Las dos bodas: el Príncipe y Sotoancho se casan (10 page)

BOOK: Las dos bodas: el Príncipe y Sotoancho se casan
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—Señor marqués, tiene usted una color malísima.

—En la vida hay momentos amargos, Román.

Tomás se hallaba ajustando la instalación del arma. Los libros elegidos para sostener la
Purddie
no eran los más apropiados. Una enciclopedia de la maternidad que había comprado Marisol pocas semanas antes de su quíntuple parto. Para que la culata no se moviera y errara el disparo con el retroceso, Tomás la había sujetado, desde el guardamontes a la cantonera, con dos morillos de bronce de la chimenea del salón que pesaban un quintal cada uno. El trabajo estaba ultimado. Don Crispín rezaba con los brazos en cruz y María sollozaba a los pies de la inmediata suicida.

—Señora marquesa viuda. Todo está preparado.

—Gracias, Tomás. Ahora, déjenme sola. Don Crispín, absuélvame.

—No puedo hacerlo. Sólo Dios puede quitarle la vida que le ha regalado.

—Déjese de cursilerías y absuélvame ya, o el primer tiro se lo descerrajo a usted.

—Que conste que lo hago por imperativo social y amenaza de carácter grave.

—Pues no lo haga. Como comprenderá, Dios sabe muy bien por qué me quito la vida y no me va a plantear este tipo de tiquismiquis cuando entre en el Cielo. No he hecho otra cosa en mi vida que el bien y, por un trámite que se han inventado usté—

des los curas, no voy a perderme el gozo del Paraíso. María, no llores tanto.

—Es que me da mucha pena verla así, señora.

—Pues vendes las joyas, te compras una casa en la playa y vas a ver como se te quita la pena de golpe. ¡Déjenme sola!

Ya ha transcurrido más de una hora. Mamá, que es cumplidora de palabra, ya estará muerta. Me marea la sangre. Como a Tomás le marea también, lo mismo que a María, creo que lo más práctico es llamar a una compañía de limpieza para que nos mande una brigada. Entre ellos y los de la funeraria lo dejarán todo más presentable.

Ahí está Pepillo, mi querido Pepillo, podando las ramas indisciplinadas de la buganvilla naranja.

—Buenas tardes, señor marqués.

—Hola, Pepillo. ¿Has oído un disparo?

—De momento no, señor.

—Pues me extraña.

—A mí más la pregunta.

—Ya lo sabrás, Pepillo, ya lo sabrás. Algo muy triste.

—No sé por dónde va, señor marqués.

—Mi madre, Pepillo, que se está suicidando.

—¡Ozú!

—Se ha empeñado, y ya la conoces.

—¿Y no ha podido usted entrarla en razón?

—Imposible. Deja la buganvilla, llégate hasta tu casa y entre Flora y tú me llamáis a una compañía de limpieza y a la funeraria.

—Siempre lo que usted ordene, señor.

—Gracias, amigo. ¡Ya ves…! ¡Huérfano!

—Le acompaño en el sentimiento.

—Terrible, Pepillo, terrible.

"EL TRABAJO ESTABA ULTIMADO."

Las noticias vuelan como golondrinas. Y en el pasillo principal de la casa, el que distribuye las habitaciones principales, se hallaba reunido todo el servicio. Los niños lloraban en su cuarto porque Elena los había dejado solos. La marquesa viuda tenía clausurada la puerta con un doble pestillo, y en el corredor aguardaban el fatal desenlace, Tomás, bastante sonriente, María, llorosa, don Crispín, afanado en los rezos, Elena, extrañada, Francisca, la nueva cocinera, expectante, Lorenzo el chófer, intrigado, Julio el de los rastrojos, vengativo, los guardas y peones, alborotados. Pero el disparo no se producía.

La marquesa viuda ya estaba dispuesta al sacrificio. Terminaba de santiguarse cuando reparó en un detalle que no le gustó nada. La escopeta, efectivamente, apuntaba a su corazón. Con gran esfuerzo, desplazó el morillo del lado izquierdo y desvió el cañón unos cincuenta centímetros. Fue entonces cuando se sentó y tiró del cordel. El estrépito del disparo resultó terrorífico, estallante. Un segundo disparo sucedió al primero en pocos segundos. En el pasillo, todos los sirvientes de La Jaralera callaron por la impresión. Sacudida de espanto. Un silencio de muerte se apoderó de la casa. Hasta los niños respetaron el momento y dejaron de llorar.

Cuando se recuperaron del susto, lo hicieron con más fuerza, pero ya estaba Elena junto a ellos. Una Elena pálida y trastornada a la que le brotaban de los ojos dos lagrimones como dos cacahuetes.

—¡Mammmáaa! —Me salió del alma. A pesar de todo, una madre es una madre, la única, la fuente de la vida, la sangre compartida. Pepillo, que corría hacia su casa, quedó paralizado. Mi alma, debo re—conocerlo, se agrietó de angustia. Mamá había cumplido con su palabra. ¡Pobre madre mía!—. ¡Mammmmmáa!

—Vamos, todos a trabajar —ordenó Tomás—. Aquí ya no hay nada que oír y menos que ver. Don Crispín y yo esperaremos al señor marqués, que está de paseíto.

María, vete a tu cuarto y cálmate, que te va a dar un telele. ¡Venga, a trabajar, que tampoco es para ponerse así!

Ingresé en casa con el corazón en un puño. Ninguna lágrima, para dar ejemplo al servicio. Al servicio lo que más le gusta es llorar. Además, en recuerdo y homenaje a Mamá mi deber era mantenerme sereno. Siempre lo decía: «Llorar es de pobres». Los asalariados que se cruzaban conmigo inclinaban la cabeza, respetuosamente. Yo correspondía con aplomo. En el pasillo, junto a la puerta del cuarto de mi madre, don Crispín arrodillado y con la cabeza inclinada hacia el suelo, como en trance. Apoyado en la pared, Tomás, con un cigarrillo en la boca. Mi presencia les hizo reaccionar.

—Señor, me temo que todo ha acabado.

—Lo sé, Tomás. Ha debido fallar en el primer intento, pero ese segundo disparo ha sonado a muerte. Don Crispín, vaya a la capilla e inicie una retahíla de oraciones.

Que las campanas toquen a muerto. Hay que llamar también a las autoridades judiciales, para que lleven a cabo las pertinentes pesquisas. Tomás, entre tú y yo vamos a derribar la puerta.

—Lo siento, señor. Ya sabe lo que me afecta la visión de la sangre.

—Y a mí, Tomás, y más aún si es la de mi madre. Pero hay que ser valientes.

—Yo no derribo la puerta ni entro en el cuarto, señor.

—Tomás, que puede estar malherida. En tal caso, habría que avisar a una ambulancia.

—No, señor. Eso sería ir contra su voluntad. Si está malherida, y perdone que sea tan claro, lo que hay que hacer es rematarla.

—A eso no me atrevo.

—Llamamos a lulio
el Rastrojero,
señor. Ése es más rojo y más resentido que Llamazares. Y vaya si la remata.

—Que venga inmediatamente.

—A sus órdenes, señor. Sentido pésame.

—Gracias, Tomás.

Me senté en el suelo a esperar. Elena, cuya curiosidad podía con ella, se acercó hasta donde yo estaba. Se sentó a mi lado, y me acarició el cogote. Muy agradable sensación. No he conocido a nadie en toda mi vida que acaricie mejor el cogote que Elena.

—Cristian, lo siento, lo siento. Pero ha sido su voluntad.

—Gracias, Elenilla. Esto ha sido un escopetazo.

"… y ME ACARICIÓ EL COGOTE."

—Nunca mejor dicho, Cristian.

Y me besó en la frente, como una hermana. Yo tenía la piel de gallina. No por la impresión. Sucedía que Elena me seguía acariciando el cogote.

El aspecto de Julio
el Rastrojero
impone. Es natural de Marinaleda y vota a Gordillo, pero a regañadientes. Dice que en España no hay verdadera Izquierda. Para él, la Izquierda es la que mata a los nobles y los burgueses. Tremendo blasfemo. Odia a la humanidad. Últimamente se ha dado de alta en un grupo ecologista que defiende a la lagartija moteada. Este grupo afirma que la lagartija moteada está en peligro de extinción por culpa de los fertilizantes. No estoy de acuerdo. En mi reciente paseo por la albariza he sorprendido en el camino a siete u ocho lagartijas moteadas. Y también, a pesar de lo bruto que es, pertenece al MAPI GAL, Movimiento de Apoyo por la Igualdad de Gays y Lesbianas, de cuya delegación en Sevilla es vicepresidente. Quiere matar a media humanidad pero adora a las lagartijas. Le arreó a su hijo mayor una bofetada terrorífica porque le salió maricón y es ¡vicepresidente de los gays! y las lesbianas. Contradictorio personaje. Muy útil para situaciones como la que atravieso.

—Julio, tiene usted que derribar la puerta.

—Lo haré con mucho gusto.

—Si mi madre ha fallecido, usted quietecito. Si aún respira, la remata.

—No hay nada que me apetezca más. Rematar a una marquesa es la ilusión de mi vida. Habría que matar a todos los nobles, los ricos, los burgueses y los curas del mundo, incluidos el Rey, el Papa y usted, señor marqués.

—No es el caso, Julio. Modere su ímpetu. Dulcifique su odio. La Revolución Comunista ha fracasado.

—Pero volverá. Y ahí estaré yo.

—De acuerdo, pero antes derribe usted la puerta.

—Ahora mismo, señor marqués, lo que usted mande.

—Y nada de trampas.

—¡Ojalá esté viva!

—Julio, con respeto.

—Con respeto, señor marqués, pero ¡ojalá esté viva!

Fernando Villalón, el poeta de las marismas del Guadalquivir, garrochista de estampa antigua, ganadero de reses bravas con los ojos verdes, quiromántico y licenciado en brujerías, a veces se equivocaba. Una mañana vio a una paloma torcaz posarse en un pino. Y le escribió:

Paloma ¿qué haces ahí

posada en un pino verde?

¡Eso no te pega a ti!

Bellísima ráfaga poética, pero inexacta. Lo que más le pega a las torcaces es posarse sobre las ramas verdes de los pinos. Millones de ellas lo hacen a diario. A veinte metros de la habitación de la marquesa viuda, posiblemente difunta, se alzan tres pinos de copa ancha centenarios. Tres pinos piñoneros, para más señas. Y una paloma, que venía de no se sabe dónde, buscaba en la copa del más grande de los tres, descanso, esparcimiento y refugio. No lo hacía para llevarle la contraria a Villalón, sino por costumbre. A punto se hallaba de alcanzar su árbol preferido, cuando un disparo interrumpió su vuelo. Cayó fulminada de un solo tiro.

Al Rastrojero y a Sotoancho casi les da un pipirlete al oír el disparo. Julio acababa de derribar la puerta. Se tiró al suelo. Sotoancho se refugió en donde pudo, que pudo poco. Julio levantó la cabeza y enfocó la vista. Ahí estaba la marquesa, triunfante, con la escopeta en las manos y apuntando a su cabeza.

—Si me he cargado a una paloma no voy a temblar disparando contra un hijo bastardo de Stalin.

—Señora, cumplía órdenes de su hijo. Quería saber si usted estaba fiambre.

—Pues mira lo que son las cosas. He aplazado mi suicidio. Me ha dado pereza matarme. He fallado a propósito. Y para demostrarlo, con uno de los cartuchos de reserva que me ha dejado Tomás, le he metido a esa paloma un tiro de campeonato, para que luego diga mi hijo que en mi familia no tenemos puntería. ¡No se levante hasta que yo se lo ordene! ¿Dónde está mi hijo?

Al oír la pregunta de mi madre, ingresé en el cuarto.

—Aquí, Mamá. Veo con alegría que has recapacitado.

—Simplemente, he retrasado mi inmolación por la Causa. Y de paso, me he cepillado a una paloma para certificar mi buena puntería.

"CAYÓ FULMINADA DE UN SOLO TIRO."

—¿Y los disparos del suicidio, Mamá?

—Los fallé adrede. Mira los desconchones de la pared.

—¿Y por qué no diste señales de vida?

—Te merecías el sufrimiento de la duda.

—Lo tuyo, ¿es aplazamiento del objetivo o abandono definitivo?

—Aplazamiento calculado.

—¿Prefieres otra modalidad de huida vital?

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