

Había uno que era negro.

Del radiocasete, a sus pies, llegaban los bramidos de un jipjopero local:

Escucha lo que te digo, amigo.
Mis rimas no pueden orientarte, tío.
Pero el camino que me pintas, menda,
es peor que andar sin ninguna senda...

—Mira estos golfos... —comentó Kiko con un gesto desdeñoso—. Qué sabrán ellos lo que es la buena música...

No olvides nunca a tus colegas,
tu barrio, tus petas, tus bregas.
La vida es dura para todos.
Mantén tu orgullo y afila los codos...

Borja les lanzó una ojeada desconfiada antes de penetrar detrás de su amigo en el edificio.

Subieron por unas escaleras más que descuidadas y Borja frunció el ceño al ver que había una cagarruta de chucho en uno de los peldaños.

También olía al cocido que estaba preparando alguno de los vecinos.

Más arriba el rellano del segundo estaba en penumbra y lo mal iluminaba un ventanuco en el hueco de la escalera.

A mano derecha había una puerta con un dragón grafiteado toscamente.

Llamaron.

Al momento se oyeron pasos, la puerta se abrió de golpe, y Borja pegó un respingo.

—¡Nacle, cabroncete! ¿Qué pasa?, ¿no te acuerdas ya de los viejos colegas? Venga, invítanos a mí y a este a unas birritas, no te hagas el estrecho...

Lo habían pillado haciendo flexiones y el macarra, descamisado y en pantalones de chándal, se deshizo del abrazo de Kiko con toda la desconfianza del mundo.

Borja no se podía creer lo que estaba sucediendo.

Al Nacle no le hacía ninguna gracia ver a su antiguo compañero de clase, pero le tenía respeto, y musitó que pasaran.

Los precedió hasta la cocina donde se sentó a una mesa que ocupaba la mitad de la pieza, por lo demás bastante estrecha.

Las persianas, al fondo, estaban bajadas y una única bombilla de veinticinco vatios alumbraba el lugar.

En el fregadero se veía una cacerola con restos de pasta de hace tres días y sobre una neverilla en desuso había una jaula metálica llena de hámsteres.

El más gordo tenía una tirita enrollada en torno al muslo haciendo las veces de pata de palo.

—Parece mentira que el
Barbarroja
siga en la brecha —dijo Kiko, observando al bicho en cuestión—. Este es de los míos, los tiene a todos a raya. Algo raro le meterás en el pienso, ¿eh, Nacle...?

—Kiko, desembucha. ¿A qué has venido?

12

—¿Lo vas a decir o no?

El Nacle se acarició un
piercing
en la tetilla izquierda.

Tenía un cuerpo trabajado, de gimnasio, y este impregnaba la casa entera con su olor.

No les había ofrecido nada para beber ni tenía la más mínima intención de hacerlo.

Pero Kiko no se dejaba impresionar.

—¿Ves a este bicho?

Le indicó a Borja que seguía con la misma cara de susto.

—Es un auténtico fenómeno de la naturaleza. Un fuera de serie. Cuando nació era menos que un palomino. La capulla de su vieja intentó papeárselo y lo dejó cojo. ¡Y ahí lo tienes! ¡El más gordo de todos! Se ha merendao hasta a su vieja, el muy bestia. Qué complejo de
Elipo... Elipo,
Elipa. Ya sabía yo que algo teníamos en común. Sólo que yo nunca me comería a mamuchi. Macho,
Barbas,
ahí te has pasao. Nacle, confiesa: a este le pones...

—¿Has venido a verme a mí o a charlar con el
Barbarroja
? —se impacientó el Nacle.

—Barbas.
No nos comprenden. La envidia. No se lo tengas en cuenta, que lo necesito enterito...

Kiko se sentó a sus anchas en una de las sillas y dio una palmada sobre la mesa.

Dijo:

—Nacle, ¿nos fías setecientas pastillas?

El Nacle se incorporó bruscamente y, al hacerlo, la silla se cayó detrás de él.

—¡Me estás tomando el pelo!

Borja, que no había llegado a sentarse, no podía dar crédito a sus oídos.
Eztá loco,
pensó. Pero Kiko le dio unas palmaditas de ánimo en el muslo.

—Para nada, Nacle —siguió con tranquilidad—. Lo has oído perfectamente. Que si nos fías setecientas pirulas... Y no te resbales, que vengo de mediador para hacerle un favor a este, y de paso a ti. Es más, sobre todo a ti.

—Kiko, colega, conozco tus negocios y conozco a tu amiguito Borjita...

—Chhhht, ¡quieto parao! ¡Que esto es serio! —se indignó Kiko—. Que yo, cuando me pongo, me pongo, ya lo sabes. Y tú verás, ¿eh? Que este se pira. ¡Se va a Roma y no vuelve! Como lo oyes, Nacle. Que tiene el billete pagao...

—O sea que a Roma...

El Nacle no apartaba la vista ni un milímetro de Borja.

Su mirada se había afilado con los pensamientos que aquello le sugería.

Pero antes de que se concretara en nada, Kiko levantó las manos en un gesto conciliador.

—¡Que lo hace por ti, Nacle! Que el chico se va a jugar el pellejo para hacer negocios contigo y devolverte lo que te debe.

Nacle reflexionó sobre aquello apretando vivamente los labios.

Hinchó los mofletes. Soltó el aire de golpe.

Luego puso la silla en pie y volvió a sentarse.

—Explícame ese negocio que piensas proponerme —dijo.

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