Las dos bodas: el Príncipe y Sotoancho se casan (8 page)

BOOK: Las dos bodas: el Príncipe y Sotoancho se casan
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«bar de chicas» del edificio Colón Hot, intentaron saber lo que ocurría.

—Nada, una redada de terroristas. Lo de siempre —comentó un municipal.

La camioneta celular ingresaba en el edificio de la Audiencia. En su interior, tres peligrosos forajidos que habían saltado las tapias del Palacio de La Zarzuela. Los tres esposados, y con dos vigilantes armados frente a ellos. De izquierda a derecha, según se entra en el furgón: la marquesa viuda de Sotoancho, Ramón Labarces y el sacerdote Crispín García. Aguardaba su llegada el juez de guardia, que no era otro que don Baltasar Garzón.

Eran las veintitrés treinta y siete minutos de la noche, cuando se impacientó el teléfono de La Jaralera. El marqués dormía profundamente, y Tomás, que andaba en no se sabe qué cosas, acudió raudo a descolgar el chisme. Una voz, fría y profesional, le manifestó sus deseos.

—Necesitamos con urgencia que se presente en la Audiencia Nacional, aquí en Madrid, don Cristian Ximénez de Andrada y Belvís de los Gazules, marqués de Sotoancho. Póngame inmediatamente con él.

—Está dormido.

—Pues que se despierte. Le dejo este número. Pertenece a la Sección Antiterrorista.

Que pregunte por mí, inspector Forladas.

Tomás, atropellándolo todo, alcanzó el cuarto del marqués. Dormía como un niño.

En sueños, canturreaba. A Tomás le sonó la musiquilla correspondiente a una sevillana rodera.

Ay, Virgen mía,

la Reina marismeña

de Andalucía… ¡Ele!

Él mismo, dormido, se jaleaba.

Tomás sacudió al marqués, casi con crueldad. Sotoancho, todavía fuera de sí, soltó un alarido.

—¡No, no, para ya de pegarme, Olimpia!

Su pesadilla de siempre. Olimpia de Bolka-Romanov, la zanahoria.

—Que no, señor marqués. ¡Abra los ojos! Han llamado desde Madrid.

—¿Mi madre?

—No. La Brigada Antiterrorista. Un inspector. Reclaman su presencia inmediatamente.

—¿La Brigada Antiterrorista?

—Y la Audiencia Nacional.

—Tomás, me estercolo.

—Lo comprendo, señor.

—¿Qué hora es?

—No han dado las doce.

—¿El primer AVE?

—A las seis.

—¿Me acompañas?

—Hasta el fin del mundo.

—Gracias, Tomás.

—Y si quiere, nos vamos ahora mismo por carretera. Usted y yo dormidos, y Lorenzo conduce y que se joda, que para eso es el chófer.

—Mejor opción. Despierta a Lorenzo. Nos vamos ya. Prepárame la maleta con lo que sea. ¡Dios mío, la Brigada Antiterrorista y la Audiencia Nacional! ¿De qué me acusarán? Lo único que me encaja es que hayan capturado al jardinero talibán.

—Tranquilícese. Hable con el inspector. Se lo dirá todo.

—El teléfono. Dame el móvil. ¿Inspector…?

—Forladas, señor marqués.

—Ponme con él.

Los presuntos terroristas aislados. Su Señoría leyendo el oficio de la Guardia Civil.

Extraño caso. Tres individuos, uno de ellos del sexo femenino y con noventa y cuatro años, invaden el espacio del Palacio de La Zarzuela. No hay indicios de que fueran armados. Se rinden sin oponer una gran resistencia. El móvil, según los acusados, irrumpir en Palacio cuando el Rey está cenando en familia. Baltasar Garzón no termina de encajar las piezas del puzle.

—Inspector Forladas al habla.

—Soy el marqués de Sotoancho.

—¡Hombre!

—No entiendo por qué exclama ¡hombre!

—Porque llevamos buscándolo unas horas.

—Estoy a su disposición.

—¿Tiene usted algún tipo de parentesco con Cristina Belvís de los Gazules y Hendings, que dice ser la marquesa viuda de Sotoancho?

—Para mi desgracia lo tengo. Es mi madre.

—¿Conoce usted a un tal Crispín García, que asegura ser el capellán de su casa?

—Es el capellán de mi casa. Le conozco.

—¿Y a Ramón Labarces, conductor discrecional?

—A ése no lo he visto ni en pintura.

—Pues le agradeceríamos que se presentara cuanto antes en Madrid. Están detenidos. Fueron sorprendidos a primeras horas de esta noche dentro del recinto de La Zarzuela. Están acusados de intentar un atentado terrorista contra Su Majestad el Rey.

—¡Pero hombre! —y ahora soy yo el que dice «hombre»—. Eso es imposible. Mi madre sólo quería hablar con Su Majestad.

—Por su aspecto y por la manera de conducirse, no coincidimos con su punto de vista. Estamos buscando las armas.

—Mire, inspector. Se lo explicaré en Madrid. Mi madre es un bicho, pero incapaz de atentar contra Su Majestad.

—Y después está el cura. Acuérdese de monseñor Setién y el arcipreste de Irún.

—¡Inspector! Don Crispín es un mandado de Mamá.

—Bueno, bueno. Preséntese cuanto antes. El juez Garzón desea tener con usted una conversación. Si no me equivoco, su madre está a punto de comparecer ante Su Señoría.

—Salgo inmediatamente para allí.

—No corra. Que las carreteras son muy traidoras.

—Gracias, inspector.

El juez Garzón no se había visto jamás en situación parecida. Eran las dos de la madrugada cuando ingresaba en su despacho de la Audiencia Nacional una especie de cosa rara, que en un principio, no pudo identificar. La cosa rara tenía sueño.

Había sometido su cuerpo a un esfuerzo físico poco recomendable para su edad. Para colmo, el desgaste anímico condicionado a los últimos acontecimientos no era moco de pavo. El juez, amablemente, le ofreció un café. Pero la cosa rara rechazó la cortesía. La declaración fue breve. El juez no pudo reprimir la risa en algunos pasajes del proceso declaratorio. No se encontraron armas porque no las había, y la disparatada historia carecía de pies y cabeza. Cuando supo que la principal acusada de la fallida incursión terrorista, esa cosa rara que se hallaba frente a él, tenía noventa y cuatro años de edad, decidió dar carpetazo al asunto. En lugar de ordenar su ingreso en prisión, pidió a sus subordinados que llamaran a un taxi. Al sacerdote y al tercer presunto terrorista ni se molestó en recibirlos. Aquello era una historia de locos.

—Señora, voy a permitir que se vaya. Pero si me entero de que ha vuelto a intentar molestar a Su Majestad le meto un paquete de órdago a lo grande.

—Pues voy a seguir intentándolo. Soy una invitada a la boda del Príncipe. Por lo tanto, íntima amiga de los Reyes.

—Si lo fuera, no intentaría verlos utilizando toda suerte de mentiras e invasiones.

—Mire, señor juez. Déjese de chorraditas. Y permita que le diga que no me gustan nada los chaquetones que se pone en invierno. Son horrorosos. No entiendo cómo su mujer le permite salir de casa con esas pintas.

Media hora más tarde, el trío de terroristas llegaba al Hotel Ritz. La terrorista en jefe, desencuadernada; el terrorista religioso, con la color desvanecida, y el terrorista de alquiler, con un enfado espantoso.

—Ha terminado con mi reputación. Se va a enterar de lo que vale un peine.

María, la doncella, no había pegado ojo. Preparó un baño caliente a la marquesa, que en apenas unas horas de calabozo, aprendió a manejarse con soltura en el lenguaje del delito.

—Estoy literalmente jodida.

—¡Señora marquesa! ¿Qué lenguaje es ése?

Tumbada sobre la cama, con las Panamá Jack encima del edredón, los vaqueros sucios y la sudadera arrugada, parecía la madre del Che Guevara.

"TUMBADA SOBRE LA CAMA, CON LAS PANAMÁ JACK…"

En su habitación, don Crispín oraba arrepentido por su escandalosa acción. Le dolían hasta las encías. Había sido cómplice de una locura. Se duchó y procedió al sacrificio. Don Crispín, con el torso desnudo, se flageló. Lo hizo con el cinturón del albornoz, y la flagelación resultó más que llevadera. La historia de la Iglesia no hará mención jamás a tan peculiar suplicio. Recibidos doscientos latigazos, la espalda de don Crispín no presentaba marca alguna. Para colmo, se había dejado olvidados los cilicios en La Jaralera. Deseoso de sufrir para atenuar el enfado divino, descolgó el teléfono, marcó el número del Servicio de Habitaciones y canceló su petición. No probaría esa noche su macedonia de kiwis y mangos. Y absolutamente derrengado, se tumbó en la cama y su mente se apagó. Antes de reposar su cabeza sobre la almohada, roncaba como puta borracha de la posguerra.

Dejé a Tomás al mando de la casa.

Cuando llegué a la Audiencia Nacional me esperaba lío y desbarajuste. Poco movimiento. El inspector Forladas me recibió amablemente. Su Señoría no consideraba oportuno ni razonable ni conveniente ni útil tomarme declaración.

Forladas, hombre curtido por los desastres, me invitó a tomar una copa en el puticlub del Edificio Colón, único local abierto a tan avanzadas horas. Las chicas, que reconocieron a la autoridad, no nos molestaron, muy a mi pesar. En dos whiskies, el inspector me puso al corriente de los pormenores de la operación antiterrorista. Me hice pis encima de la risa. Con la tercera copa, el inspector y yo coincidimos en celebrar nuestra profunda amistad con un cuarto bebercio. Las chicas perdieron la timidez y se nos acercaron dos palmeras juncales de origen ruso. Mejor escrito, dos abedules bellísimos de los bosques nórdicos. Conversación agradable. Quinta copa y acuerdo con las muchachas. Invité al inspector al gozo. Encantadora mujer la mía, Nenushka, nacida en Moscú en 1979, según me informó. La de Forladas se llamaba Nadia, y era natural de Podvorie, una localidad inmediata a Tsarkoie Seló, el Lugar de los Zares. Forladas desapareció de mi vista y Nenushka me llevó de la mano hasta una habitación de la que ningún detalle recuerdo. Yo no sentí nada de nada pero ella gritaba mucho. Gran profesional. A las seis de la mañana llegué al Ritz con mil setecientos euros de menos. No tenía sueño. Necesitaba ver a mi madre con urgencia.

La humillación de Mamá es espectáculo cimero. Cuando quiero, soy fuerte con el sueño. Una cabezadita, y a las ocho en punto preparado para encontrarme con mi madre. Antes, un buen café con leche, un
brioche,
una botella de agua y dos tabletas contra la resaca. Buen muchacho Forladas. María la doncella respondió a mi llamada.

—Señor marqués. La señora está tal y como vino. Si lo desea, tengo una llave de su habitación.

—Estoy desayunando. Baje y deme la llave, María. Voy a sorprenderla.

La
suite
de Mamá, más que una
suite
era una urbanización. Puertas y pasillos por doquier. Salones, dormitorios y cuartos de baño. Todo para ella. Enorme egoísta. Al fondo, el cuarto principal. Su bulto destacaba sobre la cama. Dormía profundamente.

Carcajada con ahogo cuando reparé en su vestimenta. Si Miguel de la Quadra-Salcedo organizara una Ruta Quetzal para la ancianidad, la elegiría como monitora.

Aspecto horrible el de mi madre. Vestida de señora mayor disimula, pero en plan sudadera, vaqueros y Panamá Jack parece una delincuente de fealdad más que conseguida. No sentí lástima alguna al verla. Me hizo gracia, simplemente. Abrí los ventanales y un chorro de luz primaveral iluminó la habitación. Inicié el zarandeo.

—¡¡¡¡Mammmáaa!!!!

Saltó de la cama como una mona de Gibraltar cuando se asusta. La mona de Gibraltar es muy particular y nada tiene que ver con el resto de los simios. Está en la roca, parece tranquila y sin previo aviso, suelta un alarido y salta. Muchas han fallecido despeñadas por culpa de esa extravagancia. Mamá no se despeñó porque el vacío que separa el colchón de la cama de la alfombra de la Real Fábrica de Tapices que cubre el suelo no supera el metro de altura. No obstante, se dio un morrón curioso. Su expresión podría haberse calificado de amenazante unos días atrás, pero en el momento no asustaba a nadie. Menos a su hijo.

—¿Qué haces aquí?

—He venido reclamado por la Justicia. Querían saber si yo era efectivamente hijo tuyo.

—¿Y qué les has dicho?

—Que no. Que soy huérfano.

—Entonces me detendrán otra vez.

—Eso he deducido. Estarán a punto de llegar.

—No me puedes hacer eso, Cristian. Soy tu madre.

—Una madre sorprendida por la noche en el Palacio de La Zarzuela, no es una madre normal. Lo siento, Mamá, pero te vendrá bien una temporadita en la sombra.

—Lo que he hecho ha sido por tu culpa. Por no querer que te acompañe a la boda del Príncipe.

—Lo que yo quiera o no ya no tiene importancia. Si te ven el día de la boda, disparan contra ti. Voy a contarlo todo en Sevilla y en Jerez.

—Me matarías.

—Es lo que persigo.

—Vas a acabar con el prestigio de tu madre.

—Nunca lo has tenido.

—Eres un asco de hijo.

—Báñate, te vistes y te espero en el
hall.
Nos vamos a casa.

Cuando un ser humano se entera con sesenta y bastantes años de edad que fue víctima de una brutal distracción durante su bautismo, son lógicas las depresiones y las melancolías. A mi primo Tanis Casa-Rubiera le pasó algo parecido en su Primera Comunión. Huérfano de madre, se encargaba de su vestuario un ama de llaves a la que llamaban Guada. Le hizo un traje de Primera Comunión de paleto. Uniforme azul y muchos cordones dorados. Lloró amargamente y su carácter cambió para siempre. Son hechos terribles que marcan la vida de un niño. Y a Fede Zugaza, compañero mío en el Consejo de Carbosa (Cartonajes para Bodegas, Sociedad Anónima), se le ha enroscado en el alma un complejo de inferioridad de imposible superación. Su madre tuvo una perra caniche a la que puso el nombre de
Sherezade.

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