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Authors: Kiera Cass

Tags: #Infantil y juvenil, #Ciencia Ficción, #Romántico

La selección (2 page)

BOOK: La selección
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Miré al techo mientras ella proseguía. Eso es lo que se hacía con los hijos: las princesas nacidas en la familia real se vendían en matrimonio en un intento por reforzar nuestras incipientes relaciones con otros países. Entendía por qué se hacía: necesitábamos aliados. Pero no me gustaba. Hasta el momento no había visto nada parecido, y esperaba no tener que verlo nunca. No había habido una princesa en la familia real desde hacía tres generaciones. Los príncipes, en cambio, se casaban con mujeres del pueblo para mantener alta la moral de nuestra nación, en ocasiones tan volátil. Supongo que la
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tenía por objetivo mantenernos unidos y recordarle a todo el mundo que Illéa había nacido de la nada, prácticamente.

Ninguna de las dos opciones me parecía buena. Y la idea de entrar a participar en un concurso para deleite de todo el país, y dejar que aquel pelele estirado escogiera a la más mona y la más tonta del rebaño para convertirla en esa cara bonita y muda que aparecía a su lado en la tele… En fin, todo eso me daba ganas de gritar. ¿Podía haber algo más humillante?

Además, ya había estado en casas de suficientes Doses y Treses como para estar segura de que no quería convertirme en una de ellos, y mucho menos en una de los Unos. Salvo por las épocas en que pasábamos hambre, estaba muy satisfecha de ser una Cinco. La que quería vivir un cuento de hadas era mamá, no yo.

—¡Y por supuesto le encantaría America! Es preciosa —añadió mamá, encantada.

—Por favor, mamá. Soy de lo más normal.

—¡No lo eres! —dijo May—. ¡Porque soy idéntica a ti…, y yo soy guapísima!

Y sonrió con tanta gracia que no pude contenerme la risa. Era un buen argumento, porque lo cierto era que May era muy guapa.

No obstante, era algo más que su cara, más que aquella sonrisa irresistible y aquellos ojos brillantes. May irradiaba una energía, un entusiasmo, que te hacía desear estar allá donde estuviera ella. May tenía un magnetismo particular, algo de lo que yo carecía.

—Gerad, ¿tú qué crees? ¿Soy guapa? —le pregunté.

Todas las miradas se posaron en el miembro más joven de nuestra familia.

—¡No! ¡Las chicas dan asco!

—¡Gerad, por favor! —mamá soltó un suspiro de exasperación, pero era fingido. Resultaba muy difícil enfadarse con Gerad—. America, tienes que saber que eres una chica encantadora.

—Si soy tan encantadora, ¿cómo es que ningún chico me pide nunca que salga con él?

—Oh, la verdad es que ellos lo intentan, pero yo los ahuyento. Mis niñas son demasiado guapas como para casarse con Cincos. Kenna se casó con un Cuatro, y estoy segura de que tú puedes conseguir un partido aún mejor —dijo ella, y le dio un sorbo a su té.

—Se llama James. Deja de tratarlo como si fuera un número. ¿Y desde cuándo se presentan chicos a la puerta? —pregunté, elevando cada vez más el tono de voz—. Nunca he visto a un solo chico en nuestra escalera.

—Hace un tiempo —confesó papá, que intervino por primera vez.

Su voz tenía un matiz algo triste, y no apartaba la vista de su taza. Intenté descifrar qué sería lo que le preocupaba tanto. ¿Los chicos que se presentaban en la puerta? ¿Que mamá y yo discutiéramos otra vez? ¿La idea de que no me presentara al concurso? ¿Lo lejos que estaría si lo hacía?

Papá y yo nos entendíamos bien. Creo que, cuando nací, mamá estaba agotada, así que papá me cuidó la mayor parte del tiempo. Saqué el carácter de mi madre, pero también la bondad de mi padre.

Papá levantó la vista solo un instante, y de pronto lo entendí. No quería pedírmelo. No querría que me fuera. Pero no podía negar el efecto beneficioso que tendría si conseguía entrar, aunque solo fuera por un día.

—America, sé razonable —dijo mamá—. Debemos de ser los únicos padres del país que tenemos que convencer a nuestra hija de algo así. ¡Piensa en la oportunidad que supone! ¡Podrías llegar a ser reina!

—Mamá, aunque quisiera ser reina, que desde luego no quiero, hay otros miles de chicas en la provincia que participarán en esto. Miles. Y si se diera el caso de que ganara el sorteo, aún quedarían otras treinta y cuatro chicas en liza, sin duda mucho mejores que yo en las artes de la seducción, por mucho que lo intentara.

—¿Qué es la seducción? —preguntó Gerad, levantando la cabeza.

—Nada —respondimos todos a coro.

—Es ridículo pensar que, con todo eso, pueda tener alguna oportunidad de ganar —concluí.

Mi madre empujó la silla hacia atrás, se puso en pie y se inclinó hacia mí por encima de la mesa:

—Alguien tendrá que ir, America. Tienes las mismas oportunidades que cualquier otra —tiró la servilleta sobre el mantel y se dispuso a dejar la mesa—. Gerad, cuando acabes, es hora del baño.

Él lanzó un gruñido.

May comió en silencio. Gerad hizo tiempo todo lo que pudo, pero no fue mucho. Cuando se pusieron en pie, empecé a recoger la mesa mientras papá se bebía su té, sentado en silencio. Volvía a tener restos de pintura en el pelo, unas salpicaduras amarillas que me hicieron sonreír.

Se puso en pie y se sacudió las migas de la camisa.

—Lo siento, papá —murmuré, mientras recogía los platos.

—No seas tonta, cariño. No estoy enfadado —contestó, sonriendo y pasándome un brazo por la cintura.

—Es que yo…

—No tienes que explicármelo, lo sé —me interrumpió, y me dio un beso en la frente—. Me vuelvo al trabajo.

Fui a la cocina para empezar a limpiar. Envolví mi plato en una servilleta, con la comida casi intacta, y lo metí en la nevera. Los demás apenas dejaron unas migas.

Suspiré y me dirigí a mi habitación para prepararme para la cama. Todo aquello me ponía de los nervios.

¿Por qué tenía que presionarme tanto mamá? ¿Es que no era feliz? ¿No quería acaso a papá? ¿Por qué no estaba contenta con lo que tenía?

Me tendí sobre mi colchón lleno de bultos, intentando pensar en la
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. Supongo que tendría sus ventajas. No me disgustaría comer bien al menos por unos días. Pero no valía la pena hacerse ilusiones. No iba a enamorarme del príncipe Maxon. Por lo que había visto en el Illéa Capital Report, no creo que me gustara siquiera aquel tipo.

Parecía que el tiempo no avanzaba, hasta que por fin llegó la medianoche. Había un espejo junto a mi puerta. Me detuve enfrente para asegurarme de que mi pelo tenía el mismo buen aspecto de por la mañana, y me puse un poco de brillo en los labios para dar algo de color a mi cara. Mamá era bastante estricta en cuanto a reservar el maquillaje para cuando teníamos que actuar o salir en público, pero yo solía ponerme un poco alguna noche, como aquella.

Con el máximo sigilo, me dirigí a la cocina. Cogí los restos de mi plato, algo de pan no muy tierno y una manzana, e hice un hatillo con todo ello. Volví a la habitación más despacio de lo que habría deseado, ya que llegaba tarde. Pero es que si lo hubiera preparado antes me habría pasado todo el rato mucho más nerviosa.

Abrí la ventana de mi habitación y miré afuera, hacia nuestro pequeño patio. No había casi luna, así que tuve que esperar a que mi vista se adaptara a la oscuridad antes de ponerme en marcha. Apenas se veía la silueta de la casa del árbol, al otro lado del césped. Cuando éramos más pequeños, Kota ataba sábanas a las ramas para que pareciera un barco velero. Él era el capitán, y yo siempre era su segunda de abordo. Mi misión consistía principalmente en barrer la cubierta y preparar la comida, que se componía de tierra y pajitas servidas en los moldes de horno de mamá. Él cogía una cucharada de tierra y se la «comía» tirándola por encima del hombro, lo que significaba que me tocaba barrer otra vez, pero no me importaba. Estaba encantada de estar en el barco con Kota.

Miré alrededor. Todas las casas del vecindario estaban a oscuras. Nadie miraba. Me encaramé a la ventana con cuidado. Ya me había hecho algún cardenal en el vientre alguna vez por hacerlo mal, pero ahora se me daba bien; era un talento que había perfeccionado a lo largo de los años. Y no quería que se me cayera nada de la comida.

Crucé el césped a la carrera vestida con mi mejor pijama. Podía haberme dejado la ropa de día puesta, pero estaba más a gusto así. Suponía que no importaba lo que llevara puesto, pero me sentía guapa con mis pantaloncitos cortos de color marrón y la camisa blanca a juego.

Ya no me costaba trepar con una sola mano por los tablones clavados al árbol. También había perfeccionado esa técnica. Cada escalón que subía era un motivo de alivio. No era una gran distancia, pero desde allí me daba la impresión de que todo el alboroto de casa quedaba a kilómetros de distancia. Aquí no tenía que ser la princesa de nadie.

Al introducirme en el cubículo que me servía de refugio, supe que no estaba sola. En el otro extremo, alguien se ocultaba entre las sombras. Se me aceleró la respiración; no podía evitarlo. Dejé la comida en el suelo y entrecerré los ojos para ver mejor. La otra persona se movió y encendió una mísera vela. No daba mucha luz —nadie la vería desde la casa— pero bastaba. Por fin el intruso habló, con una sonrisa furtiva de oreja a oreja.

—Hola, preciosa.

Capítulo 2

Entré a gatas en la casa del árbol, que no era mucho más que un cubo de dos por dos metros en el que ni siquiera Gerad podría permanecer de pie. Pero a mí me encantaba. Había una abertura por la que te podías colar reptando y un ventanuco en la pared contraria. Yo había colocado un viejo taburete en un rincón para que sirviera de soporte para la vela, y una alfombrilla que estaba tan vieja que apenas suponía una mejora en comparación con sentarse sobre los tablones. No era gran cosa, pero era mi refugio. Nuestro refugio.

—No me llames «preciosa», te lo pido por favor. Primero mi madre, luego May, ahora tú. Empieza a ponerme de los nervios —dije.

Pero por el modo en que me miraba Aspen, estaba claro que aquello no me estaba ayudando en mi defensa del caso «No soy guapa». Sonrió.

—No puedo evitarlo. Eres lo más precioso que he visto nunca. No puedes echarme en cara que te lo diga en la única ocasión que se me presenta —se acercó y me cogió la cara entre las manos, y pude ver en lo más profundo de sus ojos.

No hizo falta más. Sus labios ya estaban sobre los míos, y yo no podía pensar en nada más. Lejos quedaban la
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, las discusiones familiares y hasta la propia Illéa. Solo estaban las manos de Aspen sobre mi espalda, guiándome hacia él, y su aliento sobre mis mejillas. Las manos se me fueron a su negro cabello, aún húmedo por la ducha —siempre se duchaba por la noche—, y se enredaron en un nudo perfecto. Olía al jabón casero que hacía su madre. Aquel olor me hacía soñar. Nos separamos, y no pude reprimir una sonrisa.

Me senté de lado, como una niña en busca de mimos.

—Siento no estar de mejor humor. Es solo que… hoy hemos recibido esa estúpida carta.

—Ah, sí, la carta —suspiró Aspen—. Nosotros recibimos dos.

Claro. Las gemelas acababan de cumplir los dieciséis.

Aspen estudió mi rostro mientras hablaba. Hacía eso cuando estábamos juntos, como si estuviera refrescando la imagen de mi rostro que guardaba en su memoria. Había pasado más de una semana, y ambos estábamos nerviosos cuando pasaban unos cuantos días.

Yo también lo escruté. Aspen era, con mucho, el tipo más atractivo de cualquier casta en toda la ciudad. Tenía el cabello oscuro y los ojos verdes, y aquella sonrisa que te hacía pensar que ocultaba un secreto. Era alto, pero no demasiado. Delgado, pero no demasiado. Observé a la pálida luz de la vela que tenía unas ojeras apenas perceptibles bajo los ojos; sin duda aquella semana habría estado trabajando hasta tarde. Su camiseta negra estaba desgastada por varios sitios hasta el límite de la rotura, igual que los raídos vaqueros que llevaba casi todos los días.

Ojalá pudiera sentarme a remendárselos. Aquella era mi gran ambición. No ser la princesa de Illéa, sino la de Aspen.

Me dolía estar lejos de él. Algunos días me volvía loca preguntándome qué estaría haciendo. Y cuando no podía soportarlo más, me centraba en mi música. En realidad, Aspen era el responsable de la calidad de mi música. Se me iba la cabeza pensando en él.

Y eso era malo.

Aspen era un Seis. Los Seises eran criados y solo estaban un peldaño por encima de los Sietes, de los que se diferenciaban por una mejor educación y por su preparación para trabajar en el interior de las casas. Aspen era más listo de lo que la gente se imaginaba, además de terriblemente atractivo, pero era muy raro que una mujer se casara con alguien de una casta inferior. Un hombre así podía pedirte la mano, pero era raro que la chica aceptara. Y cuando dos personas de castas diferentes decidían casarse, tenían que rellenar un montón de papeleo y esperar unos tres meses antes de poder proceder con los siguientes trámites legales. Había oído decir más de una vez que aquello era para que la gente tuviera tiempo para pensárselo. De modo que aquel encuentro tan personal entre nosotros, ya pasado el toque de queda en Illéa…, podríamos buscarnos graves problemas. Por no mencionar la bronca que me echaría mi madre.

Pero yo quería a Aspen: hacía ya casi dos años que le amaba. Y él me quería a mí. Con él ahí delante, acariciándome el pelo, no podía imaginarme siquiera entrar en la
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. Yo ya estaba enamorada.

—¿A ti qué te parece?
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, quiero decir.

—Está bien, supongo. Tendrá que buscarse una chica «de algún modo», el pobre —contestó, y en su voz detecté una nota de sarcasmo.

Pero necesitaba saber qué opinaba.

—Aspen…

—Vale, vale. Bueno, una parte de mí piensa que es algo triste. ¿Es que el príncipe no sale con chicas? Quiero decir… ¿De verdad no puede conseguir a «ninguna»? Si intentan casar a las princesas con otros príncipes, ¿por qué no hacen lo mismo con él? Por ahí debe de haber alguna chica de familia real que valga la pena. No lo entiendo. Eso, por una parte.

»Pero luego… —suspiró—. En parte también me parece una buena idea. Es emocionante. Va a enamorarse a la vista de todo el mundo. Y me gusta la idea de que alguien consiga un futuro feliz así. Cualquiera podría ser nuestra próxima reina. En cierto modo es esperanzador. Me hace pensar que quizá yo también un día pueda tener ante mí un futuro feliz.

Sus dedos resiguieron mis labios. Aquellos ojos verdes escrutaron el interior de mi alma, y sentí aquella chispa que nos unía y que no había compartido con nadie más. Yo también quería nuestro futuro feliz.

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