Las dos bodas: el Príncipe y Sotoancho se casan (9 page)

BOOK: Las dos bodas: el Príncipe y Sotoancho se casan
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No ha conseguido superar el trauma. Cuando discute en los consejos con el vicepresidente, Pepe Lucena, que tiene muy mala intención, siempre termina éste por formularle la misma pregunta: «Oye, Fede, ¿cómo se llamaba el caniche de tu madre?». Entonces se levanta de la silla, abandona la reunión y se marcha al hotel a beber sin freno. Gracias a su táctica, Pepe Lucena se ha hecho con el control de la compañía, que dicho sea de paso, va divinamente bien y nos da unos dividendos de aúpa.

Mi trompazo contra el suelo la mañana de mi bautizo ha podido dejarme alguna secuela para siempre, pero no importante. Por ejemplo, que no puedo mover el dedo gordo del pie izquierdo. Los otros nueve dedos los muevo de maravilla, pero con el gordo del pinrel de babor no hago carrera. De ahí esa forma tan peculiar en los andares, que la gente confunde con el empaque y la elegancia natural. Soy elegante y tengo empaque, pero el dedo paralizado ayuda. Permite una cojera que no es cojera, una inseguridad que no es inseguridad, un vaivén que nada tiene de vaivén y que resulta muy distinguido. Ni Marisol ni Marsa se dieron cuenta de mi tara. Sólo Tomás conoce el secreto, y sabe que no soportaría una indiscreción al respecto. Si alguna vez, por el motivo que sea, se suelta de la lengua, yo también puedo ser peligroso. Conozco sus debilidades. La fundamental, que todas las noches se unta sus zonas anales con un pincelillo que llevan incorporados los tapones de la afamada pomada Hemorrone, especialmente fabricada para reducir el tamaño y la irritación de las almorranas. Lo sé porque me lo contó Dolores, la farmacéutica, a la que Tomás sedujo camuflado en firmes promesas de matrimonio. Un conquistador que se unta el culamen con Hemorrone no tiene nada que hacer. Lo sabe y sólo por ello, respeta mi secreto.

"SOY ELEGANTE Y TENGO EMPAQUE, PERO EL DEDO PARALIZADO, AYUDA."

Aprovechando que el Guadalete pasa por el Puerto de Santa María, la farmacéutica me reveló que Mamá es la principal consumidora de la marca Orinplás, un fármaco que ayuda a la buena labor de los riñones. Con Mamá no he podido callarme:

—Mamá, con lo que bebes, no te hace falta el Orinplás.

Mi comentario ha significado su definitivo abatimiento. Me gusta hurgar en sus heridas abiertas.

—Seré tonto desde el día de mi bautizo, pero no lo suficiente para ignorar que eres la mayor consumidora de Orinplás de toda la Baja Andalucía.

—No me mortifiques. A mi edad, este tipo de medicamentos es necesario.

—Lo que tienes que hacer es beber más agua y menos ginebra.

Está vencida. Ha hecho el ridículo más clamoroso. En el
ABC
de Sevilla han publicado la noticia: «La marquesa viuda de Sotoancho salta los muros del Palacio de La Zarzuela». Todavía ignora la publicación.

—Lo peor, Mamá, es que lo tuyo salga en los periódicos. Ya sabes que los periodistas se enteran de todo.

—Me suicidaría.

—¿Lanzándote al vacío o mediante una dosis de cianuro?

—Si se diera el caso de que lo publicaran, que no lo van a publicar porque nadie se ha enterado, me quitaría la vida con la
Purddie
de Papá.

—La tienes a tu disposición. Cuando lleguemos a casa te la doy. Y un par de cartuchos, por si fallas en el primer intento. Te lo digo, porque hoy ha salido en el periódico una pequeña crónica en la que todo se cuenta.

Por primera vez en este tramo de mi vida, he sentido lástima. Mira el paisaje que vamos dejando atrás y nada dice. Se ha quedado muda como una jirafa. Precioso animal, pero absurdo. Un bicho que para beber necesita abrirse de piernas es un error de la naturaleza. En la Casa de los Cazadores tenemos una jirafa disecada que mató Peñaranda en Kenia. No sé cómo llegó hasta ahí, pero lo cierto es que ahí está.

Bueno, pues la jirafa de Peñaranda disecada tiene más posibilidades de hablar y emitir sonidos que Mamá.

El periodista está bien informado porque ayer hablé con él por teléfono y se lo conté todo de pe a pa. Si Mamá se entera de esto, se puede ir de casa. Tampoco es eso. Es mi madre y mi obligación y deber como hijo es cuidarla y mantenerla hasta que Dios se la lleve, aunque en su caso Dios se haya olvidado de que existe o no quiere desordenar el Cielo con su presencia. Una bobada de Dios, porque antes de subir al Cielo tiene que pasar por el Purgatorio, y se calcula —según don Ignacio, nuestro anterior capellán—, que desde su fallecimiento terrenal hasta su ingreso en las nubes celestes transcurrirán unos mil millones de años, a ojo de buen cubero.

—Mamá, te has quedado sin habla.

No hay respuesta. Antes de salir del hotel, he recibido por fax el texto publicado.

Bajo el titular ya descrito se puede leer: «Extraña acción la protagonizada por la acrisolada dama doña María Cristina Belvís de los Gazules y Hendings, marquesa viuda de Sotoancho. La acrisolada dama, que a punto se halla de cumplir los noventa y cinco años de edad, disfrazada de monitora de la Ruta Quetzal saltó el muro de seguridad del Palacio de La Zarzuela acompañada de un sacerdote cuya identidad no ha sido revelada. Según fuentes de la Audiencia Nacional, la acrisolada dama pretendía ver al Rey para que Su Majestad le confirmara que había sido invitada a la boda del Príncipe de Asturias. Después de declarar ante el juez Baltasar Garzón, ambos invasores, la acrisolada dama y el joven sacerdote, fueron puestos en libertad sin cargos. No obstante, en La Zarzuela se considera que, tras la actitud adoptada por la marquesa viuda, sus posibilidades de ser invitada a la boda son más que remotas.

Sí asistirá su hijo, don Cristian Ildefonso Laus Deo María de la Regla Ximénez de Andrada y Belvís de los Gazules, marqués de Sotoancho, que lo hará acompañado de su futura esposa doña Margarita Restrepo Olivares, perteneciente a la alta sociedad de Santa Fe de Bogotá».

Me quema el papel en el bolsillo derecho de mi chaqueta. Lo acaricio con la mano.

Mi madre mira pero no ve nada. Don Crispín no ha abierto la boca desde que salimos de Madrid. Lorenzo, el chófer, tiene terminantemente prohibido conversar mientras conduce. Soy el único que habla. Estamos en Écija.

—Lorenzo, entre en Écija y busque un quiosco de prensa. Voy a comprar el periódico.

Obediente menestral. Intermitente de la derecha y salida de la autovía. Écija es un buen sitio para iniciar el proceso de suicidio de mi madre.

El avión de Air France procedente de París rodaba por las pistas de Barajas. Una bellísima mujer miraba sonriente a través de la ventanilla. Con el vestido que se había comprado para la boda, «iría regia», como dicen por allá. A su amor, le traía de regalo un lote de condecoraciones rusas que compró en una subasta. Pertenecieron al Gran Duque Wladimir Sasha-Strogoff, nieto del famoso Miguel Strogoff, el correo del Zar. El Gran Duque Wladimir fue víctima del movimiento cultural de la revolución bolchevique, y culturalmente le metieron treinta y dos balazos entre pecho y espalda.

Su viuda, la Gran Duquesa Tatiana Fernadovna huyó de San Petersburgo por Helsinki y en París sobrevivió vendiendo sus pertenencias. Eran condecoraciones de oro y piedras preciosas. Más de setenta años después de ser adquiridas por un joyero de origen judío, una mujer colombiana las había comprado. Dos millones de euros.

Su amor no podía quejarse. «Estará guayabón en la boda», pensó Marsa mientras el avión se detenía junto al edificio de la terminal 2 de Barajas.

El ambiente en el coche de los Sotoancho era abrumador. La marquesa, para no ser reconocida a su paso por Sevilla, se había colocado un pañuelo en la cabeza bien anudado a los papos. Estaba hundida. La lectura de la noticia llevó a su ánimo una devastación impropia de su carácter. Don Crispín permanecía en silencio. También Lorenzo. Sólo Sotoancho se permitía el lujo de canturrear una coplilla.

Ayer se murió mi jaca

a la vera del Rocío,

y la enterré en la retuerta

porque no sintiera frío.

La Jaralera a un paso. María, la doncella de Mamá, que se había adelantado, nos esperaba en la puerta de la casa. Junto a ella, Tomás, muy solemne, muy divertido, con una cara de chisme para echar a correr. Como servidor más antiguo, fue el encargado de darnos la bienvenida.

—Bienvenido, señor marqués. Señora marquesa viuda, la encuentro a usted con muy buena cara. Le ha sentado Madrid de perlas. Lo mismo le digo a su eminencia, don Crispín.

Ni mi madre ni don Crispín respondieron al saludo de Tomás. Cuando ya parecía que Mamá entraba en casa, se volvió hacia mi fiel ayuda de cámara y le ordenó:

—Tomás. Limpie y engrase bien la escopeta que era de mi marido y heredó el imbécil de mi único hijo. Y me la lleva a mi cuarto.

—¿Se refiere a la
Purddie,
señora marquesa viuda?

—Ha entendido bien. La quiero ya. Voy a suicidarme.

—En ese caso, se la llevo en un santiamén, señora.

María lloraba con desconsuelo. Esta chica es buenísima. A veces, hasta llego a pensar que le quiere algo a Mamá.

—¡Señora, no haga locuras! ¡El suicidio es pecado mortal!

"ESTABA HUNDIDA."

—En mi caso no, María. Te voy a dejar todas mis joyas. Prefiero que las tengas tú a que vayan a parar a esa apache que pretende pegar un braguetazo con el idiota de mi único hijo.

—Yo no quiero nada, señora. Quiero que usted se recupere y se sienta bien y a gustito.

—Muerta me sentiré bien y a gustito. Tranquila, María, que ya he vivido demasiado. Para usted, don Crispín, mi colección de solideos papales y todos los tomos encuadernados de
Vidas ejemplares.

—No lo puedo aceptar, doña Cristina. Heredar de una suicida va contra la dignidad sacerdotal.

—Respecto a ti, Cristian, nada de nada.

—Anda, anda, Mamá, y deja de decir tonterías.

Un buen bañito, una ginebra con hielo y mañana se te habrá pasado el sofocón.

—Mañana no existe. Tomás, la escopeta. Ahora mismo.

—Volando, señora marquesa. ¿La cargo?

—Sí. Y quítele el seguro. Espero que funcione.

—Dispara que es una gloria, señora. ¿Prefiere algún tipo de perdigones?

—Me es completamente indiferente.

—Pues no hace falta que se bañe ni se sirva la ginebra. En dos minutos estoy en su cuarto con el arma en perfectas condiciones.

—Gracias, Tomás. Te dejo en herencia el retrato de mi madre.

—Muy emocionante, señora marquesa. Se me ha puesto la carne de gallina.

—Y a Flora, esa desgraciada que me sirvió durante años, también voy a heredarla.

Quiero dejar un buen recuerdo en esta tierra de transición. La escopeta, Tomás.

—¿Puedo dársela, señor marqués?

—Tomás, los deseos de mi madre son órdenes. La escopeta inmediatamente.

Mamá, no falles, que tu familia tira fatal.

No he considerado oportuno estar en casa mientras se suicida Mamá. Tiene que ser una experiencia poco agradable. En vista de ello me he llegado hasta la albariza de los juncos para reencontrarme con mi paisaje preferido. En esta primavera, la albariza se ha tintado de rosa pálido por la gran cantidad de flamencos que la han descubierto. Siguen los patos, y ha aumentado el número de ejemplares de malvasías, y los mandarines van y vienen de la albariza al Guadalmecín sobrevolando el puente de los plumbagos. Ya han emigrado hacia el norte los porrones y los tarros. De cuando en cuando, entre los juncos surge el milagro azul brillante de los calamones. Pero son los flamencos los nuevos señores de la albariza.

Las garzas y garcillas sienten envidia de ese plumaje rosa. Milagros de las marismas, que llevan tierra adentro los sobrantes de la mar.

No he oído el disparo. Estoy a contraviento. Cuando vuelva a casa Mamá se habrá suicidado, y creo yo que es la forma más digna de terminar cuando se ha protagonizado un ridículo tan morrocotudo. Es de esperar que acierte, para evitarle los sufrimientos propios de una agonía traumática. Cuando me he despedido de ella, a distancia, le he recomendado que se meta el cañón en la boca y apriete el gatillo, pero sus brazos no dan de sí y ha decidido hacerlo con un sistema excesivamente alambicado. Se sentará en su butaca favorita, apoyará el arma en un montón de libros, y atará un cordel al gatillo. Así, sentada y digna, tirará del cordel, el gatillo se moverá y el disparo irá a parar directamente a su corazón. A pesar de todo, la he animado y no he tenido inconveniente en mandarle un beso de adiós, al que ella no ha correspondido.

Román, el guarda mayor, me ha notado nervioso.

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