Las dos bodas: el Príncipe y Sotoancho se casan (14 page)

BOOK: Las dos bodas: el Príncipe y Sotoancho se casan
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"… ENCABEZA LA PROCESIÓN CON PASO DECIDIDO…"

La primavera tiene sus manías. Y una de sus principales y más acusadas manías es la tendencia del cielo a tintarse de negro tormentoso. Nubes de azabache. Se lo he comentado a Tomás con un ingenioso juego de palabras.

—Sobre los acebuches, azabache.

No ha celebrado mi golpe. Está pendiente de Mamá y no se fija en la color del cielo. De repente, el relámpago, el trueno y el chaparrón. La primera en reaccionar, mi madre.

—¡A casa!

Tomás no se lo cree.

—¡Señora, que es sólo una tormentita de primavera!

Mamá no corre, vuela hacia el cobijo de la Casa de los Cazadores, la más cercana al lago. Se sujeta la pamela con las manos y se ha despojado de mi flota con cuello y cabeza de cisne. No sólo se lo ha quitado, sino que haciendo uso de su perversidad innata, lo ha pinchado con el afilado tacón del zapato correspondiente al pie derecho.

El viejo flota de mi infancia ha muerto vilmente apuñalado. Tomás, mojadísimo, sigue insistiendo.

—¡Señora, que por ahí viene un claro!

Pero Mamá no le hace caso. Y la muchedumbre del servicio tampoco. Todos corren detrás de ella, respetuosamente, sin adelantarla.

"EL VIEJO FLOTA DE MI INFANCIA HA MUERTO VILMENTE APUÑALADO."

—Con este tiempecito no es conveniente suicidarse.

Tomás, salvando las distancias, me recuerda a Escarlata O'Hara en
Lo que el viento
se llevó.
Se ha arrodillado en la tierra, y desesperado mira al cielo. El camino un barrizal. Pero a Tomás no le importa la estética. Levanta sus manos e implora a Dios.

—¿Por qué, Señor? ¿No podías haber esperado unos minutos? ¿Qué necesidad tenías de desencadenar esta tormenta?

He socorrido a Tomás, que está de los nervios. Yo tampoco me salvo. Lo de Mamá pasa de castaño oscuro. Se agarra a la menor excusa para no cumplir con su palabra.

Llueve torrencialmente. El Guadalmecín suena a Orinoco. Tomás y yo, ajenos a las mojaduras, permanecemos anclados en el barro. Mi madre y la multitud asalariada han desaparecido por el suroeste. No podemos hablar. Más mojados que dos rodaballos, al fin hemos reaccionado. Y bajo la tormenta, entre rayos y truenos, el marqués de Sotoancho y su viejo mayordomo se han abrazado con honda apretura mientras se iluminaban poco a poco las cintas de colores del arco iris.

Lío en la casa. María, de nuevo, devolviendo las joyas a Mamá.

—Señora, son suyas.

—Serán tuyas, pero en efecto, mientras viva, son mías.

Don Crispín reza en la capilla y agradece a Dios el desenlace del caso.

Elena y Flora se parten de la risa.

Los niños duermen.

Y Tomás y yo, empapados, nos separamos y tomamos rumbos opuestos. Él, a darse una ducha de agua caliente. Yo, a bañarme con mi esponja que hace pompitas y relajarme un poco. Mañana me caso. Ha dejado de importarme lo que haga o deje de hacer Mamá.

Capítulo 5

La boda, rápida y sin solemnidad. Al terminar el concejal que nos ha casado me ha tocado un poco los cataplines con su insistencia besucona.

—Ya puede usted besar a la novia.

—Perdone, pero llevo mucho tiempo haciéndolo. Y no sólo besándola. Si no le importa, la besaré en privado. Marsa, ¿quieres que te bese delante de este señor?

—Siempre quiero que me beses, pero tú decides.

—Pues te beso en el coche, o en casa. Lo sentimos, señor concejal. No nos besamos.

—Me parece muy bien. Son ustedes muy dueños. Ahora, si no les molesta, una firmita aquí, otra acá… Bien. Enhorabuena. Ya puede usted besar a la novia.

En fin, que para no decepcionar al concejal, hemos terminado por darnos un morreo de los que hacen daño. Nuestro casamentero, feliz con la situación.

—Ya les decía yo que había que besarse.

Los padrinos, Tomás y Elena. Flora se ha quedado al cuidado de los niños.

También han asistido Lorenzo, el chófer, y Pepillo, al jardinero. Haremos el viaje de novios después de la boda del Príncipe. Todo muy sencillo y eficaz. Al despedirnos del amable concejal, nos ha guiñado un ojo, muy picarón él, ignoro con qué intención.

La hora de comer, y ya en casa. Marsa tiembla cuando piensa en mi madre.

—No te preocupes, mi amor. No me habla. Además, tú eres ya la dueña de esta casa.

Mamá, que sigue sin suicidarse —ya no lo espero—, tomando el fresco en la terraza norte. Mi mujer, que está muy bien educada, se ha acercado a saludarla.

—Buenas tardes, señora Cristina.

Muda. Ni un gesto. Marsa ha insistido.

—Buenas tardes, señora Cristina.

Silencio. Al fin, Marsa, que está muy bien educada pero tiene carácter y humor, se ha dado la vuelta y ha dicho en voz alta.

—Pues que la folie un pez, señora Cristina.

Y a Mamá se le ha escapado de la frialdad un gesto de asombro, de pasmo vencido. Gol por la escuadra a los pocos minutos de iniciarse el partido. Y la voz de Tomás, tronante.

—¿Le preparo un aperitivo, señora marquesa? —Sí, Tomás. Un fino bien fresquito.

—Ahora mismo, señora marquesa.

Y Mamá, cada vez que oye a Tomás dirigiéndose a Marsa como «señora marquesa», desmoronándose de papos. Segundo gol de cabeza tras estrellarse el balón en el larguero. Marsa no es como Marisol. A ésta no le pisa un callo ni el terrorista Marulanda, el Tiro fijo ése.

—Señora Cristina. Si quiere usted algo, no tiene más que pedirlo.

Goleada. ¡Ole mi Marsa! A eso se le llama tomar posesión de una casa. No sólo de una casa, sino de una institución, de una forma de entender la vida que se reúne consigo misma sólo en La Jaralera. Menos mal que Marsa le tenía algo de miedo a Mamá. Si no se lo tiene, la muerde. ¡Ole mi niña colombiana!

Me ha emocionado mi mujer. Se ha pasado toda la tarde junto a Elena y los niños.

—Si son tus hijos y voy a vivir con ellos, mi obligación es aprender a quererlos.

Elena, algo resistente a Marsa por su amistad con Marisol, también ha sido vencida. Me lo decía por la noche.

—Cristian, tu Marsa es una mujer de bandera.

Con Tomás, todo son facilidades.

—Señor marqués. La nueva señora marquesa se ha metido a todos, incluido a mí, en el bolsillo.

En resumen, que una vez más, he acertado y se reconocen mis éxitos. Hasta don Crispín, que recela de toda hembra, me ha felicitado.

—Mujer de carácter, don Cristian. Y estética.

"YA LES DECÍA YO QUE HABÍA QUE BESARSE."

Mamá no. Persiste en su voluntaria mudez. Nadie se toma en serio sus intentos de suicidio. Su última ocurrencia, para mear y no echar gota, como decía mi inolvidable tío Juan José. Una huelga de hambre. Al pasar junto a ella le he dedicado un comentario que, al menos en apariencia, le ha dolido.

—De hambre y de ginebra. Con lo que me voy a ahorrar en botellas de ginebra podré construir el nuevo colegio del pueblo.

Al fin, Marsa se ha reunido conmigo. Viene fragante. Se ha vestido de tiros largos para la cena. La Jaralera vuelve a parecerse a un palacio. Ella lo ha dispuesto. El comedor apagado y alumbrado por los seis candelabros de plata de mi tatarabuelo.

No se sienta en la cabecera de Cádiz. Lo hace a mi lado. Expectación cuando mi madre se ha presentado en el comedor.

—Creo recordar, Mamá, que estás en plena huelga de hambre y de ginebra.

Ningún comentario. Pero la huelguista, además de atizarse dos martinis, se ha hecho con un consomé y un lenguado con patatas hervidas. De postre, tarta de manzana, la fruta del bien y del mal, la trampa del Paraíso, la añagaza de Eva, la derrota de Adán.

—Señora Cristina, coma a placer. Considérese como en su casa —le ha dicho Marsa con muy mala y divertida intención.

Pero no habla. Cumplido su primer día de huelga de hambre y de ginebra, le ha pedido a María una copita de Armagnac. Y depositada en el coleto, se ha levantado, nos ha mirado a Marsa y a mí, ha apoyado el bastón que no necesita para nada en el mueble de la vajilla de la Compañía de Indias, y nos ha hecho un enérgico corte de mangas.

Marsa, tirada en el suelo debajo de la mesa, muerta de risa.

Noche turbulenta. Hemos colocado junto a nuestra cama un atril con una magnífica edición del
Kama Sufra.
En la tercera postura me he lesionado. Tirón muscular en el muslo derecho. No obstante, con tirón y todo, he conseguido trasvasarle mi Ebro. Cuando a Marsa le viene la orgasmía, lo anuncia cerrando los ojos y exclamando: «¡ Ay pipiriquiqui!». Es graciosa hasta cuando pierde el sentido por el placer.

Por la mañana, el dolor muscular en aumento. La simple inmersión en el baño, un suplicio chino. El doctor me ha recomendado por teléfono una pomada con vocación subcutánea. Tengo que estar dispuesto porque a las once nos mandan los caballos y los cocheros. Vamos a hacer el ensayo general para la boda del Príncipe.

Tomás, entre ayes y quejidos, me ha ayudado a ponerme el uniforme de maestrante. Marsa me ha sorprendido con su traje de boda. Y cuando ya estaba uniformado, me ha entregado su regalo. ¡Qué maravilla de condecoraciones! Con ellas parezco el Gran Duque Igor de Plezewlatsky, que tenía tantas medallas que le llegaban a los pies. Por culpa del peso de sus condecoraciones le echaron mano los rojos para fusilarlo culturalmente después.

"LA SIMPLE INMERSIÓN EN EL BAÑO, UN SUPLICIO CHINO."

La carroza, una preciosa carretela de casa, está dulce. En sus portezuelas lleva grabados en policromía los tres escudos de armas principales de nuestra dinastía. El del marqués de Sotoancho con su leyenda
«Non est possibile maiorem sánguine azulem»,
el de Buganda de Don Fadrique con la suya
«vini, vidi, vinci»
—que según me contaron no es original de la familia—, y el de la Dehesa, que curiosamente no es leyenda en latín, sino en portugués:
«Inevitabelmente, sempre ao serviço de nossos Reís».

Cinco caballos de tronío. Caballos artistas, ventoleras, arrogantes, volanderos. Y

los cocheros, vestidos de bandoleros antiguos, con patillas de boca de hacha, faca en la faja, zahones de manta y pañuelo de lunares. Tomás es el encargado de los efectos musicales. Mamá, o al menos, la nariz de Mamá, aparece y desaparece detrás de la ventana de su cuarto. Nos está espiando, muerta de la envidia. Los cocheros han ayudado a Marsa a subir a la carroza. Parece una Habsburgo. Mi operación ha sido más difícil, por aquello del tirón muscular. Pero ya sentado, el impacto visual ha sido gratificante. El servicio ha estallado en una estruendosa ovación cuando Tomás ha puesto el CD con la marcha
El Abanico,
y los caballos han arrancado al paso, bellísimamente conducidos de riendas.

—¡Viva el marquesío! —ha gritado Filomena, la mujer de Tragabuches, el agradador de ricos y señoritos que tenemos en casa por si viene gente a la que agradar.

—¡Viva! —ha respondido la multitud con ardor de batalla del Gurugú.

Marsa y yo hemos ensayado el saludo al pueblo. Ella lo hace divinamente y sonríe con una naturalidad pasmosa. A mí me falta un tantito de soltura.

—Mi amor, sonríe, y saluda con la mano, moviendo de lado a lado la muñeca.

Los cocheros han rodeado la recoleta de los magnolios y nos hemos dirigido de nuevo hacia la casa, donde la servidumbre espera para reiniciar los vítores. En esta ocasión ha sido Práxedes Mateo, el encargado de las cosechadoras.

—¡Vivan los marqueses más marqueses de España!

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