De repente Garion extremó la vigilancia. Zandramas había tomado la decisión. Ella sabía lo que iba a hacer, pero de algún modo se las había ingeniado para ocultarle su decisión. Había preparado cada uno de sus movimientos y sus tácticas defensivas con una precisión casi militar. Cuando alguna de sus acciones fallara, intentaría otra. De repente, Garion comprendió por qué no había podido leer los pensamientos de la hechicera. Zandramas ya sabía lo que iba a hacer, por lo tanto no necesitaba pensar en ello. Sin embargo, Garion intuía que su último truco tenía que ver con Cyradis. Ése sería su último recurso.
—No digas eso, Zandramas —dijo el joven rey—. Sabes que no es cierto. Déjala en paz.
—Entonces, elegid, Cyradis —ordenó la hechicera.
—No puedo hacerlo. Aún no ha llegado el instante señalado.
El rostro de Cyradis reflejaba una terrible angustia.
Entonces Garion notó que Zandramas, en un último y desesperado esfuerzo por triunfar, proyectaba verdaderas oleadas de indecisión sobre Cyradis. Tras un fracaso con ellos, Zandramas atacaba directamente a la vidente.
«Ayúdala, tía Pol», suplicó Garion mentalmente a su tía. «Zandramas intenta impedir que Cyradis haga la elección.»
«Sí, Garion», respondió la voz de Polgara con serenidad. «Lo sé.»
«¡Haz algo!»
«Todavía no es el momento. Debo esperar al instante de la elección, pues si intento hacer algo antes, Zandramas lo notará y tomará medidas para contraatacar.»
—Ocurre algo fuera —dijo Durnik con nerviosismo—. Se acerca una luz por el pasillo.
Garion se giró con rapidez. Todavía era una luz vaga e imprecisa, pero Garion nunca había visto nada igual.
—Ha llegado la hora de la elección, Cyradis —dijo Zandramas con voz despiadada—. ¡Elegid!
—¡No puedo! —gimió la vidente, volviéndose hacia la resplandeciente luz—. ¡Todavía no estoy preparada! —Caminaba con pasos tambaleantes de un sitio a otro mientras se restregaba las manos—. ¡No estoy lista! ¡No puedo elegir! ¡Enviad a otro!
—¡Elegid! —insistió Zandramas, implacable.
—¡Si sólo pudiera verlos! —sollozó Cyradis—. Si pudiera verlos.
Entonces, por fin, Polgara dio un paso al frente.
—Eso puede arreglarse, Cyradis —dijo con voz serena y extrañamente reconfortante—. La visión te ha nublado la vista, eso es todo. —Extendió la mano y retiró con delicadeza la venda de los ojos de la vidente—. Míralos con ojos humanos y haz tu elección.
—¡Eso está prohibido! —protestó Zandramas con voz estridente, al ver esfumarse su ventaja.
—No —respondió Polgara—. Si hubiera estado prohibido, yo no habría podido hacerlo.
La suave luz de la gruta bastó para deslumbrar a Cyradis.
—¡No puedo! —gimió la joven cubriéndose los ojos con las manos—. ¡No puedo!
—¡He triunfado! —exclamó entonces Zandramas con los ojos llenos de alegría—. La elección debe hacerse, pero ahora la hará otra persona. Ya no está en manos de Cyradis, puesto que la decisión de no elegir también es una elección.
—¿Es eso cierto? —le preguntó Garion a Beldin.
—Hay dos corrientes de pensamiento al respecto.
—Sí o no, Beldin.
—No lo sé. De verdad no lo sé, Garion.
Una súbita y silenciosa oleada de luz penetró por el pasillo que conducía a la entrada de la cueva. Más brillante que el sol, la luz amplió su alcance y aumentó su fulgor. Era tan poderosa que hasta las grietas entre las piedras de la gruta destellaban un resplandor incandescente.
—Por fin ha llegado —dijo el compañero de Garion a través de los labios de Eriond—. Éste es el instante señalado para la elección. Elegid, Cyradis. De lo contrario, todo lo que existe será destruido.
—Ha llegado la hora —dijo otra voz inexpresiva por boca del hijo de Garion—. Éste es el instante señalado para la elección. Elegid, Cyradis. De lo contrario, todo lo que existe será destruido.
Cyradis vaciló, atormentada por la indecisión. Sus ojos se posaron alternativamente en las dos caras que tenía delante mientras volvía a restregarse las manos.
—¡No puede hacerlo! —exclamó el emperador de Mallorea y comenzó a andar hacia ella de forma impulsiva.
—¡Debe hacerlo! —dijo Garion y sujetó a su amigo de un brazo—. Si no lo hace, será el fin.
—Es demasiado para ella —afirmó Zandramas con los ojos llenos de cruel alborozo—. ¡Ya habéis hecho vuestra elección, Cyradis! —gritó—, y no podéis volveros atrás. Ahora yo haré la elección y recibiré el reconocimiento del dios de las Tinieblas, cuando él regrese.
Ese fue el último y fatal error de Zandramas. Cyradis irguió los hombros y dirigió una mirada fulminante a la luminosa cara de la hechicera.
—No, Zandramas —dijo con frialdad—. He pasado un momento de indecisión, pero no he hecho ninguna elección. La hora señalada aún no ha terminado. —Alzó su hermoso rostro y cerró los ojos. El colosal coro de los videntes de Kell elevó su canto, acompañado por acordes de órgano, en los estrechos confines de la gruta, pero la melodía concluyó con un tono interrogante—. Entonces la decisión sigue en mis manos —dijo Cyradis—. ¿Están dadas las condiciones? —preguntó a las dos conciencias invisibles, encarnadas en Geran y Eriond.
—Lo están —dijo una de ellas a través de los labios de Eriond.
—Lo están —respondió la otra por boca de Geran.
—Entonces escuchad mi elección —dijo ella mientras volvía a mirar con atención al niño y al joven. Por fin, con un estremecedor gemido de angustia, se arrojó en brazos de Eriond—. Os elijo a vos —sollozó—. Para bien o para mal, os elijo a vos.
En ese momento la tierra se agitó con un titánico movimiento lateral. No era un terremoto, pues no se había movido una sola piedra de la gruta. Sin embargo, Garion estaba seguro de que el mundo entero se había desplazado hacia un lado, centímetros, metros o quizá centenares de kilómetros. También estaba convencido de que había sido un movimiento universal. La magnitud del poder liberado por la angustiosa decisión de Cyradis superaba la imaginación de cualquier mortal.
La intensidad de la luz disminuyó de forma gradual y el resplandor del Sardion se volvió débil y enfermizo. Tras la decisión de Cyradis, Zandramas había retrocedido, mientras las tornadizas luces de su rostro parecían parpadear. Por fin, esas luces se convirtieron en un torbellino cada vez más brillante.
—¡No! —gritó—. ¡No!
—Tal vez estas luces de vuestra carne sean el encumbramiento que esperabais, Zandramas —dijo Poledra—. Vuestro brillo supera al de cualquier astro. Habéis servido con eficacia a la profecía de las Tinieblas y ahora ella busca una forma de recompensaros.
La abuela de Garion cruzó la gruta y se acercó a la hechicera de la túnica de raso negro.
—¡No me toquéis! —exclamó Zandramas mientras retrocedía.
—No pretendo tocaros a vos, Zandramas, sino a vuestra indumentaria. Me ocuparé de que recibáis vuestra recompensa y vuestro ascenso.
Polgara rasgó la capucha de raso y arrancó la túnica de la hechicera. Zandramas no hizo ningún esfuerzo por cubrir su desnudez, que, en realidad, no era tal, pues su cuerpo era sólo una silueta brumosa, un caparazón lleno de luces movedizas y brillantes, cuya intensidad crecía de forma gradual.
Geran corrió con sus pequeñas piernas robustas hacia donde lo aguardaba su madre, y Ce'Nedra lo estrechó entre sus brazos, llorando de alegría.
—¿Va a ocurrirle algo? —le preguntó Garion a Eriond—. Después de todo, es el Niño de las Tinieblas.
—Ya no hay más Niños de las Tinieblas, Garion —respondió Eriond—. Tu hijo está a salvo.
Garion sintió un enorme alivio. Entonces, cobró conciencia de algo que había intuido desde el momento en que Cyradis había tomado su decisión. Se trataba de la abrumadora y extraña sensación que lo invadía cada vez que estaba ante un dios. Miró con mayor atención a Eriond y esa sensación se volvió más fuerte. Hasta su aspecto había cambiado. Antes parecía un joven de apenas veinte años, pero ahora aparentaba la misma edad de Garion, aunque su rostro tenía un aire curiosamente intemporal. Su expresión dulce e inocente se había vuelto seria, incluso sabia.
—Aún nos queda algo por hacer aquí, Belgarion —dijo con tono solemne. Hizo un gesto a Zakath y con delicadeza le entregó a la llorosa Cyradis—. Por favor, ocúpate de ella —murmuró.
—Dedicaré mi vida entera a hacerlo —prometió Zakath mientras conducía a la joven con los demás.
—Ahora, Belgarion —continuó Eriond—, saca el Orbe de mi hermano de la empuñadura de la espada de Puño de Hierro y entrégamelo. Ha llegado la hora de acabar lo que hemos comenzado.
—Por supuesto —respondió Garion mientras extendía el brazo por encima del hombro y apoyaba la mano en la empuñadura—. Sepárate —le dijo al Orbe y, una vez que la piedra cayó en su mano, se la entregó al joven dios.
Eriond miró primero al Sardion y luego al resplandeciente Orbe azul que reposaba en su mano, las dos piedras que habían encarnado la división del mundo, con una expresión indescifrable. Luego alzó la cara un instante con absoluta serenidad.
—Que así sea —dijo por fin.
Entonces, ante la mirada horrorizada de Garion, apretó el Orbe con todas sus fuerzas contra el rutilante Sardion.
La piedra roja pareció retroceder. Como había hecho Ctu-chik en sus últimos momentos de vida, primero se expandió y luego se contrajo, para por fin dilatarse una vez más. Entonces, al igual que Ctuchik, estalló. Sin embargo, fue una explosión confinada a un espacio reducido, encerrada en un inexplicable globo de fuerza creado quizá por el poder de Eriond, por el Orbe o por cualquier otra fuente. Garion sabía que de no ser por aquella fuerza, el mundo entero habría estallado con el Sardion.
Aquella explosión, aunque parcialmente ahogada por el cuerpo inmortal e indestructible de Eriond, había sido colosal y su violencia los había arrojado a todos al suelo. Rocas y guijarros cayeron del techo y toda la isleta piramidal, último vestigio de Korim, tembló en un terremoto incluso más poderoso que el que había destruido Rak Cthol. Confinado dentro de la cueva, el sonido de la explosión cobró una intensidad inimaginable. Sin detenerse a pensarlo, Garion rodó sobre el tembloroso suelo para cubrir a Geran y a Ce'Nedra con su cuerpo protegido por la armadura. Al hacerlo, notó que muchos de sus compañeros hacían lo mismo con sus seres queridos.
La tierra continuó sacudiéndose con violencia. La piedra que reposaba sobre el altar, donde aún permanecía sepultada la mano de Eriond, ya no era el Sardion, sino una intensa bola de energía mil veces más deslumbrante que el sol.
Eriond, con la misma expresión de serenidad, separó el Orbe de la bola incandescente que una vez había sido el Sardion. Entonces, como si al apartar la piedra de Aldur también retirara la restricción que mantenía al Sardion en una sola pieza y en un sitio determinado, los ardientes fragmentos volaron hacia arriba, horadando el techo de la temblorosa pirámide y arrojando enormes bloques de piedra en todas las direcciones, como si fueran simples guijarros.
De repente el cielo quedó a la vista, iluminado por una luz más brillante que la del sol, una luz que se extendía de un extremo al otro del horizonte. Los fragmentos del Sardion flotaron en el aire hasta desvanecerse en aquella luz.
Zandramas profirió un grito animal, y su brumosa silueta, todo lo que quedaba de ella, comenzó a contorsionarse, a retorcerse.
—¡No! —gritó—. ¡No puede ser! ¡Lo prometiste! —Garion no podía saber a quién le hablaba, pero la hechicera extendía los brazos hacia Eriond en actitud suplicante—. ¡Ayúdame, dios de Angarak! —gritó—. No me dejes caer en manos de Mordja ni me arrojes al vil abrazo del Rey de los Infiernos. ¡Sálvame!
Entonces, su cascarón de sombras se desvaneció y el remolino de luces que formaba su cuerpo comenzó a ascender de forma inexorable, siguiendo a los fragmentos del Sardion hacia la luz colosal que iluminaba el cielo.
Los restos de la hechicera de Darshiva cayeron al suelo como una prenda desechada, como un harapo inservible, arrugado y raído.
La voz que surgió de labios de Eriond era muy familiar para Garion, pues la había estado oyendo durante toda su vida.
—Un tanto para mí —dijo, como si se limitara a corroborar un hecho—, y con éste he ganado el juego.
La gruta se llenó de un súbito silencio, casi espectral. Garion se incorporó y ayudó a levantarse a Ce'Nedra.
—¿Te encuentras bien? —le preguntó con voz ronca. Ce'Nedra asintió con un gesto ausente mientras examinaba a su pequeño con una mueca de preocupación en la cara manchada—. ¿Estáis todos bien? —interrogó a los demás.
—¿Ha acabado el terremoto? —preguntó Seda, sin dejar de cubrir el cuerpo de Velvet con el suyo.
—Ya ha pasado, Kheldar —respondió Eriond.
El joven dios se giró y devolvió el Orbe a Garion.
—¿No deberías quedártelo? —le preguntó Garion—. Yo creía...
—No, Garion. Tú sigues siendo el guardián del Orbe.
Por alguna razón, Garion se alegró de oír aquello. Incluso mientras vivía aquellos extraños sucesos, el joven había experimentado una curiosa sensación de vacío. Garion no era un avaro, pero con los años el Orbe se había convertido en un amigo más que en una posesión.
—¿No podríamos salir de este lugar? —preguntó Cyradis con la voz cargada de una profunda tristeza—. No quiero dejar a mi querido compañero solo y abandonado.
Durnik le dio una suave palmada en el hombro y todos se marcharon en silencio de la gruta derruida.
Salieron a una luz distinta a la del sol. El deslumbrante resplandor que iluminaba el interior de la sombría cueva había disminuido de intensidad y ya no resultaba enceguecedor. Aunque la hora del día era diferente, Garion tenía la sensación de estar viviendo aquel momento por segunda vez. La tormenta y los rayos que asolaban el Lugar que ya no Existe habían cesado. El cielo se había despejado y el viento que azotaba el arrecife durante la pelea con el dragón y el demonio Mordja se había convertido en una serena brisa. Tras la muerte de Torak en Cthol Mishrak, Garion había sentido que contemplaba el amanecer del primer día. Ahora, aunque era mediodía y habían pasado varios años, tenía la impresión de que se trataba del mismo día. Por fin concluía aquello que había comenzado en Cthol Mishrak. A pesar de sentirse algo aturdido, Garion experimentó un enorme alivio. Desde que el alba del día más importante de la historia había despuntado despacio sobre el mar envuelto en niebla, había hecho tal derroche de energía física y emocional que ahora se encontraba débil y agotado. Lo que más deseaba en ese momento era sacarse la armadura, pero el enorme esfuerzo que eso implicaba lo acobardaba. Se contentó con quitarse el casco y volvió a mirar a sus amigos.