Las dos bodas: el Príncipe y Sotoancho se casan (13 page)

BOOK: Las dos bodas: el Príncipe y Sotoancho se casan
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—Los jabones no caducan, señora.

—En Europa caduca todo. Mira la fecha de caducidad.

—No hay fecha, señora marquesa.

—Pues no me baño con jabón de lilas. Lo haré con jabón Lax.

—No encuentro ese jabón, señora. Aquí hay uno que se llama Lux.

—Ese es el Lax.

—Pues pone Lux.

—Pero yo lo pronuncio en inglés.

—Lo que usted mande, señora.

—¿Está el agua en su puntito?

—Está, señora.

Tomás, impaciente.

—Desayune ya, que se le va a enfriar.

—Me da miedo un corte de digestión, Tomás.

—¿Qué le importa un corte de digestión, señora? ¿No se va a suicidar?

—Sí, pero no puedo entrar en el Cielo vomitando y con colitis.

—El baño está preparado, señora marquesa.

—Gracias, María. Tomás, mientras me baño, hágame otros huevos fritos con beicon. Se van a quedar fríos.

—Señora marquesa, con todo mi respeto. Usted no se quiere suicidar. Todo son excusas.

—Lo verás en media hora. Don Crispín, al pasillo. Tomás, a la cocina. María, ya voy.

Marsa y yo nos hemos besado por última vez como novios. Pasado mañana nos casamos. Papeleo rápido y eficaz. Boda civil en el Ayuntamiento y religiosa, cuando pasen unos meses, en Colombia. No he llamado a casa. Espero que el tránsito de Mamá haya sido dulce. Lorenzo a toda velocidad. La Guardia Civil nos ha multado, como es habitual. Marsa se queda en el «Alfonso» esperando noticias.

¡Cómo están las lilas! La casa, por fuera, no parece inquieta. Son ya las diez y media de la mañana. Espero que hayan organizado bien y con decoro la capilla ardiente. Tomás. Parece cabreadísimo.

—Son los terceros huevos fritos con beicon que le hago a su madre.

—Pero ¿no…?

—Todavía no, señor. Primero, porque se quería bañar. Cuando le subí la segunda bandeja, que quería rezar un poco con don Crispín. Vamos a ver si a la tercera va la vencida. Sinceramente, señor marqués. Su madre es insoportable hasta suicidándose.

—Es de esperar que no se haya arrepentido. Te acompaño.

Al verme entrar en su cuarto, Mamá ha ululado. Más bien, barritado, que es la modalidad gutural de los elefantes.

—¡Fuera de aquí, mal hijo!

Con Tomás, más amable.

—Gracias, Tomás. No te preocupes que no pediré el cuarto desayuno. Éste es el definitivo. Sólo un defecto. Los huevos fritos no tienen puntillitas.

—Señora… ¡es que ya se me ha cansado la mano!

—Sin puntillitas, me dan asco. Y tengo un hambre del demonio.

Intervine desde la puerta.

—Vamos, Tomás. Que entre tres y cuatro no hay mucha diferencia. Así, mientras fríes los huevos, me despido de mi madre.

—No pienso dirigirte la palabra. Eres el causante de mi muerte.

—Mamá, no seas así. No ir a la boda del Príncipe no puede considerarse causa de suicidio. Lo que te pasa es que tu orgullo no puede superar el ridículo de tu asalto a La Zarzuela, y que haya salido en la prensa.

Mamá, iracunda.

—Don Crispín. Le ruego que exija a mi hijo el abandono inmediato de mi habitación.

—No es necesario, Mamá. Abandono voluntariamente. A pesar de todo el daño que me has hecho en la vida, te respeto y te perdono. Feliz tránsito, madre.

—Mi espectro te seguirá por donde vayas. No nos veremos más. En el Cielo tampoco, porque cuando tú mueras, irás al limbo, que es donde van los infieles que no han sido bautizados.

—Yo estoy bautizado, Mamá.

—Nada de eso. Con el lío que se armó con tu coscorrón, el bautizo se suspendió. Y

no recuerdo que te bautizara nadie.

—Lo hará don Crispín.

—Pero ya no vale. Un bautizo a los sesenta y cinco años no cuenta. Que te vaya bien en el limbo, Cristian, que es el sitio que Dios ha dispuesto para los imbéciles como tú.

Me ha sorprendido. Estoy seguro de que estoy bautizado. De no haberlo estado, no podría haberme casado con Marisol. Y además, hice la Primera Comunión. De cualquier forma, y por si las moscas, cuando Mamá se haya tragado las pastillas, me voy a bautizar con don Crispín. Mejor dos que ninguna.

Tomás viene por el pasillo con la cuarta bandeja de desayuno. Le han salido puntillitas a los huevos. Mi madre no tiene excusas.

—Tomás, ¿tú sabes si estoy bautizado?

—Con todo mi respeto, ni puta idea, señor marqués.

Ha entrado en el cuarto de mi madre. No se me ha escapado el espíritu de la charlita.

—Con puntillitas, señora marquesa.

—Gracias, Tomás. Al menos, en los últimos momentos de mi vida me has demostrado cariño e interés.

"SON LOS TERCEROS HUEVOS FRITOS CON BEICON QUE LE HAGO A SU MADRE."

—Pero todo tiene un límite, señora. Ahora o nunca.

—Ahora, Tomás. Dejadme sola. ¡Adiós!

Don Crispín, María, Tomás y yo hemos abandonado el cuarto. Antes de hacerlo, Tomás le ha rogado a Mamá que no ponga el pestillo. Sin Julio
el Rastrojero,
a ver quién es el guapo que derriba la puerta. Una última amabilidad.

—¿Necesitas algo, Mamá?

—Tranquilidad y paz. Dejadme morir a gusto.

La marquesa se topó con su última soledad. No probó el desayuno. Sintió urgencias de cuarto de baño. Abrió la cisterna de su retrete y tanteó las profundidades del arrecife. Reconoció al tacto el objeto e interrumpió el proceso de reconocimiento de los fondos marinos. Pescó una botella de ginebra, probablemente hundida en su cisterna después de un naufragio. Los huevos con beicon esperaban intactos. El café, la leche, los bollos, la mermelada, el queso y demás inquilinos de la bandeja hacían lo mismo. Se miraron los unos a los otros cuando vieron a la marquesa pasar junto a ellos con una botella de ginebra ahorcada por su mano derecha. Los huevos y los quesos, por mucho que se miren, nada pueden decirse. De haber podido hablar, sus palabras no serían reproducibles. Se sentían humillados, igual que el cruasán y el
brioche.
La marquesa se acomodó en su sillón, abrió el gaznate, se introdujo el gollete en la boca y se bebió de un trago la mitad de la botella de Tanquera y posteriormente tiró a la papelera la pastilla para matar a las muías, abrió su mesilla, tomó como diamante una píldora de Orfidal, y a los pocos minutos, sumida en la más matutina de las tajadas, quedó completamente dormida. Cuando Tomás, el más decidido, asomó su cabeza y vio a la marquesa viuda, no dudó al dar su veredicto.

—La señora marquesa ha fallecido.

—Requiescat in pace
—musitó don Crispín.

—El Señor me la dio, el Señor me la quitó. ¡Bendito sea su santo Nombre! —

exclamó el marqués.

—Pues para mí, que está dormida —aventuró María, su doncella.

Con gran sigilo se aproximaron los cuatro al cuerpo de la occisa. La fallecida olía a ginebra que mareaba a un burro. Y de cuando en cuando, resoplaba. Para colmo, los huevos fritos con puntillitas seguían allí. Tomás se rebeló.

—¡No hay derecho! ¡Se acabó! ¡La mato ahora mismo!

—¡Quieto, Tomás! Está agonizando —diagnosticó don Crispín.

—Déjense de bobadas —sentenció María—. Está borracha. Miren la botella de ginebra.

En efecto, la prueba estaba ahí. Entonces la dejaron tranquila, y Tomás, con inmensa pesadumbre, recogió la bandeja del desayuno y tomó rumbo a la cocina. Sus últimas palabras se las dirigió al marqués.

—Mátela o termina con usted.

Segundo intento fallido. Ahora dice que se va a tirar al lago. Se lo he prohibido terminantemente. Su presencia puede alterar la armonía de los flamencos, los patos y los calamones. Yo soy un flamenco y veo que mi madre se zambulle en el agua, y levanto el vuelo, me marcho a Kenia y no vuelvo a pisar La Jaralera. La conversación ha resultado muy desagradable.

—Mamá, con el suicidio no se juega. O lo haces o te quedas quieta y sin dar la lata.

Está seria y bebe un vaso de agua con una pastilla efervescente para quitarse el dolor de cabeza.

—No estoy jugando. Lo que sucede es que bebí demasiado y me dormí. Esta tarde me tiro al lago.

—Prefiero que lo hagas en las barrancas, Mamá. En el lago vas a asustar a los mandarines, los malvasías y los flamencos.

—Prefiero ahogarme que romperme la cabeza con una roca.

—Tírate al Guadalmecín, que baja impetuoso.

—Hay mucha corriente.

—¿Y qué te importa la corriente? Mejor, así te ahogas antes.

—Pero muy zarandeada. Es mejor ahogarse con tranquilidad.

—Pues en el lago te lo prohíbo, Mamá. No es ecológico. Y en la albariza también.

El río es la mejor opción.

—En el lago y con el vestido de boda y la pamela.

—No, Mamá. Se pueden morir todas las zancudas y las anátidas del susto.

—Pues en el lago o no me suicido.

—De acuerdo, Mamá. Has ganado otra vez. En el lago. Pero con decisión. Tomás está de los nervios. A propósito. Mañana me caso por lo civil.

"… SE INTRODUJO EL GOLLETE EN LA BOCA…"

—Suspende la boda. Tendrás que guardarme luto.

—Será una ceremonia privada. El luto lo llevaré en el alma.

—No soportaría ver a esa colombiana convertida en la marquesa de Sotoancho.

—No la verás. Si te suicidas bien, no la verás.

Después de comer, la siestecita. Antes de perder el conocimiento he hablado con Marsa. Está nerviosa. Comprendo su inquietud. Se ha reído cuando le he contado el último capricho de Mamá.

—Cristian, mi amor. Déjala en paz. Te quiere presionar para ir a la boda. Pero no se va a suicidar nunca.

—Esta vez, creo que lo hará. Y si no lo hace, Tomás la asesina.

—Bueno, amor. Mañana nos casamos. Te espero a las diez en el
hall
del hotel. El concejal oficiante nos ha citado a las once en punto.

—De todas formas, te llamo después, para contarte al detalle los últimos momentos de mi madre.

—Espero tu llamada. Adiós, mi yaguareté.

—Hasta luego, tucanita.

Siesta larga. Tomás me despierta.

—Señor, si sigue durmiendo no va a tener sueño esta noche. Su madre está vestida de boda, con pamela y todo. Se marcha al lago. Todos los empleados la siguen a prudente distancia. Creo que no nos deberíamos perder el espectáculo. ¡Vamos, señor, apresúrese!

En la puerta, Elena y Flora con los niños.

—Hemos querido que los niños vean por última vez a su abuela.

Los niños, muy contentos y sonrientes.

—Gracias, Elena. Y tú, Florilla, ¿cómo estás? ¿Te trata bien Pepillo?

—Como a una reina, señor marqués.

—Lo que eres, Flora, lo que eres.

Tomás y yo hemos alcanzado a la comitiva. Una muchedumbre. Avanza muy despacio, piano, piano, como la bellota de la coscoja, y mantiene una distancia de alivio respecto a Mamá, que encabeza la procesión con paso decidido y a un metro por delante de don Crispín y María. Estamos a la altura del puente de los plumbagos, no lejos del lago, el lugar elegido. Sólo un detalle chocante. Está vestida de boda, y lleva la pamela, pero también un «flota» alrededor de su cintura. Ahora los llaman flotadores, pero siempre han sido «flotas». El que se ha puesto Mamá era mío. Me lo compró una tarde en Biarritz Bonheur. De su zona delantera, emergen el cuello y la cabeza de un cisne.

—Mamá, con ese flota no te vas a hundir. Además, es mío. No te lo presto.

—Calla, imbécil.

Un golpe a mi autoridad. Lo ha oído la muchedumbre y se han producido rumores. Una voz, que no he reconocido, ha surgido de entre la multitud. «¡Viva la señora marquesa viuda!» El sonoro «¡Viva!» de respuesta me ha molestado bastante.

Y lo peor, la expresión de Mamá, plácida y triunfante.

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