—¿Y cuál habría sido el destino de la Niña de las Tinieblas o del discípulo de Torak?
—Ellos habrían sido nuestra recompensa. Así como Nahaz devorará eternamente al loco Urvon en las oscuras profundidades del infierno, yo me alimentaría de Zandramas. El premio máximo del Rey de los Infiernos es el tormento eterno.
La hechicera de Darshiva oyó horrorizada y boquiabierta la clara predicción del destino de su alma.
—No podréis detenerme, Poledra —dijo Mordja en tono desafiante—, pues el Rey de los Infiernos fortalecerá mi mano.
—Vuestra mano, sin embargo, está confinada en el cuerpo de esta tosca bestia —dijo Poledra—. Ya habéis hecho vuestra elección, y en este sitio es imposible volverse atrás. Ahora lucharéis solo, y vuestro único aliado no será el Señor de los Demonios, sino esa criatura estúpida que habéis elegido.
El demonio alzó su temible hocico lleno de dientes y profirió un aullido ensordecedor, haciendo vanos esfuerzos por liberarse de la forma que lo confinaba.
—¿Esto significa que tendremos que luchar con los dos? —le preguntó Zakath a Garion con voz temblorosa.
—Me temo que sí.
—¿Has perdido la cabeza, Garion?
—Debemos hacerlo, Zakath. Al menos Poledra ha conseguido limitar el poder de Mordja..., no entiendo cómo, pero lo ha hecho. De este modo, tenemos alguna posibilidad de éxito. ¡Adelante! —dijo el joven mientras cerraba su visera y avanzaba con la llameante espada en alto.
Seda y los demás se habían separado, y se aproximaban a la bestia por detrás y por los costados.
Mientras Zakath y él avanzaban, Garion reparó en un detalle que podría jugar a su favor. La fusión entre la mente primitiva del dragón y la antiquísima mente del demonio no era completa. El dragón sólo podía enfocar su único ojo al frente y avanzaba con obstinada estupidez, ignorando a los amigos de Garion. Sin embargo, Mordja era consciente de los peligros que lo acechaban por detrás y por los lados. Esta divergencia en la mente artificialmente dual de aquella enorme criatura con alas de murciélago provocaba una conducta vacilante, indecisa. Entonces Seda, con la espada de uno de los grolims caídos en la mano, asestó una diestra estocada a la escurridiza cola del dragón.
La bestia aulló de dolor, arrojando fuego por la boca. Luego obedeció al mínimo control que Mordja ejercía sobre él, y se giró para responder al ataque, pero el pequeño ladronzuelo se apartó de su camino con un ágil salto, mientras los demás avanzaban por los costados. Durnik asestaba acompasados martillazos en un flanco mientras Toth lo imitaba, con idéntico ritmo, en el otro.
Una idea temeraria asaltó a Garion al ver que el dragón se había girado por completo para responder al ataque de Seda.
—¡Dale en la cola! —le gritó Zakath.
Garion se alejó unos pasos para tomar ímpetu y luego corrió con torpeza a causa de la armadura. Saltó sobre la cola del dragón y ascendió por su espalda.
—¡Garion! —gritó Ce'Nedra horrorizada, pero él no le hizo caso y continuó escalando sobre la escamosa espalda hasta que logró apoyar los pies sobre los hombros del dragón, entre las gigantescas alas de murciélago.
Sabía que el dragón no temería ni percibiría los golpes de su llameante espada. Mordja, por el contrario, sí lo haría. Garion levantó la espada de Puño de Hierro y la clavó dos veces en el escamoso cuello de la bestia. El dragón continuó agitando la cabeza y arrojando fuego por la boca sin prestarle mayor atención, pero Mordja gimió de dolor, quemado por el poder del Orbe. Ahora el rey de Riva contaba con una gran ventaja, pues el dragón era incapaz de hacer frente al múltiple ataque por sí solo. Únicamente la inteligencia del Señor de los Demonios volvía peligroso al dragón, pero Garion ya había tenido oportunidad de comprobar que el Orbe podía infligir un terrible dolor a un demonio. Los demonios huían de la presencia de los dioses, pero no podían escapar al castigo del Orbe de Aldur.
—¡Más caliente! —le gritó al Orbe mientras volvía a alzar la espada.
Garion asestaba un golpe tras otro. La enorme cuchilla ya no rebotaba sobre las escamas del dragón, sino que abría sus carnes, quemándolas. La brumosa imagen de Mordja, confinada dentro del cuerpo del dragón, gritaba de dolor, pues al cortarle éste el cuello, Garion cortaba también el suyo. De repente el joven se detuvo, giró la espada, cogiéndola de la guarnición de la empuñadura, y la hundió entre los enormes hombros del dragón.
Mordja lanzó un grito estremecedor, pero Garion continuó metiendo y sacando la espada para ensanchar aún más la herida.
Ahora también el dragón sentía dolor y comenzó a aullar. Garion alzó la espada otra vez y volvió a hundirla en la herida sangrante, esta vez más hondo.
El dragón y Mordja gritaron al unísono y, por muy absurdo que pareciera, Garion recordó un lejano día de su infancia en que había visto a Cralto cavar hoyos para postes. Entonces comenzó a imitar conscientemente los movimientos rítmicos del granjero, levantando su espada tan alto como Cralto había alzado su pala, para luego volver a hundirla en la carne del dragón. La herida se hacía más profunda con cada nuevo golpe y la sangre manaba a borbotones de la carne temblorosa. De repente vislumbró un hueso y cambió su objetivo, pues ni siquiera la espada de Puño de Hierro sería capaz de cortar aquel espinazo grueso como un tronco.
Sus amigos habían retrocedido y contemplaban atónitos la audaz e irracional hazaña del joven rey. De repente vieron que la cabeza del dragón, similar a la de una serpiente, se elevaba en un desesperado esfuerzo por girarse y morder al agresor que cavaba un enorme hoyo en su espalda. Entonces corrieron otra vez al ataque y apuñalaron las partes menos escamosas del dragón: la garganta, el vientre y los flancos. Seda, Velvet y Sadi le laceraban la parte inferior del cuerpo, dando rápidos saltos para evitar ser aplastados por sus enormes patas. Durnik continuaba con su ataque lateral: rompía las costillas de la bestia una a una, mientras Toth se ocupaba del otro flanco. Belgarath y Poledra, otra vez convertidos en lobos, mordisqueaban la retorcida cola.
Entonces Garion vio lo que había estado buscando, el tendón similar a una cuerda que conducía a una de las enormes alas del dragón.
—¡Más caliente! —volvió a gritarle al Orbe.
La espada se iluminó con un resplandor más potente, pero esta vez Garion no golpeó. Se limitó a apoyar un lado de su cuchilla sobre el tendón y comenzó a serrar hacia delante y hacia atrás, quemando más que cortando el duro ligamento. por fin el tendón se partió con un ruido seco y sus extremos se deslizaron, como una serpiente, hacia el interior de la carne sangrante.
El aullido de dolor que salió de la boca ardiente del dragón fue escalofriante. La bestia se tambaleó y luego cayó, sacudiendo sus enormes miembros con terrible angustia.
Garion cayó con el dragón y rodó hacia abajo, haciendo desesperados intentos por desasirse de las garras de la bestia. Zakath corrió a su lado y lo ayudó a levantarse.
—¡Estás loco! —le gritó con voz estridente—. ¿Te encuentras bien?
—Estoy bien —respondió Garion con firmeza—. Acabemos con esto.
Pero Toth ya estaba allí. A la sombra de la enorme cabeza del dragón, y con los pies bien plantados en el suelo, hundía su hacha en el cuello de la bestia. Ríos de sangre brotaban de las arterias seccionadas, mientras el enorme mudo intentaba cortar la tráquea del animal, grande como un barril. A pesar del esfuerzo conjunto de Garion y sus amigos, hasta el momento sólo habían logrado infligir dolor al dragón, pero ahora el obstinado ataque de Toth amenazaba su vida. Si el gigante conseguía cortar el grueso cartílago de aquella tráquea, el dragón se ahogaría en su propia sangre y moriría asfixiado. La bestia luchó por incorporarse sobre sus patas delanteras y por fin se alzó sobre el enorme mudo.
—¡Sal de ahí, Toth! ¡Va a atacar!
Sin embargo, no fue la enorme boca de afilados dientes la que atacó. Dentro del sangrante cuerpo del dragón, Garion vislumbró la brumosa imagen de Mordja, que alzaba con desesperación a Cthrek Goru, la espada de las sombras. La cuchilla salió por el cuerpo del dragón como si fuera incorpórea y se hundió limpiamente en el vientre de Toth hasta salir por su espalda. El mudo tensó los músculos y cayó separándose de la espada, incapaz de gritar incluso en el momento de su muerte.
—¡No! —gimió Durnik con la voz cargada de una angustia indescriptible.
La mente de Garion, sin embargo, conservaba una absoluta frialdad.
—Protégeme de sus mordiscos —le dijo a Zakath con voz inexpresiva e impasible.
Luego se lanzó hacia adelante y volvió a girar la espada, preparándose para una embestida sin precedentes. No dirigió la espada a la herida que había abierto Toth, sino al ancho pecho del dragón.
Cthrek Goru se apresuró a repelerlo, pero Garion esquivó esa desesperada defensa, luego apoyó el hombro contra la enorme guarnición de la empuñadura de su espada, dirigió una mirada de odio al acobardado demonio y hundió la espada con todas sus fuerzas en el pecho del dragón. La poderosa vibración del Orbe al liberar su poder estuvo a punto de hacerle perder el equilibrio.
Los horribles aullidos del dragón y el demonio se trucaron de repente en una especie de gorjeante suspiro.
Garion tiró de su espada y se apartó de la bestia moribunda. Entonces, el dragón se desmoronó como una casa incendiada, su cuerpo se sacudió varias veces con movimientos espasmódicos y por fin quedó inmóvil.
Garion se giró, agotado.
La cara de Toth irradiaba paz, pero tanto Cyradis como Durnik, que estaban arrodillados junto a él, lloraban sin disimulo.
En lo alto del cielo, el albatros emitió un grito de frustración y dolor.
Cyradis lloraba y la venda que cubría sus ojos estaba empapada en lágrimas. El humeante cielo naranja se enturbiaba y se movía sobre sus cabezas. De repente, en los extremos de las nubes, unas manchas oscuras como tinta comenzaron a deslizarse, arremolinarse y ondularse, mientras las propias nubes, todavía teñidas en su parte inferior por el sol del amanecer, temblaban y se contorsionaban con unos rayos de aspecto frágil, que atravesaban el aire sombrío para caer furiosamente sobre el altar del dios tuerto, situado en la cumbre del promontorio.
Cyradis sollozaba. Las piedras rigurosamente regulares que formaban el suelo del anfiteatro estaban húmedas por la persistente neblina que había cubierto el arrecife antes del amanecer y por la lluvia del día anterior. Las manchas blancas de esa piedra dura como el hierro brillaban como estrellas bajo aquel barniz de agua.
Cyradis sollozaba. Garion respiró hondo y echó un vistazo alrededor del anfiteatro. No era tan grande como había imaginado al principio, y desde luego, no lo bastante amplio para albergar un acontecimiento de la magnitud del que estaba ocurriendo allí, aunque el mundo entero no hubiera alcanzado a contenerlo. Las caras de sus compañeros, bañadas por la ardiente luz del cielo y regularmente teñidas de blanco por los poderosos relámpagos que acompañaban a los entrecortados rayos, reflejaban un reverente temor por la enormidad de lo que acababa de suceder. El suelo del anfiteatro estaba cubierto de grolims muertos, bultos negros acurrucados sobre las rocas o estirados encima de las escaleras, como masas de carne sin huesos. Garion percibió un extraño ruido sordo que pronto se trucó en algo similar a un suspiro. Miró con indiferencia al dragón, cuya lengua sobresalía de su boca entreabierta y cuyos ojos de reptil habían quedado en blanco. El sonido que había oído procedía del enorme cadáver: las entrañas de la bestia, ignorando que estaban muertas, como el resto del dragón, continuaban su metódico trabajo digestivo. Zandramas contemplaba la escena con horror. Tanto la criatura que había creado como el demonio que había enviado a poseerla estaban muertos y su desesperado esfuerzo por evitar presentarse, sola e indefensa, en el sitio de la elección se había frustrado igual que un castillo de arena se derrumbaba con la llegada de las olas. El hijo de Garion observaba a su padre con evidente confianza y orgullo, y Garion encontró cierto consuelo en aquella mirada clara.
Cyradis sollozaba. En la mente de Garion los pensamientos y las impresiones se mezclaban de forma confusa. El único hecho seguro e indiscutible para él era que Cyradis tenía el corazón desgarrado por el dolor. En aquel momento, ella era la persona más importante del universo, y tal vez lo hubiera sido siempre. Garion pensó que quizás el universo entero hubiese sido creado con el solo propósito de conducir a aquella frágil jovencita en el momento y el lugar indicados para hacer su elección. Pero ¿podría hacerlo? ¿Era posible que la muerte de su amigo y protector, la única persona en el mundo a quien había amado de verdad, le impidiera hacer esa elección?
Cyradis lloraba y los minutos pasaban. Garion supo con absoluta certeza, como si lo hubiera leído en ese Libro de los Cielos que guiaba a los videntes, que el momento del encuentro y de la elección no era sólo ese día en particular, sino una hora específica de aquella jornada. Si Cyradis, abatida por su intolerable dolor, era incapaz de tomar la decisión en ese momento, el pasado, el presente y el futuro se desvanecerían para siempre.
Todo comenzó con el sonido de una voz cristalina, una voz que se elevaba de forma gradual en una desgarradora elegía que contenía en sí misma la suma de todo el dolor humano. Luego otras voces se unieron individualmente a la angustiosa canción, en tríos u octetos. El coro de la voz colectiva de los videntes sondeó las profundidades de la pena de Cyradis, luego disminuyó en un patético diminuendo del más tenebroso dolor y por fin se desvaneció en un silencio más denso que el de una tumba.
Cyradis lloraba, pero no lo hacía sola. Toda su raza la acompañaba en su dolor.
La voz solitaria entonó una melodía similar a la anterior. Aunque ambas parecían iguales para el oído inexperto de Garion, se había producido un sutil cambio de timbre, y a medida que las demás voces se unían a la primera, se insinuaban nuevos acordes, hasta que, en las notas finales parecía cuestionarse el dolor y la desesperación.
La canción recomenzó una vez más, pero esta vez con un poderoso acorde que pareció estremecer los cielos con su triunfal afirmación. La melodía casi no había variado, pero lo que había comenzado como una elegía fúnebre ahora era un verdadero canto de júbilo.
Cyradis colocó con ternura la mano de Toth sobre su pecho inmóvil, le alisó el pelo y extendió su propia mano por encima del cadáver para acariciar la cara empapada en lágrimas de Durnik, en un gesto consolador.