Las dos bodas: el Príncipe y Sotoancho se casan (7 page)

BOOK: Las dos bodas: el Príncipe y Sotoancho se casan
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—¿El marqués de Sotoancho? Soy el ayudante de Su Majestad. En efecto, se presentó su madre acompañada por un sacerdote. Se resistieron en un principio, pero ya se han marchado. Le agradezco mucho su llamada de advertencia.

—Muchas gracias, señor ayudante. Pero no olvide lo de los tanques.

Pocas veces me he sentido mejor. Lo de Mamá no tiene nombre. Carece de sentido del ridículo, de vergüenza ajena. Lo pienso y me salen granos del alipori. Pero conociéndola, no va a renunciar.

Marsa ya se habrá comprado el traje para la boda. Seremos la pareja perfecta, impactante. Ella, todo belleza caribe. Yo, estética de siglos con mi uniforme de maestrante. Los cámaras de las televisiones extranjeras se van a creer que el Príncipe y doña Leticia somos Marsa y yo. Milagros del empaque.

Tomás ha mejorado. La ausencia de Mamá en La Jaralera nos sienta a todos divinamente. Medicina sublime. Hasta los niños han dejado de llorar por las noches.

Me lo ha dicho Elena.

—Cristian, es como si estuvieran más tranquilos. Sin el coco cerca.

—Los niños son intuitivos, Elena. Mamá les aterroriza.

—Algo hay de eso, Cristian. Mañana viene Flora para ayudarme.

—Hace tiempo que no la veo. Desde que tuvo el niño no ha pisado esta casa. Ni Pepillo.

—Dedícate a lo tuyo, que tus niños están bien cuidados.

—Gracias, Elenilla. ¿Sabes que me han invitado a la Boda?

—¿A la del Príncipe?

—A la misma. Y voy a ir uniformado de maestrante.

—¿Con tu madre?

—No, con Marsa. En mayo me habré casado con ella. Está en París, comprándose trapitos.

—Me entristece pensar en Marisol, Cristian.

—Elena, Marisol ya no está. Es imposible que vuelva. Yo también la echo de menos y la quiero. Pero la vida sigue, y Marsa es una mujer maravillosa. Harás buenas migas con ella. Hasta Marisol estuvo a punto de hacerse su amiga.

—Pero tan pronto, Cristian, tan pronto…

—Estoy seguro de que Marisol, desde arriba, me empuja.

Bueno… no sé. Me voy con los niños.

—Que Dios te lo pague, Elena. Sin ti estaría perdido.

"NILAGKOS DEL EMPAQUE…"

—Ser padre de quintillizos y no verlos ni en pintura es un regalo de la naturaleza.

Elena, que quería con locura a Marisol, ha dedicado su vida a los niños. No quiere conocer más hombres, desde que la repasó mi querido tío Juan José. Claro, que en recompensa por su amor le dejó una fortuna de tres millones de euros. Y como no gasta, y es muy lista y ha invertido bien, el día menos pensado le quita el sillón a Emilio Botín. Por ahí viene Tomás.

—Tomás. Tengo noticias.

—Soy todo oídos, señor.

—Mi madre ha intentado ver al Rey sin éxito.

—Hay que impedirlo a toda costa, señor. Con ella en la Boda, el futuro de España está en peligro.

—Eso mismo lo pienso yo. Ginebrita, Tomás. Bebe conmigo.

—Pues ginebrita también, señor.

—Por el Rey.

—Y por España.

Siete de la tarde, diecinueve horas.
Suite
del Ritz. La marquesa viuda de Sotoancho en vaqueros. María adaptándoselos a su cuerpo.

—Que no se ciñan a mi trasero, María.

—No se preocupe, señora marquesa. Tiene usted menos culo que una angula. ¿De largo están bien?

—Sí, más o menos. Sólo los usaré esta noche. Me aprietan un poco por ahí.

—¿Dónde por ahí?

—Cuando yo digo «por ahí» es por ahí.

—¿El tiro?

—Eso.

—Pues vamos a ver cómo lo arreglamos.

En su habitación de «servicio», don Crispín estaba sumido en la más profunda depresión. Sentía un miedo cerval. Casi ataque de pánico. Miraba la hora cada dos minutos. Todo menos que se acercara el momento. Sudaba copiosamente y las manos parecían engrasadas. Un amago de dolor angustiaba su pecho. Rezaba y rezaba, pero la concentración en la oración se le iba. Nunca había sido un héroe. De niño, en el colegio, le llamaban «el Melindres». Y estaba metido en un lío de los gordos. Pensaba en sus padres, ya fallecidos, y las lágrimas más amargas surgieron de sus ojos.

Intentó de nuevo ver la hora, y el reloj apareció borroso, lejano e indescifrable.

Terror. La sotana colgada en la percha. Tenía puestos unos pantalones vaqueros de estreno. Y una sudadera azul. Zapatos con suela de goma. Todo igual que la marquesa. Pero el miedo no se lo producía la extraña indumentaria. El pánico lo tenía clavado en la cabeza desde que la marquesa se despidió de él a las puertas del hotel y le fijó la hora y la razón de la cita.

—A las ocho en punto en el vestíbulo, don Crispín. Venga vestido con todo lo nuevo. De la escalera me encargo yo. Vamos a saltar esta noche la verja de La Zarzuela.

El espanto yacía junto a don Crispín.

Noche de boca de lobo. Primavera engañosa en Madrid. Viento de la sierra y aguanieve. El chófer conoce el terreno. Caminos y carriles partiendo del Hipódromo, casi abandonado. De golpe, a menos de cincuenta metros, un muro alto de ladrillos.

Faros apagados. Consigna en cuchicheo.

—Usted aquí y sin moverse. En menos de dos horas estaremos de vuelta.

Don Crispín atemorizado.

—Señora marquesa, me voy a hacer de vientre.

—Esa ordinariez no se la pasaría de estar en otras circunstancias. Es usted un cerdo, don Crispín.

—Señora, que me voy por la pata abajo.

—Deje de anunciar porquerías. Haga lo que sea y vuelva inmediatamente.

Don Crispín desaparece entre las jaras. La marquesa saca de la mochila una pequeña linterna. Se dirige al chófer.

—La escalera.

Ramón, el chófer de alquiler, sudando la gota gorda a pesar del frío, abre la maleta del coche y agarra una escalera plegable más que curiosa. La marquesa toma posesión del artilugio. Lleva unas botas Panamá Jack entre el «beige» y el amarillo, pantalones vaqueros, una sudadera oscura y un plumas sin mangas con la leyenda

«Candanchú, eres la mejor». Cubre su cabeza con un gorro coronado por un pompón. En la mochila, toda suerte de instrumentos de emergencia y un botiquín de primeros auxilios. Don Crispín que vuelve.

—Me da un asco horrible su cercanía, don Crispín.

—Señora, no podía aguantar más.

—Apoye la escalera en el muro.

Sigilosamente, dos sombras se aproximan al muro de La Zarzuela. Una sombra ágil, la de la marquesa, y una sombra derrengada, la de don Crispín.

—Señora, esto que vamos a hacer, además de peligrosísimo, es pecado.

—Cagueta.

Don Crispín ha colocado la escalera. Queda a medio metro del alto del muro. Está bien apoyada y sujeta. Apenas se ve, pero la autoridad de la marquesa brilla en la noche.

—¡Usted primero! Así me recoge cuando yo me tire.

Don Crispín, espantado, sube por la escalera. Se asoma al mundo que se abre del otro lado. Se sienta sobre el muro y salta. Todo ello en absoluto silencio. La marquesa le sigue. Su flexibilidad y fuerza son asombrosas. La operación es la misma excepto en la caída. Los brazos de don Crispín amortiguan el choque con el suelo. Se han olvidado la mochila, pero no la linterna.

—Vamos. Y sin hacer ruiditos.

—Son los aires, señora.

—Lila, que es usted un lila.

La marquesa se mueve en la noche como una mochuela. Don Crispín la intenta seguir más mal que bien. De pronto, como si fuera un rastreador apache, la marquesa alza un brazo y queda como disecada. A don Crispín le viene de nuevo la correntía.

Pero no es el lugar adecuado ni la situación permite tales menesteres. La marquesa se tumba y pega su oreja izquierda al terreno. Tranquiliza a don Crispín.

—Gamos.

Prosiguen la marcha. Lomas suaves y onduladas. Un búho ataca un nido de urracas. La naturaleza es así de dura e inmisericorde. La marquesa, más dura aún que la naturaleza. Don Crispín se derrumba.

—Continúe sola. No puedo más, señora.

—¿De cansancio o de miedo?

—De ambas cosas.

Ni mirada de reproche ni gesto de desprecio. Ella sigue a lo suyo. Otra parada, y de nuevo, la oreja en el suelo.

—Guardias.

Se lo ha dicho a sí misma, y el apache no se equivoca. Un
jeep
se detiene. Cuatro sombras permanecen en pie. Algo lejanas suenan distintas sirenas. La marquesa se esconde tras un arbusto. Un chasquido la delata. Las sirenas, cada segundo más cercanas. Luces intermitentes. Los cuatro guardias cargan sus armas. Un quinto, seguramente el conductor, desciende del
jeep
y con una potente linterna ilumina la zona sospechosa. Los otros coches han llegado. Algarabía y nerviosismo. Un guardia ordena abrir fuego.

DON CRISPÍN. ESPANTADO, SUBE POK LA ESCALERA."

Don Crispín grita horrorizado. Un grupo se dirige hacia el lugar del alarido.

—¡Salga con los brazos en alto o disparamos!

Apenas tres segundos. Don Crispín surge de entre la floresta con los brazos tan altos que casi acarician el periné de san Demetrio, virgen y mártir. Le ordenan tumbarse, y lo hace sin resistencia. Hay guardias reales y civiles. Es esposado. No puede hablar.

—¿Cuántos son?

—Dddd… dd… dddd… dos.

—¿Dónde está el otro?

—Nnnnnno lo sssé.

Más coches. Un helicóptero con un potente faro sobrevuela el lugar. Don Crispín es introducido en una camioneta. Se siente mejor. Recupera la dicción.

—El otro es otra y tiene que estar cerca. Es mi señora, la marquesa viuda de Sotoancho.

—¿Y usted quién es? —pregunta un oficial.

—Yo soy su capellán. Queríamos ver al Rey. Sorprenderle durante la cena.

—Capellán, ¿verdad? Usted es un terrorista. Su cómplice no puede escapar.

Un disparo desde el helicóptero, seguido de una exclamación femenina.

— ¡Cuidado, que soy yo!

De nuevo, la advertencia.

—¡Brazos en alto y salga de ahí!

—¡No me da la gana!

—¡Disparen!

El tronco de la encina, decisivo. Al fin, la rendición. La terrorista que claudica ante la fuerza del bien.

—¡Está bien, me rindo!

Tantos focos como en el Bernabéu. La gran encina iluminada. Asoma la punta de la Panamá Jack correspondiente al pie derecho. Detrás de la punta, el resto de la bota.

Y detrás de la bota, la anciana terrorista. Brazos en alto y empaque.

—Sus armas.

—No las tengo. No soy una terrorista, señores. Ni ese cura cagón tampoco. Soy la marquesa viuda de Sotoancho y sólo pretendía ver al Rey.

"DON CRISPÍN SURGE DE ENTRE LA FLORESTA…"

—Señora, con esa pinta, no puede usted visitar ni a Bin Laden.

—Tengo que ver al Rey—Antes, tendrá que ver usted al juez de guardia de la Audiencia Nacional.

—Se va usted a enterar de quién soy yo. Era íntima amiga de doña Carmen Polo.

—Pues todo eso se lo dice a Su Señoría. Hemos detenido también al tercer hombre.

Al comando de movilidad. Los tres al señor juez.

Ahí estaba en la camioneta, acurrucado y vencido, Ramón, el chófer de alquiler.

—Esto me pasa a mí por dejarme contratar por una vieja loca.

—Y a mí por ser el capellán de esa misma vieja y esa misma loca —musitó don Crispín.

Ella, impasible, serena, distante, firme y arrogante.

Por la puerta principal del complejo de La Zarzuela un coche celular, acompañado de dos automóviles de apoyo, salía en dirección a Madrid. Moncloa, Princesa, los Bulevares, Génova, plaza de París, Marqués de la Ensenada y Orellana, acceso trasero de la Audiencia Nacional. Algunos viandantes curiosos, clientes del elegante

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